1. El visitante




 "Amanecía ya cuando apareció por la avenida empedrada custodiada por robles casi tan ancianos como mi Maestro. Yo me disponía a ir en busca de mi sueño reparador, que tan bien me había ganado al poner en su sitio a un novato prepotente, cuando oí el indeciso golpeteo de los cascos contra los adoquines. Me asomé por la ventana de mi habitación, cuatro pisos por encima de la entrada principal, sorprendido de que alguien apurase tanto su llegada, y más me asombré al ver que se trataba de un humano.

Montaba un caballo pinto que debía de haber conseguido en alguna de las aldeas cercanas; si no, no me explico que, pese a la firmeza con la que sujetaba las riendas, hubiera conseguido guiarlo hasta la misma puerta de nuestra morada. En cuanto desmontó, el animal, viéndose por fin libre de un cometido que sin duda consideraba desagradable, dio media vuelta y galopó abandonando a su jinete. Éste lo observó alejarse y después se giró para quedar de cara a la fachada. Levantó la cabeza y repasó las ventanas con la mirada, como si pudiera contemplar con toda claridad a todos los que morábamos dentro.

Al momento supe que no se trataba de un humano corriente. No había atisbo de miedo en sus ojos, que, sonreí al descubrirlo, tenían un color similar al de los míos. Una vez hecho el reconocimiento, avanzó con paso seguro hasta el portón cruzando el antiquísimo puente sobre el foso, sin dignarse a buscar su fondo y temblar al no encontrarlo.

Tres fueron los golpes que retumbaron en toda la fortaleza. No percibí nota alguna de duda en ellos. Tenemos un adjetivo para denominar a los humanos que, como él, osan venir a llamar a nuestra puerta con ánimo tan confiado: locos. Decidí que bien merecía posponer mi sueño y acudir al recibimiento del visitante, que sin duda sería interesante. En las escaleras descubrí que no era el único que había llegado a tal conclusión, práctica­mente todos mis compañeros se dirigían al vestíbulo para asistir a un hecho tan atípico como que un simple humano se internase por voluntad propia en nuestra casa. Pero a las mujeres se las podía contar por dos de tal barullo que armaban. Negué para mí mismo con una sonrisa en los labios, él era joven y osado, como mínimo lo encontrarían apetecible.

Llegué justo a tiempo para ver cómo se abrían las puertas. Él entró rápido, sin dudar ni un segundo, como si, al igual que nosotros, corriera a resguar­darse del amanecer. En cuanto pude verlo de cerca, lo percibí. Podría ser que no oliera a muerte, como los esporádicos visitantes que vienen en busca de la panacea que los libre de la siega de la Señora de la Guadaña, estaba bastante sano; pero en sus ojos pude ver que su alma iba a ser segada en breve de todas formas.

Ni se inmutó cuando las pesadas hojas de madera se cerraron a su espalda sumiéndolo en nuestra habitual penumbra. Nos miró con tranquili­dad o, al menos, no apretó los párpados atemorizado. Deduje que sus ojos estarían habituados a la oscuridad del ataúd donde se veía a sí mismo, y que unos cuantos seres de la noche no le harían temblar las rodillas.

Aquello prometía."

Casandra bostezó hasta casi desencajarse la mandíbula y miró el reloj digital que tenía sobre la mesilla. Las tres y cuarto de la madrugada. "Feliz cumpleaños", se dijo mientras buscaba el marcapáginas entre las sábanas, "ya te queda un año menos para escapar de este agujero." Colocó la cartuli­na entre las páginas y cerró El Diario de las Tinieblas 5. El narrador tenía razón, aquello prometía. ¿Qué podía llevar a un humano a internarse en un nido de vampiros? Guardó el libro en un cajón de la mesilla de noche antes de ceder a la tentación de leer el siguiente capítulo para averiguarlo. Era tarde, tenía sueño y no le gustaba perderse hechos interesantes de una historia por tener el cerebro embotado.

Se puso en pie para estirarse y anduvo descalza unos pasos hasta asomarse por la ventana abierta. Apoyó la escayola que rodeaba su mano y antebrazo derecho en el alféizar con un golpe seco, quería partir aquel peso muerto. Era una noche agradable, lo único bueno que le veía a su decimo­quinto cumpleaños, enclavado a comienzos del verano. Podía ver cinco estrellas desde allí, todo un récord para alguien que vivía en una ciudad. Sonrió con ironía al recordar la pregunta que le habían hecho días atrás: "¿Cómo puedes dormir con eso delante de tu ventana?". Ella había levan­tado las cejas, ya que jamás le había supuesto ningún problema. "Son unos vecinos tranquilos", había sido la respuesta que había inquietado a sus com­pañeros. El tema había salido porque, frente a la ventana de su habitación, un descampado ascendía hasta un cementerio rodeado por una tapia blanca. Ahí se suponía que estaba el problema que debía quitarle el sueño. Casandra se encogió de hombros, cerró la ventana y bajó la ruidosa persiana.

Casandra suspiró y volvió a meterse en la cama, esperando soñar con los personajes de los libros y los que pululaban por su imaginación.

Despertó con la sensación de haber tenido un sueño movido y lamentó no poder recordarlo. Se escondió bajo las sábanas y buscó una postura có­moda con la esperanza de volver a dormirse, pero los ruidos provenientes de la cocina la habían desvelado. Se giró de nuevo para quedar de cara a la ventana, unos débiles rayos de sol entraban por las rendijas que quedaban en la persiana por no bajarla del todo, calculó que aún no sería mediodía.

Al final Casandra desistió, se puso las gafas y se levantó. Salió de la habita­ción arrastrando los pies y se encerró en el baño. Echó un vistazo al espejo y gruñó, vaya asco de reflejo le devolvía: una cara paliducha moteada de rojeces enmarcada por unas greñas oscuras, con unos ojos marrones tras las lentes y una boca en una continua mueca de disgusto (excepto cuando tenía que fingir felicidad ante los demás). Sobre su figura rechoncha prefería no pensar.

–Buenos días, cariño –saludó su madre al verla entrar en la cocina.

–Hola –respondió fingiendo un bostezo para disimular su cara de asco.

Se preparó un cacao muy cargado y fijó la vista en la televisión, no echa­ban nada interesante, en ningún canal. Suspiró aburrida.

–Qué día más bonito ha salido –comentó su madre mientras daba vueltas por la cocina, se notaba que estaba esperando a que terminara de desayunar.

Casandra se giró para mirar por la ventana, un cielo azul claro e intenso brillaba al otro lado, sin rastro de nubes. Le picó la piel con sólo pensar en lo fuerte que debía de pegar el sol. Se abstuvo de responder.

Cuando llevó la taza al fregadero, su madre desapareció por la puerta. Casandra hizo una mueca resignada mientras fregaba desganada y volvió a sentarse a la mesa, no era cuestión de poner las cosas difíciles. Suspiró y se preparó para empezar el teatro.

–Felicidades –dijo su madre cuando regresó con un paquete envuelto en papel de colores en las manos.

–Gracias –estiró de las comisuras de los labios para formar una sonrisa.

Casandra tomó el paquete y lo abrió con sumo cuidado. Siempre decía que tenía la manía de destrozar el papel lo menos posible, pero la verdad era que lo hacía para que, en el caso de que el regalo no le hiciera ilusión, no se le notara tanto.

–Vaya –murmuró tirando de nuevo de las comisuras, mientras sacaba una camiseta verde de su envoltorio.

–¿Te gusta?

Bueno, era verde, su color preferido junto con el negro, pero no le hacía mucha gracia. Pero, ¿qué era lo que le gustaba a ella?

–Sí, voy a probármela.

Se levantó y fue a su habitación, desmoronando la sonrisa de felicidad en cuanto dio la espalda a su madre. ¿Qué podría decirle si no, que prefería algo más oscuro y tétrico como un libro sobre vampiros con el que poder evadirse durante horas? Tonterías, la miraría raro, como todos. Se quitó la parte de arriba del pijama, se puso la camiseta y se miró en el espejo de cuerpo entero de la puerta del armario.

–¿Cómo te queda? –preguntó su madre entrando.

–Bien –respondió moviendo los brazos para comprobar que, pese a todo, era de su talla. Ya tenía un trapo más para la colección.

La mujer no dijo nada durante un tiempo, quizás sintiera que era una farsa. Casandra se volvió hacia ella con una sonrisa tan amplia como forzada.

–Me la pondré luego para salir –prometió empezando a desvestirse.

–Vale –su madre no estaba muy convencida. Maldita sea, ¿había perdi­do su maña como actriz?–. Toma –le ofreció un paquete más pequeño.

–Oh –"¿Otro regalo?".

Casandra lo abrió con el mismo cuidado que el anterior. Preparó su sonrisa falsa, pero lo que vio le gustó de verdad: un reproductor de música, con el que podría aislarse del mundo.

–No sabíamos si...

–Me gusta mucho –asintió mirando el pequeño aparato con adoración.

–Me alegro –su madre la abrazó y le dio dos besos.

Casandra aguantó una sonrisa clavada, hacía tiempo que había olvidado cómo había que reaccionar frente al contacto físico, incluso cuando se trata­ba de su familia.

–Voy... a hacer la cama –anunció con intención de que la dejara sola.

–Entonces, ¿te ha gustado?

–Que sí, mamá –aseguró sincera, dejó el reproductor sobre el escritorio y tiró de la cama para despegarla de la pared.

Cuando se quedó sola cerró la puerta y encendió el reproductor de cedés para poner Evanescence a todo volumen. Suspiró y se sentó en la cama des­hecha. "Soy una desgraciada", se dijo, "es mi cumpleaños, me hacen regalos, me felicitan... y yo me asqueo".

Lo que tú eres es una cobarde.

"Sí, debería dejar claro cómo soy en realidad". Se puso en pie y, al ritmo de los tenebrosos y potentes rasgueos de guitarra, lanzó un par de puñe­tazos al aire con el brazo escayolado. Y comenzó a soñar despierta. Estaba en medio de una dura pelea, se agachó para esquivar un golpe y después lanzó una patada alta.

–Au –se quejó bajando la pierna, no estaba en forma.

Cayó en la cama como si un enemigo invisible la hubiera empujado. Forcejeó con el aire hasta que lo que debió de ser un certero rodillazo en la entrepierna la liberó. Se puso en pie lanzando otro puñetazo con la mano izquierda, con tanto énfasis que se golpeó contra la pared pintada de verde.

Casandra reprimió un juramento y articuló los dedos para comprobar que no se había roto también aquella mano. Cayó de rodillas. "Ríndete", le ordenó el enemigo invisible.

–Jamás –se echó hacia atrás para esquivar una estocada que sólo ella veía y soltó una patada.

Casandra oyó pasos acercándose y volvió a la verticalidad limpiándose los pantalones del pijama. Sacudió la cabeza para salir del todo de su bélica fantasía y continuó haciendo la cama.

Cambió el disco por otro de Mägo de Oz y, mientras cantaba, se pintó las uñas de negro a pesar de lo difícil que le resultaron las de las mano izquierda, ya que la escayola no le dejaba hacer muchas maniobras. Mientras esperaba a que se secaran, cerró los ojos y se trasladó de nuevo a su mundo de fantasía donde abundaban los monstruos y las aventuras, donde todos los días eran emocionantes y ella era una heroína imparable.

Escuchó cómo se cerraba la puerta de la entrada y, segundos después, se abrió la de su habitación.

–Hola, hija, ¿qué tal? –saludó su padre.

–Bien –bajó los pies del escritorio y levantó las manos separando mucho los dedos para dejar claro que no se podía tocar la laca de uñas húmeda.

–Feliz cumpleaños –dijo él.

–Gracias –Casandra sonrió como de costumbre y se levantó para recibir un beso en la mejilla.

–¿Te han gustado los regalos?

Ella asintió, forzando aún más la sonrisa, que no se disolvió hasta que se quedó sola. Suspiró, su felicidad no podía comprarse con bienes materiales. Volvió a sentarse en la silla y, con sumo cuidado para no estropear las uñas, abrió los cajones y rebuscó en ellos. Sacó un sobre blanco que lanzó a la ca­ma sin miramientos: las notas del curso que acababa de terminar, casi todo sobresalientes, pero a quién le importaba eso. Debajo encontró un cuader­no de anillas, al que acarició la tapa con los dedos de la mano izquierda; después golpeó la escayola contra el canto del escritorio. Llevaba meses dándole vueltas a una historia, pero, cuando se había decidido a empezar a escribirla, se había roto la mano de la forma más tonta. Tendría que esperar a que terminase el verano para poder hacerlo.

Comieron con tranquilidad los cuatro, incluido su hermano pequeño. Casandra se esforzaba en parecer más feliz que nunca, se suponía que debía estarlo, por ser más vieja, por tener más trastos y más ropa, y porque hacía un día espléndido en el que debería embadurnarse de crema si tenía que salir.

–¿Te ha llamado Clara? –quiso saber su madre.

Ella bajó la mirada al plato con disimulo mientras trabajaba construyendo una farsa creíble. Maldita sea, su madre ya sabía que no había sonado el telé­fono, ¿a qué venía esa pregunta?

–No, bueno... Me ha mandado un mensaje al móvil –mintió Casandra.

–Estos jóvenes de hoy en día, ya ni hablan –intervino su padre.

–¿Se ha ido de vacaciones? –continuó su madre.

–Sí.

"Sí, dentro de un mes", pensó terminando su plato. Pero de alguna forma tenía que explicar que no fuera a quedar con ella y sus amigas.

–¿No te han hecho ningún regalo?

La chica miró a su hermano de diez años, esperando que tirara la comida o algo por el estilo para desviar la atención. Asintió, pero se abstuvo de añadir que se trataban de simples bolígrafos que habían acabado deste­rrados en el fondo del cajón. "Como te gusta estudiar tanto...", le habían dicho. Se clavó las uñas en la palma de la mano izquierda y sonrió.

–¿No hay tarta?

Después de la escueta celebración, volvió a encerrarse en su cuarto para escuchar Metallica a todo volumen. Bajó la persiana hasta la mitad, para evitar que los rayos de sol la golpearan directamente, y se sentó en la silla su­biendo los pies al escritorio. Cogió un lápiz con la mano izquierda con cierta torpeza y, mordiéndose la lengua, dibujó una salamandra lo mejor que pudo. Como no tenía a nadie dispuesto a firmar frases como "Cúrate pronto", "Mi­ra que eres patosa" o "Para la mejor amiga", había decidido rellenar la pesada e incómoda blancura con dibujos hechos por ella misma. Cambió el lápiz por un rotulador verde y rellenó la silueta, luego repasó el borde de negro y pintó dos puntos como ojos. Le había quedado bastante bien, teniendo en cuenta que era diestra y una manazas.

Se levantó para estirar las piernas y girar sobre sí misma. Subió la música aún más y cantó el tema con los ojos cerrados. Estaba en lo alto de una azo­tea, observando la ciudad durante la noche, la luna brillaba a su espalda, el viento hacía ondear su pelo y su gabardina de cuero. Se sentía poderosa.

Unos golpes en la puerta la sacaron de su ensoñación.

–¡Esa música!

Casandra arrugó la nariz, apagó el aparato y encendió el ordenador. Era hora de probar su segundo regalo. Pasó un puñado de canciones al repro­ductor y se enchufó los auriculares en los oídos. No estaba mal, ritmos atro­nadores directos a su cerebro, sin interrupciones del mundo exterior.

Volvió a sentarse y recuperó el lápiz. Guiada por una tenebrosa melodía de HIM, trazó un círculo y dos siluetas negras. Cuando terminó de colo­rearlo, consiguió dos murciélagos recortados contra una luna llena roja. Sí, sería bonito ver una imagen así.

–¡Casandra!

Maldita sea, no tenía un momento de paz.

–¿Sí? –preguntó quitándose uno de los auriculares.

–¿Pero a qué volumen lo tienes puesto? Se oye desde aquí –reprochó su madre asomándose por la puerta.

–Ajá –bajó unos puntos el sonido.

–¿No vas a salir?

Casandra puso los ojos en blanco. ¿Para qué?

–No me apetece –contestó haciendo un mohín con la nariz.

–Vamos, vente con nosotros.

–Que no... –murmuró Casandra desviando la mirada.

–Es tu cumpleaños, ¿vas a pasártelo aquí encerrada? Venga, muévete.

"Sí, es verdad, es mi cumpleaños, reboso de felicidad. Yupi".

–¿A dónde vais? –quiso saber ella.

–A dar una vuelta por el pueblo.

"Encima eso, no quiero ver a nadie de este maldito infierno."

–¿No podemos ir... a otro sitio? –planteó Casandra.

–Tu padre no quiere conducir.

La adolescente gruñó.

–Entonces no –volvió a ponerse el auricular, pero tuvo que deshacerse de él cuando vio que su madre se acercaba con cara de preocupación.

–¿Ocurre algo, hija?

"Oh, no, lo que faltaba". Sí, ocurrían mil cosas, pero no podía, no iba a contar nada al respecto.

–No, claro que no. Sólo... estoy cansada.

–¿Seguro? –insistió su madre.

–Anoche me quedé hasta tarde, el libro está interesante –explicó seña­lando la mesilla donde estaba guardado El Diario de las Tinieblas 5.

–Tienes que dormir más.

–Son vacaciones, puedo trasnochar un poco, ¿no, mamá?

Ella hizo un gesto de desagrado, pero, por lo menos, había desviado el tema hacia un punto menos doloroso. Casandra quería sumir su cerebro en notas graves para calmar la ansiedad, pero, finalmente, tuvo que ceder y salir a la calle junto con su familia. Era eso o responder preguntas como "¿Por qué estás triste?" o "¿Pasa algo con tus amigas?".

"Claro que pasa algo con mis amigas", pensó mientras se acercaban al centro del pueblo. "Que, para empezar, no tengo". Sus padres llamaban así a las compañeras de clase con las que había estado saliendo durante los últimos años. Pero, por lo menos para ella, una amiga era alguien en quien confiar, que nunca le diera la espalda, a quien poder contar los secretos sin temor a que los difundiese y los problemas más vergonzosos sin que se riera o desentendiese. Alguien que nunca se burlara cruelmente de ella, que ja­más la traicionara ni la abandonara. No, no conocía a nadie así y dudaba de que realmente existiera. En las películas todo era muy bonito, los malos recibían su merecido y los traidores tenían una muerte estúpida, pero el mundo real era un nido de víboras donde se cambiaban las tornas.

Pues sé una víbora, le susurró su diablillo interno.

Casandra apretó los dientes y los puños, clavándose las uñas pintadas de negro en la palma de la mano izquierda y arañando la escayola con las de la derecha. Se estaban acercando demasiado al parque, el lugar donde había más posibilidades de encontrarse con sus amigas.

–¿Saldrás mañana? –le habían preguntado dos días atrás.

–No –había respondido secamente. Aquél había sido un día muy malo, la escayola recién puesta y los chismorreos de las chicas le habían agriado el ca­rácter más de lo normal–. Y en mi cumpleaños nos vamos de excursión –no había mentido, en un principio así lo habían planeado, pero Casandra había terminado alegando que, con el calor, la armadura blanca que llevaba en tor­no al brazo derecho le causaría muchos problemas.

–¿Entonces no vas a salir? –habían insistido.

–No.

Casandra no había tenido la valentía de añadir "nunca más". Prefería que se olvidaran de ella, como hacían a menudo, pero aquella vez sin llama­das de reconciliación ni excusas.

–Pues vamos a darte tu regalo –había dicho Clara.

La cara que tuvo que quedársele a Casandra había tenido que haber sido digna de grabarse y subirse a Internet, como estaba de moda.

–Bolis... Sí, muy útiles –había levantado la escayola que le impedía escri­bir, con una sonrisa que destilaba sarcasmo y acidez.

–Para el curso que viene.

–Sí... así me suavizáis la vuelta al cole –iba a guardárselos en el bolso cuando se le ocurrió algo más–. Mira, bien pensado, sí que me sirven de algo –los metió entre el brazo y la escayola y los utilizó para rascarse.

–Jo, Casandra, es que no sabíamos qué regalarte...

"Claro, no me conocéis".

–Como te gusta tanto estudiar...

"Esto es el colmo. Eso es porque me interesa más la hipotenusa que el tío que te gusta porque tiene un culo para partir nueces pero está con una zorra a la que sus padres pillaron fumando".

–Gracias –había ampliado una sonrisa a la que debía de notársele la fal­sedad a kilómetros de distancia. "Gracias por gastaros un euro en mí cuando tenéis tanta ropa pija y revistas de tíos buenos que comprar"–. Adiós –hubiera querido que sonara rotundo, decisivo y final, pero no lo había sido.

En seguida había escuchado risitas a su espalda, podría ser que criticaran la ropa tan cutre que llevara alguien, pero también podría ser que se hubie­ran reído de su reacción.

Casandra regresó al presente y deseó decirles a sus padres que desviaran la ruta. No quería encontrarse con ellas y que la pusieran verde por no haberlas avisado del cambio de planes. Aunque, de todos modos, tenía que echar mano también de los dedos de los pies para contar las veces que no le habían comunicado el cambio en la hora y el lugar de la reunión.

Cobarde.

Sonrió, quería que, si la veían, lo hicieran pasando una agradable tarde con su familia. Se volvió hacia su madre; aún así, quería escapar de allí.

–¿Por qué no vamos a un lugar más fresco y a la sombra? –propuso mirando de reojo hacia el parque, no estaban sus amigas pero si un grupito que solía meterse con ella.

A Casandra se le aceleró el pulso y se sintió enferma. "Delante de mis padres no dirán nada. Espero".

–¿Tienes calor? Normal, con esa ropa que llevas.

Tenía razón, unos pantalones vaqueros y una camisa negra abierta sobre la camiseta verde que le habían regalado no era lo más adecuado para un día tan caluroso, pero se sentía más cómoda así. No le gustaba ponerse morena, por eso se echaba un filtro solar muy potente en las zonas expuestas; ni enseñar trozos de su vergonzoso cuerpo. No era como las demás chicas ni quería serlo. No se maquillaba, tan sólo había llegado a plantearse perfilarse los ojos de negro y disimular las rojeces y aumentar su palidez con unos toques de blanco. No vestía a la moda. No le gustaban los chicos del pueblo ni de las revistas; empezaba a preguntarse si realmente le gustaban los chicos, tampoco se sentía atraída por las chicas, así que había llegado a la conclusión de que un bicho raro como ella no podía sentir nada por nadie. No le gustaba mostrarse débil ni que se apiadaran de ella, de todos modos, jamás lo hacían.

Entraron en un bar. Casandra pidió un botellín de agua y fue a sentarse en una mesa del rincón, con la espalda contra la pared. Dando pequeños sorbos, dejó vagar la vista, pero no veía a la gente o, por lo menos, no a aquélla. Su mente amenazaba con irse de nuevo a su mundo de fantasía cuando su familia se sentó junto a ella.

–Te veo un poco apagada –le dijo su madre.

"¿Acaso brillo yo alguna vez?"

Perteneces a la oscuridad.

–¿Apagada? Si estoy como siempre –"Igual de depresiva y asqueada que siempre". Aunque aquel día su fachada de niña feliz y buena se había res­quebrajado un poco, quizás sí que la había afectado cumplir años.

–No sé, hablas poco.

Casandra sonrió con sarcasmo y se reclinó contra el respaldo.

–¿Y cuándo hablo yo mucho? –preguntó con un ligero tono de desafío. No la podrían contradecir, desde que tenía memoria había sido silenciosa. Total, a nadie le interesaba la mayor parte de lo que pululaba por su mente.

–Eso es verdad –corroboró su padre.

Mientras sus padres hablaban, ella se mantuvo ausente, trazando con el dedo el que sería su próximo dibujo en la escayola: una telaraña. Quería volver a casa y encerrarse en la penumbra de su habitación, con la música a todo volumen y un libro sobre vampiros en las manos.

Mientras su deseo se cumplía con demasiada lentitud, se llevó una gran sorpresa. Al principio pensó que sus despistados ojos miopes la habían traicionado, de modo que se retrasó unos metros respecto a sus padres y giró la cabeza hacia el grupo de chicas. Podrían haber pasado casi cinco años desde la última vez que la vio, pero, incluso sumida en sus fantasías, la había reconocido. Rodeada de gente y sonriente, Melinda Rosenthal siem­pre había sido muy sociable. La observó unos segundos, una sonrisa acudió a sus labios al recordar los buenos momentos que había pasado junto a ella, antes de que tuviera que irse a vivir a Alemania por el trabajo de su padre.

Suspiró y siguió adelante antes de que sus padres repararan en Melinda e insistieran en que fuera a saludarla. La gente cambiaba y siempre para peor; lo había podido experimentar, la que ahora era una buena chica después sería una chismosa insoportable, superficial y pija. Ella misma era más rencorosa y retorcida a cada día que pasaba. Cinco años eran muchos, demasiados, para que alguien tan popular como Melinda continuara acor­dándose de ella. Además, se notaba que ya tenía amigas con las que se lo pasaba bien. "Yo sobraré."

En cuanto pudo, Casandra usó la excusa de que la escayola le estaba cociendo el brazo y así volver a casa. Una vez allí, le llegó el turno de un disco de Rammstein, que puso a todo volumen, por supuesto. No tardó en caer en la tentación de continuar leyendo el quinto volumen de El Diario de las Tinieblas 5 de J. Coldhill. Sacó el libro de la mesilla y se recostó en la cama abriéndolo con ansiedad, el crujido de las hojas al pasar se llevó la nostalgia producida por haber visto a Melinda después de tanto tiempo. Localizó el punto en el que se había quedado la noche anterior y se sumer­gió en la lectura del capítulo titulado "El visitante".

Buenos días, señoritas –saludó el humano haciendo una reverencia a las féminas que se habían acercado a él y su voz no tembló–. Y lo mismo a los demás –repitió la reverencia–. Perdonadme por la intromisión.

A través de los altibajos de la música escuchó que llamaban al teléfono y bufó. Estaba sola en casa, nadie se quejaría porque hiciera oídos sordos a los insistentes pitidos, pero le pudo la curiosidad y fue a ver quién era. "Si es Clara, no le pienso coger", se dijo. Pero el número que marcaba la panta­llita le era desconocido. ¿Y si era Melinda? Dudó una fracción de segundo antes de descolgar.

–¿Sí? –preguntó esperanzada.

–¿Casandra? Mira, que soy tu tía Paqui. ¿Está tu padre en casa?

Miró el auricular con asco, menuda decepción.

–No.

–Ah, pues dile que...

–Volverá dentro de poco –la interrumpió–, le diré que has llamado y así se lo podrás decir directamente, ¿vale? –la última pregunta la cargó de falsa cordialidad, no quería ser la recadera de asuntos que no le importaban.

–Vale, pero no te olvides de decírselo, ¿eh? –le insistió la tía Paqui ha­blándole como si fuera una niña pequeña y tonta.

–Que sí. Venga, hasta luego –se despidió con la mayor suavidad posible.

Vagó por la casa y acabó en la cocina, frente al cajón de los cubiertos. ¿Qué vas a hacer? "No lo sé". Abrió el cajón y sacó de él un largo cuchillo muy afilado. ¿Qué vas a hacer? "Que no lo sé". Cerró el puño izquierdo en torno a la hoja, notando el peligro contra la palma. "Quiero sentir algo apar­te de asco y aburrimiento". Seguro que una visita al hospital sería muy divertida y fuera de la rutina, pero tus padres te mandarían al psiquiatra y se correría la voz.

–Sí, los cabrones de este pueblo son capaces de burlarse de que me cor­tara las venas –murmuró, dejando el cuchillo en su sitio y cerrando el cajón.

De todos modos, no estás tan desquiciada.

–Sería como si me rindiera ante ellos.

Junto a la televisión había una revista con la programación y la hojeó en busca de algo interesante, pero sólo encontró basura y aburrimiento. Conti­nuó vagando por la casa, golpeando la escayola contra los marcos de las puer­tas, deseando que se partiera en dos. Salió al balcón, el sol descendía hacia el horizonte, una línea alta y cercana de montes verde claro. Se apoyó contra la baranda y cerró los ojos, el aburrimiento era tal que le dolía en los huesos. No estuvo en aquella posición durante mucho tiempo, temía que sus padres la encontraran así y se les ocurriera hacer preguntas incómodas. Volvió al cuarto, dejó que sonara la última canción de Rammstein y sustituyó el disco por otro de Mägo de Oz. Buscó una canción en especial y fue a sentarse en la cama. Escuchó la lenta melodía con la vista perdida en la pared de enfrente. "¿Cuánto más he de esperar, cuánto más he de buscar, para poder encontrar la luz que sé que hay en mí?", se preguntaba el cantante. "He vivido en sole­dad, rodeado de multitud..."

–Nunca he conseguido amar, pues no me quiero ni yo –coreó Casandra por lo bajo.

Emitió un largo suspiro y se recostó para seguir con lo único que le pro­ducía cierta satisfacción. Leyó la descripción del temerario visitante humano y se empapó de la curiosidad que emanaba el tenebroso relato. ¿Por qué se estaba jugando la vida así, por qué?

El ruido de una puerta al cerrarse la sacó del nido de vampiros.

–Hola, cariño –saludó su madre–. Ven a ayudarme con la cena.

Casandra puso los ojos en blanco, acarició las tapas duras del libro y se resignó a posponer la respuesta a sus preguntas. Su madre le mandó pelar patatas. Sacó un cuchillo rozando el que había agarrado antes y se sentó a la mesa para hacer de pinche de cocina mientras anochecía.

–¿Vas a salir luego? –preguntó su madre.

"Ah, sí, que hoy, aparte de mi cumpleaños, también es fiesta en el pueblo. Doble felicidad".

–No, no me apetece.

Su madre no puso ninguna pega; un alivio, porque ya se veía diciéndole que no le apetecía salir a beber, ligar y bailar música horrible como un zombi, al igual que sus amigas.

En cuanto terminó su cometido, se escaqueó de la cocina con intención de atrincherarse en su dormitorio, pero el teléfono sonó en el momento en el que cruzaba el vestíbulo. "Ah, sí, la tía Paqui. Aunque papá no ha vuelto." Pero no era la tía Paqui, esa vez sí que conocía el número que marcaba la pantallita. La cobardía la hizo levantar el teléfono y darle a la palanquita del sonido, silenciándolo antes del tercer tono. Se quedó al lado hasta que Cla­ra dejó de llamar y devolvió la palanquita a su posición original.

–¿Quién era? –le preguntó su madre.

–Se habían equivocado –respondió Casandra con aplomo, aunque por dentro le reconcomía el remordimiento por ser tan cobarde.

No quería escuchar falsas promesas, no quería oír falsas muestras de amis­tad, no quería hacerse falsas ilusiones, no quería más desprecio. No lo aguan­taba más. Se metió en su cuarto, clavándose las uñas y tragándose la rabia.

Llegó su padre y ella se acordó de darle el recado. Su madre los llamó a cenar y se quejó cuando se dio cuenta de que su marido estaba ocupado llamando a la tía Paqui. Casandra empezó a comer, con la mente en un lugar lejano donde los vampiros escribían sus memorias y había humanos tan valientes y locos como para hacerles frente. Encendieron la televisión y pusieron las noticias. Un hombre había asesinado a su compañera senti­mental y después había intentado suicidarse, los acusados de algún caso de corrupción política tenían que comparecer ante el juez, de los que la mitad se iba a librar pagando una fianza con el dinero malversado, y el hijo de un empresario continuaba desaparecido.

–Cuando se cumplen dos días de la desaparición –decía el presentador–, las investigaciones apuntan a que Daniel, de dieciocho años, se marchó de casa por voluntad propia.

Casandra fijó la mirada en el pan, a ella se le ocurrían muchas explica­ciones a la desaparición y ninguna buena para el chaval. Pusieron una foto suya y no le echó más que un vistazo: pelirrojo repeinado con un pijísimo uniforme de instituto. No le deseaba nada malo, pero, primero, dudaba mu­cho que fuera a encontrárselo, y segundo, quizás se hubiera escapado de casa porque no soportaba su vida. "Bien por él", se dijo recogiendo su plato y cu­biertos. El asunto quedó suplantado en su mente por las teorías sobre El Dia­rio de las Tinieblas.

Volvieron a llamar al teléfono y se tensó. Su padre, que era el que estaba más cerca por acabar de hablar con su hermana Paqui, fue quien descolgó.

–Casandra, es Clara.

La aludida se quedó quieta en la oscuridad del vestíbulo, apretando tanto el puño izquierdo que las uñas se le clavaron sin piedad en la palma. No tenía otra opción, entró en la sala y cogió el auricular que su padre había dejado contra el sofá.

–¿Sí? –preguntó con sequedad para que su voz no sonara quejumbrosa.

–Casandra, soy Clara. Oye, mira, que mañana no voy a quedar.

–Ah –en otro tiempo hubiera preguntado por qué, pero ya le daba igual.

–Voy de compras con mi madre a la capital –le explicó aun y todo.

–Vale.

–Ya quedaremos pasado mañana, ¿vale?

Casandra quería preguntarle por qué seguía llamándola, por qué no se daba cuenta de que no encajaba con ellas, si era una chapucera obra de cari­dad o una hábil tortura.

–Como quieras –"Como quieras tú, porque, por mí, no nos volvemos a ver nunca".

–Bien, pues ya te llamaré.

–De acuerdo –quería colgar, no lo soportaba más.

–Por cierto, feliz cumpleaños.

–Gracias –respondió sin sentimiento.

Se despidieron y pudo colgar. Suspiró y estuvo tentada de dejarse caer en el sofá, pero entonces correría peligro de que alguno de sus padres la viera en ese estado. Se encerró en su cuarto y se colocó los auriculares de su nuevo regalo para que Vampire heart de HIM a todo volumen acallara la crisis de ansiedad que se avecinaba. Se derrumbó en una esquina, a sabiendas de que aún podían pillarla llorando de rabia.

"Soy idiota, soy idiota." Sabía que a los ojos de los demás era una chica rara, fría, solitaria y, sobre todo, muy rara. "Es culpa mía."

Qué va a ser culpa tuya, eso sí que es una idiotez. Que no te interesen sus temas no significa que...

"Soy muy rara. No me interesa nada de lo que hablan." Subió dos puntos más el volumen, la voz grave del cantante calmaba su alma con las promesas de terror.

¿Y de qué hablan? De ropa, ropa pija; de tíos, tíos descerebrados que van de chulos; de la tele, nada más que basura; de salir de marcha y acabar con un coma etílico en el hospital.

"Sí, ya lo sé..." Se limpió las lágrimas con la manga.

De si van a hacer dieta; por favor, están anoréxicas.

"Y yo como una foca."

Quejarse porque una talla treinta y seis apriete es de enfermas.

"Sí, eso también", aceptó secándose los ojos.

Que no te interese lo que hablen es normal, no son más que escoria.

"¿Y qué me interesa a mí?" Casandra levantó la cabeza y fijó la vista en El Diario de las Tinieblas 5. "Fantasías, vampiros, aventuras imposibles...", suspiró y se puso en pie.

Eso parece. Aunque quizás haya gente como en los libros.

"¿Lo dices en serio?" Se miró en el espejo y se restregó los ojos hasta eliminar cualquier rastro de haber llorado.

Por supuesto que no, menuda chorrada. En este mundo hay que saber luchar en solitario.

"Ya decía yo". Se sentó en la cama y tomó su opiáceo entre las manos. Daría lo que fuera por trasladarse a su mundo, le daba igual aparecer en medio de un nido de vampiros junto con el temerario humano, seguro que eso animaría su aburridísima vida. No había leído ni una página cuando su madre abrió la puerta de su cuarto.

–Cariño, vamos a salir a dar una vuelta.

–Vale –respondió consiguiendo apartar la mirada de las páginas.

–Tu hermano está en la cama.

–Bien.

–Si pasa algo, llámame al móvil y...

–¿Qué va a pasar? –intervino su padre–. Hasta luego, hija.

–Hasta luego –respondió resumergiéndose en el diario del vampiro.

Se puso el pijama fino pero de manga larga y abrió la ventana antes de volver a tirarse en la cama para seguir leyendo. Desde fuera le llegó el ruido de algún coche al pasar por la carretera y el rumor de las fiestas. Si prestaba atención, incluso podría escuchar la música que estaba sonando en la plaza.

Tardó unos segundos en darse cuenta, el vello de sus brazos al erizarse la alertó. Una ráfaga de viento aulló por encima de la música lejana y le re­volvió los papeles que tenía sobre la mesa, después, el silencio fue absoluto. Casandra clavó las uñas en la portada del libro al sentirse acompañada y, al girar la cabeza, se encontró con una presencia inesperada.

–¡Ah! –pegó un bote en la cama alejándose de la mujer que estaba plan­tada junto a la ventana y se le cayó el ejemplar de las manos.

Lo primero que pensó fue que era una ladrona que había entrado por la ventana, pero la falda marrón de tubo hasta las rodillas, la camisa blanca con puntillas en las mangas y el bolsito que colgaba de una fina tira no encajaban con el oficio. Así que lo segundo que pensó fue que su mente se había desconectado por fin de la realidad y estaba alucinando.

–¿Casandra Montenegro? –le preguntó subiéndose las gafitas, todo en ella inspiraba rectitud y severidad: el moño en la nuca, la nariz aguileña y la barbilla afilada.

–Sí... –se fue girando poco a poco para, llegado el caso, defenderse de un ataque frontal.

–Hoy es su cumpleaños, ¿cierto?

–Sí, aunque sólo quede media hora... ¡¿Quién eres tú?!

–Ha de venir conmigo –dijo tendiéndole una mano de uñas cuidadas.

–¡¿Qué?! ¡¿Por qué?! –con una agilidad que le sorprendió a sí misma se levantó de la cama de un salto y retrocedió hasta la puerta.

–Señorita Montenegro, no tenemos mucho tiempo, en escasos minutos expirará el plazo en el que pueda tramitar su pasaporte transfronterizo.

–¿Qué? –"No puedo estar alucinando, mi mente no se inventaría esto".

–Una vez transcurrido el plazo, debería pedir...

–¡Eh! –cortó, detestaba el lenguaje administrativo, tan frío e incompren­sible–. ¿Quién eres, qué haces en mi cuarto y cómo has llegado hasta aquí?

–Soy Ariana Leza, reguladora especial de transfronterizos; estoy aquí porque usted no se ha presentado en el Portal de su comarca, y me he aparecido en su dormitorio.

–Eh... no he entendido nada de lo que has dicho –parpadeó un par de veces, intentando encontrarle sentido a sus palabras.

–Se lo explicaré cuando estemos allí –prometió acercándose a ella.

–No, vuelve a intentarlo otra vez –interpuso el brazo escayolado entre ellas dos, encontrándole por primera vez un uso a la coraza blanca.

–No hay tiempo –Ariana cogió la bata que Casandra tenía para andar por casa con una mano y con la otra la agarró de la escayola.

La habitación se volvió borrosa y oscura, notó una fuerte sacudida que tiró de cada parte de su cuerpo en una dirección distinta y, de repente, sus pies descalzos se encontraron en un frío suelo asfaltado y la brisa se coló por dentro de su pijama. Pero no duró más de una fracción de segundo, el mundo volvió a temblar y se licuó en un tornado de tonos grises. Creyó sentir hierba haciéndole cosquillas en los dedos de los pies, pero no estuvo segura porque, un instante después, volvía a estar sobre suelo asfaltado.

–Dese prisa, no tenemos más de veinte minutos –Ariana Leza le puso la bata sobre los hombros y se separó de ella.

–¿Q-Qué... qué ha sido eso? –parpadeó para conseguir enfocar la vista y se encontró en un callejón en penumbra–. ¡¿Dónde estamos?!

–Shh, venga, muévase –dijo pasando a una calle más ancha e iluminada.

–¿Pero qué...? –se puso la bata y se la ciñó bien para que no se le colara el frescor de la noche de principios de julio en una ciudad del norte junto al mar. Porque, al salir a la calle, reconoció el casco viejo de la capital–. ¿Cómo hemos llegado aquí? –le preguntó yendo tras ella.

–Apareciéndonos –respondió sin aminorar la marcha.

–Apareciéndonos... –repitió con un murmullo y le recorrió un escalo­frío. "Nos hemos aparecido, como en los libros, como en las películas." El corazón le latió más rápido y la emoción hizo que se olvidara de que iba descalza y en pijama, y que una extraña la había hecho desaparecer de su dormitorio–. ¿Con... magia?

–Por supuesto. ¿Con qué si no, con vuestra electricidad?

"Oh, Dios, oh, Dios." Empezó a hiperventilar, sólo veía dos opciones: aquello era real y era el mejor momento de su vida, o se había vuelto loca y estaba delirando tirada en la cama echando espuma por la boca.

–¿Y a dónde vamos? –preguntó Casandra esquivando unos trozos de cristal. Mágico o no, aquello podía considerarse un secuestro.

–Al Portal oficial de su comarca –Ariana se detuvo frente al portal de una vieja casa. No muy lejos de allí, se escuchaba el ruido de los bares abier­tos, los jóvenes disfrutando del verano y los éxitos musicales del momento.

–Ah... ¿Portal a dónde? –"A ver si me quiere llevar a otra dimensión...".

–Al otro lado de la Frontera –Leza empujó la puerta hasta que consiguió desencajarla del marco y abrirla, después le cedió el paso.

Casandra miró a ambos lados de la calle, una cuadrilla se acercaba por la izquierda. Podría correr hacia ellos y pedirles que la ayudaran, que la habían secuestrado. Aunque, posiblemente, estuvieran achispados y se lo tomaran a risa. Además, quién sabía lo que podría hacer una mujer que se aparecía donde quería. Ariana le lanzó una mirada autoritaria y poco le faltó para em­pujarla dentro. La adolescente se encogió de hombros, aquello era lo que había estado deseando con todas sus fuerzas, ahora no podía quejarse.

–Pero... ¿qué pasa con mis padres? Si vuelven y ven que no estoy...

–No se preocupe por ello, han sido convenientemente notificados.

–Ah... –"¿Y se supone que me lo tengo que creer? Bueno, esto es lo que quería, ¿no? Tendré que demostrar que no soy una cobarde para todo".

Casandra entró en el estrecho y antiguo portal y Ariana cerró la puerta tras ellas, instándola a subir las escaleras de madera. "Y pensar que debería estar durmiendo, digo, leyendo", se dijo subiendo los escalones que crujían bajo sus pies descalzos, alumbrada por una vieja bombilla amarillenta que colgaba de su cable.

–¿Vas explicármelo ya? –preguntó, estremeciéndose al pisar humedades.

–¿Explicarle qué? –preguntó Ariana subiendo tras ella–. Vaya hasta el segundo piso –añadió cuando llegaron al primero.

–A dónde vamos y eso.

–Ya se lo he dicho, el Portal oficial de su comarca, el de Niende.

–¿Y dónde está... Niende?

–Aquí mismo, al otro lado de la Frontera –respondió con tono cansino.

–¿Cómo que aquí? ¿Qué Frontera?

Leza se adelantó para llamar a la puerta de un inmueble.

–No me puedo creer que no lo sepa –dijo mientras esperaban.

Les abrió un hombre con el flequillo castaño tan largo que le tapaba los ojos y un cigarro en los labios.

–Buenas noches, Ariana, ¿qué te trae por aquí?

–Tu agradable compañía seguro que no –respondió Ariana, apartándolo con la mano para poder entrar–. Vamos, Montenegro.

–¿Sabes? Tengo la esperanza de que alguna vez no vengas por el Portal.

–Quizás si dejaras de fumar, apestas.

–Oh, nena, no me hagas elegir entre tú y el tabaco.

–Eres un idiota. Montenegro, entre de una vez.

Casandra se internó en la casa con el corazón en un puño, intuía que se estaba metiendo en un lío. Ariana caminó por el pasillo a paso vivo, hasta llegar a un salón donde habría una docena de personas apiñadas en dos tresillos y un puñado de sillas. La adolescente la siguió de cerca.

–Vas a tener que esperar una hora para que sea tu turno, Ariana –dijo el hombre de largo flequillo acercándose con una pequeña cojera.

–No dispongo de tanto tiempo –rebuscó en su bolso hasta dar con una tarjeta que mostró ante todos–. Reguladora de transfronterizos en misión especial y muy urgente, he de pasar ahora mismo –explicó, pero sólo era palabrería, porque iba a pasar quisiesen o no.

–Me encanta cuando te pones dura –comentó jocoso–. Pues, si ninguno de los clientes se opone...

Ninguno de los clientes se opuso, estaban entretenidos mirando a Casan­dra con extrañeza. Ella supuso que sería porque iba en bata y descalza.

–Pues vamos allá –el hombre de largo flequillo les indicó que lo siguie­ran a una dependencia anexa–. ¿Vendrás mañana a tomar un café, Ariana?

–Sabes muy bien que tenemos mucho trabajo, Manu –respondió estricta y se dirigió con paso seguro hacia unos pesados cortinones verde oscuro que colgaban en mitad de la estancia.

–Podrías escaquearte –argumentó Manu, adelantándose para correr los cortinones.

Al otro lado no había nada en especial, la habitación continuaba unos metros hasta acabar en una pared sencilla y desnuda.

–Yo nunca me escaqueo –declaró Ariana.

–Y, con tu poder, es un delito que no lo hagas.

–Lo que tú digas. Tómeme la mano, Montenegro.

Casandra la agarró con la mano sana con ciertas reticencias.

–No se detenga, no tenemos tiempo para accidentes –ordenó Ariana y tiró de ella hacia adelante.

Casandra vio cómo el aire se ondulaba ante ellas como en un día de mucho calor. La Frontera debía de ser aquella barrera invisible que, al atra­vesarla, tintineó como miles de campanitas y, durante un paso, fue como si caminaran por el fondo del mar.

–Bienvenida al lado mágico de la Frontera –anunció Ariana sin dejar de tirar de ella–, lejos del incesante ruido de los sucios coches y su desquiciante electricidad –añadió con un desprecio por el que Casandra casi se sintió ofendida–. Dese prisa, no nos queda más de un cuarto de hora.

Casandra se quedó sin aliento, si podía sorprenderse aún más. De repente estaban en una amplia estancia, de altos techos y ventanas ojivales a ambos lados, por los que se derramaba la luz de la luna llena. En frente tenían un gran arco que daba acceso a otra cámara igual de grande y, a su espalda, una serie de marcos dorados incrustados en la pared. Las personas que hacían cola frente a uno de los marcos no se sorprendieron por su aparición.

–Menos mal que no es hora punta –resopló Ariana tirando de ella.

Atravesaron dos salones, se libraron de lo que parecía un control de adua­nas gracias a la tarjeta de Leza, salieron a un ancho pasillo y subieron escale­ras y más escaleras. Por el camino, se iban encendiendo unas bolitas de luz, suspendidas sobre sus cabezas como luciérnagas. Casandra no dejaba de observarlo todo con detenimiento y giraba la cabeza para mirar asombrada lo que iban dejando atrás. Aquello era increíble, como un sueño hecho realidad, como si se hubiera cumplido su deseo de internarse en los libros que leía.

–Eh... yo cumplí los once años hace tiempo, ¿sabes? –musitó Casandra.

–Por supuesto. Si tuviera once años, no estaría aquí –le respondió parán­dose en seco frente a la puerta de un despacho a la que llamó con ímpetu.

–Ah... –"Entonces no me he metido en ese libro, qué pena. Pues si esto no es el Ministerio de Magia...".

–Pasen –dijo la voz de un hombre y la puerta se abrió sola.

Entraron y Casandra puso especial atención a cómo la puerta volvía a cerrarse, asumiendo que para Ariana y el hombre que estaba sentado tras el escritorio debía de ser de lo más normal.

–Buenas noches, Leza. Precisamente tengo una carta para usted –dijo el hombre muy serio, abrió un cajón de su escritorio y sacó un sobre negro con el dibujo de una telaraña esmeralda en una esquina.

La adolescente enarcó las cejas al verla. Ariana bufó, avanzó soltándola, agarró el sobre y, sin mirar siquiera qué decía, lo tiró a la basura.

–Qué pesados, ¿cuántas veces tendré que insistirles en que no quiero trabajar para ellos? –gruñó.

–Me alegro de que se quede con nosotros, Leza, y de que no se deje tentar por una cifra mayor en la nómina.

–El dinero no lo es todo. Mi sueldo está bien, mi trabajo es gratificante y los FOBOS no conocen la seriedad.

–Sí, esos sinvergüenzas no saben qué es la seriedad y el respeto –asintió el hombre, más bien bajito y que lucía unas pronunciadas entradas en su pelo disperso–. ¿Qué me ha traído esta vez? –preguntó rebuscando entre sus papeles–. ¿Otra transfronteriza ilegal?

–Casandra Montenegro, hoy es el día de su regularización. Día del que sólo quedan diez minutos, de modo que le agradecería que se diera prisa para que mi trabajo no haya sido en vano.

–Ah –el hombre continuó rebuscando en los papeles hasta que asimiló lo que había dicho Leza–. ¿Ya está, sólo es una chiquilla a la que casi se le pasa el plazo? Sabía que era diligente, pero hasta el punto de entrar en casas ajenas para sacar a la gente de sus camas...

–Hace poco más de una hora he localizado una carta entre mis informes, tenía fecha de hace dos días y avisaba de que ella no iba a presentarse a su regularización por falta de medios –Leza empujó a la aludida para que se sentara en una silla–. No entiendo cómo se me ha podido pasar.

–¿Dice que ha recibido una carta en la que se avisaba de que ella no podría venir? –el hombre frunció el entrecejo–. ¿De quién?

–La carta era anónima.

–Ya veo... –suspiró él y se masajeó el puente de la nariz–. ¿Por qué en mi turno? –sacó una hoja del cajón del escritorio y se resignó a tener que trabajar a medianoche–. Casandra Montenegro, ¿verdad? –preguntó gara­bateando el nombre en una casilla–. Leza, la veo cansada, váyase a dormir.

–Lo cierto es que ahora tengo que ir a Gabor, que era a donde me pro­ponía ir antes de ver la carta.

–Sí, donde se dice que se vio a un chatarrero de los gordos. Pues que ten­ga buena noche, Leza, y no se esfuerce tanto o acabará pasándole factura.

La mujer se despidió y el hombre continuó garabateando en las casillas hasta dignarse en preguntar:

–¿Tiene algún poder natural?

–No que yo sepa, ya me gustaría –respondió Casandra y él marcó una equis en un cuadradito–. Oiga, ¿puede explicarme qué hago aquí?

–Cumplimentar sus documentos de regularización –dijo con desgana–. ¿Nivel de hechizos?

–¿Lo qué? Yo no sé hacer magia –reconoció sintiéndose avergonzada.

El hombre suspiró, dejó la pluma y murmuró un "¿Por qué a mí?".

–¿Nada? –insistió él.

–¿Como qué? –"Menuda conversación más estúpida"–. No muevo cosas con la mente ni las incendio ni hablo con los animales –se encogió de hom­bros, era sorprendente que pudiera echar mano de sus conocimientos sobre películas y libros fantásticos para poder conversar con él, o podría ser que no fueran tan fantásticos.

–¿Ha intentado alguna vez hacer algo?

–Em... sí, lo he intentado... –reconoció incómoda.

El hombre volvió a suspirar y sacó un péndulo que colgaba de un sopor­te que se parecía a un cadalso en miniatura. Lo dejó frente a ella y alejó su silla del escritorio. El péndulo osciló un poco a causa del viaje y se quedó clavado en el centro.

–Acérquese más.

Casandra se inclinó hacia el péndulo y no ocurrió nada.

–Pruebe a empujarlo –dijo él con desesperación.

Ella acercó el dedo índice y empujó la bolita, pero no consiguió moverla del sitio. Ejerció más fuerza, pero no hubo manera. Empezó a pensar que se trataba de una broma que les gastaban a los transfronterizos.

–Pero, bueno, ¿es que se ha estropeado? –en cuanto él alargó la mano para coger el mini cadalso, el péndulo comenzó a oscilar suavemente–. No... No está estropeado –suspiró por enésima vez.

–¿Qué significa eso? –preguntó Casandra a pesar de que ya se lo temía.

–Esto es un detector de magia –explicó mientras volvía a guardarlo–, se mueve por la magia emanada y tú... no tienes nada, cero absoluto.

–Oh... –sintió unas terribles ganas de echarse a llorar, con la ilusión que le hacía ser una poderosa maga–. ¿Y no se puede... desarrollar?

–Bueno, sí, siempre se puede mejorar trabajando la canalización y la concentración, pero... con un resultado tan... –estaba totalmente descolo­cado–. Cualquier transfronterizo da indicios de magia, por débiles que sean. No tener nada es tan raro como vivir sin que lata el corazón.

Casandra estuvo tentada a preguntar sobre los vampiros, pero se lo calló, quizás no existieran ni siquiera allí o quizás estuvieran muy mal vistos.

–Estoy dispuesta a intentarlo –"No me eches a patadas, por favor".

–Sí, supongo que se podría intentar –suspiró él y miró el reloj. Faltaba un minuto para las doce–. Pues, si me firmas... –le dio la vuelta a la hoja y le ofreció la pluma.

Casandra le echó un vistazo a lo que estaba escrito, no quería parecer una desconfiada, pero tampoco quería venderle su alma o algo por el estilo. Pero allí sólo ponía que estaba formalizando sus datos para poder obtener un permiso de residencia a ese lado de la Frontera. Entonces reparó en un pequeño error.

–Eh... yo no tengo dieciséis años, tengo quince.

Lo que pensó que sería una puntualización sin importancia hizo que al hombre que tenía en frente se le desencajara la cara.

–¿Quince? ¿No tienes dieciséis? –le salió un gallo al preguntar.

–No... hoy he cumplido quince –respondió a pesar de que una vocecilla le gritaba en la cabeza que no lo hiciera, que mintiera–. ¿Qué pasa?

–Que no tendrías que haber pasado la Frontera –balbuceó, su cara se había vuelto de un insano color grisáceo.

–¿No? ¿Y qué pasa si...? –se preocupó Casandra. El hombre lo había di­cho con un tono tan alarmado que temía que fuera tóxico para los menores.

–Es ilegal. Prohibido. Maldita sea, Leza, ¿qué has hecho? –se quejó él pasándose las manos por la cara–. Tengo que devolverte a tu lado de la Frontera –afirmó poniéndose en pie.

–Pero...

–Vamos –la hizo salir al pasillo.

"Joe, otra vez corriendo en bata y descalza de un lado para otro".

Pues corre en otra dirección, quédate aquí.

Casandra estuvo tentada de hacerlo, pero prefirió ser razonable y aho­rrarse problemas.

–Pero no pasa nada porque me quede aquí un rato, ¿verdad?

–Sí que pasa, ya te he dicho que está prohibido –repitió él correteando por el pasillo.

–¿Por qué? –insistió ella.

–Es la ley. ¿Por qué en tu lado no se puede conducir un coche hasta los dieciocho?

–Ya... pero... –Busca otra táctica, ¡búscala!–, ¿qué voy a hacer al otro lado de la Frontera?

–Ir a tu casa.

–No puedo, está a cincuenta kilómetros del Portal y no hay trenes a estas horas, por no decir que no tengo dinero y que voy en pijama.

"Que funcione, por favor, que funcione". El hombre continuó con la misma prisa unos segundos, hasta que pareció pensárselo mejor y se giró sobre sus talones.

–De acuerdo, vayamos a buscar a Leza.

Es tu última oportunidad, ¡huye!

Pero Casandra no se atrevía, no sabía hasta qué punto podía ser peligro­sa la magia y no quería cabrear innecesariamente a un mago.

¿Y vas a volver a tu mierda de vida por las buenas?

Bajaron un par de pisos y se plantaron en lo que parecía una oficina donde no había nadie.

–¿Todavía por aquí? –dijo una voz a sus espaldas–. Hace diez minutos que terminó tu turno.

Al girar la cabeza Casandra se encontró con otro hombre, más alto, del­gado y desgarbado.

–¿Has visto a Leza? –le preguntó el bajo sin molestarse en saludar.

–Sólo un momento, antes de que desapareciera para ir a Gabor.

–Mierda, ¿ya se ha ido? ¿Y sabes cuándo va a volver?

–Conociéndola, antes del amanecer no vuelve.

El hombre bajito soltó unos cuantos juramentos. Casandra cambió el peso de una pierna a otra y se miró las plantas de los pies, que estaban negras y heladas. Captó la mirada dubitativa de su guía. "No se le ocurrirá echarme al otro lado y quedarse tan pancho, ¿verdad?" Entrecerró los ojos. Si era eso lo que pretendía, sí que iba a salir corriendo.

–¿Y quién es la señorita? –preguntó el más alto.

–Un problema de Leza –respondió el bajo sin dar más explicaciones.

–¿Una transfronteriza ilegal?

Casandra vio cómo el bajo desviaba la mirada.

–¿Transfronteriza en pijama y bata? –planteó ella poniendo cara de bue­na chica como tan bien se le daba.

–Vamos, tenemos prisa –dijo su guía indicándole que lo siguiera y dejan­do al otro plantado en medio del pasillo–. ¿Qué puedo hacer contigo?

–Podría esperar a Leza –propuso Casandra con inocente suavidad.

–Quién sabe cuándo volverá.

–¿Tenéis alguna habitación donde pueda pasar la noche? –preguntó a pesar de que no tenía intención alguna de quedarse quieta en ningún sitio.

El hombre dudó, estaba claro que no se fiaba de ella, pero su turno había acabado y ansiaba marcharse a casa. Ella abrió los ojos y levantó las cejas mientras mantenía la boca seria, adquiriendo así un aspecto honrado y desva­lido. Su artimaña surtió efecto y el hombre no tuvo más remedio que decir:

–Habitaciones no, pero sí que podrías instalarte en una sala de espera.

–Oh, vale –esbozó una tímida sonrisa tirando de ambas comisuras.

No se dirigieron ni una palabra más hasta que llegaron a una puerta tras­lúcida en la que estaban grabadas las palabras "Sala de espera".

–Puedes quedarte aquí, pero no salgas –ordenó él cuando la puerta se abrió sola ante ellos.

Casandra dio un paso al interior, observó el mobiliario y se decidió por un tresillo ocre. Se sentó en él, le dedicó su mejor cara de niña buena y negó con la cabeza. Después comprobó la dureza del sofá y bostezó.

–Por si tengo que ir al baño... ¿dónde está? –preguntó ella al ver al hombre dudando en el vano de la puerta.

–Hay uno a la derecha –respondió él y fue evidente que la idea de que saliera al pasillo lo incomodaba.

–Vale –aceptó Casandra y se tumbó todo lo larga que era.

–Bien... bueno, que duermas bien, avisaré a alguien y...

Casandra asintió, se colocó de lado, se acurrucó y cerró los ojos. En cuan­to se quedó sola, las luces se apagaron. "Claro, aquí todo va con magia", se dijo abriendo los ojos. Cuando la luz del pasillo se extinguió y pasó a estar en la más absoluta oscuridad, se incorporó, pero no se levantó. Se sentó con las rodillas dobladas y esperó; si era verdad que Ariana no iba a volver hasta el amanecer, podía permitirse perder un poco de tiempo por el bien de su plan. Repasó todo lo ocurrido en menos de una hora y torció la sonrisa hacia la izquierda, por fin un poco de emoción. Resultó que había hecho bien en esperar, porque, unos diez minutos más tarde, la luz del pasillo volvió a colar­se a través de la puerta traslúcida. Casandra se acurrucó en la misma posición y entreabrió los ojos cuando la luz inundó la sala de espera.

–Te he traído unas zapatillas y una manta –comunicó el hombre.

–Gracias –bostezó ella y utilizó la manta para taparse hasta la cintura.

Le gustó ver que él estaba deseoso de marcharse y que, al mismo tiempo, lo había aliviado comprobar que ella no se había movido del sitio. Casandra volvió a quedarse sola y a oscuras. Se incorporó y permaneció sentada un par de minutos, por si acaso. Buscó las zapatillas con las manos y se levantó para acercarse sigilosamente a la puerta. Una vez que sus ojos se acostumbraron a las tinieblas, pudo distinguir un débil resplandor desde el extremo izquierdo del pasillo y se imaginó al hombre esperando en la esquina, por si se abría la puerta de la sala de espera. Algo así debió de ser porque, un minuto más tarde, aquel resplandor también se disolvió en la negrura.

Se puso las zapatillas y empujó la puerta, que cedió con suavidad. Era una suerte que no se hubiera atrancado por falta de magia. Salió al oscuro pasillo y tanteó la pared hasta dar con otra puerta que se abrió al apoyarse ella. Se preguntó si sería el baño, pero, en ausencia de luz, no le apetecía meterse en lugares de los que no estaba segura de si podría salir. Continuó adelante hasta que sus dedos encontraron una esquina y, al asomarse al pasillo perpen­dicular, divisó un resplandor al fondo. Dudó entre continuar oculta en las sombras o ver por dónde pisaba arriesgándose a que la pillaran. Finalmente se decantó por lo segundo, quería ver magia con sus propios ojos.

Se encontró con una oficina iluminada a medias, junto a la que pasó como una exhalación, al igual que un fantasma. Siguió hasta escuchar voces y se escondió aprovechando que las luces no se encendían a su paso. "Soy una ilegal", pensó y el cosquilleo de la emoción la hizo sonreír de verdad por primera vez en muchos días.

Vagando, dio con una ventana por la que asomarse. Al otro lado vio un paisaje muy parecido al casco viejo de la capital, pero que se extendía muchas más calles de las que ella conocía. Una emoción impaciente se apoderó de Casandra y echó a andar a paso vivo en busca de unas escaleras que le permi­tieran ascender un par de pisos y poder contemplar mejor la panorámica. Se giraba con avidez para mirar por cada ventana que encontraba.

Cuando consiguió alcanzar la última planta, se quedó muy quieta. Hasta entonces se había alegrado de no encontrarse con nadie, pero allí arriba el silencio era sepulcral. Tragó saliva, se ciñó el cinto de la bata y se internó en el pasillo solitario. La vista desde allí era magnífica y no se pudo resistir a abrir una ventana y sacar medio cuerpo por ella. Inspiró profundamente la brisa fresca y limpia de la noche, que no estaba cargada por la polución de los coches, tampoco se escuchaba el incesante rumor del tránsito de éstos. Por el contrario, oyó el golpeo de unas herraduras contra los adoquines y, cinco pisos más abajo, vio a un jinete recorriendo a caballo las calles iluminadas por lo que supuso que serían faroles mágicos. Estaba tan emocionada que rio por lo bajo, no recordaba haberse sentido tan feliz y tan viva jamás. Hasta se le saltaron las lágrimas. Y no supo que él estaba ahí hasta que habló.

–¿Te has perdido, pequeña?

Casandra se dio tal susto que se apartó de la ventana como si le hubiera dado calambre. Fijó la vista en la silueta que estaba en la penumbra.

–Eh... no –acertó a responder.

–¿Seguro? –la oscura figura avanzó hacia ella.

Casandra deseó que se encendieran las luces, pero no lo hicieron; se preguntó si él tampoco tendría magia.

–Sí –logró murmurar, tragó saliva y retrocedió un paso.

Tenía por costumbre no hablar con desconocidos, sobre todo si apare­cían de las sombras de un mundo paralelo.

–Tengo que irme –añadió, dando otro paso atrás, dispuesta a retroceder sin darle la espalda y echar a correr escaleras abajo.

–Un momento –pidió él y las luces se encendieron súbitamente, cegán­dola–. Siento si te he molestado... o asustado.

–No... qué va –contestó automáticamente.

El hombre rondaría los cuarenta años y tenía el pelo corto y cara de buena persona, aunque ése no era motivo para fiarse de él. Pero la ropa que llevaba hizo que, por un momento, Casandra se olvidara de que podría tratarse de un secuestrador. Llevaba una chaqueta negra, con dos filas de botones abrochados hasta el cuello y un cinturón ciñéndole la cintura,un palmo por encima de donde acababa la chaqueta. Bajó la mirada disimula­damente y casi no pudo reprimir su expresión de asombro al ver los panta­lones de cuero que llevaba metidos por dentro de unas botas militares de caña alta. "¿Pero qué tipo de gente hay en este mundo?"

Me gusta.

"Ya, a mí también, pero..." Esperó que él le diera una razón por la que había aparecido de las sombras.

–No te vayas tan rápido –pidió él con una sonrisa afable–. ¿Te apetece un caramelo? –preguntó sacando un puñado del bolsillo.

"Joder, este tío es un pederasta de manual".

–No... gracias.

–¿No te gustan los dulces? Vaya –desenvolvió uno y se lo metió en la boca–. Mmm, limón. ¿Seguro que no quieres uno?

Casandra negó con la cabeza. Parecía que no estaban envenenados, pero no se podía confiar, se le ocurrían otras muchas cosas malas que podían pasar si cogía un caramelo. Había algo en él que la intranquilizaba.

–Chica precavida –apreció él asintiendo–. Está bien que una joven de tu edad lo sea, sobre todo viniendo del otro lado de la Frontera. Nunca se sabe qué peligros puedes encontrar aquí, Casandra Montenegro.

"Eso ha sonado mal, muy mal. ¿Peligros? ¿Se refiere a él mismo? Joder, ¿quién me mandaría a mí salir de la sala de espera?"

–¿Cómo sabes mi nombre? –preguntó entrecerrando los ojos.

"Quizás sea..."

–Me han avisado de que hay una transfronteriza ilegal y he venido a en­cargarme de que no se escape. Ahí fuera el mundo es peligroso.

"¿Empezando por ti?"

–No iba a escaparme –rumió airada–, sólo quería tomar el aire.

–Y ver Niende durante la noche, ¿verdad? –se acodó en la ventana don­de, hasta hacía poco, había estado ella–. Está muy bonita bajo la luz de la luna llena, ¿no crees?

–¿Quién eres? –preguntó tratando de no sonar agresiva ni atemorizada.

–Un FOBOS cualquiera.

–¿FOBOS? –repitió recordando la carta negra con telaraña esmeralda.

–Llevas poco tiempo aquí, ¿no? No creo que hayas oído hablar de nosotros y, si lo has hecho, habrá sido para mal.

Casandra se tragó lo que había escuchado sobre que eran unos sinver­güenzas que no conocían la seriedad ni el respeto.

–Nos llaman de todo –dijo él con una sonrisa, como si le hiciera gracia–: locos, temerarios, perros de BAMO, bastardos, Dobermans, corruptos... –se puso serio–. Puedo aceptarlo casi todo, porque es verdad, pero lo de corrup­tos... Precisamente somos los únicos insobornables, sin traidores –negó con la cabeza–. Perdona, me pongo a hablar de temas que no te interesan y me dis­traigo. Y supongo que no tienes mucho tiempo.

–Me van a hacer cruzar la Frontera cuando vuelva Leza, supongo.

El FOBOS asintió con gravedad.

–Quince años, ¿cómo se les habrá podido pasar? –comentó y sacó otro caramelo, se lo volvió a ofrecer y, cuando ella lo rechazó, se lo comió–. Una pena que no puedas volver hasta el año que viene, porque veo que ya sabes hacer hechizos bloqueadores de magia.

Casandra enarcó las cejas sin comprender.

–Para evitar que se encendieran las luces –aclaró él señalando las velas de potente llama blanca que portaban los candelabros fijos en las paredes.

Ella bajó las cejas y dibujó una sonrisa amable.

–Me pasa sin que yo quiera –respondió sin mentir ni desmentir.

–¿Te gustaría aprovechar la noche y ver algo de Niende?

–No –se mordió la lengua al oírse sonar brusca–. Prefiero... dormir.

–Sigues sin fiarte de mí.

Casandra bajó la vista, avergonzada ante la acusación.

–No importa, ya estoy acostumbrado, te he dicho que soy FOBOS.

Casandra se removió nerviosa, aquel hombre le caía bien a pesar de que algo en él no le encajara. Aunque quizás fuese a causa de la magia, algo a lo que ella no estaba acostumbrada y que la colocaba en desventaja.

–Supongo que una buena chica que no acepta caramelos de los desco­nocidos tampoco fumará –el FOBOS chascó los dedos y una llamita surgió de su pulgar.

Casandra abrió mucho los ojos y contuvo una exclamación a tiempo. Si se suponía que sabía hacer hechizos bloqueadores de magia, una chispa no debía asombrarla.

–¿Los trucos fáciles no te impresionan? –el hombre sopló como si fuera a apagar las velas de una tarta de cumpleaños y las que se apagaron fueron las luces del pasillo, pero no se quedaron a oscuras, ya que cientos de pe­queños puntitos de luz surgidos de la nada flotaban alrededor de ellos como luciérnagas.

Ella no pudo contener más su entusiasmo y trató de cazar algunos puntitos flotantes. "Esto puede ser como un caramelo", le avisó su parte fría y racional, por lo que Casandra se cruzó de brazos y lo miró con seriedad.

–Vaya, a ti no hay quien te distraiga –comentó él divertido.

"Me gustaría volver a mi casa entera".

El FOBOS sonrió como si supiera algo que ella desconociera. El cora­zón de Casandra se desbocó. "Esto no me gusta nada..."

–¿Te gustaría quedarte en este lado de la Frontera? –ofreció él.

Ella no respondió, la pregunta fácilmente podría tener trampa. Prefería volver a su aburrida vida que acabar mal en un mundo fantástico. "Soy una cobarde para todo".

–Deberías ir a dormir –recomendó él y las luciérnagas se detuvieron en seco para apagarse suavemente a continuación–. Mañana será un día duro.

Casandra intentó retroceder, pero las piernas no le respondieron. Un bostezo le nubló la mente y cayó dormida.

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