Capítulo 21

Se sentía incómodo. Su intuición le advertía que no bajara la guardia, que el peligro se encontraba más cerca de lo que pensaba y que ella no estaba del todo segura. Y por supuesto, no tenía planeado hacerlo. Sin embargo, se volvía una tarea muy difícil cuando todo a su alrededor parecía contradecir sus temores y, peor aún, su propio equipo, en especial Martina, se convencía cada vez más de que se trataba de una amenaza vacía. Incluso su jefe le había advertido que, si no hallaba pronto una prueba de que el sicario en verdad existía, no tendría más opción que ordenar el regreso de sus oficiales.

Exasperado, se pasó una mano por el cabello. Tal vez todos tenían razón y el equivocado era él. Quizás su estado permanente de alerta tenía más que ver con sus miedos y la necesidad de protegerla de todo mal —incluso imaginario— que con un riesgo real. No obstante, sus entrañas le decían lo contrario. Había algo allí afuera, podía sentirlo, a la espera de que diera un paso en falso para destruir lo más valioso que tenía en la vida. No, no se relajaría. No importaba si debía luchar solo contra una amenaza invisible. Desde que se unió a las fuerzas, jamás había ignorado a su instinto y no iba a empezar a hacerlo ahora.

La risa de Martina lo trajo de nuevo al presente. A pocos metros de distancia, conversaba con su hermana mientras observaban a Delfina y Benjamín jugar con sus amigos. Una semana había pasado desde que Cecilia anunció que estaba embarazada y, pese a que era una excelente noticia, sus pequeños no lo habían tomado tan bien. Al parecer, les preocupaba que, ante la llegada de un bebé a la familia, sus padres los hicieran a un lado. Por eso, para demostrarles que nunca nada haría que los quisieran menos, decidieron celebrar el cumpleaños número siete de Delfina en un salón de fiestas, invitando también a varios compañeros del jardín de Benjamín.

Por supuesto, a Alejandro no le había gustado demasiado la idea y trató de persuadirla de no asistir, pero no tuvo éxito y ahora debía lidiar con una treintena de niños alegres y enérgicos gritando y riendo a su alrededor mientras él se encargaba de que el lugar fuese seguro para ella, lo que sin duda se estaba convirtiendo en una tarea casi imposible. La música sonaba estridente, al tiempo que las animadoras gritaban por el micrófono la consigna de un nuevo juego como si la vida se les fuera en ello, y él comenzaba a impacientarse. No podía dejar de ver amenazas potenciales en cada rincón y en lo único que pensaba era que terminara de una vez para poder llevársela a la seguridad del departamento.

Por fortuna, no estaba solo. Campos y Vega se encontraban en el bar ubicado justo enfrente, desde donde vigilaban la entrada y los alrededores. Ellos le avisarían ante cualquier movimiento extraño que hubiese e intervendrían de inmediato. Él, por su parte, no se separaría de Martina. No la perdería de vista, incluso, si eso lo hacía parecer un paranoico. Deglise era un hombre de muchos recursos y muy inteligente, pero si lograba tener acceso a los contactos de Paco, entonces sería imparable. Así que, le importaba una mierda si nadie le creía. Sus entrañas le decían que no se confiara y no lo haría, así tuviese que enfrentarse al enemigo él solo. Iban a tener que matarlo para llegar a ella.

Con eso en mente, le envió un mensaje a Pablo. Este no se había puesto en contacto todavía, por lo que suponía que no tendría novedades aún; no obstante, necesitaba que le diera algo o terminaría volviéndose loco. Sabía cómo funcionaban las cosas y que, sin la orden de un juez, lo que Lucas encontrara al ingresar de forma clandestina en el sistema de la compañía telefónica no serviría de nada. Pero, al menos, lo ayudaría a no andar a ciegas. Descubrir quién estaba detrás de aquellas malditas llamadas era el primer paso para dar con el asesino, y una vez que eso ocurriera, estaría en verdaderos problemas porque de ninguna manera se quedaría de brazos cruzados.

Si bien su jefe lo había apoyado hasta el momento, sin duda, dejaría de hacerlo en cuanto supiera de dónde provenía la información. Porque cualquier cosa que descubriera su amigo no sería a través de un medio legal y eso lo dejaba muy mal parado no solo a él, sino también al comisario. Ya de por sí, los altos mandos no veían con buenos ojos que tres oficiales se encontraran fuera sin que hubiese ninguna investigación en curso y, por ende, no tardarían en obligarlo a hacerlos volver. Y cuando sucediera, su carrera pendería de un hilo. Porque esa era una orden que Alejandro no podía cumplir.

—¿Podrías cambiar esa cara, mi amor?

Se giró al oír la suave voz de Martina a su lado y buscó su mirada. Advirtió un leve dejo de culpa en sus ojos, aunque no encontró reproche alguno. Lo entendía, eso era evidente; sin embargo, no compartía su inquietud y eso era incluso más peligroso que la amenaza en sí.

—No deberíamos estar acá y lo sabés.

Ella suspiró.

—Solo serán unas horas. Mis sobrinos necesitan esto y mi hermana me necesita a mí. Por favor, Ale. No puedo pausar mi vida solo porque alguien te dijo que estoy en peligro. Además, en nuestra línea de trabajo nunca estamos del todo seguros.

—Esa no es razón para ser imprudente. Y lo estás siendo. De nuevo —remarcó.

—Estamos cubiertos. Campos está allá fuera vigilando —señaló, omitiendo por completo la presencia de Vega, como si el no mencionarla hiciera que desapareciera—. ¿Podrías intentar relajarte aunque sea por un rato?

—No me pidas que deje de cuidarte. Martina, porque eso no va a suceder. Nunca.

Sonrió al oírlo y le acarició la mejilla con ternura.

—Lo sé. Y es algo que se te da muy bien. Siempre me siento a salvo cuando estás conmigo —reconoció mientras se ponía en puntas de pie para besarlo.

Alejandro la rodeó con los brazos en el acto y, acercándola más a su cuerpo, profundizó el beso. Con su lengua, se abrió paso entre sus labios y hurgó en su interior despacio, permitiéndose por un momento olvidarse de todo, excepto de su dulce y adictivo sabor.

—Me alegra que así sea, corazón —susurró contra su boca, justo antes de apartarse.

Ella se estremeció al notar el deseo en sus ojos y, satisfecha, retrocedió un paso.

—Al menos ahora ya no vas a asustar a los chicos —señaló con picardía antes de alejarse de nuevo.

Esta vez fue el turno de él de sonreír y, negando con la cabeza, se apresuró a meter las manos en los bolsillos en un intento por disimular el efecto que esa mujer siempre tenía en su cuerpo. Porque si los niños lo miraban en ese preciso instante, se asustarían de todos modos, y no por la expresión de su rostro precisamente.

Incapaz de apartar los ojos del vaivén de sus caderas, la observó caminar hacia donde estaba su hermana. Suspiró cuando oyó su preciosa risa ante lo que fuese que le hubiese dicho ella. Todavía le costaba creer que estuvieran juntos. La había deseado en silencio durante tantos años que llegó a creer que sería un sueño imposible. Sin embargo, allí estaban, y no dejaría que nada ni nadie se interpusiera entre ellos.

—¿Todo en orden, Campos? —preguntó después de presionar el botón del auricular que le permitía comunicarse con su hombre.

Se tensó durante los escasos segundos que este demoró en responderle y se acercó a la ventana para poder mirar hacia afuera.

—Afirmativo, jefe.

Un poco más aplacado, volvió a centrar su atención en lo que sucedía en el interior del salón. Solo debía aguantar un par de horas y entonces, volvería a tenerla por completo a resguardo en el departamento.

Pese a estar rodeada de gente, Martina no dejaba de mirar una y otra vez hacia donde se encontraba su compañero. Sabía que seguía tenso y, para ser honesta, lo entendía. Ella en su lugar se sentiría de la misma manera. Por eso, valoraba mucho que no hubiese tratado de impedirle estar allí. Bueno, había intentado persuadirla, eso seguro, pero no la presionó ante su negativa. La conocía lo suficiente como para saber que de nada le serviría imponérsele. Tal y como le acababa de decir, necesitaba estar junto a su familia en ese momento. Que, después de tantos años, su hermana por fin hubiese quedado embarazada era de por sí un milagro y deseaba acompañarla en tan maravillosa etapa.

Por otro lado, debía reconocer que comenzaba a dudar de que en verdad hubiese alguien que quisiera hacerle daño. No dejaba de darle vueltas a lo que había dicho Esteban días atrás y, con cada hora que pasaba, más se convencía de que estaba en lo cierto. Quizás no era más que una desagradable coincidencia lo de las llamadas recibidas y estas no tenían ninguna relación con el empresario o lo que pudiera tramar en su contra. Además, si bien no tenía dudas de que Ariel era capaz de eso —su orgullo herido y resentimiento eran razones más que suficientes para buscar vengarse de ella—, no creía que contara con los medios y el dinero necesarios para hacerlo. Al menos, no desde la cárcel.

—¡Tía, tía! ¿Dónde está papá?

La voz de Benjamín llamó su atención en el acto. Alzó la cabeza para mirar en su dirección y se sorprendió al ver que todos los niños los estaban mirando. Estos se alineaban en dos largas filas, nenas de un lado y varones del otro, y los padres de la cumpleañera debían ser los capitanes de cada equipo. Intercambió una mirada con Cecilia, que ya estaba posicionada en su respectivo lugar, y sonrió al notar su descontento. Sin duda, Manuel se estaba escondiendo para no tener que participar en el juego. Divertida, se inclinó hacia abajo para quedar a la altura de su sobrino.

—Debe haber ido al baño, peque —suavizó para que no se pusiera mal—. Pero, ¿qué te parece si ocupo yo su lugar hasta que vuelva?

Él lo pensó por un breve momento, como si estuviera evaluando todas las opciones. Y de pronto, una sonrisa traviesa iluminó su rostro.

—Les vamos a ganar porque sos policía —le susurró al oído.

Ella se carcajeó ante su lógica. Ojalá eso aplicara siempre en su trabajo.

—Por supuesto que sí —concordó y le guiñó un ojo.

A continuación, lo tomó de la mano y lo llevó de regreso al grupo. Cecilia acababa de colocarse el disfraz de payaso y los miraba con curiosidad.

—Me parece que mi maridito te va a deber una —murmuró por lo bajo al ver la mueca que hacía mientras se ponía su traje también.

—Y pienso cobrársela más tarde, que no te quepa la menor duda —aseveró con fingida molestia, provocando que las dos comenzaran a reír.

Lo cierto era que no le importaba en absoluto. No si con ello hacía felices a sus sobrinos.

Una vez que estuvo todo listo para que la competencia diera comienzo, la chica repitió las reglas y, con un movimiento de la mano, le indicó al Disk Jockey que subiera la música. De inmediato, gritos de ánimo y risas de los niños inundaron el ambiente conforme iban y venían de una punta a la otra del salón. El objetivo era recoger los objetos que correspondieran a cada equipo y dejarlos en el interior de la enorme bolsa que cada una de ellas tenía cosida a sus trajes. El que mayor cantidad reuniese al acabarse el tiempo sería el vencedor. Pocos minutos después, tal y como Benjamín supuso, ganó el grupo de los varones, aunque por supuesto, no por la razón que él creía.

Desde el otro extremo, Alejandro observaba la escena en silencio, cautivado por la forma en la que el rostro de Martina se encendía al interactuar con sus sobrinos. Se veía contenta, radiante y, sobre todo, relajada. Siempre le habían gustado los niños y ese instante era el claro reflejo de eso. Una imagen invadió su mente de pronto. Era un recuerdo de su propia infancia de cuando su madre le leía por las noches, lo reconoció de inmediato, y por un momento, se imaginó a sí mismo como padre. Su corazón dio un vuelco ante tan tierna epifanía y se dejó colmar por la felicidad que esta le provocaba. Entonces, lo supo. Anhelaba formar una familia a su lado.

Tras esta revelación, volvió a centrar su mirada en ella. Sintió una punzada de culpa en el pecho al comprender que, pese a su esfuerzo, no había sido capaz aún de eliminar la amenaza que la rodeaba. Estaba en guardia, eso seguro, listo para protegerla con su propia vida si fuese necesario, pero no había mucho más que pudiera hacer. Al menos, no solo, y eso lo llenaba de impotencia. Frustrado ante ese pensamiento, miró de nuevo hacia afuera. No sabía por qué, pero tenía la sensación de estar siendo observado, y eso no era bueno porque no solía equivocarse. Volvió a revisar su teléfono, pero seguía sin recibir ningún mensaje.

Dejándose llevar por un impulso, seleccionó el contacto de su amigo y se encaminó hacia el pasillo que conducía a los baños, buscando un lugar un poco más silencioso. No tenía muchas esperanzas, la verdad. Si Pablo hubiese conseguido la información que necesitaba, ya se habría comunicado con él. Aun así, lo llamaría. Cualquier cosa, por mínima que fuera, sería de utilidad, ya que era más de lo que tenía hasta el momento. Maldijo cuando escuchó la grabación del contestador y le pidió que le devolviera la llamada en cuanto oyera su mensaje.

Un repentino ruido a su espalda lo puso en alerta. Por acto reflejo, deslizó la mano por debajo de la chaqueta donde mantenía su arma a resguardo y se giró con un movimiento rápido y fluido, propio de un agente entrenado. No obstante, se relajó al reconocer el familiar rostro. Tras mirar a su alrededor para confirmar que todo estuviese en orden, centró su atención en el hombre que lo miraba con una mezcla de sorpresa y recelo en sus ojos. No podía culparlo. Después de todo, su reacción había sido un tanto desmedida.

—¿Café? —preguntó este mientras le ofrecía un humeante vaso de plástico.

—Gracias, Manuel. —Lo aceptó sin dudarlo—. Perdón por asustarte. —Avergonzado, pasó una mano por su rostro en un gesto nervioso.

—No te preocupes. Me lo merecía por querer andar de sigiloso —bromeó—. No fue la mejor idea acercarme a un policía por la espalda.

—No voy a discutir eso —concordó—. Así que, ¿este es tu escondite?

Asintió con una sonrisa.

—Amo a mis hijos, pero no pienso disfrazarme de payaso.

Alejandro negó con la cabeza divertido. Luego, acercó la bebida a sus labios. Una mueca de desagrado deformó de repente su rostro y volvió a apartarla como si se tratara de veneno.

—Esto es una mierda —sentenció con brusquedad antes de arrojarlo a la basura.

Si había algo que lograba oscurecer su humor, era que el café supiera a quemado.

Manuel se carcajeó en respuesta y, después de encogerse de hombros, terminó el contenido de su vaso. Si bien no era lo mejor que había probado, no le parecía que estuviese tan mal.

—Creo que mi cuñada te contagió sus mañas —provocó con diversión.

Pero antes de que pudiera replicarle, sintió la vibración del móvil en la palma de su mano.

—Pablo —dijo a modo de saludo, nada más atender—. Perdón por la insistencia. Sé que prometiste llamarme cuando tuvieras algo, pero... —Se detuvo al oír la afirmación de su amigo.

—Lo tenemos, Ale. Lucas logró identificar el número desde el cual llamaron a Martina. La línea está a nombre de un tal Enzo Romero. ¿Te suena?

Alejandro sintió la inmediata tensión en su cuerpo y su corazón se lanzó al galope. Sí, por supuesto que le sonaba, mucho más de lo que le habría gustado. Era el imbécil con el que la había encontrado al llegar a Tandil. El mismo con el que ella había bailado días antes de su llegada. Sintió una repentina y peligrosa ira crecer en su interior mientras sus músculos se contraían en respuesta, preparándose para el inminente enfrentamiento. Porque sí, iría por él en ese instante.

—Sé quién es —aseveró con tono glacial.

Estaba furioso. Ese tipo no solo la había engañado a ella, sino también a él.

—Lucas accedió también a la ubicación de dicho número en el momento exacto en el que se llevaron a cabo las llamadas. Claro que no es algo exacto, vos sabés cómo es esto, pero podemos inferir la zona desde donde se originó cada una, y todas fueron en un radio de diez cuadras alrededor de la casa de Cecilia.

—Hijo de puta —siseó.

Apretó la mandíbula al comprender lo que eso significaba. Había estado vigilándola de cerca en todo momento. Tal vez, incluso, podía verla, y por eso supo que hablaba con él cuando lo amenazó. Lo tenía todo dispuesto para emboscarla en cuanto tuviera una oportunidad. Probablemente, había planeado hacerlo ese mediodía en el restaurante en el que los encontró cuando fue a buscarla. Se habría ofrecido a llevarla y cuando la tuviera en su auto, la atacaría. Pero él llegó antes de que pudiera hacerlo, frustrando no solo su cita, sino también sus planes.

—Supongo que tenés su dirección.

—¿Qué vas a hacer con ella? Nada de esto tiene valor legal y lo sabés —señaló, consciente de lo que pasaba por su mente en ese momento—. A menos que la policía de allá lo atrape in fraganti, no podrá apresarlo.

—Eso lo tengo más que claro, pero no voy a exponer a Martina. Pasame la dirección —insistió.

—Ale, no podés ir a buscarlo. Vas a meterte en problemas.

—¡Pasame la puta dirección, Pablo!

Este exhaló, resignado. No iba a poder convencerlo, del mismo modo que nadie podría persuadirlo a él si estuviese en su lugar. Solo pensar en utilizar a Daniela como cebo hacía que todos sus músculos se tensaran. Y no importaba que, a diferencia de su esposa, Martina fuese una agente entrenada por la policía. Era la mujer de su amigo, y ellos siempre protegían a sus mujeres.

Luego de indicarle el domicilio solicitado, le rogó que tuviese cuidado. Que ese tipo fuese quien la había llamado no implicaba necesariamente que se tratara del asesino en cuestión, aunque debía estar preparado para que lo fuera.

Nada más cortar, Alejandro alzó la vista hacia Manuel. Este había escuchado toda la conversación y lo observaba en silencio.

—¿Vas a decírselo a ella?

—No.

—No va a gustarle —advirtió, seguro de que él también lo sabía.

—Tendré que lidiar con eso después.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—Lo que tendría que haber hecho desde un principio —aseveró con determinación—. Le pediré a Vega que se quede a su lado. Mientras tanto, no la dejen salir hasta que yo vuelva.

—¿Qué le digo si pregunta por vos?

Pero él ya había traspasado el umbral.

—Estoy bien jodido —murmuró por lo bajo, consciente de que si ella se enteraba, no podría detenerla, aunque quisiera.

Junto a la puerta trasera, cuya cerradura acababa de ser forzada, Campos se encontraba de pie con su arma desenfundada, dispuesto a avanzar en cuanto Alejandro diera la orden. Él, por su parte, ingresó por el otro extremo, por una ventana que se encontraba abierta y se acercaba con sigilo hacia al living. Enzo estaba allí, sentado frente al televisor con una cerveza en la mano. No parecía en absoluto preocupado. Más bien, lo contrario, como si estuviese a punto de quedarse dormido. No pudo evitar pensar en lo fácil que había sido encontrarlo y, por un momento, dudó. Sus entrañas no dejaban de retorcerse, advirtiéndole de un peligro que no estaba viendo. Aun así, continuó, decidido a ponerle fin al asunto de una vez por todas.

Tenía más que claro que lo que estaba a punto de hacer no era correcto. No solo se estaba jugando su carrera al irrumpir en una casa sin una orden judicial, sino también la del oficial a su cargo. Sin embargo, no pudo convencerlo de que se mantuviera al margen. En cuanto supo lo que había hablado con Pablo, lo tuvo a su lado, determinado a acompañarlo. Vega, en cambio, acató la orden de permanecer junto a Martina al instante y prometió que no le diría nada. La conocía y sabía que iría tras ellos en cuanto se enterara y no la quería allí.

En una ofensiva coordinada, avanzaron en silencio hacia un mismo objetivo. Llegarían a él al mismo tiempo, lo que le impediría cualquier intento de huida.

—No te muevas si no querés terminar con un agujero en la cabeza —advirtió Campos mientras presionaba el cañón de la pistola contra su nuca.

Enzo se sobresaltó ante la sorpresa y el brusco movimiento hizo que la botellita se deslizara de su mano hasta estrellarse contra el piso, rompiéndose en pedazos tras el impacto. No obstante, no se movió.

—Llevate lo que quieras. No voy a resistirme.

—No soy un puto chorro, imbécil —gruñó el policía.

—Entonces, ¿qué...? —Pero se calló nada más ver a Alejandro frente a él.

Este lo observó con atención mientras le apuntaba con su pistola, buscando en su mirada algún atisbo de reconocimiento. Sin embargo, no encontró nada más que confusión y miedo. ¡¿Qué carajo?!

—Pensaste que ella sería una presa fácil, ¿verdad? —preguntó de todos modos, sin apartar en ningún momento los ojos de los suyos.

—¿Qué? No entiendo. Por favor. Tengo dinero guardado en la otra habitación. Pueden llevárselo. Solo... No me disparen.

—Bastante cagón resultaste para ser un profesional —se burló Esteban al tiempo que presionaba un poco más el arma contra su cabeza.

Alejandro frunció el ceño al ver que se estremecía en respuesta.

—¿Quién te contrató? ¿Cuánto te pagó para ir tras ella? —insistió con un gruñido.

—¡No sé de qué me estás hablando! —exclamó con nerviosismo—. A mí me paga la agencia de viajes para la que trabajo. No soy un guía privado.

Intercambiaron una mirada al oírlo. O era muy bueno actuando o en verdad estaba aterrado.

—¿Esa es tu fachada? ¿Guía turístico por las tardes y asesino a sueldo por las noches?

—Asesi... ¿Qué estás diciendo? ¡Por Dios! Yo no soy ningún asesino. Ni siquiera tengo arma. ¡Se equivocaron de persona!

—Apuesto a que planeabas seducirla para que accediera a ir a algún sitio remoto donde nadie pudiera verlos y entonces...

—Por favor... Te juro que no sé de quién me estás hablando.

—De Martina Soler —siseó a la vez que se acercó más a él—. Estoy hablando de ella, maldito degenerado.

—Martina... —repitió confundido—. ¿La chica del bar?

—¡No te hagas el pelotudo! —exclamó, antes de golpearlo con fuerza en el rostro.

El hombre gruñó ante el impacto y escupió la sangre que se acumuló en segundos en su boca debido al corte provocado.

—¡Apenas la conozco! —se apresuró a aclarar—. Solo la vi dos veces. Y la única vez que la llamé por teléfono, un tipo me amenazó para que no... —Se detuvo de pronto y alzó la cabeza para poder mirarlo—. Sos vos, ¿no? Te juro que no sabía que tenía novio. Si lo hubiese sabido...

Pero a Alejandro no le interesaba perder el tiempo escuchando mentiras.

—Esa noche bailaste con ella —lo interrumpió—. Y al día siguiente le escribiste para invitarla a salir de nuevo.

—Bueno, sí... —reconoció—. Es una mujer hermosa. —Apretó los puños al oírlo. Si no iba rápido al punto, volvería a golpearlo—. Por eso cuando encontré su número en el bolsillo de mi camisa, no lo dudé y le mandé un mensaje.

Frunció el ceño de nuevo. Martina le había contado lo sucedido y cómo se había sorprendido el que él tuviera su contacto.

—No te conviene mentirme, Enzo.

—¡No lo hago! Creo que todavía lo tengo en mi billetera.

—Mostrame.

Con manos temblorosas, hurgó en su pantalón en su busca. Pero le resultaba difícil por lo mucho que estas se sacudían. Ante la señal del inspector, Campos se la arrebató con brusquedad y continuó por él.

—Es su teléfono y su nombre —confirmó en voz alta antes de entregarle el papel.

—Les dije. Debe haberlo puesto mientras bailábamos.

—Esta no es su letra.

—¿Estás seguro, jefe?

—Cien por ciento —aseveró—. ¿Lo escribiste vos? —continuó, hablándole ahora al muchacho—. ¿Acaso estás jugando con nosotros?

—¡No! Les juro que no. Si ella no fue, entonces no sé quién lo hizo.

—Esto no tiene ningún sentido —murmuró Esteban, más confundido que antes.

Pero Alejandro no estaba dispuesto a rendirse.

—La llamaste más de una vez y te quedaste respirando en la línea con la intención de asustarla —siguió presionándolo—. Y cuando te atendí yo, tuviste el descaro de decirme que no podría protegerla.

—¡Nunca hice eso!

—¡¿Quién más sino?! —gruñó—. El número está a tu nombre.

—El único teléfono que tengo es... —Se interrumpió de forma abrupta y con ojos bien abiertos, alzó la vista hacia él—. Hace un par de semanas tuve un problema con la línea y debí darla de baja y sacar una nueva. Me había olvidado por completo de eso.

Alejandro y Esteban intercambiaron miradas de nuevo.

—¿Jefe?

—Lo sé.

Los dos acababan de llegar a la misma conclusión. El asesino era mucho más inteligente y escurridizo de lo que habían pensado.

—Enzo —lo llamó con tono firme—. Nos vamos ahora, pero no dudaremos en volver si nos enteramos de que hablaste con alguien sobre nosotros. Nunca estuvimos acá, ¿me oíste? Esto nunca pasó.

Antes de que este pudiera responderles, ellos ya se habían marchado.

Una vez fuera, corrieron con premura en dirección al auto.

—El hijo de puta manipuló la línea, ¿verdad?

—Y también colocó el número de ella en su camisa —agregó Alejandro mientras sacaba su teléfono y se apresuraba a llamarla.

Aunque no tenían forma de comprobarlo, estaba bastante claro que el tipo había movido los hilos cual titiritero para que Enzo hiciera lo que él necesitaba. Probablemente había pensado que la seduciría y la llevaría a un lugar donde estuvieran solos. Entonces, aprovecharía el momento para matarla. El muchacho no era más que el daño colateral en su ecuación. Pero su aparición en Tandil hizo que todos sus planes se derrumbaban y eso debió enfurecerlo, obligándolo a improvisar para poder cumplir con su objetivo.

—Vega no contesta.

—Martina tampoco —señaló, nervioso.

Cerrando con fuerza las manos alrededor del volante, presionó a fondo el acelerador. Necesitaba llegar a ella cuanto antes. Enzo solo era el chivo expiatorio de un brillante y experimentado asesino, y ellos acababan de caer en su trampa.

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