Capítulo 26

Hicieron el viaje de regreso en el más absoluto silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos. La ciudad seguía dormida y una ligera neblina envolvía el vehículo conforme este avanzaba por las calles desiertas. Tras el volante, Alejandro mantenía la mirada en el camino mientras se aferraba a él con ambas manos. Martina, a su lado, apenas se movía. La rigidez en su postura y los brazos cruzados delante de su pecho eran una señal inequívoca de la tensión que aún la embargaba. Quería decirle algo, cualquier cosa que pudiera ofrecerle consuelo; sin embargo, ninguna palabra salía de su boca.

Después de tomar la curva final, vislumbró por fin la casa y frenó con suavidad, dejando que el auto se deslizara despacio hasta detenerse frente a la entrada. Las luces de la calle iluminaban la fachada de forma tenue y le daban un aire de tranquilidad que contrastaba con el caos y el miedo que habían vivido tan solo unas horas atrás. Apagó el motor, pero no se movió. Ella continuaba en la misma posición, sus ojos fijos en algún punto a lo lejos, sin percatarse siquiera de que habían parado.

—Ya llegamos —susurró con suavidad, rompiendo el abrumador silencio que imperaba en el ambiente.

La voz de su compañero, con ese tono sereno que lo caracterizaba, la regresó de pronto al presente. Parpadeó sorprendida al comprender dónde se encontraban y buscó su mirada. Él la contemplaba con preocupación, sus ojos brillando con el dolor y la impotencia que sin duda la provocaba verla en ese estado. Asintió porque sabía que esperaba una respuesta y bajó la vista, avergonzada. Se sentía culpable, incluso cuando era consciente de que no lo era. Tras unos segundos, inspiró profundo y se dispuso a bajar. No obstante, no logró que su cuerpo obedeciera. Estaba agotada.

Alejandro advirtió al instante lo que sucedía. Sin dudarlo, salió del auto, lo rodeó con prisa y le abrió la puerta para ayudarla a bajar. Maldijo en su interior al notar el temblor de su mano cuando la sostuvo en la suya y la guio despacio hacia la vivienda. A pesar de que el peligro había pasado, necesitaba sentirla a resguardo. El pasillo hasta el departamento le pareció interminable, oscuro y macabro, como si avanzaran a través de la bruma densa y oscura de una pesadilla, y solo volvió a respirar con normalidad cuando estuvieron dentro.

De pie junto a la puerta, Martina miró a su alrededor con aprensión. El lugar se sentía frío, lejano, como si ya no fuera ese cálido refugio que la cobijaba desde hacía semanas. Y si bien entendía que no tenía nada que ver con el espacio, sino más bien con lo que acababa de vivir, no pudo evitar estremecerse. Entonces, el peso de lo sucedido cayó sobre ella con fuerza, aplastándola, y supo que no tardaría en derrumbarse.

Alejandro debió percibir su angustia porque de inmediato acudió a su lado.

—¿Estás bien? —preguntó mientras le apartaba un mechón de pelo del rostro para colocarlo detrás de su oreja.

Ella trató de sonreír, aunque la sonrisa no alcanzó sus ojos.

—Tengo que llamar a mi hermana, avisarle que estoy bien.

Él la observó por un segundo, entendiendo su dilema. Martina odiaba sentirse vulnerable delante de otras personas, en especial de su familia, y siempre procuraba mostrarse fuerte e invencible. En cuanto ella oyera su voz, la presionaría para que la dejase venir y quedarse a su lado en un momento tan duro, y eso era algo que su compañera no podía soportar porque la haría sentirse débil y frágil.

—Cecilia lo sabe, Esteban le avisó. No necesitás hacerlo ahora, corazón.

Sus ojos brillaron con lágrimas contenidas. El amor de Alejandro la cubría como un manto cálido en una fría noche de invierno. Él siempre la protegía y cuidaba de ella.

—Se va a quedar más tranquila si lo escucha de mí.

Asintió.

—De acuerdo. Tomá mi teléfono —dijo mientras lo sacaba de su bolsillo y se lo daba—. El tuyo estaba tirado en el suelo cerca del salón, pero lo debe tener la policía ahora.

Martina se estremeció al evocar el momento en el que Thiago la sorprendía y recordó de pronto lo que pasó justo antes de que consiguiera llevarla con él.

—Candela...

Notó de inmediato que Alejandro se tensaba y, por un instante, creyó que le diría que no había sobrevivido.

—Estará bien. —Exhaló aliviada al oírlo. Pese a su comportamiento y actitud, no le deseaba la muerte—. Pero no volverá a pisar una comisaría en su vida. Eso te lo puedo asegurar.

Sabía por qué lo decía. A diferencia de lo que cualquiera de ellos hubiera hecho en esas circunstancias, la agente se disponía a abandonarla cuando el repentino disparo la derribó en plena huida. Si bien él no había estado allí ni presenciado el encuentro, de alguna manera, dedujo lo que pasó. No la sorprendía, la verdad. Siempre había sido una persona muy inteligente y perspicaz.

—Yo me equivoqué también —declaró en un intento por suavizar las cosas, aunque no sabía bien por qué—. Dejé que los celos me afectaran y me distraje por completo. No estaba prestando atención a mi entorno.

—No —la detuvo—. El que se equivocó fui yo al no escucharte cuando intentaste advertirme. Jamás debí confiar en ella. Si yo hubiera llegado más tarde... —La voz se le quebró al final, impidiéndole continuar.

—Pero no lo hiciste, mi amor. Llegaste justo a tiempo.

—Te lastimó —murmuró con ira contenida y remordimiento.

—No tanto como lo habría hecho si no hubieses aparecido en ese momento —señaló a la vez que acunaba su rostro entre sus manos—. Iba a violarme, Ale, y vos se lo impediste. Me protegiste. Como siempre lo hiciste.

Él la abrazó y la estrechó más cerca de su cuerpo con suavidad. Este temblaba a causa del maldito recuerdo que atormentaba su mente. Ver a ese tipo encima de ella lo había desquiciado, provocando que su parte más instintiva y animal tomara el control absoluto. La furia y el odio volvieron a invadirlo, tensando cada músculo y llevándolo al límite una vez más. Quería matarlo, volver allí y terminar lo que había empezado; golpearlo hasta oírlo exhalar su último aliento, vengarse por el daño que le había hecho a la mujer que amaba. Sin embargo, no lo haría. No solo porque no debía, sino por la simple razón de que no pensaba alejarse de su lado de nuevo.

—Y nunca dejaré de hacerlo —susurró con voz ronca mientras se separaba lo suficiente para poder mirarla a los ojos—. Te amo, Martina.

—Yo también te amo.

Al oír su respuesta, se inclinó hacia abajo despacio, dándole la oportunidad de apartarse si así lo deseaba. Cuando no lo hizo, apoyó los labios sobre los suyos con suavidad. Era la primera vez que se besaban después de lo sucedido y fue un beso cargado de amor, entrega y esperanza. Un beso que expresaba el alivio que ambos sentían y necesitaban.

Cuando finalizó, permanecieron en silencio con sus frentes pegadas durante unos segundos antes de que se apartaran.

—Voy a prepararte el baño mientras hablás con tu hermana. Imagino que te gustaría darte una ducha caliente.

Ella asintió con una breve sonrisa.

—Gracias.

En cuanto él se alejó, buscó el contacto de Cecilia en el teléfono y se dirigió a la habitación. Estaba nerviosa. Sabía que no le resultaría fácil convencerla de no ir, no obstante, tenía que encontrar el modo de hacerlo. Porque, aunque la amaba con toda su alma, en ese momento no deseaba estar con nadie más. Lo único que necesitaba era la compañía y contención de su mejor amigo, el hombre que amaba y el único que la hacía sentir a salvo.

—Decime que la encontraste, Ale.

Su angustia la golpeó con fuerza, como si recibiera una trompada en el estómago.

—Ceci, soy yo.

—¡Dios mío, Martina! ¿Estás bien? ¿Qué pasó? ¿Dónde...?

—Estoy bien, tranquila. Alejandro me rescató. Estamos en casa.

—Voy para allá.

—¡No! —exclamó—. No hace falta que vengas —continuó, con un tono de voz más bajo—. Solo quería que supieras que estoy bien.

Un repentino silencio se alzó a través de la línea en tanto ella procesaba sus palabras. Dudaba que se conformara tan fácil, aun así, debía intentarlo. No soportaría que la viera en ese estado.

—Quiero ir de todos modos. Necesito verte, Martu, asegurarme de que estás bien.

—Lo estoy, en serio. Tengo a Ale conmigo, él me está cuidando.

—Pero...

—Por favor, Ceci, no insistas. Estoy agotada y necesito descansar. No te preocupes por mí. Ya pasó todo y estoy bien, lo prometo. Hablamos mañana, ¿sí?

Una nueva pausa, esta vez un poco más larga que la anterior.

—Bueno —dijo por fin, la reticencia resonando en su voz—. Descansá, hermanita. Te quiero mucho.

—Yo también.

Cortó antes de que el llanto la venciera. Tras dejar el teléfono sobre la mesita de luz, se sentó en la cama y pasó una mano por su rostro para limpiar la humedad de sus ojos.

—¿Todo bien?

Se sorprendió al ver a Alejandro de pie debajo del umbral de la puerta. No lo había escuchado acercarse. Él la miraba con expresión preocupada.

—Sí, le pedí que no viniera.

Caminó hacia ella, consciente de lo mucho que le había costado eso, y se sentó a su lado. Luego, le acarició el cabello en un gesto tierno que la apaciguó en el acto.

—La ducha ya está lista.

Ella asintió y cerró los ojos, disfrutando del suave contacto. Sabía que todavía quedaba mucho por enfrentar, pero en ese momento lo único que deseaba era dejarse colmar por la tranquilidad que encontraría en el calor del agua y la seguridad que su presencia le brindaba.

En el cuarto de baño, el vapor la envolvió con una calidez que contrastaba con la frialdad que sentía por dentro. Él se quedó junto a la puerta mientras la observaba en silencio, asegurándose de darle espacio, aunque dispuesto a acercarse si lo necesitaba. La notaba exhausta, al límite de sus fuerzas, y el temor de que se cayera y se lastimara aún más lo mantenía alerta.

Martina intentó bajar el cierre de la chaqueta que él le había dado en aquel sótano, pero sus manos todavía temblaban un poco y le resultaba difícil coordinar el movimiento. Con impaciencia, tiró de forma brusca hacia abajo. No obstante, este se trabó a mitad de camino al morder la tela de la remera que tenía debajo.

—¡Dios! —murmuró exasperada a través del nudo que se había formado en su garganta.

—Dejame a mí.

Con una delicadeza que la hizo estremecer, Alejandro consiguió deslizarlo hasta el final. Su ropa desgarrada se abrió de golpe y cayó hacia los lados, exponiendo sus pechos desnudos. De inmediato, advirtió las marcas violáceas que contrastaban con su blanca piel, provocadas sin duda por una brusca succión. Retrocedió un paso y cerró los puños al sentir la violenta oleada de furia que lo recorrió entero e inspiró profundo para calmarse. No debía alterarse de ese modo. Ella lo necesitaba tranquilo.

—Lo siento —la oyó susurrar entonces con voz temblorosa a la vez que trataba de volver a cubrirse.

Negó con la cabeza al tiempo que se acercó de nuevo.

—No tenés nada de qué disculparte —afirmó mientras acunaba su rostro entre sus manos y le apartaba las lágrimas con ambos pulgares—. No fue tu culpa.

A continuación, la ayudó a desvestirse y la llevó a la ducha. Si bien no deseaba irse, intuía que necesitaba un momento a solas, por lo que se giró para salir del baño. Sin embargo, ella lo detuvo antes de que se alejara.

—¿Te quedás conmigo?

Más que una pregunta fue una súplica y su voz, cargada de miedo y ansiedad, se clavó en su pecho cual filosa daga.

—Por supuesto.

Tras quitarse la propia ropa, se metió en la ducha. Colocándose detrás de ella, la rodeó con sus brazos de forma protectora y la sostuvo en silencio mientras el agua se deslizaba despacio sobre sus cuerpos.

—Estoy acá, Martina. No importa lo que pase, siempre voy a estar con vos.

Ninguno de los dos volvió a hablar. No hacía falta. La compañía mutua era el único consuelo que precisaban.

Un rato después, Alejandro la ayudó a lavarse, pasando con cuidado las manos enjabonadas por su piel, barriendo con ellas todo rastro de la agresión vivida. Ella, por su parte, mantuvo los ojos cerrados y permitió que el amoroso tacto del hombre que amaba se llevara los malos recuerdos y las sensaciones desagradables que había experimentado. Solo sus delicadas y sanadoras caricias existían en ese momento.

Una vez terminaron, la envolvió con una toalla y anudó otra a su cintura.

—Vayamos a la cama.

Martina asintió casi sin fuerzas y lo dejó guiarla hacia esta donde, luego de ayudarla a sentarse, se ubicó a su espalda y comenzó a cepillarle el cabello. Se lo agradeció en un susurro casi inaudible y suspiró, sintiéndose plenamente amada y cuidada por él.

Cuando un minuto más tarde, lo sintió levantarse de pronto, su corazón dio un vuelco ante la posibilidad de que la dejara sola.

—Por favor, no te vayas.

—No voy a ir a ningún lado, corazón —la tranquilizó—. Solo quiero secarnos bien para que estemos más cómodos.

Alejandro se apresuró a frotarse el cuerpo con movimientos firmes y rápidos y se puso unos bóxers limpios. Después, regresó a su lado y tomó sus manos para instarla a ponerse de pie. Entonces, procedió a secarla con delicadeza. Ella lo dejó hacer, disfrutando del reconfortante contacto. Por último, deslizó una remera sobre su cabeza y la ayudó a ponerse ropa interior con la misma atención y ternura que había empleado hasta el momento.

Al terminar, la hizo volver a sentarse y aplicó en sus muñecas la crema que los médicos le recetaron cuando la revisaron. Había tenido el reparo de pasar por una farmacia de turno antes de regresar al departamento para que pudiera empezar el tratamiento esa noche. Finalmente, la ayudó a recostarse y, tras meterse en la cama con ella, la envolvió con sus brazos pegándola a él, estrechándola fuerte contra su pecho.

—Todo va a estar bien —prometió más para sí mismo que para ella.

Martina no respondió, pero se acurrucó más cerca, como si temiera que fuera a desvanecerse si lo soltaba. Era consciente de que jamás olvidaría la desesperación que había sentido cuando creyó que no saldría con vida de ese horrible lugar, del mismo modo que no podía dejar atrás las cosas que Ariel la forzó a hacer. No obstante, ya no estaba sola. Tenía al hombre que amaba a su lado. Y aunque no sabía qué les depararía el destino, confiaba en que lo superarían juntos.

Él no volvió a emitir palabra. Se sentía agotado, y verla tan frágil lo destrozaba por dentro. No podía dejar de pensar en los lamparones violáceos que ese hijo de puta había dejado en sus pechos, como si con eso hubiera pretendido marcarla, reclamarla de forma animal y posesiva. La furia bulló una vez más dentro de su pecho al imaginar lo que ella había tenido que soportar esa noche. Porque si bien pudo evitar que la violara, no fue capaz de impedir que la agrediera y aquellas marcas no eran más que la prueba del abuso recibido.

Tras un suspiro, Martina dejó que sus párpados cayeran despacio. Se sentía rota y culpable por haber permitido que un hombre la doblegara de esa manera, por haber sido vulnerable de nuevo. Sin embargo, la reconfortaba el calor del abrazo de su compañero y le daba una sensación de seguridad de la que no quería desprenderse. Él era su roca, en quien podía apoyarse sin temor a ser juzgada. Su tabla de salvación y su ancla en medio del caos. Su debilidad y su fortaleza. El único capaz de darle la paz que tanto necesitaba. Era, sin lugar a dudas, el gran amor de su vida.

Mientras ella se quedaba dormida poco a poco, Alejandro permaneció despierto un rato más, sus pensamiento girando en torno a lo sucedido ese día. El miedo, la angustia, el alivio y la necesidad de protegerla... todo se mezclaba en su mente en un violento torbellino que amenazaba con ahogarlo. Obligándose a sí mismo a relajarse, besó su frente e inspiró profundo para llenarse de su olor. Finalmente, cerró los ojos y se entregó al descanso. Su mujer estaba allí junto a él, viva y a salvo en sus brazos.   

Si bien Cecilia llamó al día siguiente para ir a ver a su hermana, a pedido de ella, Alejandro le indicó que esperara un poco más. Martina era la persona más resiliente que conocía, pero lo cierto era que lo vivido en aquel sótano había sido demasiado fuerte y necesitaba tiempo para sanar y reconstruirse. Y aunque, según sus propias palabras, valoraba mucho el apoyo de la familia, en ese momento solo deseaba la compañía y contención de su compañero.

Para el tercer día, se sentía más recuperada y decidió que era hora de enfrentar la situación. Dispuesta a superar la difícil prueba que la vida había puesto en su camino, le pidió que la llevara a la comisaría para prestar declaración y terminar de una vez con todo. Quería asegurarse de que Thiago Guevara fuera encerrado y no pudiera lastimar a ninguna otra mujer.

Por fortuna, Campos había estado ocupándose de los trámites y las comunicaciones, actuando como nexo entre la policía local, la delegación de Misiones y su superior en Buenos Aires, por lo que el tedioso trámite no debería llevarles mucho tiempo.

Después, tenía pensado ir a ver a su hermana. Sabía que ella, junto a Manuel y sus hijos, había regresado a su casa y no quería seguir dilatando el encuentro. Bastante paciencia le había tenido ya.

—¿Lista? —le preguntó Alejandro con cautela a la vez que sostenía sus manos entre las suyas.

—Sí, hagámoslo.

Pese a que su compañero les había allanado el terreno, estuvieron alrededor de cuatro horas allí dentro. Primero, emitieron una declaración oficial en la que detallaban lo sucedido durante el rescate y todo lo que habían vivido antes de eso. Después, se sentaron frente a las computadoras y redactaron el informe conjunto que su superior en Buenos Aires necesitaba. Si bien se encontraban en Tandil, debían regirse por los estándares de la ciudad, por lo que se aseguraron de que cada detalle relevante quedara bien documentado, conscientes de que este sería compartido con la policía local y la delegación de Misiones.

Para cuando terminaron, se sentían agotados, aunque satisfechos por el trabajo realizado. Solo restaba llamar a Campos y averiguar cómo iban las cosas con el comisario y cuáles eran sus órdenes. Sabía que Castillo estaba molesto con él y la verdad que no era para menos. Después de todo, había actuado con impulsividad, ignorando de forma intencionada el protocolo y poniendo en riesgo su vida y la del oficial a su cargo. No importaba que la situación ameritara ese tipo de acciones, una severa reprimenda lo esperaba a su regreso.

No pudo evitar tensarse al pensar en ello. Aún faltaba para que la licencia de Martina terminara y no estaba seguro de cuáles eran sus planes para después. Lo cierto era que habría preferido no tener que hablar de eso tan pronto, pero tampoco podía seguir postergándolo. Su jefe no tardaría en pedirle que volviera y entonces tendría un grave problema porque era incapaz de marcharse sin ella.

Giró la cabeza hacia el costado para mirarla antes de regresar la vista al volante. Ella había recuperado su teléfono y, mientras se dirigían a la casa, intercambiaba mensajes con Cecilia, quien estaba ansiosa por volver a verla. Tal vez era mejor que esperara hasta la noche para sacar el tema y comunicarle su deseo de regresar juntos.

De pronto, su celular comenzó a vibrar, captando al instante su atención, y se apresuró a atender la llamada.

—Campos. Recién salimos de la comisaría y estamos volviendo en mi auto. ¿Vos dónde estás?

—En el hospital, jefe, esperando el parte médico de Vega. Creo que pronto le darán el alta.

Advirtió de inmediato cómo Martina se tensaba a su lado y apretaba los puños con fuerza ante la mención de su nombre. Una oleada de ira recorrió su cuerpo al recordar la situación en la que los había puesto al actuar con imprudencia e irresponsabilidad. Por su culpa, la mujer que amaba sufrió a manos de un psicópata que disfrutaba de abusar de sus víctimas antes de deshacerse de ellas. Debido a sus acciones, estuvo a punto de morir y eso era algo que jamás le perdonaría.

Se aferró al volante cuando sus gritos se colaron en sus recuerdos y la visión de su ropa desgarrada lo golpeó con violencia de nuevo. Sin pensarlo siquiera, giró en la primera curva y cambió de dirección.

—Vamos para allá.

Cortó antes de que intentara persuadirlo. Si bien sabía que él pensaba de forma similar, tenía claro que no lo dejaría pasarse de la raya. No obstante, no le importaba. Quería que Candela escuchara de su propia boca que jamás sería parte de su equipo.

—Ale...

—No, Martina. Esta vez no voy a callarme.

Diez minutos después, irrumpió en la habitación, seguido de cerca por su compañera. Ella, por su parte, estaba un poco preocupada por su reacción. Siempre había sido un hombre muy tranquilo y nunca se enojaba de ese modo con sus oficiales, pero la chica lo había llevado al límite y temía que pudiera hacer algo de lo que fuera a arrepentirse después.

—¡Hola! ¿Qué...? —Una mezcla de sorpresa y esperanza resonó en la voz de la joven policía.

Esteban Campos se puso de pie al advertir la expresión en el rostro de su jefe y dio un paso hacia él con la intención de frenarlo. Sin embargo, Alejandro estaba decidido a sacarse de adentro la bronca acumulada y nada lo detendría.

—Desde el primer momento supe que no tenías lo necesario para formar parte de mi equipo, pero te hice un lugar de todos modos. ¿Y cómo me pagaste? ¡Pasándote por el culo la única orden que te di! —espetó con tono intimidante, su rostro enrojecido por la ira—. Debías protegerla. Te pedí expresamente que lo hicieras. En cambio, trataste de huir y abandonaste a tu compañera en medio del peligro, incluso sabiendo que estaba desarmada.

—Yo... estaba asustada y... Lo siento —se disculpó entre sollozos, atormentada por sus duras palabras.

—¿Ahora estás arrepentida? —exclamó, cerrando los puños—. ¡Me importa una mierda como te sientas en este momento! ¡Casi la pierdo por tu culpa, Candela! Porque no sos más que una nena caprichosa e inmadura jugando un juego que no puede ganar.

Dio otro paso en su dirección, no obstante, Campos se interpuso entre ellos. Si bien tenía todo el derecho a enojarse y reclamarle, no podía permitir que la situación se saliera de control.

—No voy a tocarla —gruñó, molesto y apartó el brazo de un tirón cuando intentó sujetarlo.

Por muy furioso que estuviera, nunca agrediría a una mujer y él lo sabía bien.

—Ale, por favor —pidió Martina al mismo tiempo y apoyó una mano sobre su pecho.

El efecto de su tacto fue instantáneo. Sus ojos se desviaron hacia los de ella, percibiendo en el acto la inquietud en ellos. Maldijo al darse cuenta de que él era el responsable en esa oportunidad y retrocedió de nuevo. Inspiró profundo antes de volver a dirigir su atención a la chica.

—Estás fuera, Vega —finalizó un poco más aplacado, aunque firme.

Incapaz de permanecer otro segundo en aquella habitación, dio media vuelta y se alejó hacia la puerta. Martina se apresuró a seguirlo. No tenía nada que agregar. Alejandro lo había dicho todo.

Estaba por salir cuando su siguiente comentario la hizo detenerse.

—Te felicito. Parece que te eligió a vos, después de todo —siseó con desprecio.

Sorprendiéndose a sí misma, sonrió. No entendía cómo alguna vez sintió celos de ella. En ese momento, lo único que le inspiraba era lástima.

—Nunca hubo una competencia, linda. Su corazón siempre fue mío.

Y sin más se marchó, dejándola retorciéndose en su propio veneno.

------------------------
¡Espero que les haya gustado!
Si es así, no se olviden de votar, comentar y recomendar.

¡Hasta el próximo capítulo! ❤

📌 Mis redes

Instagram: almarianna
Tiktok: almarianna
Grupo de facebook: En un rincón de Argentina. Libros Mariana Alonso.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top