Capítulo 23
—¡Mierda!
Martina seguía sin contestar y Alejandro comenzaba a desesperar. Algo en su interior le decía que ella se encontraba en peligro y, una vez más, él no estaba cerca para protegerla.
Sin reducir la velocidad, tomó la siguiente curva como alma que lleva el diablo. Las ruedas chirriaron mientras el vehículo se deslizó de lado hasta que, unos segundos después, logró afirmarse de nuevo en el pavimento. Conducía como un loco y lo sabía, pero no le importaba. Necesitaba ir hacia ella. Cuando, tan solo una hora atrás, Pablo le mencionó el nombre de Enzo, ni siquiera consideró la posibilidad de que alguien más fuera el responsable de las malditas llamadas. Por el contrario, permitió que la ira se apoderara por completo de él y actuó con precipitación, cometiendo el peor error: dejarla sin su protección.
—Martina es fuerte, Ale —aseveró Campos, consciente de lo que lo atormentaba en ese momento—. Si hay alguien que puede contra un puto sicario es ella.
Cerró con fuerza las manos alrededor del volante. No tenía dudas de que era fuerte, y justamente por eso estaba aterrado. Porque sabía con certeza cómo reaccionaría si creía que su familia estaba en peligro. No le importaría nada, ni siquiera su propia vida. Se arriesgaría a sí misma en un instante con tal de protegerlos a ellos, y eso el tipo tenía que saberlo. Si en verdad era tan inteligente como pensaba —lo que con cada minuto que pasaba se convencía más y más—, lo utilizaría a su favor para manipularla y conseguir una ventaja sobre ella, sobre todo si él no estaba allí para cuidarle la espalda.
Gruñó cuando, de pronto, un auto se atravesó en su camino, obstaculizándole el paso. Con una maldición, volanteó hacia la derecha, efectuando una diestra aunque aterradora maniobra para evitar chocar de lleno contra este. A continuación, realizó el cambio de velocidad que le daría al motor la potencia que necesitaba y hundió de lleno el pie en el acelerador. Campos se quejó ante la repentina sacudida mientras se sujetaba de la agarradera que había en el techo en un intento por no golpearse.
—En lo posible, quisiera llegar en una pieza, jefe. Si nos matamos en el camino...
Él no continuó, pero tampoco hizo falta. Sabía bien lo que había querido decir. ¡Carajo! Tenía razón. Debía ser más precavido. Muerto no le serviría de nada a Martina. Al contrario, la dejaría por completo a merced del psicópata que estaba tras ella. Aflojando el pedal, aminoró un poco la marcha. Aun así, iba ilegalmente rápido. Solo esperaba que no hubiera ningún policía de tránsito cerca en ese momento porque no pensaba detenerse, y entonces, tendrían otro problema más.
Inquieto, buscó el contacto de Pablo en su teléfono y activó el altavoz. Mientras esperaba que lo atendiera, lo dejó sobre su regazo y volvió a sujetar con fuerza el volante. Con los nervios que sentía, sería un gran desatino conducir con una sola mano. Y, aunque faltaba poco para llegar a destino; por alguna razón, eso no lo reconfortaba en absoluto. Al contrario, cuanto más se acercaban al salón, más apretado se volvía el nudo alojado en su estómago. Definitivamente, algo no andaba bien. Tal vez por eso, decidió llamar a su amigo e informarle lo que acababan de descubrir.
Desde Tandil, no había mucho que él pudiera hacer. Sin su equipo completo ni acceso a los sistemas de las computadoras de la comisaría, y con toda su atención centrada en la seguridad de Martina, le resultaba muy difícil —por no decir imposible— buscar más información sobre Enzo y su entorno. Si de algo estaba seguro, era que quien hubiese manipulado la línea telefónica del muchacho y colocado el número de ella en el bolsillo de su campera tenía que ser alguien con el que mantuviera una relación cercana. Solo así se explicaba que no se hubiera dado cuenta de nada. Si quería descubrir quién era el verdadero enemigo, no tenía más opción que recurrir a Pablo, una vez más.
—Díaz —lo oyó identificarse con tono seco y cortante al responder, como si ni siquiera hubiese mirado quien llamaba. De fondo, se filtraba el continuo y estridente golpeteo de sus dedos sobre el teclado.
—Pablo, soy Alejandro. Necesito pedirte...
—¡Ale, ¿estás bien?! —lo interrumpió, parando en el acto lo que fuese que estuviese escribiendo.
Un repentino silencio se alzó en la línea y, por alguna razón que no alcanzó a comprender, eso lo hizo sentirse más inquieto. Había percibido el alivio en su voz al momento de reconocerlo, pero también su inquietud, y todas sus alarmas se encendieron de inmediato.
—Enzo no es quien pensábamos —señaló mientras doblaba en la última curva—. Creo que es alguien de su entorno porque...
Se calló al ver las luces de la ambulancia estacionada justo frente al salón. Delante de esta, había un patrullero. De pronto, dos médicos emergieron del interior del vehículo sanitario —uno con un bolso colgado del hombro y el otro con una camilla plegable bajo el brazo— y corrieron con premura hacia la parte trasera del local. Allí los esperaba Manuel quien, con expresión preocupada, les hacía señas para que se apuraran.
—Te tengo que dejar, Pablo.
—Ale, esperá... —intentó detenerlo, pero él ya había cortado.
Sin perder tiempo, se bajó del auto de un salto y avanzó hacia el mismo lugar al que habían ido los doctores. Algo había pasado mientras ellos no estaban y necesitaba asegurarse de que Martina se encontraba bien. Esteban lo siguió en el acto, pisándole los talones. Los pasos de ambos resonaron en sus oídos mientras corrieron hacia el lugar; el miedo crecía en su interior y le oprimía el pecho.
Su estómago se contrajo cuando, tras alcanzarlos, comprendió lo que pasaba. Candela tenía una herida en la parte superior del muslo, y la sangre manchaba su ropa y el suelo alrededor de ella. Estaba pálida y sudorosa, con la respiración entrecortada por el dolor.
A un costado, Cecilia y Manuel aguardaban de pie junto a un oficial de policía, contemplando la escena con rostros demacrados y llenos de preocupación. Aunque ver a la joven en ese estado le afectó, el verdadero terror se apoderó de él al percatarse de que Martina no se encontraba allí. Su corazón latió con fuerza a la vez que una mezcla de miedo y desesperación lo invadió, instándolo a actuar con celeridad.
—¡Cecilia, ¿qué pasó?!
El uniformado intentó detenerlos, llevando la mano a su pistola por acto reflejo.
—Alto. No pueden pasar.
Era un novato y parecía nervioso con la situación.
—Hágase a un lado —murmuró Alejandro con impaciencia. No tenía tiempo para eso.
Esteban dio un paso adelante y sacó su placa para mostrársela al joven oficial.
—Somos policías. Necesitamos acceso ahora.
Este la evaluó por un momento antes de por fin asentir y apartarse.
—De acuerdo, pero no se demoren.
Ninguno se molestó en responderle. Tardarían el tiempo que fuera necesario.
—¡Ale! ¡Menos mal que llegaste! —declaró Cecilia en cuanto lo tuvo frente a ella. Sus ojos brillaban con lágrimas no derramadas. Su marido, a su lado, le rodeaba los hombros con un brazo de forma protectora—. No nos atrevimos a llamarte por si eso te ponía en peligro de alguna forma y no sabíamos qué más hacer. Cuando pedimos la ambulancia, nos dimos cuenta de que la policía también vendría, ya que siempre es notificada cuando hay un arma de fuego involucrada, y temíamos que pudiera meterte en problemas con ellos. Pero Pablo dijo que no nos preocupemos por eso, que todo estaría bien.
¿Pablo? ¿Había hablado con él? Arqueó las cejas sorprendido. Si bien Cecilia lo conocía desde que eran adolescentes, jamás se imaginó que seguiría teniendo su contacto. Ahora entendía por qué este le había hablado del modo en que lo hizo antes y una oleada de preocupación lo recorrió entero. Su mente trabajaba a toda velocidad, tratando de entender la situación, pero esta se volvía más confusa con cada minuto que pasaba.
—¿Dónde está Martina? —preguntó ansioso por confirmar que se encontraba bien.
No obstante, se tensó al advertir la consternación en el rostro de la mujer.
—Estábamos terminando de decorar la torta y faltaba un adorno —comenzó, dando un rodeo como siempre hacía cuando estaba nerviosa—. Le pedí que le avisara a Manuel para que fuera a buscarlo al auto.
—Pero no lo hizo —acotó el aludido.
Negó con la cabeza.
—En vez de eso, fue ella. La vi salir por la puerta de atrás. —Alejandro sintió que su corazón se disparaba—. Me extrañó que no volviera enseguida, pero, como ustedes tampoco estaban, creí que habían tenido que irse. Nunca me imaginé que...
—Fue todo muy rápido —intervino su marido al ver que ella no continuaba, y le frotó la espalda en un intento por brindarle su apoyo.
—No podíamos esperar más. La fiesta se terminaba y Delfi tenía que soplar las velitas... —prosiguió con voz temblorosa—. Estábamos cantándole el feliz cumpleaños cuando oímos el disparo. —Un escalofrío le recorrió la columna al tiempo que sus puños se cerraron con fuerza—. Para cuando salimos, Candela estaba así y no había rastros de Martina. Ella nos dijo que mi hermana conocía al hombre que le disparó, que lo llamó por su nombre. Le comenté todo esto a Pablo cuando lo llamé.
—¿Y quién es? —indagó con más brusquedad de la que pretendía.
—Thiago. Es un amigo de Enzo. Estaba con él en el bar aquella noche. También en el parador el día que llegaste a Tandil.
Se pasó una mano por la cara con nerviosismo. Todo cobraba sentido ahora. Solo un amigo habría sido capaz de acercarse a él sin levantar sospechas y ponerle el número de ella en el bolsillo. Y, más importante aún, podría estar cerca cuando se encontraran. ¡Mierda! Quizás, incluso, estaba allí cuando fue a buscarla e interrumpió su cita.
Consciente de que el tiempo se agotaba, sacó su teléfono decidido a rastrearla. Pero entonces, los médicos que atendían a la joven policía y habían logrado por fin contener la hemorragia, pasaron por su lado con ella en la camilla para llevarla a la ambulancia y transportarla al hospital.
Ignorando las quejas del personal sanitario, les bloqueó el paso. Sí, era un imbécil desconsiderado al que no le importaba demorar su partida si con ello conseguía obtener información sobre el tipo que se había llevado a Martina. Aunque dudaba de que en ese estado fuera capaz de decir algo coherente, estaba desesperado y ella había sido la última en verla. Los ojos de la chica aletearon por un momento antes de enfocarse en los de él. Lo impresionó la extrema palidez de su rostro. Sin embargo, eso tampoco lo detuvo.
—Candela, ¿ese hombre dijo a dónde la llevaría? ¿Mencionó a alguien más? Cualquier cosa que recuerdes puede servir.
Estaba perdiendo el tiempo y lo sabía. Nada de eso importaba en verdad porque en cuanto la encontrara —que no tenía dudas de que lo haría—, arrasaría con todo a su paso hasta ponerla a salvo. No podía estar muy lejos de allí. Solo esperaba que resistiera hasta que él llegara a su lado.
—Intenté protegerla... —balbuceó la agente con dificultad—. Apenas vi que salía sola, fui tras ella. Le pedí que volviera a entrar, pero se molestó conmigo y empezó a decirme cosas horribles...
Alejandro frunció el ceño. ¿De qué carajo estaba hablando? No le gustaba hacia donde se dirigía su relato y se tensó de nuevo al advertir un repentino destello de culpa en sus ojos.
—Él estaba allí —continuó, ajena por completo a la desconfianza que crecía en su interior—. Aprovechó ese momento para agarrarme del cuello. Tenía un arma y me amenazó con ella. Yo... Estaba asustada... Perdí la calma y traté de escapar. Me disparó mientras corría. —Hizo una pausa; su respiración se encontraba acelerada y entrecortada debido al inmenso dolor que experimentaba.
Cerró los puños y contuvo un gruñido. ¿Acababa de decirle que abandonó a su compañera? ¡¿Qué clase de policía actuaría así?!
—¿Le hizo algo a ella? —preguntó, empleando un tono de voz bajo y sereno que no logró engañarla. Estaba furioso y ella podía verlo.
Sus ojos se humedecieron al comprender que lo único que a él le importaba realmente era Martina y lo que pudiera haberle pasado a ella. Ni siquiera verla en ese estado, ensangrentada y al borde de la muerte, consiguió llamar su atención. Al menos, no del modo en que en verdad deseaba. Si Alejandro estaba a su lado en ese momento, era porque confiaba en que le diera información sobre la inspectora.
—Tuvo que haberla noqueado de algún modo porque estaba inconsciente cuando la cargó sobre su hombro y se la llevó.
—Voy a matarlo —gruñó, temblando de ira.
Cerró los ojos, intentando calmarse. Tenía que estar tranquilo para poder pensar con claridad. Pero entonces ella volvió a hablar y debió contenerse para no zarandearla.
—Esto era inevitable, Ale. Siempre tan desafiante e impulsiva... Algo así sucedería, tarde o temprano. Ella misma se lo buscó al salir sola...
Dio un paso atrás, apartándose al instante, y la miró con asco. Su sola presencia lo repelía.
—Llévensela de una vez.
Los médicos no lo dudaron y, con premura, empujaron la camilla en dirección a la ambulancia.
—¿No vendrás conmigo? —preguntó mientras se la llevaban.
No se molestó en responderle. Podía sentir el corazón latiéndole desbocado contra el pecho mientras una peligrosa rabia bullía en su interior, cual volcán a punto de entrar en erupción. Candela jamás sería una buena agente y definitivamente, nunca estaría en su equipo. Carecía del valor y compañerismo necesarios para ello. Y si bien era cierto que Martina no tendría que haber salido sola —ya habían hablado al respecto, discutido incluso—, también sabía que jamás bajaba la guardia. A menos claro, que en ese momento, su atención estuviese dividida en alguien más.
—¡La puta madre! —gritó con impotencia.
Nada de lo que acababa de decirle la joven tenía sentido. Solo había lanzado veneno por su boca, intentando desacreditar a la persona que, de seguro, se habría sacrificado a sí misma sin dudarlo con tal de protegerla, incluso aunque no la soportara. Porque así era ella y esa era una de las razones por las que la amaba con todo su corazón. Y en ese momento, se encontraba a merced de un criminal que buscaba hacerle daño.
Desesperado, se llevó una mano a la cabeza y enterró los dedos en su cabello. ¿Trabajaba solo o alguien más lo ayudaba? ¿Se trataba de un profesional o era tan solo un improvisado que tuvo suerte? Como fuese, había conseguido atraparla, y pensar en lo que pudiera hacerle a partir de ahora le ponía los pelos de punta. ¿La habría lastimado? ¿Sería demasiado tarde ya? "¡Basta, no pienses así!", se dijo a sí mismo.
Sacó su teléfono y abrió la aplicación que le permitiría rastrearla. Una vez más, debía recurrir a un maldito reloj para dar con ella y lo odiaba. Porque era consciente de que se trataba de la versión beta de un programa ideado en un principio para monitorear a vehículos y empleados. Un sistema que utilizaba tecnología que dependía a su vez de la intensidad de la señal que recibiera según donde se encontrara y eso era en extremo falible. En especial en Tandil donde había muchos lugares aislados y sierras que muchas veces obstaculizaban dicha cobertura.
—Jefe.
Se giró al oír la voz de Esteban, que en ese momento se inclinaba para recoger algo del suelo. El corazón le dio un vuelco al reconocer el celular de su compañera. Tal y como había supuesto días atrás, el tipo se había deshecho de este con la clara intención de que no pudieran rastrearla. Lo que ignoraba era que él se había anticipado a eso y lo que le permitiría encontrarla no estaba en su teléfono, sino alrededor de su muñeca.
—Acá está su arma, y la de Vega también —agregó mientras avanzaba junto al pastizal.
Pero él apenas lo escuchaba porque toda su atención estaba centrada en la pantalla de su móvil, donde un círculo titilante señalaba la ubicación de su compañera.
Lo correcto sería que notificara a su jefe de inmediato para que este se comunicara con el comisario local y coordinaran un operativo en conjunto para la búsqueda y el rescate de una de sus agentes. Ese era el protocolo de seguridad establecido que todos, incluso él, debían seguir. Sin embargo, no pensaba hacerlo. La mujer que amaba lo necesitaba y no iba a hacerla esperar ni un minuto más.
Alzó la vista hacia el oficial que, pendiente de ellos, los observaba con desconfianza. Estaba a unos pocos metros, vigilando cada movimiento, consciente de que podrían intentar algo de un momento a otro. Y lo cierto era que no se equivocaba. Su postura tensa y la forma en la que sus ojos se movían entre él y su compañero le indicaron que no sería fácil engañarlo. Aun así, debía intentarlo si quería llegar a Martina antes de que fuese demasiado tarde. Una mezcla de desesperación y determinación lo invadió de repente. No se permitiría fallar.
—Yo te cubro —aseveró Campos, adivinando lo que pensaba, y esbozó una media sonrisa de complicidad—. Acabá con ese hijo de puta y traé a nuestra chica de vuelta.
Asintió con alivio de contar con su apoyo, pero antes de que pudiera responderle, este se alejó en dirección al policía.
—¡Eh, novato! ¡¿Dónde está tu superior?! ¡No tenemos toda la noche!
Nervioso, el joven intentó justificarse.
—Señor, el comisario me avisó que venía en camino.
—¡¿Y de eso hace cuánto?! ¡Mierda, sí que se toman con calma las cosas en la provincia! —presionó un poco más a la vez que se ubicó frente a él de forma estratégica para bloquearle con su cuerpo el campo de visión.
Manuel y Cecilia, que habían observado el intercambio entre ellos, comprendieron al instante lo que sucedía y, dispuestos a ayudarlos, se unieron al reclamo, aumentando aún más la distracción.
Alejandro aprovechó la oportuna confusión para moverse con rapidez. Sin ser visto, corrió hacia su auto y se sentó tras el volante. A continuación, encendió el motor y puso primera para alejarse con sigilo. Lo que menos necesitaba en ese momento era que el joven oficial intentara detenerlo. Fue acelerando de forma gradual hasta llegar a la esquina y, solo cuando estuvo seguro de que nadie lo seguía, presionó el pedal hasta el fondo. El tiempo apremiaba y cuanto antes llegara a destino, más probabilidades tenía de encontrar con vida a Martina.
Con ambas manos alrededor del volante y alternando los ojos entre el camino y la pantalla de su teléfono, avanzaba por la ruta en silencio en dirección a la zona apartada en donde la tenían cautiva. Si bien nunca había estado allí, sabía que no había demasiado movimiento durante la noche, lo que la volvía perfecta para llevar a cabo un secuestro sin levantar sospechas. Conforme avanzaba, el paisaje urbano se transformaba poco a poco en un terreno más abierto y desolado. La luz disminuía con cada kilómetro recorrido y la oscuridad de la noche lo envolvía cual espectro macabro. "Aguantá, corazón. Ya casi llego", susurró con voz ahogada mientras rogó en su interior llegar a tiempo.
De pronto, su teléfono comenzó a vibrar, rompiendo el imponente silencio. Dudó por un instante, sin querer perder la concentración en un momento tan crítico, pero decidió atender cuando vio el nombre de su amigo en la pantalla. Por lo que le había dicho Cecilia, él estaba al tanto de la situación. Tal vez, tenía información crucial. Tomó una respiración profunda y respondió.
—Pablo, ¿qué...?
—¿Dónde mierda estás? Y no me cortes de nuevo.
Su rugido lo exasperó. No tenía tiempo para discutir con él.
—En mi auto, de camino al Parque Industrial.
—No, no vayas ahí. Tenés que dar la vuelta ahora. Creemos que la tiene en una casa en el barrio La Elena, al noroeste de la ciudad.
—¿De qué estás hablando? El GPS...
—¡A la mierda con eso, Ale! Confiá en mí. Es una trampa. Tiró el reloj ahí para despistarte. Lucas encontró un gasto en el resumen de su tarjeta de crédito que indica que alquiló una casa en ese barrio.
Frunció el ceño, aún dudando, pero la determinación en la voz de Pablo lo convenció. Miró a su alrededor, buscando un punto para poder maniobrar, y redujo al velocidad mientras se arrimaba a la banquina. Entonces, realizó un giro no solo prohibido, sino también peligroso hasta cambiar de dirección.
—Ya está. Ahora hablá.
—Cuando Cecilia me llamó antes y me dijo que el tipo era amigo de Enzo, empecé por ahí y repasé todo lo que tenía sobre él. No fue difícil encontrarlo. Thiago Guevara. Soltero. Veintinueve años. Llegó a Tandil hace tres meses en un micro en el que también viajaba Enzo tras haber visitado a una amiga en Buenos Aires. Se conocieron ahí mismo y congeniaron de inmediato, por lo que al llegar, comenzó a trabajar en la misma empresa de turismo que él.
—¿Y eso qué tiene que ver con...?
—Es un maldito genio informático, con delitos de todo tipo en su historial —enfatizó—. El último lo llevó a prisión. Secuestró a la hija de un empresario en Buenos Aires y lo extorsionó con matarla si no le transfería una exorbitante suma de dinero. Sin embargo, uno de los custodios del hombre reconoció el lugar que salía en el video que le envió como prueba de vida y alertó a la policía de inmediato. Intentó ganar tiempo, pero el tipo es muy inteligente y supo que algo tramaban. Llegaron justo cuando se disponía matarla. Lamentablemente, no pudieron evitar que la violara. Lo condenaron a trece años de prisión. Salió a los diez por buena conducta.
Alejandro se aferró al volante con fuerza. Odiaba los tecnicismos de la justicia. Ningún buen comportamiento borraría nunca lo que le había hecho a la víctima. Apretó la mandíbula. Si le tocaba un solo pelo a Martina...
—Espero que le hayan devuelto el favor ahí dentro.
—Bueno, eso no te lo sabría decir, lo que sí sé es que un mes antes de cumplir condena compartió celda con Deglise.
—¡Hijo de puta! —siseó con frustración.
Finalmente, todo cuadraba. Tal y como su compañera había señalado, Ariel era muy observador e inteligente y él había cometido el error de subestimarlo.
—El tipo sabía que lo vigilabas, Ale. Probablemente, cuando investigó a Martina, supo del vínculo entre ustedes y supuso que estarías atento a sus movimientos. Por eso montó un espectáculo y te hizo creer que el ataque vendría por el lado de Paco y su gente, cuando su verdadero plan siempre fue enviar a Thiago. Y él hizo lo mismo con Enzo, haciendo que toda tu atención esté centrada en el muchacho.
Alejandro recordó de pronto la acusación que le había arrojado horas atrás: "Guía turístico por las tardes, asesino a sueldo por las noches", le había dicho con ironía. Y no estaba tan lejos de la verdad, después de todo. Solo que tenía al hombre equivocado.
—¡Soy un imbécil! Tendría que haberme dado cuenta.
—No tenías forma de saberlo. A nosotros también nos engañó. Solo lo advertimos cuando revisamos sus cuentas bancarias.
—¿Estás seguro, Pablo? ¿Y si nos equivocamos al desviarnos? Si ella está... —Ni siquiera se animaba a decirlo en voz alta por miedo a que se cumpliera.
—Lo estoy, Ale. Confiá en mí. Esto es lo correcto.
Inspiró profundo, intentando sofocar el pánico que lo embargaba. La sola idea de perderla le oprimía el pecho y le revolvía el estómago. No había margen de error posible cuando se trataba de Martina. Si a ella le pasaba algo, no sería capaz de seguir viviendo.
—Espero que tengas razón.
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