Capítulo 29

Alejandro dejó caer la lapicera sobre el escritorio y se recostó en el respaldo de la silla. Le estaba llevando más tiempo de lo esperado revisar los informes iniciales del nuevo caso que Castillo le había asignado al equipo y la frustración comenzaba a invadirlo. Cada detalle le parecía más enredado de lo normal y los riesgos potenciales, así como las implicaciones legales, eran demasiado complejas para llevar adelante cualquier intervención por parte de la policía. Bueno, o tal vez se debía a que no podía quitar de su mente a Ariel Deglise.

El empresario sería trasladado a la mañana siguiente a una cárcel de máxima seguridad y, aunque él no lideraba dicha operación, se había encargado de estar informado en todo momento. Aun así, la preocupación no lo abandonaba. Era como si su intuición intentara advertirle que no bajara la guardia, que las cosas podían torcerse en segundos. No entendía por qué estaba tan inquieto. Ni siquiera con Thiago le había pasado, no de ese modo. Sin embargo, con él todo se sentía distinto. Era inteligente, frío y calculador, y tenía una capacidad para manipular a su entorno que no había visto en otras personas.

Conteniendo un resoplido, se pasó una mano por la cara en un gesto nervioso y enderezó la espalda. Estaba decidido a dejar a un lado aquellos pensamientos que no lo ayudaban en nada y enfocarse de una vez por todas en su trabajo. No tenía sentido seguir dándole vueltas al asunto. Pronto, todo terminaría. Ese infeliz pasaría el resto de su vida entre rejas y su maldad no volvería a alcanzar a Martina nunca más. Se aseguraría personalmente de eso. "Sí, claro, como lo hiciste en la última misión, ¿verdad?", le reprochó su consciencia, tomándolo por sorpresa.

Apretó la mandíbula cuando la imagen de su compañera siendo sometida irrumpió de pronto en sus pensamientos. Había intentado enterrar en un rincón oscuro de su memoria las cosas que ella le había contado, pero el recuerdo resurgió con fuerza y no parecía tener intención alguna de irse. Inspiró profundo tratando de sofocar la ira que comenzó a bullir en su interior. Aunque era una tarea imposible. Solo pensarlo hacía que sus manos temblaran y todos sus músculos se tensaran. ¡Quería matarlo!

Molesto, descargó el puño contra el escritorio y se levantó de un salto. Necesitaba salir o la rabia lo consumiría por completo.

Una vez afuera, posó su mirada en las nubes oscuras que cubrían el cielo, en perfecta sintonía con su perturbado estado de ánimo. Tomó una profunda bocanada de aire y exhaló por la boca despacio en un intento por contener las lágrimas que empañaban sus ojos. Una brisa fresca acarició su rostro al instante y agitó su cabello mientras las primeras gotas de lluvia le humedecieron la piel. Dejó que el aroma a tierra mojada lo colmara por dentro, relajando su cuerpo, y se concentró en su mujer: en la sensación de tenerla entre sus brazos, segura y a salvo.

No supo cuánto tiempo pasó hasta que el repentino estallido de un trueno lo regresó al presente. Miró su reloj. Por la hora, Martina debía estar en su primera sesión con la psicóloga. Según lo que había mencionado, no bastaría con una sola cita para que la profesional evaluara en profundidad su estabilidad emocional, algo fundamental en su trabajo; y por supuesto, tuvo mucho que decir sobre eso. Sonrió al recordarlo. A pesar de todo lo vivido, seguía siendo la mujer más fuerte y determinada que conocía. La admiraba por eso, y estaba seguro de que había sido una de las tantas razones por las que se enamoró de ella.

Un poco más aplacado, regresó al interior del recinto. Si sus oficiales percibieron lo que le pasaba, ninguno lo demostró. No obstante, una taza humeante, igual a la que sostenía Esteban en sus manos, lo esperaba sobre el escritorio. Al parecer, el oficial lo conocía mejor de lo que pensaba. Si había algo que siempre lograba levantarle el ánimo era un buen café. Le agradeció en silencio con un asentimiento y tomó el primer sorbo. A pesar de no estar a la altura del que preparaba su compañera, debía reconocer que sabía muy bien.

—Suerte de principiante —murmuró este al notar su sorpresa y le guiñó un ojo de forma cómplice.

Tras hacer un gesto con su mano para indicarle que sus labios estaban sellados y su secreto a salvo, volvió a centrar su atención en la pila de papeles que tenía enfrente. Poco a poco, la oficina fue sumergiéndose en un clima de trabajo en equipo y colaboración. Teclados sonando, movimiento de hojas y el intermitente murmullo de lapiceras deslizándose sobre papel. Pasaron dos horas abocados al nuevo caso. Alejandro subrayaba detalles importantes y anotaba información clave mientras Campos analizaba las evidencias recientes. Villalba y Domínguez, por su parte, se dedicaron a revisar documentos y rastrear llamadas.

De pronto, el timbre estridente de un teléfono interrumpió la calma que reinaba en el ambiente. Esteban, a su lado, fue el primero en atender, aunque su atención seguía puesta en la pantalla de su computadora. Sin embargo, lo que fuese que le dijeron al otro lado de la línea debió sorprenderlo porque su semblante cambió en el acto a la vez que su espalda se tornó rígida. Alejandro se tensó cuando sus ojos buscaron los suyos. Algo no andaba bien.

—¿Cómo que se adelantó? ¿De qué estás hablando, Ramírez? —La mención del contacto que tenían en la cárcel lo puso en alerta—. ¿Y por qué carajo nos estamos enterando ahora? —Permaneció en silencio unos segundos para después asentir con gesto serio—. Entendido, gracias. —Colgó y giró hacia el inspector, su expresión cargada de preocupación—. Están trasladando a Deglise justo en este momento.

Alejandro se levantó, el corazón latiéndole desenfrenado contra el pecho.

—¿Quién dio la orden?

Este sacudió la cabeza con frustración.

—No lo sé. Ramírez me dijo que lo mandaron a otro pabellón a cubrir una urgencia y, para cuando volvió, ya se lo habían llevado. Está claro que sabían que nos avisaría y lo sacaron del medio.

Villalba intervino desde su escritorio sin dejar de teclear.

—Guillermo Vega. —Giró el monitor hacia ellos—. Acabo de revisar los registros: él ordenó que lo adelantaran hace media hora.

Ambos intercambiaron miradas.

—Esto no tiene sentido. —Domínguez se rascó la barbilla, desconcertado—. ¿Por qué se involucraría el tío de Candela en algo así?

"Buena pregunta", pensó. Un oficial de alto rango rara vez intervenía en traslados, y menos en uno que no representaba un riesgo evidente de fuga. No había ninguna razón lógica que justificara su participación. ¿Por qué estaría interesado en Deglise, entonces? ¿Qué podría querer de él? Algo no encajaba.

Miró a sus hombres, uno a uno. Podía ver en sus ojos la misma desconfianza que estarían reflejando los suyos. A ninguno le cerraba ese cambio repentino, en especial, cuando desconocían la verdadera motivación detrás del pedido del comisario mayor. Porque que algo obtenía con ello, de eso estaba seguro, solo que no podía imaginar qué. Se tensó cuando de pronto un perturbador pensamiento cruzó por su mente. ¿Y si tenía que ver con su decisión de sacar a su sobrina del equipo tras lo sucedido en Tandil?

Castillo ya le había advertido que sería complejo dado sus influencias. ¿Y si estaba tratando de perjudicarlo de algún modo como venganza? No era raro que alguien con tanto poder tomase el rechazo hacia un familiar como una ofensa personal, un desafío a su autoridad. ¿Sería capaz de llegar tan lejos? ¡Mierda! Seguro que estaba exagerando, que el miedo lo hacía desconfiar de todo, pero no iba a arriesgarse. Tenía que asegurarse de que no fuera más que un simple malentendido.

—Villalba, rastreá el móvil de traslado y dame la ubicación exacta —ordenó con tono frío y firme.

El hombre gruñó mientras tecleaba con rapidez, sin despegar la mirada de la pantalla.

—Domínguez, comunicate con tránsito y pediles que revisen las cámaras de la autopista. Quiero saber si hay más vehículos acompañándolo.

—Enseguida, jefe —respondió y sacó su teléfono para iniciar la llamada.

—Campos, venís conmigo. Intentaremos interceptarlos antes del último control—. Este sonrió de costado antes de ponerse de pie, ya metido en el operativo—. ¡Envíenme todo al teléfono y salgan tras nosotros!

No había tiempo para titubeos; cada segundo contaba.

Un escalofriante silencio, interrumpido solo por el vaivén del limpiaparabrisas deslizándose de un lado a otro, se alzó en el interior de la cabina del auto en cuanto Alejandro apagó el motor. Unos metros más adelante, al costado de la autopista y semioculta entre los árboles, se encontraba la camioneta de traslado. Estaba fuera del radio de las cámaras de seguridad y sin luces de emergencia ni señales de movimiento. Tampoco había escoltas visibles o patrulleros y no se percibía ninguna actividad a su alrededor. Toda la escena gritaba peligro.

—¿Qué carajo están haciendo ahí? —murmuró con los ojos fijos en el vehículo y el ceño fruncido.

—¿Falla mecánica? —sugirió Campos, a su lado, poco convencido.

—¿Y siguieron hasta allá en vez de detenerse en la banquina? No. Esto es otra cosa.

—Tal vez alguno necesitaba mear. —Pasó la mano por el vidrio empañado mientras inspeccionaba el área—. No veo una mierda con esta lluvia —se quejó—. Podrían estar haciendo tiempo, esperando órdenes.

—O nos están esperando a nosotros.

Lo miró por un momento, evaluando sus palabras.

—Vega. —Exhaló—. Pensás que tiene que ver con lo de Candela.

—No hay otra razón que tenga sentido. —Se encogió de hombros.

—¿Pero para qué soltar a Deglise?

—Para joderme. Sabe de mi relación con Martina y tiene acceso a los informes de la misión pasada. No se equivocó al suponer que estaría atento a su traslado. —Nervioso, sacó su teléfono—. Villalba, ¿dónde están?

—A diez minutos, jefe.

Intercambiaron una mirada breve. Esperar no era una opción.

Sin mediar palabra, sacaron sus chalecos antibalas del asiento trasero, los ajustaron sobre sus torsos y revisaron sus armas.

—En marcha —susurró antes de abrir la puerta y descender del auto.

La lluvia los cubrió al instante, empapándolos en segundos. En silencio, corrieron hacia la línea de árboles detrás de la camioneta, ocultándose en la penumbra. Desde allí, escudriñaron cada detalle de esta. Las siluetas de los guardias eran apenas visibles dentro de la cabina. La parte trasera permanecía cerrada, sin ninguna señal de movimiento.

Después de hacerle un gesto a su compañero para indicarle que se separaran, avanzó por la izquierda con cautela, con su mano encima de la pistola, por si tenía que desenfundarla rápido. Campos se abrió por la derecha, bordeando el vehículo del otro lado. El sonido de la tormenta amortiguaba los pasos de ambos, lo que les daba cierta ventaja. Aun así, no se confiarían. Nunca lo hacían.

Al llegar a la altura del conductor, golpeó el vidrio con los nudillos, a la espera de que este bajara la ventanilla. Sin embargo, no hubo respuesta. Tampoco se movía el otro guardia.

—Están muertos —murmuró más para sí mismo que para Esteban.

Tras cruzar una mirada de entendimiento, desenfundaron sus armas y abrieron las puertas al mismo tiempo, apuntando hacia el interior. Ninguna reacción. Solo un par de cuerpos inertes.

Una maldición escapó de sus labios al sentir la adrenalina dispararse en sus venas.

—Voy a revisar la parte de atrás. Cubrime.

Sin esperar respuesta, corrió hacia el compartimiento trasero, consciente de que podría ser una trampa, pero incapaz de detenerse. Necesitaba asegurarse de que Deglise no se hubiese escapado.

Estaba por abrir la puerta cuando sintió la vibración de su teléfono en el bolsillo. Villalba.

—¡Es una emboscada! —advirtió desde el otro lado.

En ese instante, un disparo rasgó el aire a centímetros de su cabeza y se estrelló contra la chapa de la camioneta.

—¡Campos, al suelo! ¡Fuego desde la izquierda! —gritó mientras se cubría detrás de un árbol.

—¡Lo tengo! —replicó este mientras devolvía el ataque sin titubear.

Más disparos estallaron desde varios puntos del descampado, confirmando lo que ya sospechaban: el tirador no se encontraba solo. El tiroteo incesante retumbó en el lugar al tiempo que las balas impactaban en el chasis del vehículo y partían ramas a su alrededor. Forzados a refugiarse tras los árboles, cubrieron sus posiciones con precisión, coordinando sus disparos para protegerse mutuamente. Aun así, estaban en desventaja. Los enemigos los superaban en número y avanzaban con rapidez, cercándolos poco a poco. Sin refuerzos, sus probabilidades de salir con vida eran mínimas.

—¡Último cargador! —avisó Esteban a la vez que pegaba la espalda al árbol que le daba cobertura.

Alejandro apretó los dientes mientras vaciaba el suyo con minuciosa puntería. De pronto, la corredera de su arma quedó bloqueada hacia atrás; el clic seco del gatillo resonó en sus oídos, como un macabro eco.

—¡Mierda!

Giró hacia su compañero, cruzando miradas por un instante. No hacía falta hablar. Ambos sabían que no tenían escapatoria.

Justo cuando creían que sería el final, el rugido de varios motores inundó el aire, y las luces de los patrulleros atravesaron la penumbra. Los refuerzos habían llegado.

—¡Villalba, Domínguez! —gritó al ver a su equipo liderando la avanzada—. ¡Necesitamos cargadores!

Los oficiales corrieron hasta su posición, bajo cobertura, y les entregaron lo solicitado con celeridad. Alejandro encajó el cargador en su pistola con un chasquido y volvió a disparar. Campos, a su lado, hizo lo mismo. A continuación, los cuatro se unieron al enfrentamiento mientras los demás agentes tomaban posiciones a su alrededor, forzando a los tiradores a retroceder.

Luego de varios minutos de incesante balacera, uno de ellos corrió hacia el bosque, pero una bala certera lo derribó, impidiendo su escape. Los últimos disparos resonaron en el lugar cuando los otros atacantes finalmente fueron abatidos.

Con la adrenalina todavía corriendo por sus venas, Alejandro corrió hacia la camioneta. Tras semejante tiroteo, la caja había quedado como un colador. Era casi imposible que alguien sobreviviera allí dentro. Con un brusco tirón, abrió las puertas de par en par, solo para descubrir que el interior se encontraba vacío.

—¡Alguien que me explique qué carajo está pasando!

Domínguez dio un paso al frente, su respiración aún agitada, y extendió su teléfono hacia él.

—Jefe, esto registraron las cámaras de tránsito hace media hora.

Tomó el celular con impaciencia y activó el video. En la pantalla, el vehículo de traslado aparecía llegando a la estación de servicio, a unos kilómetros atrás, y deteniéndose junto al último surtidor. Se tensó al reconocer al empresario, liberado sin problemas por uno de los guardias. El video mostraba de forma clara cómo este se subía a un auto sin patente estacionado a un costado de la autopista. Del conductor apenas podía distinguirse la espalda.

—Es Vega —añadió el oficial, mientras pasaba hacia otra imagen recortada y ampliada del retrovisor del auto. En el reflejo se veía parte del rostro del comisario, oculto bajo lentes oscuros y una gorra, aunque inconfundible.

Alejandro apretó los puños, furioso.

—¡Hijo de re mil puta! —exclamó, con un gruñido feroz—. ¡Rastreen ese auto ya! ¡No puede escapar!

—Lo encontraron hace cinco minutos, pasando el peaje rumbo a capital —intervino Villalba—. El puesto de control ya lo tenía identificado, y saltaron las alarmas apenas el sistema reconoció su cara. Por ahora lo tienen demorado, pero si Castillo no consigue la orden del juez, van a tener que soltarlo.

—¿Y Deglise?

Los dos policías intercambiaron una mirada incómoda.

—Lo siento, jefe. No estaba con él.

Alejandro sintió cómo el aire abandonaba sus pulmones. "Martina", pensó mientras sacaba su teléfono para llamarla. Tenía que advertirle.

Varios tonos sonaron antes de que la comunicación se quedara en silencio. Maldijo y lo intentó de nuevo. El resultado fue el mismo. Cortó con un gruñido, el peso de la desesperación cayendo encima de él. ¿Y si era demasiado tarde? ¡No! Se negaba a pensar eso.

—Me voy —anunció, convencido de que ese sería su próximo objetivo.

—Te acompaño —se ofreció Campos de inmediato.

—No. —Le sujetó el hombro con firmeza—. Necesito que te quedes y tomes el mando.

—De acuerdo, Ale —respondió, su tono más cercano y familiar—. Cuidate.

Él asintió en respuesta y, sin más, corrió hacia su auto, determinado a llegar a ella antes de que ese tipo la encontrara.

La terapia le hizo bien. Aunque al principio intentó resistirse, conforme los minutos pasaron, sus emociones fueron aflorando hasta que por fin la caja de pandora se abrió. La angustia y el llanto reprimidos surgieron con fuerza, aflojando a su paso los nudos que había en su alma. Después de eso, se sintió mucho más ligera y, si bien era consciente de que todavía quedaba mucho por procesar, sabía que estaba yendo en la dirección correcta. En especial, luego de que la psicóloga le señalara que las cosas malas que le sucedieron en la vida no tenían por qué definirla y que, pese a la vulnerabilidad que sentía, había una gran fortaleza en su interior.

Sus palabras le recordaron a Alejandro. Él solía decirle que era una mujer muy fuerte y lo mucho que la admiraba por eso, aunque también amaba su lado frágil, ese que solo surgía a su lado. Su compañero siempre había sido capaz de ver más allá del muro que alzaba para protegerse del mundo y, por alguna razón, a diferencia de los demás, su mirada no la hacía sentir expuesta. Al contrario, era la única persona con la que podía ser ella misma y apoyarse sin miedo. Jamás la juzgaba y la aceptaba tal cual era, con sus luces y sombras, incluso cuando solo los unía la amistad. Sonrió. ¿A quién engañaba? Nunca habían sido solo amigos.

Antes de regresar, decidió pasar por el supermercado. Se sentía de mejor ánimo y quería compartirlo con él, por lo que se le ocurrió que podría prepararle la cena. No acostumbraba cocinar, no le encontraba el atractivo a hacerlo, pero estaba dispuesta a esforzarse. Su hermana había conseguido enseñarle algunas recetas mientras vivían juntas y estaba segura de que a Alejandro le encantaría la sorpresa. Era fácil de complacer. Bueno, al menos para ella... Suspiró al recordar el modo en que lo complacía cada vez que podía.

Estaba a mitad de camino cuando comenzó a llover. No una llovizna suave y paulatina, sino un diluvio repentino. De un momento a otro, el cielo se abrió y se largó con todo. Como no tenía paraguas, buscó refugio bajo un balcón, al igual que otras personas sorprendidas por el aguacero. No obstante, no mermaba y, con el paso de los minutos, los demás se aventuraron de nuevo bajo la lluvia, cansados de esperar. Ella podría hacer lo mismo, pero todavía le quedaban varias cuadras, y sabía que terminaría empapada.

Fue entonces cuando una idea cruzó por su mente. Estaba muy cerca de su departamento, y dado que aún no habían terminado de vaciarlo, muchas de sus cosas seguían allí. Sin pensarlo demasiado, ajustó la bolsa de la compra en su mano y corrió las dos manzanas que la separaban de su viejo refugio.

Al llegar, se quitó el abrigo y el calzado. A pesar de tomar precauciones, no había podido evadir la lluvia, y las zapatillas de tela, junto con la liviana campera de jean, se llevaron la peor parte. A continuación, dejó las cosas que había comprado sobre la mesada, guardó en la heladera las que necesitaban refrigeración y se dispuso a preparar café. Nada como su bebida favorita para recuperar el calor de su cuerpo.

Mientras esperaba a que la cafetera hiciera su trabajo, revisó el correo acumulado en su ausencia: en su mayoría, boletas para pagar. Afuera, la tormenta no daba tregua. Las gotas gruesas golpeaban su ventana mientras intermitentes truenos estallaban con brusquedad, sacudiendo los cristales con ímpetu. ¡Ni loca volvería a salir con ese diluvio! Le avisaría a Alejandro que estaba allí para que pudiera ir a buscarla al salir de la comisaría.

Agarró su celular para enviarle un mensaje cuando advirtió que tenía varias llamadas perdidas de parte de él. Frunció el ceño al percatarse de que se había olvidado de volver a activar el sonido al salir del consultorio. Sin dudarlo, tocó la pantalla para llamarlo, pero antes de llevar el teléfono a su oído, sintió una presencia a su espalda.

Un escalofrío le recorrió la columna, su instinto advirtiéndole que no estaba sola. El auricular siguió sonando, aunque ella ya no podía concentrarse en la llamada. Despacio, como si temiera confirmar lo que ya intuía, se giró hacia atrás. El teléfono resbaló de su mano al ver al hombre que tanto daño le había hecho parado justo frente a ella.

—Hola, Tatiana —saludó Deglise, utilizando ese nombre que había llegado a odiar—. ¿O debería llamarte Martina? —preguntó con una semisonrisa que le heló la sangre.

Su voz fría y calmada resonó en el imperante silencio. Se veía diferente a cómo lo recordaba, más delgado y con marcas de cansancio en el rostro. Aun así, le parecía igual de intimidante. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Cómo había conseguido salir de la cárcel?

Ariel sonrió al verla retroceder y dio un paso hacia ella. Se movía con deliberada lentitud, cual depredador con su presa, sin apartar los ojos de los suyos, anclándola más al piso.

—No te me acerques —murmuró en cuanto fue capaz de salir de su estupor.

Sin embargo, él no se detuvo.

—No sabés las ganas que tenía de volver a verte, Tatiana. —Sabía por qué insistía en llamarla así. Era su forma de manipularla, de reducirla, poco a poco, para que, como el personaje que había encarnado ya seis meses atrás, se sometiera de forma voluntaria a su voluntad. Lo peor era que parecía estar funcionando porque con cada paso que daba él, más pequeña se sentía ella—. Lograste engañarme... Y eso no es algo que muchos consiguen —reconoció, casi con admiración—. Me hiciste creer que podíamos ser una familia.

Tragó saliva al rememorar la mentira que inventó para evitar que sospechara y descubriera a su equipo. Su corazón latía, frenético, dentro de su pecho a la vez que la tensión invadía cada músculo de su cuerpo. Ariel la tenía acorralada. De nuevo. Y no había nada que pudiera hacer para protegerse. No tenía su arma encima, y si intentaba agarrar un cuchillo, él no le daría tiempo.

—Te van a encontrar —espetó con voz temblorosa, esforzándose por sonar segura—. Este es el primer lugar donde buscarán.

El empresario soltó una risa que la hizo estremecer.

—¿Acaso lo decís por ese idiota con el que me traicionaste? —preguntó, con un brillo burlón en los ojos—. Él no me preocupa... A esta altura debe estar muerto.

Martina contuvo el aliento. ¿De qué estaba hablando?

Él notó su turbación y, con regocijo, le relató el macabro plan que ideó junto a Vega para deshacerse de ambos por el maltrato hacia su amada sobrina y, más importante aún, de ensuciar su apellido. Él, por su parte, tendría la oportunidad de vengarse de la mujer que le había arruinado la vida. "Dos pájaros de un tiro", dijo con orgullo mientras detallaba la forma en la que el inspector sería atraído a una trampa mortal. Continuó hablando; no obstante, no fue capaz de oír nada, ya que sus oídos comenzaron a pitar en ese instante.

Cerró los puños conteniendo la ira. El corazón le palpitaba con fuerza. No quería creerle. ¡No iba a creerle! Si en verdad le había tendido una emboscada a Alejandro, confiaba en que tanto él como el resto del equipo se las arreglarían para contratacar. Su compañero era la persona más perspicaz que conocía y tenía una admirable capacidad para anticiparse a los hechos. Él lo sabría. Advertiría las señales y actuaría en consecuencia. Sobreviviría, de eso no tenía dudas. Y ella también lo haría. Porque era fuerte y no permitiría que la manipulara de nuevo. Ariel Deglise no volvería a doblegarla jamás.

Esperó a tenerlo más cerca. Las manos le temblaban y su respiración se había vuelto irregular, aunque más por rabia que por miedo. Esta bullía en su interior, cual volcán a punto de entrar en erupción. Él esbozó una sonrisa de satisfacción, sin duda, malinterpretando su respuesta, y dio un último paso en su dirección. Confiado, levantó la mano con lentitud y rozó con sus dedos un mechón de su cabello aún húmedo. Martina aprovechó ese momento para actuar. Ya no quedaba ningún vestigio del pánico que la había invadido antes. Solo corría furia por sus venas.

—¡No vas a tocarme! —aseveró, y con impecable técnica, le hizo una llave con el brazo hacia atrás.

Sorprendido por el inesperado y ágil movimiento, cayó sobre sus rodillas en un intento por aflojar el bestial agarre. Ella lo tenía sujeto del codo en una posición antinatural.

—¡Hija de puta, voy a matarte! —gruñó con un alarido mientras se retorcía a causa del horrible dolor.

Pero ella no se amilanó.

—Punto por intentarlo, imbécil —respondió, y tiró con más fuerza hacia arriba, arrancándole otro lamento.

Sin soltarlo, hurgó con una mano en el cajón de la cocina para buscar algo con lo que pudiera sujetarlo. Recordaba haber guardado unos precintos allí, los cuales serían un buen reemplazo para sus esposas. Una vez lo tuviera inmovilizado, alertaría sobre Vega a la comisaría para que enviaran refuerzos a su compañero. La desesperaba no poder ir ella misma, aunque tampoco podía dejar a Ariel solo. No dejaría que se escapara de nuevo.

Consciente de que la superaba en fuerza y tamaño, el hombre aguardó el instante preciso en el que ella se inclinaba hacia la mesada para incorporarse de pronto y empujarla hacia atrás. Martina fue quien gritó esa vez, tras golpearse contra una de las manijas del mueble bajo mesada. Sin darle tregua, el empresario se giró con rapidez al notar que aflojaba su sujeción y le rodeó el cuello con una mano mientras la aprisionaba con su cuerpo.

—¡Te tengo, conchuda! Nadie va a salvarte esta vez.

Ella trató de quitárselo de encima, pero era demasiado fuerte y sus dedos se cerraban cada vez más en torno a su garganta. Era el final, lo sabía, y a juzgar por el placer morboso que podía ver en sus ojos, él también lo pensaba.

El estallido de un violento golpe, seguido por un gruñido feroz, se alzó por encima de la lluvia, segundos antes de ser liberada. Sin fuerzas para mantenerse en pie, cayó de rodillas mientras intentaba llenar sus pulmones de aire. Con esfuerzo, levantó la cabeza, intercambiando una breve mirada con el hombre que amaba, quien tras confirmar que estaba bien, empujó al enemigo contra la pared y descargó toda su ira en él.

—¡Hijo de puta! ¡No vas a volver a tocarla!

Alejandro estaba por completo enajenado. Había recorrido más de veinte kilómetros en medio de una intensa tormenta para poder llegar antes de que ese maldito lo hiciera porque sabía que ella sería su próximo movimiento. Y durante todo el trayecto tuvo el corazón en la boca, aterrado de que, para cuando finalmente acudiera, fuera demasiado tarde. Por un breve momento, experimentó cierto alivio cuando recibió su llamada, pero entonces lo alcanzó la voz de Deglise desde el otro lado de la línea y la desesperación se apoderó de él.

Apretando a fondo el acelerador, sobrepasó el límite de velocidad permitido en segundos conforme se deslizaba entre los autos con arriesgadas maniobras, en dirección a su antiguo departamento, lugar que indicaba el GPS de su teléfono. ¡Mierda! Su peor pesadilla se estaba cumpliendo. El maldito había dado con ella y él no solo se encontraba lejos, sino que tendría que escuchar el ataque sin poder hacer nada para impedirlo.

Por fortuna, Ariel era un enfermo manipulador y eso le dio el tiempo que necesitaba. En lugar de agredirla de una, se regodeó por su inteligencia y el maravilloso plan que había ideado para poder vengarse de ella. Con lo que el tipo no contaba era que Alejandro sobreviviría a la emboscada. Con ambas manos aferradas al volante y todo su cuerpo en tensión, continuó avanzando las últimas cuadras, con la esperanza de que el ego del empresario se interpusiera lo suficiente para permitirle llegar.

Casi se le paró el corazón cuando oyó la lucha y saltó del auto nada más llegar a la entrada del edificio. Subió de dos en dos los escalones hasta el tercer piso mientras el miedo y la angustia se entremezclaban en su interior, despertando la bestia salvaje en él, esa que apenas podía controlar una vez que emergía. La ira finalmente estalló cuando, al abrir la puerta, lo vio sobre ella, con una mano en torno a su cuello, intentando asfixiarla. Un espeluznante gruñido brotó de su pecho justo antes de lanzarse hacia él, dispuesto a acabar con todo en ese preciso instante.

Con la respiración acelerada y el odio brillando en su mirada, lo golpeó con fuerza mientras imágenes de las cosas que ella le había contado pasaban por su mente, alimentando aún más su rabia. Sabía que debía detenerse, pero ya no tenía voluntad para hacerlo. No cuando su sola existencia era un riesgo para la mujer que amaba. Llevó las manos a su garganta y las cerró despacio. Lo mataría, y lidiaría luego con las consecuencias. Por ella estaba dispuesto a romper todas las reglas y a cruzar esa peligrosa línea de fuego que le permitiría mantenerla a salvo.

Pero entonces, el sonido de su suave voz se filtró a través de la bruma de sus turbulentos pensamientos, y la oscuridad que lo había invadido con tanta violencia, poco a poco comenzó a disiparse. Sus manos, temblorosas por la adrenalina, aflojaron su agarre mientras sus ojos buscaban los suyos. Ella lo había devuelto a la cordura, no dejándolo caer.

Martina exhaló, aliviada, al verlo recuperar el control. Por mucho que ella también quisiera terminar con Ariel Deglise para siempre, no lo haría a costa de la integridad de su compañero. Alejandro era la persona más recta y honesta que conocía y no permitiría que su carrera se manchara por culpa de un psicópata.

—¿Estás bien? —preguntó él con voz grave y entrecortada mientras le acariciaba las marcas que comenzaban a aflorar en su cuello.

—Sí —aseguró ella y envolvió su mano entre las suyas—. Llamemos a Castillo antes de que despierte.

Asintió y volvió a mirar al hombre que yacía inconsciente en el piso de la vivienda. Había estado a punto de matarlo y, si bien el mundo no se habría perdido de nada, se sentía aliviado de no haberlo hecho. Le bastaba saber que pasaría el resto de su vida en la cárcel.

La hora siguiente fue un torbellino de actividad policial. Varios oficiales acudieron al departamento para llevarse al empresario a una prisión de máxima seguridad, de donde no volvería a salir jamás. Por supuesto, ellos tendrían que emitir sus informes, pero eso podía esperar. De momento, lo único que importaba era que estaban juntos y a salvo.

—¿Será que algún día podremos irnos a dormir sin que nadie trate de matarnos? —ironizó Alejandro, tras quedarse solos.

—Eso sería muy aburrido, ¿no te parece?

Él se carcajeó. Más tranquilo ahora, podía permitirse bromear.

—Te digo que no me vendría mal un poco de aburrimiento —confesó mientras la rodeaba con sus brazos para no soltarla nunca más.

El peligro había pasado. Todo iría bien. 

------------------------
¡Espero que les haya gustado!
Si es así, no se olviden de votar, comentar y recomendar.

¡Hasta el próximo capítulo! ❤
Solo queda uno, más el epílogo...

📌 Mis redes

Instagram: almarianna
Tiktok: almarianna
Grupo de facebook: En un rincón de Argentina. Libros Mariana Alonso.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top