14


            — Eres tan pequeña...

La sonrisa en sus labios era totalmente imborrable cuando estaba ahí, sentado junto a la incubadora de la pequeña. Los ojos grises de su hija estaban abiertos, mirándolo en todo momento. Gerard estaba totalmente seguro que ella lo recordaba, ya lo reconocía. Y cuando su boca desdentada se abrió, la suya lo hizo también y pronto se convirtió en una nueva sonrisa, la de Bandit sin embargo hizo un puchero y comenzó a llorar. Tenía unos pulmones muy fuertes, o al menos eso sentía él al escucharla llorar con tal intensidad. Alzó la mirada y encontró a una enfermera ya dirigiéndose hacia ellos. Se sentía un tonto al no saber cómo calmar a su hija cuando comenzaba a llorar, pero simplemente no podía hacer nada al respecto. Bandit estaba encerrada ahí dentro por lo menos durante un mes más... e iba a tener que soportar la espera. Tenía que saber soportarlo.

— ¿Quieres tomarla?

La pregunta quedó flotando en el aire, Gerard alzó sus ojos verdes bien abiertos hacia el rostro de la mujer y con el corazón latiendo fuerte asintió una vez. No tenía palabras, ¡claro que quería tomarla! Pero tenía miedo. Nunca lo había hecho, desde que su hija había nacido hace más de un mes, nunca... ni una sola vez.

— Relájate —dijo la enfermera, pero era difícil hacerlo.

Gerard suspiró y asintió una sola vez, haciéndole saber que estaba listo.

La siguió con la mirada cuando abrió la incubadora para tomarla, lucía tan pequeña en esas manos femeninas. Contuvo el aliento mientras la mecía entre sus brazos para calmar su llanto, y luego acomodó los suyos tal y como lo ordenó la mujer para recibirla. Y lo hizo, lo hizo bien. Sus grandes manos supieron tomarla a la perfección y la abrazó contra su cuerpo. Ese aroma tan dulce lo llenó por completo, y sintió que su piel se erizaba al tener contacto con su hija. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y cuando la mirada de su hija lo captó, un par de lágrimas cayeron por sus mejillas. Era tan mágico poder tenerla en sus propios brazos.

— Toma —la voz de la enfermera lo trajo de regreso—, es la hora de su comida. ¿Sabes cómo hacerlo?

Gerard asintió lentamente y la acomodó en su brazo izquierdo de modo que la mano derecha quedara libre para recibir el biberón. Estaba tibio, y en cuanto la bebé pegó sus labios al chupón y comenzó a beber, el ambiente se relajó y él también. Su hija tenía los ojos abiertos y lo miró en todo momento mientras bebía.

— Muy bien... —murmuró, y un suspiro se escapó de sus labios.

En aquél momento el pequeño núcleo estaba tan cerrado que apenas pensó en que alguien más debía estar ahí con ellos. Esa pieza faltante casi no se notaba, a decir verdad. La felicidad que sentía era tal que, si así iban a ser sus días cuando su hija estuviera en casa, realmente no había razón para preocuparse porque iban a estar totalmente bien.

Un suspiro salió de sus labios cuando la pequeña dejó de beber y dejó el biberón de lado, acomodándola sobre sus brazos ahora con sus dos manos. La pequeña mano de su hija se alzó en dirección a su cara, y cuando él bajó para alcanzarla, sintió esos pequeños dedos acariciando una de sus mejillas y cerrándose luego en torno a su nariz. Rió por lo bajo, y luego los dedos de su hija estuvieron sobre sus labios, delineándolos antes de volver a tocar su nariz. Vio esa pequeña boca abrirse una vez más, y la suya lo hizo también. Y podía estar seguro de que, al menos esta vez, la vio sonreír.

— Gerard —la enfermera regresó a él, dedicándole una pequeña sonrisa—. El doctor está aquí y quiere hablar contigo.

Gerard asintió levemente y cuando la mujer le pidió a su hija, no tuvo otra alternativa que entregársela. Y luego de dedicarle una última mirada, le dio la espalda para ir a encontrarse con el médico. Estaba en el pasillo, a pocos metros de la salida. Gerard ya se había quitado la mascarilla, los guantes y la bata para entonces. Se detuvo a su lado, y pidió en silencio que fueran buenas noticias.

— Gerard Way —dijo el doctor—, ¿somos solo nosotros o hay que esperar al otro papá para comenzar?

— Solo nosotros —contestó Gerard, soltando un suspiro.

— Bien.

Gerard lo siguió a través de las pesadas puertas dobles y ambos tomaron asiento en los incómodos sofás de la sala de espera. Su doctor parecía tener un especial gusto a hacerse esperar, y esta vez no era diferencia. El silencio era tan incómodo que Gerard en serio creía que era más fácil quitarse los párpados con las manos a seguir esperando.

— Tu hija está bien —comenzó, Gerard se sorprendió—. Si bien el ritmo en que está evolucionando no es el más rápido... está bien. Sus pulmones ya están trabajando al cien por ciento, internamente está en su mejor momento y solo queda esperar a que esté lista para salir de la incubadora.

— ¿Y cuándo sería eso? —Gerard se alzó sobre su asiento para preguntar.

— A partir de ahora, en cualquier momento. Es cosa de semanas, días quizá para que Bandit abandone este hospital y pueda ir a casa.

Gerard había recibido un sinfín de noticias en el pasado. Buenas noticias, excelentes noticias, también unas malas y algunas que simplemente no se podían categorizar de lo mucho que apestaban pero esto... era una nueva categoría y, mierda, no cabía en su propia felicidad. Se despidió del doctor con un abrazo, y luego salió de ahí. Y cuando el viento del exterior golpeó su rostro no se sintió solo o triste como cada vez que abandonaba el hospital... esta vez la esperanza estaba tan cerca que podía saborearla. Y mierda, todo era una maravilla.

Se dirigió al estacionamiento y tomó asiento detrás del volante. Su teléfono estaba ya en sus manos y la primera persona que pasó por su mente para contarle aquello fue su hermano. Pero no contestó. Luego llamó a Patrick, tenía el teléfono apagado. Sus padres no contestaron tampoco. Y cuando llamó a Frank fue peor. Una llamada de cinco segundos diciéndole que estaba demasiado ocupado en ese momento y que le llamaría cuando estuviera libre. Y se sintió tan malditamente solo que casi se arruinó la felicidad que traía.

Al instante intentó llamar a alguien más.

— Hey, Gerard.

— Hola —suspiró.

— ¿Te sientes bien? Suenas raro.

— Estoy bien, muy bien. Bert, uh...

— ¿Sí?

— Estoy en el hospital y-

— ¿Quieres que nos veamos? Estoy cerca, podemos juntarnos a beber un café o algo así.

— Sí, sí... hay una cafetería aquí frente al hospital. La estoy viendo justo ahora.

— Dame diez minutos.

Gerard sonrió.

Habían pasado seis minutos y medio cuando Bert entró por la puerta. Gerard lo saludó con un gesto de la mano y Bert tomó asiento junto a él, y sin decir nada lo rodeó en un apretado abrazo que terminó con un extraño beso en el cuello. Gerard suspiró al sentirlo tan cerca, y luego, cuando el abrazo se rompió y se apartaron para mirarse a la cara, le dedicó una sonrisa.

— Gracias por venir —murmuró.

— No agradezcas, quería verte y... sonabas mal en el teléfono. ¿Qué pasa?

Gerard ordenó un café americano y luego, con la taza abrigando sus manos procedió a contarle todo lo que había sucedido esa tarde en el hospital. Le habló sobre el biberón y lo que el doctor le había dicho, y para cuando terminó de hablar, sus ojos estaban húmedos por las lágrimas. Pero no lloraba por eso, sino que porque se sentía jodidamente solo y era patético recurrir a un ex novio, o ex amigo de hace siglos porque simplemente no tenía nadie más en quien refugiarse. Se sentía un tonto, un niño.

— Eso es genial —comenzó Bert—. No llores... tendrás pronto a tu hija, y es eso lo que querías, ¿No? Deberías estar feliz, Gee.

— Estoy feliz —dijo él, y mordió su labio inferior para que dejara de temblar—. Estoy jodidamente feliz.

— Díselo a tu cara —Bert alzó una ceja— ¿Qué tienes?

— Es que... No lo sé —suspiró—. Yo... mierda, no lo sé.

— Eres un tontito —murmuró Bert en tono condescendiente y luego lo apegó hacia sí para abrazarlo nuevamente. Gerard cerró sus ojos y suspiró, relajándose al interior de aquellos brazos que alguna vez lo habían hecho sentir seguro—, pero te quiero.

— No me quieres... te doy pena —dijo Gerard.

— Claro que no... Te quiero, Gerard. Y me dejaste pensando un montón de mierda desde la última vez que nos vimos. Ha sido abrumador... te quedaste metido aquí —dijo apuntando a una de sus sienes— y no has salido. Eres un dolor en el trasero, ¿sabes?

Gerard sonrió.

— Yo igual te quiero —murmuró, y le dio un nuevo abrazo.

— Lo sé.

Suspiró y ni siquiera terminó su café. Los brazos de Bert eran mucho más cálidos, de todos modos. El siguiente fue un abrazo de casi cinco minutos, los dos en silencio, simplemente mirando los asientos vacíos ante ellos. Y para cuando Bert dijo que tenía que seguir lo que había dejado en pausa para ir a verlo, Gerard se apartó a regañadientes. Salieron juntos de la cafetería, y compartieron un último abrazo antes de separarse. Gerard lo vio apartarse, y sintió un nudo en su garganta formarse cuando descubrió que esa sensación de vacío con la que había quedado era porque extrañaba sus besos. Negó un par de veces y luego cruzó la calle con prisa para volver a su automóvil.

No escuchó música en el viaje de regreso a casa. Estaba en silencio, pensando en lo que había pasado, lo que pensaba, lo que sentía... no quería distraerse, no quería hacerse ideas confusas. No quería despertar sentimientos. No quería nada. Se suponía que quería a Frank a pesar de todo... ¿entonces por qué demonios había quedado con ganas de recibir un beso de Bert? No tenía sentido. Bert era algo del pasado, muy pasado. Frank era su esposo, el padre de su hija... la otra mitad de su "felices por siempre". Todo eso era Frank. Frank. No Bert.

Abrió la puerta y se encontró con la televisión de la sala encendida, y una silueta ante ella. La casa estaba a oscuras, incluso la luz de la televisión era tenue pero podía reconocer esa silueta hasta con los ojos cerrados.

— ¿Frank?

— Gee —la voz de Frank era más ronca de lo usual. Lo vio ponerse de pie y acercarse hacia él—. Perdón por no llamarte de vuelta, preferí venir a verte y... uh, no estabas así que usé la llave de repuesto y... perdón por entrar así.

— No pidas perdón, también es tu casa —dijo Gerard.

— ¿Qué pasó? ¿Dónde andabas?

— En el hospital, estaba con B.

— Oh... pero eso fue hace como dos horas, ¿a dónde fuiste después?

— A tomar un café.

— ¿Solo?

— Con Bert, ¿por qué tantas preguntas?

— ¿Bert? —Frank alzó las cejas— ¿Por qué con él?

— Porque te llamé para contarte sobre tu hija y ni siquiera me prestaste atención, Frank.

— Oh, claro. No voy corriendo y de inmediato llamas a Bert, ¿De eso se trata todo esto? —Frank se golpeó la frente con la mano abierta y luego lanzó una risotada— ¡Debí notarlo antes! Por eso me echaste de la casa, ¿No? Querías tener los putos sofás libres para volver a revolcarte con él.

— ¿Qué? —Gerard alzó la voz aun más— ¿Estás loco?

— Claro, yo estoy loco. ¿También estaba loco cuando te encontré con él en nuestra propia casa, Gerard? Eres una mierda, ¿Sabes?

— Él es el único que me ha escuchado —dijo Gerard, había comenzado a llorar preso de la ira—. El único.

— Y lo recompensaste dejándolo entrar a nuestra cama. Qué lindo, casi haces que me emocione.

— Fuera —Gerard habló apenas.

— No me voy a ir, no te lo voy a hacer fácil.

— Fuera de aquí.

Frank no se movió, y Gerard se aproximó a él. Y realmente no supo por qué o qué lo llevó a hacerlo pero le lanzó un puñetazo a la mejilla. Frank lo miró con sorpresa, y sin siquiera detenerse a pedir explicaciones lanzó un puñetazo de vuelta, la forma en que llegó al rostro de Gerard fue extraña, porque segundos después estaba sangrando por la boca y la nariz al mismo tiempo. Y con los ojos rojos por las lágrimas se dejó caer sobre el sofá, hecho un ovillo.

Esta vez no volvió a hablarle, solo se quedó ahí, sintiendo que el corazón se le escapaba entre las lágrimas. El dolor físico no podía siquiera igualarse al que estaba sintiendo en el interior. Si bien habían sucedido cosas antes este había sido el quiebre definitivo. Frank ni siquiera había titubeado en devolverle el golpe... y le había hecho daño. Casi tanto como el que le había hecho con las palabras, o con su ausencia... Gerard suspiró, y cuando alzó la mirada momentos después, Frank ya no estaba en la casa. Pudo ver las luces de su auto alumbrar el enorme ventanal de la sala de estar y luego escuchó las ruedas contra el pavimento. Se marchó con prisa.

Gerard se alzó y fue al baño a lavarse la cara. Tenía sangre seca en las mejillas, su misma boca sabía a sangre y su labio superior estaba hinchado. Con las gotas de agua corriendo por sus mejillas volvió a mirarse al espejo. La sangre seca en la barba no se había ido, así que se afeitó por completo. Y luego acarició sus mejillas desnudas, la piel suelta bajo su barbilla y suspiró...

— Ya no más. No mereces mi amor —dijo, y se quitó el anillo de matrimonio, lanzándolo por el desagüe junto con la sangre.

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