Capítulo 5

Era totalmente incapaz de sacarla de su mente. Ni siquiera el trabajo, el cual siempre le había permitido distraerse, tenía la fuerza suficiente para acaparar su atención al cien por ciento. Apenas retenía lo que leía y tardaba el doble en hacer los informes que ya empezaban a acumularse de forma alarmante sobre su escritorio. Eso sin mencionar que no había podido dedicarle ni siquiera un minuto a la investigación que le encargó personalmente su jefe con relación al posible vínculo entre un funcionario de la política y un oficial de alto rango en la fuerza.

Frotándose la cara con impaciencia, se levantó de la silla y caminó hacia la cocina para servirse otra taza de café. ¿Por cuál iba? ¿La tercera? ¿La cuarta? Ya había perdido la cuenta. Lo cierto era que había tenido una noche de mierda y sin la cafeína apenas podía mantenerse en pie. Amargo para que tuviese un efecto más eficaz, tomó el primer trago. En el acto, su rostro se arrugó en una mueca de desagrado cuando el sabor a rancio y quemado se deslizó por su garganta. ¡Mierda! ¿Acaso nadie se molestaba en limpiar la cafetera antes de usarla? Claro que no. Solo Martina se aseguraba de que todo estuviese en orden, pero ella ya no estaba allí.

Inquieto ante ese pensamiento, se apresuró a vaciar y lavar la jarra. Luego, limpió lo demás, antes de volver a cargarla y encenderla. Pocos segundos después, un exquisito aroma llenó por completo el ambiente. Con los ojos fijos en el líquido oscuro que caía despacio en el interior del, ahora impecable, recipiente de vidrio, suspiró. ¡La extrañaba, carajo! No había pasado ni un día y ya le resultaba insoportable su ausencia. Y no solo en la comisaría, sino también en su vida porque no se había ido únicamente de la ciudad.

Dispuesto a evadirse, se concentró en su preciado café. Volvió a llenar su taza y apoyando la cadera en la mesada, comenzó a beberlo mientras repasaba en su mente todo el trabajo que tenía pendiente. Pero el rostro de ella invadió su mente de nuevo, frustrando cualquier posible intento de distracción por su parte. Sin proponérselo, se encontró a sí mismo visualizando su hermosa sonrisa, tan ausente en el último tiempo, y su ondulado cabello rubio que añoraba poder sentir entre sus dedos. Y por supuesto, también evocó sus ojos del color del caramelo fundido.

¡Dios, ¿cuántas noches se había quedado en vela soñando despierto con esa imagen?! Demasiadas. Y estaba seguro de que habría muchas más en el futuro porque no había forma de que consiguiera alguna vez arrancarla de su corazón.

Pese a la relación de amistad que compartían, él siempre se había sentido atraído por ella. Desde el momento en que se conocieron, siendo apenas dos adolescentes, la había deseado y admirado. No solo debido a su evidente belleza, sino también y especialmente a su inteligencia, lealtad y coraje. Fue prácticamente amor a primera vista, aunque el sentimiento no hizo más que profundizarse a lo largo de los años. Sin embargo, jamás se animó a decírselo por temor a arruinarlo todo entre ellos.

Ahora ella se había marchado y el vacío que su ausencia dejó comenzaba a desquiciarlo. No era que el maldito café supiera mal lo que le molestaba realmente, sino el hecho de que ella no estuviese allí. Martina era quien solía ocuparse de cada detalle y de que todo estuviese en su lugar, tal y como a él le gustaba. Lo había hecho en el pasado cuando se iban de vacaciones juntos y continuó haciéndolo en el trabajo, años después. ¿Cómo era que nunca antes se había dado cuenta de eso?

¡Dios! Ni veinticuatro horas transcurrieron desde que ella fue a verlo al bar para decirle que se iba a Tandil y ya sentía que caminaba por las paredes. ¿Cómo haría para soportarlo cuando pasaran semanas? O peor aún, ¡meses!

Volvió a recordar el momento exacto en el que ella dejó caer la noticia de su partida. Buscando relajarse y apartarla de su mente —¡Pobre iluso! Como si eso fuese acaso posible...—, había bebido más de lo habitual y se sentía un poco mareado. Candela Vega acababa de arrojarle toda la artillería pesada, determinada a seducirlo, y se encontraba en medio de un complicado dilema moral interno. Pese a los sentimientos albergados, su traicionero cuerpo se mostraba altamente receptivo a la inminente posibilidad de desahogo.

Pero entonces, Martina apareció de la nada y en un insólito acto de territorialidad, espantó a la chica. Porque no tenía dudas de que eso era lo que había hecho. Y la conversación posterior fue igual o más extraña aún. Él le había pedido explicaciones por su reacción, incómodo por un despliegue de celos que no terminaba de entender, pero ella evadió la pregunta y se limitó a comunicarle su decisión de marcharse al día siguiente, sus ojos brillando con una mezcla de emociones imposible de descifrar.

Dejó la taza en la pileta antes de que la presión que estaba ejerciendo su mano terminase por romperla y abrió la canilla. Sin moverse, se quedó contemplando cómo el agua se desbordaba hacia los lados tras llenarla. Curioso. Así la había sentido a ella anoche. Desbordada, furiosa, como si la razón de su molestia hubiese sido verlo con otra mujer. Tal vez, de alguna forma... No, no podía permitirse pensar así. Si Martina en verdad lo quisiera del modo que tanto anhelaba, definitivamente lo habría notado, ¿verdad?

Por otro lado, si ella sintiera lo mismo que él, no habría tomado la decisión de alejarse. Y no solo físicamente. La distancia entre ellos había comenzado justo después de despertar en el hospital, luego de su última misión, cerrándose por completo y alzando una pared entre ellos que fue imposible de derribar. Si fuera cierto que lo amaba, como quería creer con desesperación, entonces habría confiado en él. Le hubiera contado lo que la tenía tan mal, dándole así la posibilidad de, al menos, escucharla y contenerla.

Su corazón dio un brusco vuelco dentro de su pecho al pensar en la posibilidad de que tal vez eso había sido justamente lo que buscaba, que él nunca se enterara de lo sucedido. Solo se le ocurría una razón por la que no querría que eso pasara —o por lo menos, así sería si fuese él quien estuviese en su lugar—, y la mera posibilidad lo dejó sin aliento. Solo algo muy específico y privado habría sido omitido en todas y cada una de sus conversaciones, algo que ni siquiera la cercana relación que los unía y el hecho de que siempre se contaran todo —bueno, casi todo...— hubiese eliminado la vergüenza que supondría hablar de eso. De hecho, sería todo lo contrario.

Nervioso ante el rumbo de sus pensamientos, cerró la canilla con brusquedad y se apresuró hacia la puerta. Había solo una persona que tenía la respuesta a eso y no estaba dispuesto a seguir recibiendo evasivas.

—¿Todo bien, jefe? —preguntó Campos con cautela al ver la expresión en su rostro mientras recogía la chaqueta del respaldo de su silla.

—Mejor imposible —gruñó con evidente sarcasmo y sin más que agregar, siguió caminando hacia la salida, cual alma que lleva el diablo.

Maldijo de nuevo cuando el temblor en sus manos le dificultó insertar la llave en la cerradura de la puerta del auto. Sabía que tenía que tranquilizarse, pero estaba siendo ridículamente imposible. No solo se sentía furioso, sino también frustrado. Si ese tipo la había agredido, que era el único motivo por el que imaginaba que ella pudiera sentirse avergonzada, por Dios que lo mataría y ningún barrote de por medio podría detenerlo.

Estuvo a punto de dar la vuelta en varias oportunidades durante el trayecto. ¿De verdad quería saber los detalles? Si la sola idea de imaginarla en la cama con otro hombre hacía que todos sus músculos se tensaran, ¿cómo reaccionaría si ella le confirmaba su teoría? Nada bueno, sin duda. ¡Mierda! Todo esto era su culpa. Él debería haberla protegido.

Al llegar al edificio, utilizó su juego de llaves y subió por la escalera, incapaz de esperar a que el ascensor bajara. Mejor, eso le permitiría descargar un poco de energía antes de enfrentarla. Ya frente a su puerta, golpeó con ímpetu. Se sentía cada vez más nervioso. Sin embargo, no hubo respuesta y supo que había llegado tarde. Maldijo una vez más. ¿Tanta urgencia había tenido para irse?

Utilizando de nuevo la llave que ella misma le había dado por cualquier eventualidad, ingresó en el departamento. Todo estaba limpio y ordenado, muy propio de ella, y el inconfundible rastro de su perfume lo recibió con cruel ironía. Cerrando los puños con fuerza ante el aluvión de emociones que su aroma siempre generaba en él, avanzó hacia la única habitación solo para confirmar lo que ya sabía. Martina se había ido.

Gruñó mientras cerraba la puerta del armario que acababa de encontrar casi vacío. Era evidente que no pensaba volver pronto. Impaciente, se pasó una mano por el cabello. Le había dado el tiempo y espacio que necesitaba, confiando en que eventualmente hablaría con él. Pero no solo nunca lo hizo, sino que, por el contrario, cada vez se alejaba más. Ahora, más de trescientos kilómetros los separaban y él seguía sin tener la menor idea de qué le había pasado en esa puta misión.

Saliendo de la vivienda, sacó su teléfono dispuesto a llamarla, pero se detuvo antes de hacerlo. ¿Qué le diría? No podía forzarla a contarle algo que claramente no estaba dispuesta a compartir con él. Tal vez ni siquiera era tan grave como se imaginaba y todo estaba en su mente. Quizás lo mejor era que nunca lo averiguara. Por lo visto, la amistad que los unía no era tan fuerte como pensaba o se habría abierto a él sin dudarlo, tal y como lo hizo tantas otras veces, en especial con la muerte de sus padres. ¿Qué cambió? ¿Por qué había evitado apoyarse en él?

Con más preguntas que respuestas, volvió a guardar el celular dentro del bolsillo y salió del edificio. No tenía sentido seguir quemándose la cabeza con múltiples posibilidades. Tendría que esperar a que Martina regresara de su viaje. Después de todo, era un hombre paciente. Podía aguantar un tiempo más.

Ninguno de sus oficiales emitió palabra alguna cuando, media hora después, reapareció en la comisaría. Aun así, notaba las furtivas miradas que cada uno le dirigía de tanto en tanto, inquietos ante su evidente tensión. Estaban preocupados y no era para menos. Lo conocían bien como para saber que la frustración por no haber podido ayudar a Martina mientras la veía hundirse cada vez más en un pozo depresivo —por llamarlo de alguna manera— eventualmente emergería, por lo que era esperable que su errático comportamiento los pusiera en alerta.

No obstante, no iba a seguir dándole vueltas al asunto. Cuando ella estuviera lista para hablar, lo haría y él estaría allí para escucharla y confortarla. Hasta entonces, tenía mucho trabajo que hacer. Su equipo dependía de él y confiaban por completo en su liderazgo. No los defraudaría por algo de lo que ni siquiera tenía el control.

Determinado a ponerse al día, se sumergió de lleno en el montón de papeles acumulados sobre su escritorio. Cerraría todo lo pendiente y se centraría en la investigación paralela que le había encargado personalmente su jefe.

Las horas pasaron y cuando se quiso dar cuenta ya eran más de las nueve de la noche. Sus compañeros se habían retirado unas horas atrás y en la comisaría reinaba el silencio. Reclinándose hacia atrás, levantó los brazos para estirarse. Los huesos de su espalda tronaron indicándole que había permanecido demasiado tiempo en la misma posición. Por fortuna, resultó ser una jornada productiva, ya que consiguió avanzar bastante en el caso y reducir a una cuarta parte la pila de lo pendiente.

Ya sin energía para continuar, procedió a guardar los documentos importantes en su cajón y lo cerró con llave. A continuación, se levantó para irse. Se sentía agotado, por lo que compraría un sándwich en el quiosco de la esquina de su casa y se acostaría temprano. Sí, eso era justo lo que necesitaba.

Pero entonces, su teléfono sonó y todos sus planes se desvanecieron en un instante.

—¡¿Qué hacés, perdido?! ¿En qué andabas? No, dejá, no me respondas. Obvio que trabajando.

Aun en contra de su deteriorado estado de ánimo, una sonrisa se dibujó en su rostro al oír la voz de su más reciente amigo. Lo había conocido por medio de la novia de Gabriel, a quien, luego de muchos años sin verlo, volvió a encontrar en el lugar menos pensado: la discoteca donde Martina se encontraba infiltrada.

Ana era la cantante de una de las bandas que tocaban allí y él, guardaespaldas del representante, dueño del lugar junto a su hermano. Lo de ellos empezó siendo una apasionada aventura, pero pronto se enamoraron y aunque ninguno tenía relación con la investigación, no dudaron en ayudarlo cuando las cosas se complicaron, permitiéndole de ese modo llegar a tiempo para poder salvar su compañera.

Rodrigo era el baterista del grupo y amigo cercano de ella, por lo que coincidieron en varias oportunidades antes de que la pareja se mudara a Misiones donde residía no solo la familia de la chica, sino también Pablo, el último integrante del inolvidable cuarteto de su adolescencia.

Curiosamente, descubrieron que los dos concurrían al mismo gimnasio y, además, tenían amistades en común. Con el tiempo, los encuentros casuales se volvieron rutina, las conversaciones más largas y, poco a poco, una nueva amistad surgió entre ellos. Lo cierto era que sus personalidades no podrían ser más diferentes, pero congeniaban a la perfección.

—Veo que me conocés muy bien —respondió mientras recogía sus cosas para irse.

—Sí, bueno, eso y que acabo de hablar con Gabriel.

¡Dios, parecían dos viejas chusmas! Más temprano, este lo había llamado para ver cómo iba todo con Martina. Desde que se habían vuelto a encontrar, hablaban y se escribían bastante seguido, por lo que estaba al tanto del estado de su compañera y, al igual que él, preocupado por ella. Al parecer, no se había quedado tranquilo con su respuesta después de la conversación que tuvieron y decidió enviar a su soldado más cercano para asegurarse de que en verdad estuviese bien.

—A ustedes dos les falta la escoba nomás.

Sus carcajadas no se hicieron esperar, poniendo de nuevo una sonrisa en su rostro. Era imposible no contagiarse del buen humor de Rodrigo. Tenía una de esas personalidades alegres y extrovertidas que irradiaban felicidad a su alrededor sin siquiera proponérselo. Siempre feliz y optimista, solía volverse el alma de la fiesta y, orgullosamente soltero, desplegaba sus encantos donde fuera que estuviese con una destreza envidiable, provocando que todas las mujeres cayeran a sus pies, sin distinción alguna de edad, apariencia o incluso, estado civil.

—Solo me dijo que estabas un poco bajoneado, así que pensé en llamarte para que vengas al bar de la esquina del gimnasio a tomar unas cervezas con los pibes. ¿Cuánto tardarás en llegar?

—Estás dando por hecho que voy a ir —afirmó más que preguntó.

—Claro —respondió con despreocupación—. ¿Acaso tenés otros planes? Dale, man, la vida hay que disfrutarla y como tu amigo, es mi responsabilidad presionarte para que lo hagas. Venite un rato, te relajás y la pasás bien. Ya después si querés irte solo a la cama es decisión tuya, pero al menos, yo hice mi parte.

Negó con la cabeza ante el último comentario. Si había algo que nunca le faltaría al muchacho era compañía femenina. De hecho, rara vez se marchaba de algún lugar sin una linda mujer a su lado. Para él, en cambio, era todo lo contrario. Excepto por la extraña reacción que había tenido la noche anterior, había perdido por completo el interés en el sexo. Siempre y cuando no se tratara de ella, por supuesto. Suspiró, fastidiado. ¿Acaso nunca iba a dejar de pensarla?

—Está bien. Nos vemos en diez.

Cortó sin despedirse y se subió a su auto, decidido a olvidarse de todo al menos por una noche.

En un primer momento, le sorprendió ver a algunos colegas dentro del variopinto grupo convocado por su amigo, pero entonces recordó que el dueño del gimnasio al que todos asistían era cuñado de un subcomisario y por eso el lugar se volvió tan popular entre los suyos. Reconoció, además, a varios bomberos con los que había trabajado en diferentes operativos a lo largo de su carrera.

—¡Ahí estás! —exclamó Rodrigo mientras obligaba a los otros a moverse para hacerle lugar—. Vení, sentate acá. Muchachos, ya conocen a Ale, ¿verdad?

Un estallido de alegres voces le dio la bienvenida.

—Salud, inspector —saludó uno de los jóvenes con los que había entrenado más de una vez.

—Alejandro —remarcó—. Esta noche, solo soy Alejandro.

—Brindo por eso —celebró otro que estaba sentado a su lado y, al igual que él, era policía.

Justo en ese instante, la camarera se acercó para entregar una nueva ronda de bebidas.

—Cualquier cosa que necesiten no duden en avisarme —declaró con una sonrisa sugerente y los ojos fijos en los del baterista.

—Lo tendré en cuenta, bombón —respondió este, disfrutando de la vista de sus sinuosas caderas mientras ella se alejaba para regresar a la barra.

—Dejá de acapararlas a todas, imbécil —se quejó con fingida molestia uno de los bomberos que los acompañaba, provocando que todos rompieran a reír—. Es increíble cómo los demás nos volvemos invisibles cuando el tipo viene —le indicó ahora a Alejandro.

—¿Y yo qué culpa tengo de que se desvivan por este cuerpo? —replicó con picardía a la vez que recogió su larga y tupida cabellera castaña en un improvisado rodete con la clara intención de exhibir sus abultados bíceps.

Todos rieron ante el deliberado despliegue de masculinidad. Era evidente que Rodrigo se sentía a gusto con su apariencia y no tenía reparo alguno en utilizarla a su favor.

—Un día voy a venir de uniforme y serás vos el ignorado, vas a ver.

—Podés intentarlo, pero te advierto que es difícil ganarle a un rockero de pelo largo.

Como si buscara reforzar sus palabras, otra camarera se acercó al baterista y le entregó un papel.

—Salgo a la una —susurró antes de morderse los labios de forma sensual y alejarse despacio.

Una sonrisa de oreja a oreja apareció en el rostro del muchacho mientras se guardaba en el bolsillo lo que sin duda era el número de teléfono de la chica.

—Cansado del éxito —declaró con sarcasmo con la única intención de fastidiar al frustrado bombero.

Una nueva ronda de carcajadas estalló en el lugar.

—Hablando de éxito, ¿tocás este fin de semana? —preguntó Alejandro, cambiando de tema.

Rodrigo se encogió de hombros.

—Sí, pero no sé por cuánto tiempo más. Dudo que sigamos con la banda luego de la boda de mi hermana.

—¿Julián y Roxana van a casarse?

—En tres meses —aclaró con una sonrisa que no llegó a iluminar su mirada—. Ojo, estoy muy feliz por ellos. Como ya sabés, Juli es mi mejor amigo y sé que va a cuidar bien de ella. Pero la música es mi vida, hermano, y aunque puedo unirme a otro grupo, no sería lo mismo sin ellos.

Alejandro lo observó por un momento. Era muy bueno leyendo a la gente y en el poco tiempo que llevaban de amistad había empezado a conocerlo, por lo que supo que la preocupación de Rodrigo iba mucho más allá de la disolución de su grupo. Lo que lo inquietaba era el tiempo libre que tendría sin este. Al parecer, no era el único con problemas para lidiar con las emociones.

Buscando confortarlo de alguna manera, le tiró lo primero que pasó por su mente.

—Tal vez podrías seguir los pasos de tu amigo y unirte a los bomberos. No hay duda de que contás con las condiciones físicas para hacerlo.

El joven alzó la vista nada más oírlo y fijó los ojos en los suyos, claramente contemplando la idea. Notó que estos brillaron por un breve momento antes de dirigirse hacia su otro amigo que estaba sentado al otro lado y que en ese momento conversaba con un grupo de chicas ubicadas en la mesa contigua. Como si hubiera sentido la intensidad de su mirada, este volteó hacia él, la curiosidad llenando su rostro. Entonces, Rodrigo esbozó una enorme sonrisa de satisfacción.

—¿Cómo me ves con uno de tus trajes?

—Oh, Dios, no.

Una vez más, las carcajadas llenaron el lugar.

Luego de varias horas de bromas, risas y alcohol, Alejandro decidió que finalmente había llegado el momento de regresar a su casa. A pesar de que su auto se encontraba estacionado cerca, tomaría un Uber para irse. Había bebido demasiado y no se sentía en condiciones de conducir.

—¿De verdad no querés venir con nosotros? El boliche está bueno y consigo entradas gratis —aseguró Rodrigo mientras aguardaban a que su transporte llegara.

—No, gracias. Tengo que trabajar mañana y no habrá analgésico que valga si no duermo algo antes.

—¿Estás seguro? Mirá que las amigas de Sonia son tan lindas como ella —señaló haciendo un gesto con la cabeza para que mirara al grupo de señoritas que los esperaban un poco más atrás—. Tal vez es lo que estás necesitando.

Reconoció de inmediato a la camarera que los había atendido al principio, acompañada por sus amigas, todas jóvenes y hermosas. De acuerdo, no iba a negar que eran muy atractivas, pero no estaba interesado. Ya había probado el sexo ocasional con desconocidas antes y el resultado fue completamente opuesto a lo esperado. Lejos de satisfacerlo, lo hizo sentirse culpable y solo. No, no cometería ese error dos veces.

El repentino y estridente sonido de una bocina interrumpió sus cavilaciones. El auto había llegado.

—Seguro. Disfrutá por los dos.

—De eso no tengas la menor duda —afirmó al tiempo que volteaba para abrazar a la chica.

Tras decirle al conductor su dirección, apoyó la cabeza en el vidrio y fijó los ojos en su amigo, envidiando por un momento, su capacidad para conseguir a la mujer deseada.

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¡Hasta el próximo capítulo! ❤

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