2. Bloqueada
Un tintineo agudo y chirriante la sacó de golpe de las tinieblas de sus sueños. Tenía que apagarlo antes de que le taladrara el cerebro. Buscó el maldito despertador preguntándose cuándo habría cambiado la musiquita repetitiva por aquel ruido desquiciante. Tanteó y su brazo derecho se descolgó por el lateral de la cama con sorprendente ligereza.
Casandra entreabrió los ojos y, en la penumbra, pudo encontrar el despertador causante del alboroto, un trasto grande, antiguo y de metal. "¿Pero qué...?" Se quedó mirando el reloj analógico, su mano y su antebrazo vendados en negro y una cama totalmente desconocida. "¡¿Dónde estoy?!"
Entonces recordó a Ariana Leza, el paso por la Frontera, la charla con el hombre bajito que la había dejado en la sala de espera... y el FOBOS. "¡Ay, Dios!" Apartó la sábana de un tirón. Tenía el pijama en su sitio y no notaba que le faltase ningún órgano, pero no recordaba lo que había pasado con aquel hombre vestido de uniforme.
Se puso las gafas, que estaban en la mesilla, sacó las piernas de la cama y se puso en pie. El susto la había despejado por completo, no tenía dolor de cabeza ni la boca pastosa y coordinaba igual de mal que todas las mañanas. De modo que supuso que no la habría drogado. "Habrá hechizos para dormir", se dijo caminando por la habitación en penumbra en busca de un baño. Para no variar, ninguna luz se encendió a su paso, así que levantó la persiana.
Lo que vio al otro lado la sorprendió. "Si estoy secuestrada, no me va a ser difícil escapar". La ventana daba a una calle ancha y atestada de gente, con puestos cada pocos metros y un denso olor a comida y cosas desconocidas que flotaba en el aire. Empezó a plantearse que, quizás, no la hubiera secuestrado, pero estaba muy aturdida por no reconocer el lugar.
En el baño se lavó la cara, se adecentó el pelo y se miró al espejo. Los mismos rasgos de siempre, la misma piel paliducha moteada de rojeces, el mismo pelo oscuro y desgreñado sin flequillo, la misma figura rechoncha en pijama fino. Pero esa mañana sus ojos marrones brillaban por la curiosidad, el mundo se había convertido en un lugar interesante de repente.
Iba a salir de la habitación cuando reparó en la nota pegada en la puerta. "He pensado que no era justo que la primera noche que pasaras en nuestro lado de la Frontera lo hicieras en un sofá. Yo me ocupo de los gastos, no pienses que te voy a pedir nada a cambio, pequeña desconfiada". Casandra se quedó de piedra mientras leía. "A las once tienes una cita en el Portal, no te retrases. Preséntate en el Departamento de Regulación de Transfronterizos y pregunta por A. Azogue. Espero que la ropa que te he dejado sea de tu talla y gusto. El desayuno también corre a mi cuenta, no te prives. Un aviso, incluso en una ciudad con Portal desconfían de los transfronterizos".
Muda por el asombro, Casandra bajó la vista y, en la cómoda que había junto a la puerta, vio un montoncito de ropa con un caramelo de limón encima a modo de firma. Se encontró con unos pantalones vaqueros gris oscuro, una camiseta negra de manga corta y una sudadera de cremallera y capucha del mismo color, con los bolsillos decorados con bordados de telarañas esmeraldas y otra telaraña verde partida en cuatro cuartos a la espalda, que le recordaron al sobre que le habían enviado a Leza.
El ruidoso reloj analógico le indicó que eran las diez y cuarto y que más le valía darse prisa si quería llegar a tiempo a un lugar que no sabía dónde estaba. Se vistió, sonrió al pensar que el FOBOS había elegido bien la ropa, metió el caramelo en un bolsillo de la sudadera, recogió su pijama y la bata y salió de la habitación. Guiada por el rumor de la gente, encontró el comedor en la planta baja.
Los clientes estaban sentados en mesitas para dos, mesas para cuatro e incluso otras más largas en las que entraban lo menos diez. Casandra trató de que no se le transparentara el asombro cuando un cuenco lleno a rebosar de leche caliente cruzó por delante de ella para ir a aterrizar con suavidad frente a un niño, que empezó a mojar galletas con la mayor naturalidad.
–¿Montenegro? –le preguntó una mujer más baja que ella, armada con un mandil de florecitas.
–¿Sí? –contestó Casandra, sonriendo como medida de supervivencia.
–Bien, por aquí –indicó la mujer, echándole una mirada reprobatoria a su sudadera–. ¿Has dormido bien?
–Sí –contestó encogiéndose de hombros.
–Siéntate –le señaló una mesita en un rincón–. ¿Qué vas a desayunar?
–Pues, leche con cacao... –esperó a que ella dijera que no tenían de eso.
–¿Algo más?
–Em, ¿un cruasán?
La mujer repitió el pedido, que vino flotando desde la cocina.
–Gracias –dijo Casandra atacando la comida, acababa de darse cuenta de lo hambrienta que estaba.
La mujer miró a su alrededor antes de sentarse frente a ella.
–No quiero meterme donde no me llaman, pero... –se inclinó hacia ella para preguntarle con confidencialidad– ¿qué hacías en la calle de madrugada y desmayada?
–Eh... –"El hombre de los caramelos ha mentido, perfecto, ¿y ahora qué digo yo?"
–En serio, cuando apareció el FOBOS contigo en brazos a las dos de la madrugada, no supe qué pensar. Porque mira que se dicen cosas sobre los Dobermans, pero, hasta ahora, no sabía que fueran recogiendo niñas perdidas. Por cierto, ¿qué hacías en pijama?
Casandra había sido previsora y masticaba meticulosamente el cruasán para no tener que responder.
–No te habrás escapado de casa, ¿verdad? –preguntó con un tono maternal, entre preocupado y enfadado.
–¿Escaparme en pijama? –negó con la cabeza–. No soy tan tonta –aseguró antes de darle un sorbo al cuenco.
–¿Entonces qué pasó?
–No sabría cómo explicarlo... –se devanó los sesos en busca de una respuesta creíble que no implicara admitir que era del otro lado de la Frontera, pero no hizo falta.
–¡No me digas! –exclamó la mujer tapándose la boca–. Te echaron un maleficio aturdidor, pobrecita, seguramente para secuestrarte.
Casandra hizo un gesto ambiguo y se comió lo que quedaba de cruasán.
–Y ese FOBOS te rescató y te trajo aquí. Vaya, pensaba que sólo obedecían las órdenes de la BAMO –añadió como si le resultara incomprensible.
Asintió aceptando la teoría y se bebió el resto del cacao.
–Una pregunta... –empezó Casandra limpiándose en torno de la boca–, ¿dónde está el Portal?
–Justo aquí al lado, a la izquierda, el edificio grande y blanco –respondió la posadera frunciendo el ceño–. ¿Tienes que ir allí?
La adolescente se puso en pie y asintió.
–¿No serás... una transfronteriza? –le preguntó con inquietud.
–¿Transfronteriza? –repitió Casandra alzando las cejas, como si le hiciera gracia. Recordaba lo que decía la nota pegada a la puerta–. El FOBOS me ha dejado indicaciones para que vaya allí –añadió encogiéndose de hombros.
Después de asegurarse de que el desayuno ya estaba pagado, Casandra le dio las gracias y se despidió, cogió el pijama y la bata, cruzó el comedor esquivando los cuencos y cestillos voladores y tuvo la suerte de llegar a la puerta justo después de un joven, por lo que pudo colarse tras él y no se notó que la puerta no se hubiera abierto a su paso.
†
La calle era un caos de puestos, gente vendiendo, gente comprando, olores, ruidos y hechizos de la vida cotidiana. Casandra levantó la vista y le sonrió por primera vez en mucho tiempo a un cielo azul y luminoso, acababa de ver a alguien pedaleando en una bicicleta voladora. Localizó el Portal de Niende, unos doscientos metros a la izquierda, y caminó entre la multitud con las manos metidas en los bolsillos de la sudadera y el pijama y la bata colgándole del codo. Estuvieron a punto de llevársela por delante un par de veces y las dos veces le pidieron perdón de una forma tan exagerada que Casandra no supo dónde meterse, mientras que, al mismo tiempo, captó las miradas de desconfianza de la gente de alrededor. O había personas excesivamente amables y educadas y otras, en cambio, muy hurañas; o la sudadera negra, en la que todos reparaban antes de disculparse o lanzarle malas miradas, tenía algo que ver. Recordó lo que había oído de los FOBOS; no sabía a qué se dedicaban, pero sí que eran temidos. De repente, le dio vergüenza ir vestida con aquello, como si tuviera esvásticas en lugar de telarañas verdes.
Llegó al edificio blanco y grande con las manos intentando tapar los bordados, aunque no podía hacer nada con el dibujo de la espalda. El Portal estaba en una plaza rectangular con un parque en el centro que hasta tenía un estanque, pero no se paró a contemplarlo porque suponía que tendría el tiempo justo. Entró pensando en preguntar en la recepción, pero se encontró con dos taquillas con colas kilométricas ante ellas. De modo que investigó el lugar hasta dar con un cartel que informaba de la ubicación de las distintas oficinas, pero entonces se topó con el problema de que Regularización de Transfronterizos estaba tanto en la tercera como en la cuarta planta.
–Perdón... –empezó con timidez, intentando llamar la atención de una mujer que pasaba por allí, pero no le hizo ni caso–. Eh... –se dirigió a un hombre trajeado que iba tan rápido que no le dio tiempo a decir nada más.
Suspiró frustrada y empezó a notar los síntomas de una crisis de ansiedad. El corazón se le desbocó, sintió que se ahogaba y las manos le temblaban, de modo que las escondió en los bolsillos de la sudadera. Otra mujer le echó una descarada mirada de desaprobación. Entonces Casandra se dio cuenta de que podía utilizar la fama de los FOBOS a su favor.
–Perdone –dijo con voz entrecortada y, aún así, la mujer se detuvo en seco con un suspiro resignado–. ¿Puede decirme dónde está el Departamento de Regulación de Transfronterizos?
–En la tercera y cuarta plantas, ¿no lo ves ahí?
–Eh... –si hubiera estado en su pueblo, se hubiera callado, pero no estaba allí y sentía que la sudadera negra le daba cierta inmunidad–. Ya, pero es que no sé a cuál de las dos tengo que ir.
–¿Qué es lo que buscas? –preguntó de mala gana, con evidentes ganas de seguir su camino.
–Pues... a Azogue.
El cambio en su expresión fue notable, la hostilidad desapareció dejando una calmada seriedad.
–Entonces quinto piso –respondió, giró sobre sus talones y se alejó.
Casandra hizo una mueca de incredulidad, ¿cómo que el quinto piso? Según el cartel, allí había una sala de conferencias y una zona de reclusión. El reloj que había colgado sobre las dos taquillas le advirtió de que no le quedaban más de cinco minutos, de modo que empezó a subir las escaleras de mármol. Por el camino le repitió la pregunta a un chico que bajaba y recibió la misma respuesta: el Departamento de Regulación de Transfronterizos estaba en la tercera y cuarta planta, pero A. Azogue estaba en la quinta. Se preguntó por qué aquella persona estaba fuera de su departamento y por qué todos se ponían repentinamente serios cuando oían su nombre. Se le ocurrió que podría encargarse de los casos más graves, como transfronterizos ilegales por no llegar a la edad obligatoria que se fugaban en plena noche, y que por eso estaba junto a la zona de reclusión.
Tragó saliva e intentó convencerse a sí misma de que no era culpa suya haber pasado la Frontera sin tener la edad ni tampoco que un FOBOS con adicción a los caramelos la hubiera sacado del Portal. Reunió el poco valor que consideraba que tenía a la hora de encararse con la gente y alcanzó la quinta planta. Recorrió el pasillo donde se había topado con el hombre uniformado y jugueteó con el caramelo que llevaba en el bolsillo, pasó junto a la sala de conferencias leyendo atentamente todos los cartelitos que había junto a las puertas. Incluso pasó de largo la zona de reclusión sin que nadie se cruzara en su camino. Empezaba a pensar que le habían indicado mal, cuando, en el último despacho, al fondo a la derecha, encontró la placa que decía que aquél era el de A. Azogue. Llamó con timidez y tuvo que esperar casi diez segundos antes de obtener respuesta.
–Adelante –respondieron y la puerta se abrió sola ante ella.
Casandra entró en el despacho sin ventanas, pero bien iluminado por un puñado de velas de potente llama blanca, y resultó que A. Azogue era una mujer sentada frente a su escritorio, que debía rondar los cincuenta años, con una larga cabellera gris atada en una coleta y, cuando levantó la vista de los papeles y se recostó en su cómoda silla de piel, pudo ver que llevaba un conjunto de chaqueta y falda.
–¿En qué puedo ayudarla? –preguntó subiéndose las gafitas plateadas.
Si tenía medio siglo de edad, Azogue se conservaba bastante bien; con suaves y estratégicas arrugas para hacerla parecer amable, y una piel tan fina que le daba aspecto de fragilidad. A Casandra le llamó la atención que, pese a tener hecha la manicura francesa, la uña del anular derecho la tuviera pintada de verde esmeralda.
–Me han dicho que venga aquí y, bueno... casi no lo encuentro.
–Llevo años pidiendo un traslado, pero siempre ponen la excusa de que no tienen un despacho para mí –respondió Azogue con seriedad, jugueteando con la pluma–. Por favor, siéntese y empiece por decirme su nombre y cuál es el asunto que la trae aquí.
Se apresuró a tomar asiento. Aquella mujer tenía algo extraño que la hacía mantenerse alerta, pero, al mismo tiempo, le transmitía tranquilidad.
–Soy Casandra Montenegro –dijo cruzando los brazos sobre el regazo, sobre la bata y el pijama.
–Ah, señorita Montenegro, la estaba esperando –se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa–. Curioso caso el suyo. He estado investigando, pero aún no sabemos quién pudo poner el anónimo en la mesa de Ariana Leza con la falsa advertencia de que no iba a presentarse a su cita –añadió reorganizando sus papeles.
–Entonces, ¿voy a volver a casa? –preguntó Casandra con una mezcla de esperanza y decepción.
Azogue tardó cinco segundos en responder.
–No, todavía no.
–¿No? ¿Cómo que no? –se sorprendió la adolescente.
–Señorita Montenegro, sé que esto será confuso e injusto para usted, pero necesito que me haga un favor.
–¿Un favor? –repitió tensándose, ¿dónde se estaba metiendo?
–Sí, un encargo. Hay unos objetos que quiero, pero me temo que no vale cualquier recadero.
–¿Y por qué yo? –musitó Casandra.
–¿Sabe cuántas veces me he encontrado con alguien sin magia alguna?
–Ah... –¿Era por eso? Suponía que era un hecho muy raro, pero...– ¿Pero qué tiene eso que ver?
–Sé que la falta total de magia es un aspecto muy negativo e inconveniente en este lado de la Frontera, pero también es verdad que todos presuponemos que los que nos rodean poseen magia. Anoche salió de la sala de espera del primer piso y llegó a este mismo sin que nadie se diera cuenta, ya que las luces no se encendieron a su paso y los detectores no registraron su presencia.
–¿Quiere que haga el encargo porque no me detectan? ¿No querrá que...? –"Robe", la última palabra se la tragó. Había visto suficientes películas, demasiadas, y se imaginaba que a continuación Azogue podría decirle "¿No vas a trabajar para mí? Pues entonces no te necesito. Pañum".
–¿Robar? ¡No, por favor! Sólo tiene que ir, decir que va de mi parte y traer de vuelta las reliquias que le encomienden.
–¿Reliquias? –"Ay, madre, ¿en qué me estoy metiendo?"– Pero, entonces, ¿para qué necesita que no tenga magia?
–Porque esas reliquias son caprichosas y no admiten que cualquiera las lleve consigo. Como no he encontrado al sujeto perfecto, se me ha ocurrido que alguien indetectable también podría servir.
–Pero... yo tengo que volver, anoche me sacaron de la cama para venir aquí y mis padres...
–Sus padres ya están avisados.
–Ah... –"A mí no me la dan"–, ¿y qué han dicho?
–¿Qué van a decir unos padres cuando se llevan a su hija en plena noche a un mundo del que jamás habían oído hablar antes?
Casandra frunció el entrecejo. "¿Me respondes con otra pregunta?"
–Su madre está muy preocupada, qué madre no lo estaría, le gustaría que volviera a casa, pero le han explicado la situación y...
–¿Ha aceptado? –se adelantó; no lo creía, su madre era muy protectora.
–Les hemos asegurado que tendrá una buena escolta.
–¡¿Y han aceptado?! –repitió Casandra incrédula.
–Al principio les ha costado, pero al final los hemos convencido de que estará totalmente segura.
"¿Cómo les habéis convencido? ¿Les habéis amenazado? ¿Seguro que habéis hablado con ellos?" Apretó los puños y por primera vez en una semana pudo hacerlo también con la derecha, aunque sintió una punzada en la muñeca.
–Montenegro, ¿puedo tutearte?
Casandra asintió sin pensar, la ansiedad no le dejaba hacerlo con claridad.
–Puede que no confíes en ti misma, pero tus padres y yo sí que lo hacemos –aseguró Azogue y se inclinó hacia adelante–. Necesito que vayas a por esas reliquias, por favor.
Casandra la miró a los ojos en un intento de descubrir si mentía y le chocó ver que la luz de las velas sacaba reflejos azules de sus ojos marrones.
–¿Puedes hacerme el favor? –le rogó–. Tómatelo como unas vacaciones.
"Sí, con las ganas que tenía de cambiar de aires, no puedo rechazarlo".
–Pero... –no conocía aquel mundo y, como Azogue había dicho, no tener ni pizca de magia era un problema allí.
–Tendrás una buena escolta, no habrá problema con ellos –le aseguró la mujer como si leyera sus pensamientos–. Son buena gente y muy hábiles, pero tengo que pedirte que no te plantees a qué se dedican. Será divertido, te lo prometo.
Casandra asintió. Seguro que sería divertido, aquello era lo que había estado deseando tanto tiempo, ¿no? No podía desaprovechar la ocasión.
–¿Quieres conocerlos? –le preguntó Azogue con suavidad.
Asintió y la mujer se puso en pie haciéndole un gesto para que la siguiera. Casandra se levantó del asiento como sonámbula, su vida había dado un giro brusco y el mundo daba vueltas. Cuando Azogue le puso una mano entre los omoplatos para guiarla hasta la puerta, la joven se estremeció y la mujer apartó la mano de inmediato. "Cada vez reacciono peor cuando me tocan", se lamentó. Salieron al pasillo y, a punto de llegar a las ventanas que daban a la calle, Azogue se detuvo en seco.
–Qué cabeza la mía, tengo que volver al despacho. Pero tú vete yendo a la sala de espera del tercer piso, ya tienen que estar todos aquí. Ah, y deja que yo me ocupe de esto –tomó la bata y el pijama de sus brazos.
†
De modo que Casandra bajó sola hasta el tercer piso y buscó la sala de espera, que resultó ser una estancia grande pero, aún así, a rebosar de gente. Se quedó plantada en la puerta, sin saber qué hacer, semejante aglomeración le provocaba pavor. Así que, esperando no meterse en un lío por ello, optó por sentarse en un banco del pasillo. Pasaron los minutos y, como nadie fue a buscarla, cogió un periódico que estaba doblado sobre el banco, junto a ella. Se puso a curiosearlo y descubrió que, a pesar de que allí los nombres fueran diferentes y siempre hubiera magia de por medio, los problemas eran los mismos. "Se desata el caos en los Portales al conocerse la noticia del asesinato del Secretario del Ministro de Frontera. Ni la Policía ni la BAMO lo han confirmado aún, pero se sospecha que el culpable sea Elzay Averno Welver..." "Así que por el jaleo que ha armado este tío estoy yo aquí", se dijo recordando cómo Leza se había quejado de los documentos traspapelados. "Aparecen en Ergat los cadáveres de dos jóvenes mujeres entre los dieciséis y los veinte años. Aún no se han podido identificar a causa de las heridas faciales y amputaciones..." Casandra tragó saliva, por lo visto, psicópatas y desgraciados había en todas partes.
Estaba leyendo a cuánto ascendía el número de víctimas anuales en dicha ciudad, cuando le llamó la atención alguien que pasó por delante de ella. Al levantar los ojos reconoció el uniforme: pantalones de cuero metidos dentro de las botas militares de caña alta, pero ésta vez la chaqueta era hasta medio muslo. Volvió a quedarse de piedra al encontrarse con gente que vistiera así. El joven debió de sentir su mirada, porque giró la cabeza hacia ella. Casandra no pudo verle los ojos, ya que la sombra que proyectaba la visera de la gorra de plato se lo impidió.
Uf, ¿por qué no podría ser ese tío nuestra escolta?, pidió su diablillo interno.
"Cállate". Casandra bajó la vista sin exteriorizar la turbación que sentía y siguió leyendo.
"Continúa adelante la propuesta de ley sobre el control de especies peligrosas". Casandra suspiró ojeando el periódico, asesinatos, política, alguna noticia de sociedad... Al fin y al cabo, no había ido a parar a un mundo tan raro. Dejó vagar la vista y a su derecha vio a un hombre buscándose en todos los bolsillos hasta dar con una llave. Más allá, alguien con una larga chaqueta negra giró la esquina. El resto de la gente era tan corriente que no se fijó en ellos. La ventana que tenía en frente le mostraba un cielo azul por encima de los tejados de los edificios. Se levantó para observar Niende durante el día. Sonrió un poco al ver lo animada que estaba la plaza. Podría tenerle pánico a las aglomeraciones, pero apreciaba, a cierta distancia, que la gente fuera feliz.
–Señorita Montenegro, sígame –le dijo una mujer haciéndole una seca seña. Casandra se preguntó dónde estaría Azogue.
La guió hasta una sala de espera mucho menor, apartada y vacía. Casandra volvió a quedarse sola, se sentó en una silla, dedicándose a juguetear con la cremallera de la sudadera hasta que apareció una joven.
–Buenas, tú debes de ser Casandra –dijo la recién llegada acercándose a darle dos besos. La adolescente se sintió enferma por el contacto con una desconocida, pero, aun y todo, le sonrió con amabilidad–. ¿Todavía no han llegado los demás? –preguntó frotándose las muñecas y Casandra se fijó en que tenía unas marcas rojas en torno a ellas, como si hubiera estado atada, antes de que la joven las ocultara con la multitud de pulseras que llevaba.
–N-No, no sé ni quién tiene que venir –respondió volviéndose a sentar y se clavó los dedos en los muslos a causa de la incomodidad.
Se sentía en desventaja, no sabía nada sobre la chica que ahora se paseaba por la sala de espera, ni siquiera su nombre. "¿No sabe estarse quieta?", se preguntó al ver que daba la quinta vuelta. No le caía bien, no le inspiraba confianza una chica delgada, con unos pantalones vaqueros muy ajustados y una camiseta de tirantes blanca con filigranas doradas, más pulseras en sus antebrazos que en un mercadillo y una melena castaño claro. No le gustaba que no se estuviera quieta, ni que sonriera tontamente. "¿Y ésta va a ser mi escolta?" Le recordaba a sus amigas.
–Buenos días –saludó con sequedad un hombre al entrar.
Casandra se puso en pie para darle la mano, quería empezar bien para evitarse problemas. Le echaba unos cincuenta años bastante mal envejecidos, con el pelo más cano que castaño y unas considerables entradas, los ojos marrón oscuro estaban rodeados por unas ojeras que indicaban que no dormía bien y las profundas arrugas de la frente y las mejillas revelaban años de mal humor. "¿Pero con qué tipo de gente voy a tener que estar?", se lamentó sintiendo que el mundo se le caía encima.
El siguiente en llegar fue un joven de unos veinte años, o quizás menos, de pelo rubio oscuro y unos preciosos ojos aguamarina.
–Hola, ¿es aquí lo de la escolta? –preguntó al entrar.
Casandra se relajó al ver que estaba tan perdido como ella, pero poco duró, porque recibió un abrazo por su parte. Sintió una presión en el pecho y calambres imaginarios allí donde él la tocaba. Estaba aterrada por tanto desconocido.
El último en llegar fue otro joven, a Casandra se le escapó el asombro que sentía y lo miró con los ojos como platos. Se parecía a... pero, sólo lo había visto dos segundos y la visera no le había permitido contemplar sus ojos. Además, iba vestido de paisano y no tenía, ni de lejos, la máscara seria del FOBOS que había pasado antes por delante de ella.
–Buenos días, me llamo Víctor.
"Por fin uno que se presenta. A ver si no me olvido del nombre." No tuvo más remedio que estrechar su mano, los incómodos calambrazos fueron más salvajes de lo habitual, quizás porque se trataba de un chico mayor y guapo, con barba de tres días e irises grises como nubes de tormenta, quizás porque se lo imaginaba con uniforme negro.
–Supongo que estarás nerviosa, todo esto es nuevo para ti –continuó él sin soltarle la mano.
–Sí, es como un cuento –respondió con una sonrisa forzada, se sintió estúpida por la cursilada que había dicho y le empezaron a pitar los oídos.
De terror, añadió el diablillo con malicia.
–Haré todo lo que esté en mi mano para ayudarte.
Casandra asintió. Se habría puesto a hiperventilar de no ser porque quería mantener las apariencias y, por tanto, empezó a asfixiarse. "Suéltame ya...", rogó al borde de una crisis de ansiedad. En cuanto Víctor la liberó, se derrumbó en la silla y se limpió la mano simulando colocarse bien la sudadera.
–¿Te encuentras bien? –le preguntó la joven de las pulseras.
"Maldita sea, ¿tanto se nota?"
–Sí, sólo es que he tenido una noche movidita y nadie me ha explicado nada todavía... –de repente, la ansiedad reprimida llegó al límite pasando a un estado de insensibilidad y decidió que ya iba siendo hora de levantar las murallas, no quería la compasión de una petarda–. Pero eso lo hace más divertido, ¿no? –preguntó con una ligera sonrisa torcida, no iba a dejar que vieran lo perdida que estaba.
–No os acomodéis, tenemos que salir ya –dijo el de más edad.
–Ah –Casandra se puso en pie. Le temblaban las manos, era hora de empezar con aquella locura y no se sentía capaz.
¡Que te tranquilices!
–¿Podríamos ir a desayunar? Me muero de hambre –propuso la joven y el rubio de ojos aguamarina apoyó la idea.
"Cuidado con lo que comes, a ver si deja de quedarte bien la talla treinta y seis", pensó Casandra, envenenada por la desconfianza.
–Vosotros id a desayunar, yo tengo que ir a casa a por mis cosas. Nos vemos dentro de media hora –dijo Víctor dándole una palmada en la espalda a la adolescente y a punto estuvo ella de perder los nervios.
El joven se les adelantó y en seguida se perdió por los pasillos.
–Por cierto... –empezó Casandra mientras bajaban al vestíbulo–, ni siquiera sé cómo os llamáis.
–David –se presentó el de los ojos aguamarina.
–Amanda –añadió la de las pulseras–. Eh, tú –llamó al cincuentón que iba en cabeza, que no se había molestado en responder–, ¿cómo te llamas?
–Diego. Pero podéis llamarme Capitán –dijo con sequedad sin volverse.
–¿Capitán? –repitió Amanda por lo bajo con tono incrédulo y burlón.
Casandra puso los ojos en blanco. "Qué mal me cae esta tía". Salieron del Portal y la adolescente pudo apreciar que la plaza se parecía sospechosamente a una de la capital que conocía.
–Aquí un desayuno nos saldrá por un ojo de la cara –gruñó Diego buscando asiento en las terrazas abarrotadas.
–No te quejes, que nos pagan los gastos –le respondió la joven coleccionista de pulseras de mercadillo.
Casandra iba a decir que ella no había recibido nada, pero David se le adelantó.
–Allí veo mucho sitio –anunció señalando unas mesas y sillas bajo sombrillas color café.
–Sigue adelante –ordenó el Capitán.
Casandra fruncía el ceño preguntándose a qué venía tanta mala leche, cuando descubrió que los sitios libres se debían al vacío al que sometían a un hombre uniformado de negro.
–FOBOS –oyó rumiar a Diego y David pasó de largo como si aquel hombre tuviera la peste.
Casandra, por el contrario, giró la cabeza para observarlo mientras pasaba. No podía verle la cara porque la visera le ocultaba los ojos, pero sí que veía que estaba bebiendo con pajita un granizado de fresa. Él debió de sentirse espiado, porque levantó la cabeza y le dedicó una sonrisa afable subiéndose la gorra con un dedo. La adolescente se detuvo en seco, había reconocido al de los caramelos.
–¡Tú...!
–¡Casandra! –le gritó Diego.
Amanda la agarró del brazo para tirar de ella.
–¿Le conoces? –le preguntó la joven con un susurro.
–Creo que sí... Anoche tuve un encuentro muy raro con uno de ellos.
–Son así, les gusta burlarse de los que no pertenecen a su grupo –le advirtió, tomándose excesivas confianzas a la hora de agarrarse de su brazo–. Aunque ya suponía que conocías a alguno.
–Ah... ¿y eso?
David les hacía señas, había encontrado un sitio.
–Por la sudadera que llevas –le respondió Amanda con un susurro apresurado antes de ir a sentarse.
Casandra se quedó con las ganas de preguntar qué pasaba con la ropa que llevaba, aparte de recordarle al sobre negro que le habían mandado a Leza, pero, visto que era un tema tabú, prefirió dejarlo para otro momento. Pidió un pastel de hojaldre después de que Diego advirtiera que iban a salir de viaje tan pronto como pudiesen.
Casandra no solía fijarse nunca en los demás, no le interesaban lo más mínimo, pero, puesto que iba a tener que viajar con ellos, decidió observarlos atentamente para saber a qué atenerse. David era un chico inquieto, jamás dejaba de mirar alrededor por el rabillo del ojo; Amanda, por el contrario, tomaba tranquila su café con leche y, cada vez que movía los brazos, las pulseras tintineaban. Pudo distinguir varios aros dorados, unas cadenitas plateadas enrolladas varias veces en torno a sus muñecas, una pulsera de abalorios en cada antebrazo, otra de las que colgaban símbolos blancos, un coletero negro, unas cobrizas de las que pendían cristales redondos, un brazalete lleno de lentejuelas y más que no lograba distinguir de lo amontonadas que estaban. Diego, que se había pedido un café irlandés, tenía los ojos oscurecidos fijos en la mesa. "¿Con qué gente voy a tener que viajar?", volvió a lamentarse Casandra.
–Media hora... –rumió el Capitán–, ya han pasado tres cuartos de hora desde que dijo eso.
–No pasa nada porque salgamos un poco más tarde –le respondió Amanda jugueteando con la cucharilla–. Su casa estará lejos y, siendo domingo, le resultará difícil coger un taxi.
"¿Taxi? ¿Aquí hay taxis?", se preguntó Casandra.
–O puede que no nos encuentre –añadió David, su nerviosa mirada se fijó en alguien que se acercaba a espaldas de Casandra.
–Montenegro –saludó el FOBOS de los caramelos levantándose un poco la visera al pasar junto a ellos–, que tengas buen viaje –le deseó antes de seguir adelante. Ahora no llevaba una chaqueta por las caderas, sino que la parte de adelante le tapaba hasta medio muslo y la de atrás, llegaba hasta los tobillos.
Automáticamente, todos los clientes que disfrutaban de un dulce o un café en aquella terraza movieron sus sillas para alejarse de ellos.
–Perfecto –gruñó Diego, molesto porque los trataran como apestados–, estoy harto de tanto Doberman, a ver si Víctor viene de una vez.
–Conoces a un General, nada menos –murmuró Amanda y la adolescente no pudo saber si lo decía escandalizada o maravillada.
Casandra no lo entendía. Sacó el caramelo de limón para mirarlo con atención, no tenía nada especial, era un caramelo normal envuelto en un cuadrado de papel amarillo. El calor lo estaba reblandeciendo, de modo que lo desenvolvió y se lo metió en la boca. Estaba delicioso, sabía realmente a limón, aunque, para su gusto, se habían pasado con el azúcar.
Cinco minutos más tarde, Víctor llegó disculpándose por el retraso.
–¿Esos FOBOS venían contigo? –preguntó Amanda a pesar de que el grupito estaba pasando de espaldas a ella, tres de chaqueta corta (por fin vio a mujeres) y un cuarto con la chaqueta por el muslo.
–Nos invaden –refunfuñó Diego.
–¿Conmigo? Jeh, les han mandado para que no huya –respondió Víctor con una sonrisa traviesa y Casandra se preguntó qué tipo de persona sería para que lo vigilaran cuatro temidos FOBOS.
–Tenemos que ir a por los caballos –informó el Capitán haciendo un gesto a una camarera para que les trajera la cuenta.
–Os espero en las caballerizas de las afueras –dijo Víctor retrocediendo.
Casandra lo miró pensando que quizás quisiera huir ahora que no estaban los FOBOS y vio que su cara mudaba de color.
–¡¿Víctor?! –chilló la camarera que iba a atenderlos. Se plantó delante de él, estupefacta y dolida, y le soltó un bofetón–. ¿Se puede saber qué haces aquí, cretino? Si vienes a por tus cosas, las he tirado –añadió con rabia dándole golpes con la bandeja.
–Bien, no esperaba otra cosa –respondió con una mirada que Casandra no supo si era de dolor o indiferencia.
Lo vieron cruzar la plaza y doblar la esquina. Casandra se había quedado de piedra. "¿Pero con qué gente tengo que viajar?" David se había levantado para tranquilizar a la camarera y evitar que siguiera montando una escena.
–¿Pero con qué cabrón tengo que trabajar? –se preguntó Amanda.
–Con uno que debería estar muerto –le respondió la camarera antes de entrar en la cafetería a por la cuenta.
Después de pagar una cuantiosa cifra por unos simples cafés y algo de repostería, se encaminaron hacia las caballerizas. Casandra iba pensando en Víctor, era bastante guapo, así que no le extrañaba que fuera un rompecorazones, muy capaz de llevarse a la cama a una chica diferente cada noche y luego no molestarse en llamarlas, o quizás la camarera hubiera sido una novia a la que hubiera puesto los cuernos. Se encogió de hombros, estaba segura de que no corría peligro, ella no podía llegar a sentirse atraída ni él se interesaría jamás. Así que, mientras Víctor no fuera un depravado, le daba igual lo que hubiera pasado con la camarera. Giró la cabeza hacia Amanda. Ella en cambio... Apostaba lo que fuera a que acabarían liados y que tendrían problemas por ello. La joven de las pulseras captó la mirada, sonrió y volvió a engancharse de su brazo.
–¿Qué? ¿Cómo te va? –le preguntó risueña.
–Bien –Casandra se tensó por el contacto y reprimió una mueca de asco.
–¿Es muy diferente a tu... lado?
–No, en realidad no demasiado –respondió con suficiencia, odiaba que la tratasen con condescendencia.
–Pero de magia no sabes mucho, ¿verdad? –preguntó en tono confidente.
–No –dijo, escapándosele un poco de la hostilidad que sentía hacia ella.
–Eh, tranquila, nosotros te protegeremos.
–Oh, qué bien –dijo con tono monocorde, deseando que la soltara de una vez, pero visto que no lo hacía, aprovechó para preguntar–. ¿Qué pasa con la sudadera?
–Para empezar, ¿quién te la dio?
–Pues... creo que el que ha pasado antes y me ha saludado.
–Éste –señaló una de las telarañas verdes– es el símbolo de los FOBOS y ésta es una de las prendas que les dan a sus colaboradores y protegidos.
–¿Trabajas para ellos? –le interrogó David alarmado.
–Que yo sepa... no –contestó Casandra, pero pensó en el encargo de Azogue. No tenía muy claro para quién trabajaba ni si le iban a pagar por ello. Se sintió estúpida y guardó silencio mientras callejeaban.
–Sabrás montar a caballo, ¿no? –le preguntó Diego de sopetón.
–Pues... nunca he montado –reconoció Casandra.
–¡Joder, lo que faltaba, una inútil! –gruñó el Capitán apretando el paso.
–Maldito gruñón –dijo Amanda dándole unas palmaditas de consuelo a la adolescente en el antebrazo–. Tú tranquila, nos las apañaremos.
Casandra dejó caer los párpados. "No quiero tu piedad, ya me las apañaré yo sola."
–¿Nunca has montado a caballo? –le preguntó David incrédulo.
–No.
Podía haberles explicado que para montar a caballo en su lado de la Frontera había que buscar alguna empresa que se dedicara a dar paseos con ellos, o ser rico y tener uno propio, pero pasaba de hacerlo, se había puesto de muy mal humor.
Llegaron a las afueras de Niende y frente a las caballerizas se encontraron a Víctor esperándolos. Diego entró en el edificio largo y de una planta sin dirigirle la palabra.
–¿Y qué le pasa a ése ahora? –preguntó Víctor cuando llegaron junto a él.
–Le he dicho que no sé montar a caballo –respondió Casandra con frialdad, dispuesta a contraatacar si él también se quejaba. Pero Víctor le aseguró que aprendería rápido y le cedió el paso al interior.
Como no tenía ni idea sobre el tema, vagó por el barracón esperando a que terminaran de comprar y le dijeran que era hora de irse. Llegó al fondo de las caballerizas y en seguida llamó su atención un cubil enrejado, se preguntó si dentro tendrían una pantera. O un dragón. Se asomó manteniendo una prudente distancia de dos metros, pero, al fondo del cubículo, no había ningún gran felino o reptil sanguinario, sino un precioso caballo totalmente negro. Casandra se acercó a las rejas dando pasos cortos, tratando de no llamar la atención, pero, aun así, el animal se revolvió nervioso.
–¿Te gusta? –preguntó Víctor a su espalda y Casandra se sobresaltó.
–S-Sí, es bonito.
–Diría que es una yegua –le confió él.
–Ah...
–Ésa es Bestia, dudo mucho que pudierais llevárosla –dijo el dueño.
"Llamándose así y teniendo las rejas, no creo que sea lo más adecuado para una inútil como yo".
–Si consiguiéramos librarte de esa loca, ¿nos rebajarías el precio de los demás? –preguntó Víctor.
"Ay, madre, no querrá dármela a mí, ¿no? Que me caigo de la silla a la primera".
–Jah, a lo sumo os rebajaría a Bestia –respondió el dueño aproximándose.
–¿Seguro que no quiere rebajarnos el precio de los demás? –insistió el joven de barba de tres días.
Casandra hizo una mueca escéptica, si creía poder conseguirlo tan fácil...
–Si conseguís ensillar a esa mala bestia, os daré los demás a mitad de precio –accedió el dueño–, si no, os los encareceré. Por las molestias.
"Me pregunto cuántas cabezas habrá roto para que proponga eso".
–Trato hecho –dijo Víctor sin consultar al resto de sus compañeros y se acercó mucho a Casandra–. Diría que no le gusta que la llamen Bestia, ¿no se te ocurre algún nombre?
Ella se pegó más a las rejas, la incomodaba tenerlo tan cerca. Aún así, trató de concentrarse en la yegua. Era muy bonita, de un negro azabache y, según decían, una bestia...
–¿Tempestad? –propuso no muy segura.
–Suena bien –consideró Víctor–. Eh, Tempestad, bonita, ven.
Para sorpresa general, el animal se acercó con docilidad y se dejó acariciar por el joven a través de los barrotes.
–Entonces, ¿podemos llevárnosla? –preguntó Casandra sin pensar en las consecuencias, no parecía tan salvaje y loca como le habían hecho creer.
–Claro –contestó Víctor–, ayúdame a ensillarla.
Él abrió la verja y los dos entraron en el cubil, Casandra siempre detrás, por si acaso. Pero Tempestad se mantuvo muy tranquila mientras la ensillaban, aunque bufó cuando ella quiso acariciarle la cabeza. "Ojalá pudiera montarme, pero seguro que Víctor la ha cogido para él".
Diez minutos después, estaban fuera con un caballo a mitad de precio para cada uno.
–A ver qué tal lo haces –la retó Diego, indicándole que subiera a uno de los caballos marrones.
Volviendo a echar mano de sus conocimientos filmográficos, Casandra se colocó a la izquierda del animal, apoyó el pie izquierdo en el estribo, se aferró a la silla y entonces... vio que le sería imposible subir. David se ofreció a ayudarla y, agarrándola por la cintura, le dio impulso para que pudiera encaramarse a lo alto del caballo. Ella cogió las riendas resoplando por el esfuerzo. Después de un par de segundos sin saber qué hacer, recordó que tenía que darle con los talones en las ijadas, pero lo hizo tan suave, por temor a hacerle daño, que el animal no dio ni un solo paso.
–Pero dale más fuerte, que parece que no tienes sangre en las venas –le increpó Diego.
Bajó la cabeza, muerta de vergüenza y asqueada con aquel viejo. Le dio con más fuerza en las ijadas y esta vez su montura sí que arrancó a andar.
–Ahora procura no caerte y romperte el cuello –gruñó el Capitán atando su equipaje a la silla de montar de su caballo.
Casandra sintió que la sangre le ardía en las venas y que su odio por él aumentaba. David le dedicó una sonrisa de ánimo y Víctor y Amanda le hicieron gestos de aprobación.
–Pues en marcha –dijo Diego.
"¿En marcha? Pero si no tengo..."
–Eh, nosotros tres no tenemos equipaje –intervino Amanda.
–¿Cómo que no? –Diego se giró hacia ella con cara de pocos amigos.
–¿Tú has visto que llevemos un miserable bolso? –preguntó refiriéndose a ellas dos y a David.
–¿Y tenéis que ir a casa ahora? ¿No podíais haberlo hecho antes?
–Si tuviera que ir a casa te diría que montáramos a caballo y que nos esperarían muchos días de viaje –respondió la joven sin achantarse.
–Sigo opinando que tendríais que haber ido antes.
–No a todos nos han avisado con horas de antelación –justificó volviéndose hacia Casandra–. ¿Vamos de compras?
"Qué remedio", se dijo, aunque no le hacía ninguna gracia ir de compras con Amanda, le recordaba las veces que había acompañado a sus amigas a las tiendas donde se había sentido fuera de lugar (y de talla). David fue con ellas, mientras que los otros dos hombres se quedaron en un incómodo silencio.
†
Desanduvieron una buena parte del camino callejeando por avenidas de elegantes edificios con vidrieras, gárgolas y en los que hasta los balcones eran obras de arte; y callejuelas de casas de piedra gris oscuro y madera. Casandra se encontraba muy a gusto allí. Ninguno de sus acompañantes preguntó al otro por qué estaba en Niende con nada más que lo puesto, algo que ella sí se preguntaba, pero que prefirió callarse. Entraron en lo que parecía una lonja, pero donde no sólo encontraron pescaderías, aquello era un bazar con todo tipo de objetos, una especie de supermercado estilo zoco.
–No te separes de mí –le dijo Amanda enganchándose a su brazo–. Si tuvieras bolso o cartera te diría que lo vigilaras, aunque no creo que muchos se atrevieran a robar a una protegida de los FOBOS –añadió con un cuchicheo, arrastrándola al interior del laberinto de puestos–. Una pregunta, ¿te gusta la ropa que llevas? Toda es del que te ha saludado antes, ¿no? –la hizo zigzaguear con precisión por las callejuelas atestadas de clientes.
Casandra asintió. "Eso he de suponer". Al mirar atrás se dio cuenta de que habían perdido al rubio.
–Sí... Me gusta. ¿Debería cambiarme?
–No hace falta, en la mayoría de los casos te servirá de ayuda, pero tú procura pasar desapercibida –la hizo detenerse frente a un puesto de ropa mayoritariamente negra–. ¿Qué me dices?
"Que ya no me das tanto asco", pensó Casandra dedicándole una sonrisa bastante real y asaltó con ilusión por primera vez una tienda de ropa.
–No más de dos –advirtió la joven–, yendo de viaje no podemos ir muy cargadas.
Casandra suspiró resignada, era la primera vez que veía más de dos prendas que le gustaran, pero se conformó con saber que podría vestir como le apeteciera. Eligió dos camisetas negras de algodón, una con unas supuestas manchas de sangre y otra con una enredadera espinosa enrollándose en torno a su pecho y el hombro izquierdo. Miró de reojo a su compañera de viaje, esperando una risita, una mirada reprobatoria o un "Qué rara eres", pero, en vez de eso, se la encontró dudando entre una camiseta violeta que parecía haber sufrido cortes y sangraba en morado y otra negra con el dibujo de un montoncito de monedas de oro junto a una calavera dorada sobre la que había escrito "Tesoro Maldito". Finalmente se llevó las dos, pagó las cuatro y siguieron con las compras.
–Ahí no podíamos comprar pantalones, tenían demasiadas cadenas y enganches, no serían cómodos para viajar a caballo. Vaqueros, ¿verdad? A ver si sigue la tienda donde hay esos vaqueros tan monos...
"Vaqueros monos", repitió mentalmente dejándose arrastrar. La experiencia del puesto gótico le había subido el ánimo, pero seguía sin fiarse de una mujer que la llevara de compras. Gran error, porque en el siguiente puesto encontró vaqueros de todos los estilos y formas posibles.
–¿Qué te parece? –preguntó Amanda sacando una prenda de la apretada fila de pantalones colgados de perchas.
A Casandra se le escapó una sonrisa de satisfacción y una mirada de adoración, a los vaqueros y a su nueva amiga. Parecía que el adjetivo "mono" no se aplicaba sólo a cosas blancas, rosa pálido y azul cielo, también podían ser unos pantalones fabricados con pedazos de otros, cosidos por unas evidentes puntadas blancas y negras y unas sospechosas manchas rojas que parecían haber sido esparcidas con los dedos.
–Que... –Casandra contuvo su emoción– no sé si me valdrán.
–Puedes probártelos en la parte de atrás –dijo entregándole la prenda y se acercó a su oído para susurrarle–. Aquí la ropa tiene hechizos para agrandarse y encogerse un par de tallas.
Casandra tuvo que apoyarse contra la pared del probador cuando comprobó que los vaqueros le quedaban todo lo perfecto que podían quedar sobre sus muslos rechonchos. Aquella era demasiada alegría obtenida comprando ropa, no estaba acostumbrada. Durante unos segundos comprendió a sus amigas y su adicción a las rebajas.
–¿Y bien? –preguntó Amanda desde fuera.
–Me encantan –declaró saliendo y una verdadera sonrisa, con ambas comisuras estiradas, afloró en sus labios–. Pero, el dinero...
–No te preocupes por eso, me han dado más que suficiente –aseguró la joven, los pagó junto con unos pantalones de aspecto usado que había cogido para ella y la arrastró a la siguiente parada–. Supongo que necesitarás ropa interior de recambio.
–Pues... sí.
Esta vez no hubo prendas góticas. Sí que había lencería negra, con encajes y puntillas, pero Casandra cogió calcetines, bragas y sujetadores de cualquier color, su plan no contemplaba exhibirlos, así que le daba igual, con que fueran cómodos le valían.
–Ahora necesitamos una mochila donde meterlo todo y una cantimplora –dijo Amanda–. No sé si deberíamos coger una esterilla y un saco, por si alguna noche dormimos al raso. Se supone que siempre vamos a tener un techo, pero en estos viajes nunca se sabe y es mejor estar preparadas.
Casandra asintió. Su compañera de viaje le caía cada vez mejor, la llevaba a comprar ropa de su gusto y daba la sensación de que no era tan inútil como le había parecido nada más verla.
–¿Una noche al raso? –repitió entonces.
–O más –bromeó Amanda–. ¿Qué pasa? ¿Nunca has ido de acampada?
–Sí... –bajó la vista–. Vale –accedió a coger un saco y una esterilla.
–Eh, ¿qué pasa?
Casandra se mordió el labio inferior.
–Que no voy a poder pegar ojo –admitió con un murmullo.
–¿Y eso? ¿Tienes miedo a la oscuridad? ¿No puedes dormir si no hay... luz eléctrica? –lo último lo dijo con un susurro.
–¡No! –exclamó ofendida–. Es que... me voy a congelar.
–Oh, vamos, no va a hacer tanto frío, estamos en verano.
–No lo entiendes, yo por la noche no genero calor.
–No seas exagerada. ¿Cómo no vas a generar calor? –preguntó Amanda mientras reunía todos los bártulos que necesitaban.
–En verano duermo con pijama fino pero de manga larga, sábana y edredón. En el momento en el que me quedo quieta, dejo de generar calor.
Amanda rio restándole importancia.
–Te lo digo en serio –insistió Casandra, estaba empezando a irritarse–. Una vez estuve delante de un detector de calor y, mientras que los demás aparecían en la pantalla rojos y naranjas, yo sólo llegaba a amarillo, mis manos eran azul claro y los dedos se fundían en el azul oscuro del fondo, la nariz también era una mancha azul oscuro.
–Vaya, los detectores de calor casi no te detectan, qué interesante.
Casandra entrecerró los ojos. "¿Te estás burlando de mí?"
–¿Entonces por la noche te quedas tan fría como una vampiresa? –añadió la joven agarrando las compras y continuando adelante.
Se hubiera ofendido por el cachondeo si no hubiera sido porque la curiosidad fue más fuerte. "¿Entonces los vampiros existen?"
–Por cierto, ¿qué te ha pasado en la mano derecha? –preguntó Amanda señalando las vendas negras.
–Una caída tonta –respondió esquivando a la gente del mercadillo–. Me rompí la muñeca. Hasta anoche llevaba una escayola, pero hoy he amanecido con esto. Espero que se cure bien.
–¿Por qué llevar una armazón de escayola cuando se tienen vendas curativas? Además, puedes ducharte con ellas sin problema alguno –le hizo un gesto para que se detuviera junto a lo que parecía una herboristería–. Dos paquetes de vendas, por favor –le pidió a la dependienta–. Nunca se sabe qué podría pasarnos –añadió guardando los diez rollos de vendas oscuras–, mejor que nos sobren.
–Me parece curioso que sean negras en vez de blancas.
–Es por el hechizo curativo –le dio su mochila con todas sus cosas dentro–, irán aclarándose según pierdan el efecto. ¿Quieres unas gafas de sol? Vamos a ir al norte.
–Vale... ¿Al norte? ¿Por ahí no está el mar?
–¿Qué dices? El mar está al sur. Nosotros vamos a una zona más calurosa y soleada –la hizo detenerse frente a un puesto donde se vendían gafas de todo tipo–. La verdad es que no termino de acostumbrarme a la humedad y a la lluvia a todas horas –refunfuñó y se giró hacia ella para que opinara sobre cómo le quedaban las finas gafas de sol–. Ay, qué tonta, si tú ya llevas gafas...
Casandra se había quedado de piedra. De repente su preciada orientación daba vueltas sin control y sentía el cerebro del revés. "¿El norte es caluroso y soleado, y el sur es húmedo y lluvioso? ¿Estoy en otro hemisferio o qué?"
–A mí me gusta la humedad –fue lo único que acertó a decir, dando a entender con un gesto que pasaba de gafas de sol. No quería comenzar una discusión sobre dónde hacía más frío, en el norte o en el sur. Seguramente a ese lado de la Frontera sería al revés y, si hacía público su desconcierto, se descubriría que ella no era de allí–. Me gusta que llueva y haya niebla.
–¿Ah, sí? ¿Y eso? –Amanda probó con unas gafas redondas.
–¿Y eso qué? Simplemente me gusta, y la oscuridad –no sabía por qué le estaba contando aquello, quizás quisiera dejar clara su personalidad desde el principio para no tener que estar fingiendo.
–¿Y te gusta porque sí o por llevar la contraria a la mayoría?
Casandra no respondió, a pesar de que sabía que la respuesta era una mezcla de ambas opciones. También le gustaban el número trece y las serpientes. Encontró las gafas perfectas, unas que, al mirarse en el espejo, le daban aspecto de dura y guay, pero las desechó, ¿iba a ponérselas encima de las de la miopía?
–Así que... te gusta la oscuridad y vestir de negro, estás pálida y no desprendes calor si te quedas quieta –resumió Amanda después de pagar las gafas–. No te sorprendas si duermo abrazada a una ristra de ajos –bromeó.
–Me gusta el ajo, adoro el picante, espero que tu intención no fuera espantarme, porque tendría el efecto contrario –respondió con el mismo tono.
–Así que voy a viajar hacia el norte con un proyecto de vampira...
Casandra se quedó con ganas de preguntar por qué el hecho de viajar a ese caluroso norte aumentaba la gravedad de viajar con "un proyecto de vampira", ya que David apareció cargado con sus compras. Quizás fuera porque su blanca piel iba a quemarse y se iba a asar vestida de negro.
–¿Vamos? –propuso el rubio–. O si no, el Capitán se va a enfadar.
†
Volvieron a las afueras, junto a las caballerizas, mientras los mayores iban hablando de temas triviales y Casandra trataba de comprender que allí los puntos cardinales estuvieran del revés.
–No podíais haber tardado más, ¿verdad? –gruñó Diego.
–Había mucho que comprar –respondió Amanda.
–¿Y si esperamos y nos quedamos a comer aquí? –propuso David.
–Ni hablar –se negó el mayor de ellos–. Montad en los caballos, nos pararemos a comer donde estemos a las dos y media, tres.
Refunfuñando más o menos, todos obedecieron y emprendieron la marcha. Casandra iba muy tensa sobre su caballo marrón, tratando de no caerse para no tener que escuchar las broncas del gruñón de Diego.
–Relájate o acabarás teniendo dolor de espalda –le recomendó Víctor haciendo que Tempestad caminara junto a su montura.
–Hago lo que puedo –murmuró ella de mala gana, era la primera vez que montaba a caballo, ¿qué esperaba?
†
Trotaron río arriba, internándose enseguida entre verdes colinas. Casandra apretó la mandíbula para no quejarse de que los botes sobre la silla le estuvieran machacando el culo y desmontándole la columna vertebral, y trató de disfrutar del paisaje. Viajaban por un camino empedrado contra el que resonaban las herraduras de los animales, rodeados de un precioso bosque de fresnos, robles y más árboles que su olvidadiza memoria no acertaba a identificar, que les proporcionaban una sombra agradable. Aún así, ella no se desprendió de la sudadera, aunque tampoco daba mucho calor.
Cuando un par de horas más tarde se detuvieron en una pequeña aldea escondida en un valle, Casandra creyó que no podría volver a andar con las piernas cerradas. "Ahora entiendo por qué los vaqueros del lejano oeste iban como escocidos." Mientras comían en un pequeño restaurante familiar, los adultos discutieron la ruta.
–Iremos todo recto hacia el norte, desviándonos un poco al este cuando estemos cerca –dijo Diego.
–¿Por qué no nos desviamos ya? –preguntó Amanda–. Bueno, cuando pasemos Ritara. Nos ahorraríamos kilómetros.
–Puede, pero pasaríamos cerca de Dirdan –le discutió el Capitán.
–Esa zona está peligrosa –añadió David asintiendo–, seguro que tendríamos problemas y nos retrasaríamos.
–¿Que esa zona está peligrosa? –repitió la joven, exasperada–. ¿Y a donde pretendéis ir no?
–Eh, tranquila, no vamos a ir allí –intervino Víctor con tono divertido.
–Pero vamos a pasar cerca –insistió Amanda.
–¿Dónde vamos? –interrumpió Casandra con aire distraído–. Porque yo no tengo ni idea.
–Al territorio de los vanias –respondió Diego–. ¿No te han dicho nada?
–A mí nunca me dicen nada –murmuró por lo bajo, asumiendo que "los vanias" sería alguna etnia–. ¿Y son peligrosos? –preguntó, rebañando el plato para no perder la costumbre, pero echaba de menos la comida de su madre.
–No, ellos no –le contestó Amanda.
–¿Quiénes entonces?
La joven de pelo castaño claro desvió la mirada, incómoda.
–Muchos lugares son peligrosos, sobre todo para alguien como tú –soltó el Capitán dando el tema por zanjado y se levantó para pagar la comida.
–No temas –le dijo Víctor con una sonrisa amable–, cuidaremos de ti.
–¿Qué peligros? –insistió Casandra, sin la más mínima intención de agradecer su preocupación.
–Pues... brujos oscuros, tipos violentos, ladrones, timadores, razas... inquietantes –respondió él poniéndose en pie para estirar las piernas.
–Inquietante es quedarse corto –le reprochó Amanda con nerviosismo.
–Y ergatianos, por supuesto –añadió Víctor socarrón.
Casandra sufría por querer saber de qué hablaban, qué sería lo que había en aquel caluroso norte, pero, visto que era otro tema tabú, se dijo que ya lo descubriría según se acercaran.
–Al paso burra que vamos, no llegaremos nunca –refunfuñó Diego cuando regresó, dispuesto a proseguir la marcha.
–¿No podemos descansar y asentar la comida? –propuso David.
–Mira que eres blandengue –le soltó el Capitán con dureza.
–Pues galopemos –intervino Casandra.
–¿Cómo dices?
–Que galopemos –repitió con decisión, cruzándose de brazos–, así no te quejarás de que vamos a paso burra.
–No sabes montar, vamos al trote por ti.
–Por eso digo que vayamos al galope, no quiero ser una carga –respondió con una mueca sardónica.
–Si te caes y te partes el cuello...
–No tendré que seguir oyendo tus quejas –lo interrumpió con rebeldía.
Diego entrecerró los ojos, se escuchó la risita del rubio y el silbido de admiración de Víctor.
–De acuerdo, galopemos, luego no te quejes –amenazó el Capitán.
"Claro que no me voy a quejar", se dijo yendo a subirse en el caballo, empezaba a cogerle el truco a lo de encaramarse a lo alto de la silla, "el único quejido que oirás será cuando se me rompa algo". Antes que miedo a matarse, tenía orgullo; si no soportaba que unas niñatas de su edad la trataran con desdén, no iba a permitírselo a un cincuentón de otra dimensión.
–¿Estás segura de que...? –empezó Amanda.
Pero ella clavó los talones en las ijadas del caballo para hacerlo marchar tras el Capitán. Cambió del paso al trote, inspiró hondo, se aferró a las riendas y volvió a clavar los talones para pasar al galope. Apretó la mandíbula para evitar morderse la lengua o que se le escapase un gritito y reprimió el pánico de verse espachurrada contra el camino empedrado. "A mí nadie me llama blandengue". Creyó escuchar que David decía que estaba loca, aunque quizás fuera lo que quisiera oír, porque estaba demasiado concentrada en no caerse. Galopar no fue tan divertido como le había parecido en las películas; si ir al trote ya le había resultado un suplicio, aquello era un infierno. Presentía que iba a salir disparada hacia los lados o hacia adelante si al caballo le daba por frenar en seco. "¿Por qué no nos enseñan en la escuela a montar?" Estaba tan tensa que sabía que se iba a destrozar la espalda, pero temía que, si aflojaba la tensión, se escurriría de la silla de montar. Pero no iba a quejarse, de eso ni hablar.
Víctor la adelantó, alcanzó a Diego y le gritó que se detuviera.
–El terreno es muy irregular, no puedes hacer que una novata se ponga a galopar a lo loco, se supone que tenemos que cuidar de ella –le reprochó el joven una vez que todos estuvieron quietos.
–Ella es la que ha insistido –respondió el Capitán.
–Iremos al trote, no más, y tardaremos lo que tardemos.
–No quiero retrasaros por ser una inútil –intervino Casandra con sequedad, aunque, en el fondo, estaba aliviada por su intervención.
–Somos tu escolta –le recordó Víctor–, nos adaptaremos a tu ritmo.
Casandra desvió los ojos para no mirar directamente a los grises del joven, estaba avergonzada por su orgullosa pataleta, pero sí que soportó con aire desafiante la mirada de Diego, que continuó a la cabeza de la marcha después de haber murmurado "Maldita cría". Viajaron en silencio un cuarto de hora, hasta que David y Amanda se pusieron a charlar en la retaguardia sobre si habían estado últimamente en Dirdan, Ritara u Odelot, y si conocían otros lugares interesantes. Al poco, Víctor volvió a posicionarse junto a Casandra.
–Para ser la primera vez, no se te da mal. ¿Qué más no sabes hacer?
Casandra entornó los ojos.
–Muchas cosas –murmuró.
–Quiero decir que seguro que las aprendes rápido y te adaptas bien.
–No me sobreestimes –giró la cabeza para observarlo. Había algo contradictorio en él, daba la sensación de que era un tipo duro con su barba de tres días, el pelo un tanto desgreñado y los ojos grises que jamás sonreían; pero, al mismo tiempo, esos mismos ojos y esa misma dejadez le transmitían fragilidad. Se preguntó qué impresión daría ella.
–Veamos, ¿sabes controlar la magia?
Casandra apretó las riendas hasta que sus nudillos se volvieron blancos, pero respondió con lo que trató que fuera una tímida sonrisa.
–No.
–¿Nada? ¿Ni un hechizo?
–Soy del otro lado de la Frontera –se excusó sin mentir, controlando la frustración que la invadía cuando pensaba en ello.
–Ya, pero, aun así... ¿Quieres que te enseñe algún hechizo fácil?
–No hace falta que pierdas el tiempo conmigo, soy una manazas –aseguró y clavó la vista al frente, en la espalda de Diego.
–Vamos, cualquiera puede aprender.
–Cualquiera que tenga magia, supongo –rumió entre dientes.
–¿Cómo dices? ¿No tienes magia?
–Tonterías, no tener magia es tan absurdo como vivir sin que lata el corazón, ¿no?
Víctor hizo una mueca rara, como un gesto de sorpresa o una carcajada contenida.
–No sabía que hubiera tanta gente sin magia –dijo para sí mismo.
Casandra tardó unos segundos en comprender lo que había querido decir su compañero de viaje.
–Entonces... –empezó con timidez– ¿existen los...? –se interrumpió, no sabía si estaba preparada para una respuesta negativa. O afirmativa.
–¿Sí? –preguntó Víctor y sus ojos brillaron maliciosos.
–Nada, tonterías mías –murmuró echándose atrás.
Permanecieron callados un par de minutos, escuchando el parloteo de Amanda y David tras ellos.
–¿Sabes? Temía que llamaras demasiado la atención –confesó Víctor–. Siendo del otro lado de la Frontera... Esperaba que te asustaras por todo o que no pararas de preguntar cómo es posible que las puertas se abran solas.
–En mi lado también tenemos puertas que se abren solas. Detectan el movimiento con una cámara en vez de la magia, y se abren con electricidad.
–Eres muy abierta de mente.
–He leído mucho.
–Pero tendrás preguntas, ¿verdad?
–Sí, pero supongo que la respuesta para la mayoría será "magia".
–Supones bien. Y, si tú no vas a preguntar, lo haré yo. ¿Sabes orientarte?
–¿Por dónde sale el sol?
–Por el este –le respondió con tono de "es obvio" y señaló a su derecha.
–Y vamos al norte, ¿no? ¿Al norte donde hace más calor que al sur?
–Sí –Víctor la miró extrañado.
–Me las apañaré, sólo tengo que cambiar un par de conceptos. ¿Has estado alguna vez en mi lado de la Frontera? –preguntó Casandra al ver que él seguía sin comprender.
–Sí, un par de veces... Anda, es verdad, que allí lo tenéis todo del revés.
–Yo no lo diría así, pero sí. Sabré orientarme –aseguró ella.
–¿Y luchar? ¿Sabes defenderte? –prosiguió interrogando Víctor.
–Ya me gustaría –respondió Casandra con un murmullo.
–Eso es que no sabes pero que te gustaría aprender, ¿verdad?
–Sí... bueno... –se sentía demasiado patosa como para ser una buena alumna–. ¿Te refieres a magia o a cuerpo a cuerpo?
–Me refiero a golpes y llaves, puñetazos, patadas... ¿Qué te parece?
–Suena bien –aceptó pese a la indecisión.
–Perfecto –le guiñó un ojo cómplice y se adelantó para hablar con Diego.
†
Casandra se entretuvo apreciando las diferencias respecto al paisaje de su lado de la Frontera. No había carreteras asfaltadas, tráfico ni industrias humeantes, tampoco faltaban grandes extensiones de bosque ni éstos estaban compuestos exclusivamente por pinos. El aire era puro y en él sólo estaban los sonidos de la naturaleza y los que producían ellos. Suspiró, podría llegar a acostumbrarse a vivir allí. Se cruzaron con unos viajeros que iban mucho más rápido que ellos, los adelantaron otros tantos y saludaron a una familia que había salido a dar un paseo. Todos manejaban el caballo como una extensión de su cuerpo.
Se detuvieron unas dos horas más tarde (Casandra no podría asegurarlo, no llevaba reloj), en lo profundo del valle. Volvió a tener problemas para andar con naturalidad, de modo que hizo discretos estiramientos.
–Ven –le dijo Víctor haciéndole señas para que lo siguiera.
Se apartaron del camino internándose un poco en el bosque, monte arriba, hasta encontrar un pequeño claro. La joven iba con las manos en los bolsillos, preguntándose qué querría y tratando de no montarse tragedias, como había hecho con el FOBOS de los caramelos.
–Quítate la sudadera, estarás más cómoda.
Casandra lo miró suspicaz.
–¿No querías aprender a luchar? –preguntó Víctor.
–Ah, sí –se deshizo de la sudadera, la colgó de una rama y se quedó sin saber qué hacer.
–¿Sabes algo? –se interesó Víctor y ella negó con la cabeza–. ¿Nunca has pegado a nadie?
–Nunca he tenido el valor –murmuró bajando la mirada.
–Eh, arriba esa cabeza, yo te enseñaré. Guardia frontal –ordenó y Casandra parpadeó dos veces–. Tal como estás, separa un poco las piernas y protégete la cara con los puños. Bien –añadió al ver que seguía sus indicaciones–. Lanza puñetazos directos, primero derecha, después izquierda. Derecha. Izquierda.
Casandra se sentía bastante estúpida golpeando el aire, pero pronto imaginó dirigir aquellos puños hacia los que habían hecho de su vida un infierno.
–Muy bien. Izquierda. Derecha. Sigue así. Derecha. Izquierda. Directos a la nariz. No extiendas del todo los brazos o te harás daño. Izquierda. Derecha. Ahora más rápido. Derecha, izquierda, derecha, izquierda. Con energía.
Ella resopló, pero aguantó el ritmo.
–Haz algunos estiramientos, que no quiero que te me lesiones. Tendrías que haberlos hecho al principio, pero no pasa nada.
Casandra realizó los estiramientos de brazos y hombros que había aprendido en clase de educación física.
–Guardia derecha. Adelanta el pie derecho, puños protegiendo la cara, la espalda recta y mantente en movimiento, pega saltitos. Diez directos. Derecha. Izquierda. Cuando des con la zurda gira el cuerpo para darte impulso. Muy bien. Derecha. Izquierda. Sigue así.
Víctor permanecía a un par de metros, reproduciendo de vez en cuando los golpes para que ella supiera lo que tenía que hacer.
–Guardia izquierda. Pie izquierdo...
–Adelantado, puños protegiendo la cara, espalda recta y... ¿pego saltitos? –preguntó al mismo tiempo que lo hacía.
Él sonrió complacido.
–Diez directos. Gira el cuerpo al pegar con la derecha.
Casandra asintió, iba venciendo poco a poco la vergüenza.
–Guardia frontal. Corre en el sitio. Levanta las rodillas, más, más –le puso una mano a la altura de la cintura–. Vamos, golpea mi mano, arriba, arriba.
Casandra resopló, sentía que en pocos segundos llegaría a su límite y se desmoronaría. Por suerte, Víctor le dio nuevas indicaciones.
–Ahora guardia frontal y ganchos.
Casandra no tenía ni idea de lo que había querido decir, pero, al verlo hacer una demostración del golpe, comprendió que consistía en dar un puñetazo en el mentón desde abajo.
–Diez ganchos. Derecha. Izquierda. Derecha. Izquierda. Seis. Cinco. Dale fuerte. Tres. Dos. Uno. Saltitos en el sitio. ¿Vas bien? –ella asintió–. Vale, cuatro ganchos, corres en el sitio, cuatro directos y... saltas –terminó, como si fuera lo primero que se le hubiera venido a la cabeza.
Víctor le hizo repetir las series con la guardia derecha e izquierda. Le había permitido tomarse un respiro (dando saltos en el sitio), cuando escuchó la voz de Diego a su espalda.
–Es hora de seguir –informó con sequedad–. ¿Se puede saber qué estáis haciendo?
–Le estoy enseñando a pelear –respondió Víctor.
–Para lo que va a servir... –murmuró Diego–. Venga, moveos.
–Sí, ahora vamos –Víctor le hizo un gesto para que se fuera–. No le hagas caso –se dirigió a Casandra con una sonrisa amable, para ponerse serio a continuación–. Ahora te toca odiarme. Al suelo. Diez flexiones.
Ella obedeció poniendo los ojos en blanco. Las tres primeras las llevó bien, en la cuarta empezó a notar que flaqueaba, la quinta le dolió y la sexta la agotó por completo, por lo que se quedó tirada en el suelo.
–Ánimo, arriba –instó Víctor–. Sieeeete. Ya sé que al principio cuesta, pero tú puedes. Ooooocho. Dentro de unos días ya verás qué divertido.
–No... puedo... más...
–Claro que puedes. Hace veinticuatro horas no sabías que nuestro lado existiera y has sido capaz de asumirlo con una rapidez asombrosa.
Era verdad, hacía veinticuatro horas sus padres la habían sacado a rastras de casa para irse a encontrar con un grupito al que detestaba. Consiguió hacer la novena flexión y, recordando los bolígrafos cutres que le habían regalado sus amigas, cumplió el cupo.
–Sabía que podrías. Recupera el aire, haz los estiramientos y volvamos antes de que el cascarrabias se enfade. Más todavía.
–Hay veces en las que pienso que todo es un sueño –le confesó Casandra mientras bajaban al camino.
–Ah, ¿sí?
–Pero en los sueños las flexiones no duelen tanto –añadió con una sonrisa cansada y triunfal mientras se ponía de nuevo la sudadera negra.
†
Cabalgaron una o dos horas más valle arriba y, cuando el sol rozaba las colinas verdes que los rodeaban, se internaron en un pueblecito. Casandra volvió a temer que descubrieran que no era de aquel lado de la Frontera, por la forma tan poco elegante que tenía de bajar del caballo o al no abrirse las puertas ante ella. Por suerte, Amanda se tomó la libertad de engancharse a su brazo interesándose por su primera experiencia a caballo y no se notó la ausencia de magia. Entraron en un pequeño hotel, donde les advirtieron que no tenían habitaciones para todos.
–Tendremos que seguir hasta el siguiente pueblo y confiar en que allí haya –se resignó Víctor.
–Un momento –dijo repentinamente el recepcionista–. Quizás sí que tengamos sitio. Siempre y cuando a las señoritas, o a cualquier pareja, no les importara compartir cama. Es una cama grande, de matrimonio, aunque si quieren que les pongamos camas separadas... no habrá problema.
Casandra no supo qué responder, el hombre la miraba fijamente a ella.
–¿Una suite? –preguntó Diego–. No vamos a pagar...
–No se preocupen, se lo cobraremos como una habitación normal.
–Uy –empezó David sorprendido–, ¿dónde está la tr-?
–Sí, por qué no –intervino Víctor–. ¿Dónde podemos cenar?
Después de dejar el equipaje en las habitaciones, salieron a la calle.
–Esto no me gusta –dijo Amanda mirando en todas direcciones–. Nos han dado la suite por Casandra.
–¿Ser protegida de los FOBOS influye tanto? –cuchicheó David.
–No, a no ser que haya Dobermans cerca –gruñó Diego.
–Deberíamos seguir hasta el siguiente pueblo –opinó Amanda.
–¿Y perder la oportunidad de dormir en una suite? –preguntó Víctor–. No seáis exagerados. Quizás alguno de ellos se pasara por aquí hace unos días y todavía estén susceptibles –añadió dirigiéndose al restaurante que les habían indicado.
–Quizás debería buscarme otra sudadera... –murmuró Casandra mientras cruzaban la calle.
–Como te sientas más cómoda –le dijo Víctor despreocupado, justo en el momento en el que la puerta del restaurante se abría ante él.
–Mejor quítatela –le recomendó Amanda con un cuchicheo y David asintió con una sonrisilla extraña.
Cuando entraron en el local, los golpeó el tenso silencio que había en él. El comedor estaba prácticamente vacío, cinco personas comían arrinconadas a la izquierda, mientras una sola estaba tranquilamente sentada a la derecha, acaparando la zona entera con su presencia.
–¿Aidan Lightwood? –preguntó Diego sorprendido.
El solitario levantó la cabeza, llevaba una camiseta negra de tirantes. David y Amanda retrocedieron.
–No, su hermano gemelo –se presentó el hombre.
–Señores, lo siento, hemos cerrado la cocina –vino a decirles un camarero, claramente estresado.
–¿Cómo vais a cerrar tan pronto? Son amigos míos –dijo el hombre.
–¿Amigos tuyos? –repitió Víctor, repentinamente tenso.
–Sí, el viejo es amigo de mi hermano y la chiquilla es una protegida nuestra, ¿no? Sentaos conmigo, no quiero hacer llorar a nadie... sangre.
Amanda ahogó un gritito tapándose la boca con la mano y al rubio poco le faltó para huir corriendo. Casandra no entendía nada.
–No queremos problemas –advirtió Víctor.
Lightwood sonrió como si él sí que quisiera.
–Aparta la mano de ahí, viejo –ordenó el FOBOS.
Casandra miró de reojo a Diego y vio que había metido la mano en el interior de la chaqueta. Al momento pensó en las películas de policías y gánsteres y se estremeció.
–Sentaos, no lo voy a repetir –dijo el FOBOS.
Casandra observó la escena: las cinco personas del rincón, aterradas al igual que el camarero, que se había escondido en la cocina y asomaba media cara; Amanda y David estaban tras ella temblando y diciendo algo sobre el apocalipsis, y Diego y Víctor tan tensos que los veía capaces de empezar una pelea en cualquier momento. ¿Qué podía hacer ella? Era obvio, avanzar.
–¡No! –exclamó la joven intentando sujetarla, pero Casandra se plantó delante de Lightwood.
–¿Me siento aquí? –preguntó poniendo una mano sobre el respaldo de una silla y él asintió.
–Como ya te han dicho tus amigos, me llamo Apocalipsis –se presentó tendiéndole la mano.
–¿Apocalipsis? –repitió ella sin poder reprimir su sorpresa. Le estrechó la mano y sus dedos quedaron estrujados por la manaza del FOBOS.
–Es el apodo que me pusieron los compañeros –explicó con orgullo–. Creo que es... porque mato gente.
Casandra sufrió un espasmo al oír eso y él lo disfrutó, así que ella echó mano de la inexpresiva coraza que se había forjado durante los últimos años. Esperó a tranquilizarse estudiando el aspecto de Apocalipsis. Tenía la barba un poco más larga que Víctor y la melena castaño oscuro rivalizaba con la suya propia. Sus ojos eran un curioso caso de heterocromía, uno gris claro y el otro gris oscuro, chispeando ambos con sádica malicia, algo que Casandra se tomó como un desafío. Los músculos trabajados de los brazos de Apocalipsis y su ancha espalda, unido a que ella estaba en baja forma, fijaron el combate en un duelo de palabras.
–¿Como trabajo o como afición? –sintió que era la pregunta más temeraria que había hecho en su vida, pero eso no se reflejó en su cara impasible.
–Como trabajo y como afición –respondió él. Casandra, que se había esperado una contestación de ese tipo, enarcó las cejas un segundo–. Pero en realidad me llaman así por mi poder.
–¿Tienes un poder que mata gente? –preguntó neutra.
–¿Quieres una demostración? –preguntó con una sonrisa malvada.
–Emm... –Casandra reprimió el terror y controló su voz–, hoy no me apetece morir ni ver palmar a nadie, me quitaría el apetito.
Apocalipsis estalló en carcajadas, a lo que Casandra reaccionó con una tímida sonrisa, antes de decidir que mantenerse seria otorgaba más posibilidades de salir bien parada. Víctor se acercó lentamente y se sentó a su derecha.
–No es una muerte fulminante –aclaró el FOBOS cuando la risa se fue apagando–, es más bien una muerte larga y agónica.
–Ah, pues yo me llamo Casandra, mis padres me lo pusieron por una adivina de Troya que acabó muy mal.
–Sí, conozco la historia, y también he oído hablar de ti.
–¿Y eso? –inquirió Casandra, quizás con demasiada brusquedad.
–Mélifer dice que eres una chiquilla astuta.
–¿Mélifer es el que ofrece caramelos de limón?
–El mismo. El caso es que... –echó la silla hacia atrás, haciendo equilibrio con las patas traseras hasta apoyarse en la pared– él piensa que mereces nuestra protección, pero yo no lo veo tan claro.
–Si te molesta, me quito la sudadera –propuso ella entrecerrando los ojos, dispuesta a dejarla sobre la mesa.
–No es eso, quiero comprobar si es verdad.
–¿Si soy astuta? –volvió a colocarse bien la sudadera–. ¿Vas a hacerme preguntas en plan esfinge?
–No –dejó de hacer equilibrio–. Estaba pensando en una prueba de valentía, a los FOBOS nos encantan –confió con una sonrisilla torcida.
–Apocalipsis, por favor –rogó Víctor crispando las manos sobre la mesa.
–Dos lágrimas nada más –especificó el FOBOS sin prestarle la más mínima atención–, si aguantas ahí sentada hasta llorar dos lágrimas, aceptaré la decisión de Mélifer.
–¿Dos lágrimas? –repitió Casandra suspicaz– ¿Dónde está la trampa?
–En que serán de sangre.
–¡Ni se te ocurra! –bramó Diego acercándose para descargar los puños en la mesa.
–Tranquilízate, viejo, o te explotará una vena en el cerebro. ¿Qué me dices, Casandra?
–Una pregunta –contestó ella serena.
–¿Si te va a hacer daño? –se regodeó Apocalipsis.
–No, a ver si va a dejar alguna secuela, necesito los ojos.
–Casandra, no –oyó rogar a Amanda.
–Sin secuelas, a no ser que se me vaya la mano –comentó malicioso.
–Nos afectará a todos, ¿verdad? –le dijo Víctor con dureza.
–Así funciono yo, y que a nadie se le ocurra salir de aquí. ¿Qué te parece, nena?
–Quiero cenar, así que cuanto antes, mejor.
–Estás tarada –le gruñó Diego.
Le pareció que el ojo gris claro de Apocalipsis se oscurecía igualando al otro. Casandra esperaba algo doloroso, pero sólo empezó a picarle la nariz.
–El primer día y ya tengo que estar aguantando esto –se quejó el Capitán y Casandra vio el hilillo de sangre que le bajaba por las fosas nasales.
Escuchó chillidos tras ella, los cinco del fondo también estaban sangrando y se lo estaban tomando con excesivo dramatismo.
–Me sangra la nariz a menudo –comunicó Casandra cuando notó el hilillo sobre sus labios. Se giró hacia los compañeros que estaban junto a la salida, pegados a la pared y pinzándose la nariz–. Mierda –masculló cuando notó que los hilillos aumentaban su caudal y echó la cabeza hacia atrás, lo justo para que la sangre fuera a parar a su boca.
–No estamos como para perder sangre absurdamente –le reprochó Víctor con voz aflautada, contemplando el techo.
–Esperaba que dirías eso –le respondió el FOBOS encendiéndose un cigarrillo y el joven de ojos grises se irguió lo suficiente como para fulminarlo con ellos.
El picor del interior de la nariz empezó a ser molesto y se extendió por las mejillas. Casandra se lamió los labios e hizo una mueca burlona dirigida a los que estaban armando jaleo, no le parecía para tanto. Al parpadear, se quedó repentinamente ciega, las tinieblas eran de un granate oscuro. Volvió a parpadear y su ojo izquierdo se libró de la película de sangre, que formó una gota en el lagrimal. Después de subir y bajar los párpados con ímpetu un par de veces más, recuperó también la vista en el ojo derecho. Alargó el brazo para coger el servilletero metálico, cuidando de no mancharse la ropa.
–Mola –apreció al verse reflejada con las lágrimas de sangre cruzándole las mejillas de arriba abajo y con los labios pintados de carmesí–. ¿Está bien así? –preguntó relamiéndose, no iba a desperdiciar su propia sangre.
–Va a resultar que el azucarero tiene razón –exhaló él junto con el humo.
"Bueno, tampoco ha sido para tanto", pensó limpiándose las mejillas con una servilleta de papel. Aunque, mirando a los cinco clientes del fondo, cualquiera hubiera dicho que acababan de sufrir un bombardeo.
–Os invito a cenar –dijo Apocalipsis.
–No, gracias, ya tenemos una suite gracias a ti –respondió Víctor eliminando las lágrimas rojas que habían corrido en paralelo a sus ojos al tener la cabeza echada hacia atrás.
–El dinero no es problema para los FOBOS. Además, me estaba aburriendo un poco de estar aquí solo.
–Matar a los que te rodean es lo que tiene –bromeó Casandra sonándose la nariz.
–Y eso que no he hecho que os sangren los oídos. Algo que haré si aquellos dos siguen contra la pared –terminó amenazando con gravedad.
David y Amanda se apresuraron a acercarse, él se sentó junto a Víctor y ella, junto a Casandra. Diego hizo otro tanto al lado de la joven.
–Uf, con lo molesto que es cuando se me mete agua al bañarme –comentó Casandra, empeñada en mostrarse despreocupada, y se limpió los ojos a conciencia antes de que se le secara la sangre.
Apocalipsis llamó a gritos al camarero y pidieron el menú del día para no molestar más. Víctor, que tenía tan mala cara como los clientes del rincón, se disculpó y fue rápidamente al baño.
–Parece que no le ha sentado bien –comentó el FOBOS. Casandra dudó si había visto preocupación o indiferencia en su mirada; pero, habiendo comprobado su sadismo, se decantó por lo segundo–. ¿Y cómo es que conoces a mi bondadoso hermano? –le preguntó a Diego.
–Por trabajo –respondió el Capitán, aún con restos de sangre en los surcos de las arrugas de las mejillas.
–¿Tú eres uno de esos aburridos polis? –desdeñó Apocalipsis, volviendo a hacer equilibrio con las patas traseras hasta apoyar el respaldo en la pared, sosteniendo el cigarrillo entre los labios.
–Eso a ti no te importa –masculló Diego.
–Con lo que llevas dentro de la chaqueta y tus impulsos violentos, también podrías conocerle de que él te hubiera detenido alguna vez.
El cincuentón lo fulminó con la mirada, pero no lo desmintió. Enseguida les trajeron la cena y Víctor regresó poco después, con mejor color de cara, pero los ojos más vidriosos. Casandra supuso que se los habría lavado o, quizás, a él el poder destructor de Apocalipsis le hubiera hecho un daño mayor.
–¿Y qué hace un grupo tan heterogéneo por aquí? –continuó el FOBOS.
–¿Acaso preguntamos nosotros por tus misiones? –le espetó Diego con dureza mientras devoraba la comida con precisión cirujana y la flexibilidad de un robot. Casandra pensó que le faltaba raparse el pelo, ponerse un uniforme caqui y obligarlos a cuadrarse contestándole "¡Señor, sí, Señor!"
–Podríais hacerlo, pero no os aseguraría dulces sueños –rio con malicia.
Casandra estuvo tentada de preguntar en qué consistían sus misiones, pero refrenó sus ansias de mostrar lo dura que era, asumiendo que sería mejor para su conciencia no saber lo que había llegado a hacer aquel cachas. Prefirió permanecer en silencio, aprovechando la situación para estudiar la personalidad de sus compañeros de viaje. Los dividió en dos grupos: los miedicas, Amanda y David, y los valientes, Diego y Víctor. Se preguntó qué impresión habría dado ella.
Cenaron inmersos en un tenso silencio; cada vez que alguien intentaba comenzar una conversación, sus palabras caían en el vacío. A Casandra lo que más la incomodaba era la hostilidad emanada por Víctor, a su derecha, y Diego, sentado más allá de Amanda. Terminó pronto su plato y entrelazó los dedos. En realidad daba igual lo que pasase, aquél seguía siendo el mejor día de su vida, todo le parecía tan estimulante...
La discusión se desató cuando, una vez finalizaron de cenar todos, Apocalipsis insistió en pagar la cuenta. Tuvieron que ceder cuando los hilillos de sangre asomaron de nuevo por sus fosas nasales.
–Me alegro de que no seas tan poquita cosa como me esperaba –le dijo el FOBOS estrujándola entre sus brazos a modo de despedida.
–No, estoy bastante crecidita en varias dimensiones –contestó sin pensar.
–No irán a buscarnos ahora todos tus compañeros para decidir por ellos mismos si merece vuestra protección, ¿verdad? –interrogó Víctor.
–Están en su derecho, flacucho –le respondió Apocalipsis abrazando también a una paralizada Amanda–. Pero no os podéis quejar, cena gratis y, si os lo montáis bien, un montón de privilegios más.
–No los queremos –Diego marcó las sílabas como si fueran puñales.
–No queremos privilegios sin haber hecho nada para merecerlos –medió Casandra para evitar que les sangraran los oídos.
Salieron a la calle desierta y en penumbra y tomaron caminos separados.
–Cuidado con que no os pique ningún escorpión allá por el norte, señoritas –advirtió Apocalipsis con malicia antes de doblar la esquina enfundándose su chaqueta negra hasta la cadera.
–Será capullo –masculló Víctor encabezando la vuelta al hotel.
Permanecieron unos segundos en silencio, hasta que el Capitán estalló.
–¡¿Se puede saber en qué estabas pensando para acercarte a él?!
–Eh... en hacer algo útil –respondió Casandra dubitativa, notando cómo enrojecía por la vergüenza, creía haber actuado correctamente.
–¿Estás loca? ¿Es que no te has dado cuenta de lo que hace ese tío?
–Sí que me he dado cuenta, también del alcance de su poder, quedarme plantada a tu lado no hubiera servido de nada –le contestó con rabia.
–Estás tan mal de la cabeza como ellos, tendrían que haberte puesto una escolta de Dobermans y no meterme a mí en este embrollo –gruñó Diego tomando la delantera y desviándose a la derecha, fuera de la ruta que los conducía de vuelta al hotel.
–Maldito gruñón –se quejó Amanda, enganchándose una vez más su brazo–, no sé de qué nos va a servir aparte de para amargarnos el viaje.
–Creo que has tenido muchas agallas para encararte a ese FOBOS –opinó David–, no conozco a muchos que se hubieran sentado frente a Apocalipsis.
–Cómo se nota que no has oído hablar sobre ellos –continuó la joven.
–No ha oído hablar sobre ellos, pero ya conoce en persona al General de Beta y a un soldado de Alfa –intervino Víctor–. No sé si considerar que tienes la mejor suerte del mundo o la peor.
–Bueno, si tenemos algún problema gordo, nos echarán un cable, ¿no? –planteó el rubio.
–Pero puede que mañana tengamos a diez de esos bestias plantados frente al hotel, dispuestos a ponerla a prueba –le respondió Amanda.
–Si es que no entran en vuestra habitación directamente –añadió el joven de ojos grises con una sonrisilla, bromeaba. Posiblemente.
–Ay, espero que no lo hagan, pobrecita mía –deseó Amanda revolviéndole el pelo a Casandra.
–Pero, ¿tan malos son? –se atrevió a preguntar ella, recolocándose los mechones con fastidio.
–Malos no... Son poderosos y están como cabras –explicó Víctor.
–Adoran saltarse las normas, asustar a los ciudadanos de a pie y alardear de lo que son –añadió Amanda–. Lo has visto con tus propios ojos.
Casandra a punto estuvo de confesar que, de momento, le caían bien, pero se reprimió. Por lo visto, era la única que pensaba así.
–Pero, ¿qué voy a hacer si aparecen diez como él? –planteó en su lugar, preocupada–. No sé qué hice para caer bien a ese General aparte de rechazar sus caramelos. Y con Apocalipsis sólo he tenido que soportar llorar sangre, pero ¿y si a alguno se le ocurre hacerme una prueba de fuerza o... yo qué sé? No tengo ningún poder arrollador.
–Puede que eso te libre de su acoso. Si tuvieses un poder que les interesase... –Víctor dejó la frase en el aire, recordándole el sobre negro con la telaraña esmeralda y la exasperación de Ariana Leza; seguramente los FOBOS querrían su poder de teletransporte.
Estaba a punto de preguntar a qué se dedicaban exactamente esos temidos Dobermans, pero Amanda se le adelantó.
–¿Y si el que quiere probarla es el General Alfa? Ya sabéis lo que se dice de él.
–¿Qué dicen de él? –preguntó la adolescente automáticamente.
–Mira que eres tremendista, ni que Casandra fuera una niña precoz. Para interesarle a Red tendría que tener, aparte de un gran poder y un aguante sobrehumano, la ética del tío que acabamos de conocer –respondió Víctor.
La aludida desvió la mirada, qué sabría él sobre su ética.
–Eh... ¿no sabéis mucho sobre los FOBOS vosotros dos? –consideró David con una sonrisilla nerviosa.
–Demasiado –masculló Víctor y Casandra se preguntó cuántos sobres negros le habrían llegado.
–Me gusta estar bien informada –se justificó Amanda–. Y sólo sé lo que sale en los periódicos –se encogió de hombros.
–La prensa sensacionalista, diría yo, para conocer las historias que se cuentan sobre el General Alfa –pinchó el joven de ojos grises–. Pensar que podría poner el ojo en esta pequeñaja... –rio para sí mismo dándole unos toques en la cabeza a la pequeñaja–. Bueno, es pronto para encerrarse, voy a dar una vuelta –dijo antes de perderse en las calles del pueblecito.
–¿Y a ti qué te apetece hacer? –le preguntó Amanda.
–No sé –musitó Casandra observando el cielo oscuro–. ¿Ducharme?
–Perfecto, porque yo también lo estoy deseando. Vamos a por esa suite que nos hemos ganado a base de sangrar por la nariz.
†
Subieron a la habitación, se despidieron de David y se ducharon por turnos, primero Amanda y después Casandra. La segunda a oscuras, por no confesar su carencia.
–¿Estabas con la luz apagada? –le preguntó su compañera de cuarto cuando la vio salir de la oscuridad secándose el pelo.
–Eh... sí. Por suerte, la ducha funcionaba –respondió con un murmullo.
–¡¿Y por qué no te has quejado?! Ahora mismo bajo a recepción.
–No, espera, Amanda. N-No hace falta.
–¿Cómo que no? Me da igual que nos hayan dado esta suite a precio de ganga por tener miedo a los FOBOS, hay que quejarse.
–Pero... es que no ha sido culpa de ellos –murmuró avergonzada.
–¿Y de quién si no?
–Mía –bajó la vista y se pasó las manos por las costuras de sus pantalones Frankenstein.
–¿Cómo va a ser tuya? –inquirió Amanda confundida.
Ahí Casandra tuvo un problema: podía decir que se le descontrolaban los hechizos supresores de magia o podía confesarle la verdad. Como detestaba los malentendidos y era demasiado previsora como para hacerle creer que tenía habilidades de las que carecía, optó por lo segundo.
–No tengo... magia. Cero absoluto.
–Pero... eso es imposible –musitó Amanda y se dejó caer en la cama de matrimonio.
–¿Tan imposible como vivir sin que lata el corazón?
–No digas eso –le reprochó la joven–. ¿Cómo... cómo...? –era evidente que no le cabía en la cabeza.
–Si salieras ahora de esta habitación, las luces se apagarían, siempre lo hacen –Casandra se encogió de hombros, resignada–. No me detectan.
–¿Por qué nadie me lo ha dicho?
–Quizás para que aceptaras ser mi escolta –sugirió con tiento.
Amanda hizo una mueca sarcástica que le hizo pensar que podrían no haberle dado la opción de no ser su escolta.
–¿Cómo se abren las puertas para que pases? –interrogó cuando lo hubo asumido.
–Girando el pomo y empujando –que le preguntara algo tan obvio casi la hizo echarse a reír, pero estaba preocupada por cómo se lo tomaría–, o me cuelo detrás de alguien. O tú te agarras a mí.
–Te has enfrentado a un FOBOS sin tener ni pizca de magia...
–Tampoco creo que hubiera servido de nada tener un poco contra ese sádico cabrón –consideró, acercándose despacio para sentarse a su lado.
–Así que eres indetectable... Algún punto positivo tiene que tener –supuso pragmática y le rodeó los hombros con un brazo.
–¿Quieres que me cuele en algún sitio sin que se den cuenta? –bromeó Casandra al percibir interés en la voz de su compañera–. ¿Aprovecho y robo las joyas de la corona?
Amanda se echó a reír, lo que la tranquilizó bastante.
–Mira que eres, va a ser verdad que estás tan tarada como los Dobermans, sin ánimo de ofender.
–No me ofende, a mí me caen bien.
–Eso lo dices porque les gustas. Si les resultaras indiferente o hubieras hecho algo que les molestara, no pensarías lo mismo –bostezó la joven.
–¿A qué se dedican?
–Son como policías. O, más bien, debería decir "mercenarios". Les encargan que atrapen a los peores criminales y ellos lo hacen sin reparar en gastos ni daños –explicó Amanda, subiendo las piernas a la cama.
Casandra la rodeó para adueñarse del otro lado. Se acostaron y se apagaron las luces. Casandra estaba pensando en cómo lo estaría llevando su familia, cuando recordó los temores de su compañera.
–Amanda...
–¿Sí? –le respondió la oscuridad a su derecha.
–¿A dónde vamos?
–Al territorio de los vanias –susurró adormilada Amanda.
–Pero, ¿por qué habláis de un sitio peligroso?
Silencio.
–¿Amanda?
Notó cómo su compañera se removía entre las sábanas.
–¿Te has dormido? –continuó insistiéndole Casandra.
–Por favor. No me hagas hablar de ello de noche.
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