Capítulo 20

Alejandro no había vuelto a acercarse a ella. Desde que la sujetó cuando creyó que se caería tras haber escuchado la increíble noticia del embarazo de su hermana, no la tocó de nuevo. Más bien, todo lo contrario. Procuró mantener cierta distancia, evitando mirarla. Todavía se sentía molesto, enojado, furioso, incluso, pero, sobre todo, decepcionado. Ya habían hablado de esto en otra oportunidad y podría jurar que entonces llegaron a un acuerdo. Ella prometió confiar en él y permitirle cuidarla. No obstante, a la primera de cambio volvió a apartarlo.

Entendía su nerviosismo y desesperación, así como su impaciencia por actuar rápido y no demorarse. A él también le había preocupado la posibilidad de que el sicario tuviese a su hermana; aun así, en ningún momento perdió la calma. Ella, en cambio, había actuado con impulsividad e insensatez, arriesgándose sin necesidad y ofreciéndose a sí misma en bandeja al enemigo. Porque esta vez pudo no haber tenido que ver con este, pero la próxima podría tenerlo y la necedad de su compañera sería lo que la llevaría a la perdición. No, no estaba dispuesto a tolerar que algo así sucediera de nuevo.

Lo cierto era que ya no sabía qué hacer para que Martina comprendiera de una vez por todas el inmenso peligro al que se exponía con ese tipo de acciones. Semanas atrás, lo había dejado todo para acudir a su lado luego de enterarse de que alguien deseaba hacerle daño. Y lo había hecho porque la amaba más que a su propia vida, siempre lo había hecho, y estaba dispuesto a todo para protegerla. Pero le era imposible si ella no se lo permitía. Porque no bastaba con posicionar las piezas y planear la mejor estrategia si después terminaba sacudiendo el tablero cada puta vez.

Y no importaba lo mucho que se lamentara después y le pidiera disculpas. Un día se quedarían sin esa posibilidad y entonces, todo estaría perdido. Todavía sentía resabios de la arrolladora impotencia que lo invadió cuando Candela le dijo que no podía encontrarla. Se había quedado casi sin aire y muy a su pesar, eso lo llevó a replanteárselo todo. ¿Qué sentido tenía que él estuviera allí si no podía custodiarla de forma correcta? No quería dejarla, ¡claro que no! Solo pensarlo hacía que su estómago se estrujara con violencia. Sin embargo, se negaba a quedarse y ser testigo de lo que, sin duda, lo mataría. Porque las imprudencias siempre se pagan y, si su actitud no cambiaba, ese momento llegaría más pronto que tarde.

Recostado en la cama, reflexionaba en silencio. Se encontraba solo. Habían regresado al departamento hacía poco menos de una hora y después de revisar las cámaras y verificar que todo estuviese en orden, decidió saltarse la cena y acostarse temprano. No estaba de humor para escuchar sus excusas —que las habría— o más falsas promesas. Sabía que ella las hacía de forma sincera y que no era su intención faltar a su palabra. No obstante, de alguna manera, siempre encontraba el modo de romperlas. Y sí, era consciente de que podía cuidarse sola, pero también se daba cuenta de que no tomaba real dimensión de la situación y eso era mucho más peligroso que el propio asesino.

Ella había tratado de acercarse cuando, después de escoltar a Cecilia y Manuel hasta la casa de los padres de este, volvían en su auto. Buscó tomar su mano mientras esperaban en un semáforo. Sin embargo, él la apartó antes de que llegara a tocarlo y desde entonces, no había vuelto a intentarlo. Hicieron el resto del trayecto en el más absoluto silencio, sin romperlo siquiera al despedirse de Candela y Esteban al llegar a la vivienda. Él no tenía nada que decir y ella tampoco insistió.

Probablemente, le estaba dando tiempo para que se calmara. Entonces, buscaría la conciliación. Siempre lo hacía. Por desgracia, esta vez dudaba de que hubiera algo para arreglar. Le había entregado su amor y su protección al llegar a Tandil, pero, por lo visto, solo aceptaba el primero. Lástima que para él eso no era suficiente. La amaba; por ende, cuidaba de ella. Porque ambas cosas iban de la mano. No podía ser de otra manera.

Cerró los ojos una vez más y trató de dormir. Era imposible, por supuesto. Tenía demasiadas cosas en la cabeza y, a pesar de que ella estaba a salvo ahora, la tensión no lo abandonaba del todo. Por otro lado, podía escucharla moverse en la casa y todo su cuerpo lo instaba a ir hacia ella y rodearla con sus brazos, de donde no deseaba dejarla salir nunca más. Resopló con fastidio cuando oyó la llave de la ducha y se acomodó de costado, dándole la espalda a la puerta. Su mente traicionera no dejaba de bombardearlo con imágenes eróticas de todo tipo y su cuerpo comenzaba a reaccionar incluso contra su voluntad. ¿Qué tan jodido estaba?

En algún momento debió quedarse dormido porque en medio de la noche lo despertó el cálido y tímido roce de unos dedos femeninos en su espalda. Una deliciosa sensación de placer lo invadió en el acto y su miembro se alzó en respuesta sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Reprimió un gemido cuando aquella caricia se volvió intrépida y conteniendo las ganas de darse la vuelta y fundirse con su calor, le cubrió la mano con la suya. Entonces, palpó el reloj que llevaba en la muñeca y el desagradable recuerdo de lo vivido horas atrás volvió a golpearlo con fuerza.

—No esta noche —murmuró a la vez que detuvo su avance.

Hubo un breve silencio antes de que ella lo rompiera de nuevo. Aun así, no se apartó.

—¿Seguro que no querés...? —le susurró al oído de forma seductora mientras lo intentaba otra vez.

Él apretó aún más su agarre.

—Lo único que quiero es dormir.

Mentía. Lo cierto era que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para no girarse y cubrirla por completo con su cuerpo. Para no besarla y acariciarla hasta que ambos estuviesen al límite y hundirse en su interior hasta alcanzar la cima. Sí, definitivamente no era dormir lo que deseaba.

Otro silencio. Esta vez se apartó.

—Es una venganza, ¿verdad? Una forma de castigarme por haberme ido sin esperarte.

Cerró los puños, molesto. ¿En serio lo creía capaz de un comportamiento tan infantil? No, no buscaba escarmentarla. Solo intentaba evitar la inevitable discusión que se desataría entre ellos si lo hacía. Porque no podía hacer a un lado cómo se sentía y aunque la deseara con cada fibra de su ser, necesitaba calmarse antes de tocarla. Jamás lo haría estando enojado.

—Solo estoy cansado, Martina.

Ella resopló con ironía.

—Eso nunca te detuvo —recriminó al tiempo que se sentaba con brusquedad en la cama—. Tal vez lo que sentís por mí no sea tan profundo como me hiciste creer. De lo contrario, no estarías rechazándome ahora.

Trató de levantarse, pero Alejandro, que había llegado finalmente a su límite, fue mucho más rápido y se lo impidió. A una velocidad que logró sorprenderla, se dio la vuelta y tiró de ella para obligarla a acostarse de nuevo. A continuación, la cubrió con su cuerpo, inmovilizándola contra el colchón.

—¡No tenés idea de lo que estás diciendo! —siseó furioso—. ¿Te paraste a pensar por un instante en cómo me afecta a mí todo esto? ¿Qué sentirías si fuera al revés? Si fuese yo quien desapareciera de la nada y tuvieras que recurrir a un reloj de mierda para ubicarme. Si todo el tiempo lucharas contra el miedo a cometer un error y perderlo todo. —Sus ojos, fijos en los de ella, se colmaron de repente con lágrimas contenidas—. Porque así es como me siento yo, Martina. ¡A cada puto minuto del día!

—Ale, yo...

—No, no quiero escucharlo. No voy a dejar que me convenzas de nuevo. Lo dejé todo para poder estar acá y protegerte, para asegurarme de que estuvieses a salvo, pero parece que eso a vos no te importa. Simplemente me hacés a un lado y actuás por tu cuenta. Ya no tengo más fuerzas... Tal vez debería... Creo que lo mejor será que me vuelva a Buenos Aires.

No lo decía en serio. Nunca sería capaz de hacerlo porque no podía ni quería alejarse de ella. Sin embargo, estaba demasiado cansado. El peligro era muy real para que lo desestimara a cada rato con su actitud impulsiva e irreflexiva, y necesitaba hacerle entender que no podía seguir así.

Maldijo en su interior al advertir en sus ojos el dolor y el miedo que sus palabras le causaron y, frustrado, se dejó caer a su lado.

—No digas eso —replicó con voz temblorosa mientras se inclinaba ahora ella sobre él—. Yo... no quería apartarte... —Apenas podía hablar. La sola idea de que estuviese considerando marcharse la rompía por dentro—. Necesitaba asegurarme de que mi hermana estuviese a salvo. Por favor, tenés que entenderme.

—Te entiendo más de lo que creés, Martina. ¿Sabés por qué? Porque esa necesidad que mencionás es la misma que siento yo respecto a vos. Me aterra no ser capaz de evitar que te lastimen y esa impotencia me atormenta noche y día. Tanto que cuando Vega me avisó que desapareciste, pensé lo peor... —Se frotó la cara con una mano al recordarlo—. Creí que ese tipo te había encontrado, que de alguna manera te había forzado a ir con él, y corrí desesperado a buscarte. Entonces vi que el auto de Campos tampoco estaba y sentí alivio porque eso quería decir que se habían ido juntos. Pero ninguno de los dos respondió cuando los llamé por teléfono y toda esa calma que había logrado reunir se fue al carajo en un segundo. Casi pierdo la cabeza persiguiendo el maldito punto en el GPS.

—Perdoname, Ale. Yo... —Podía ver la decepción en sus ojos y un horrible e insidioso miedo a perderlo comenzó a invadirla—. Estaba muy nerviosa y preocupada por Cecilia. Si te avisaba, me habrías pedido que te esperara y no... Sé que no es excusa, que nada justifica... Pero es la verdad... No fue mi intención hacerte a un lado. Solo quería llegar rápido a ella. —Angustiada, apoyó la frente en su pecho—. Por favor, no te vayas. No me dejes.

Incapaz de sostener aquella espantosa distancia que él mismo había creado entre ambos, la rodeó con los brazos y la estrechó con fuerza contra su cuerpo. Odiaba verla así, más cuando sabía que era su culpa. Porque sí, había estado furioso con ella por lo sucedido más temprano y eso hizo que tuviera la necesidad de buscar un poco de espacio en un intento por serenarse, pero jamás la dejaría, ni ahora ni nunca, y se sintió un imbécil por haberlo dicho.

—No voy a irme, corazón, ¿cómo podría? Si apenas puedo respirar cuando no estás conmigo... —Le levantó el mentón para que lo mirara y la congoja que vio en sus ojos le contrajo el estómago—. Por favor, no llores. —Acunó su rostro entre sus manos y le limpió las lágrimas con ambos pulgares—. Todo está bien. Te amo, Martina, y no pienso dejarte.

Sin fuerzas para continuar luchando contra su propio deseo, la sujetó de la nuca y la atrajo hacia su boca. Gimió en cuanto sus labios se unieron y, perdiéndose al instante en su deliciosa calidez, se permitió por fin bajar la guardia. Había ansiado besarla desde que se reencontraron en aquel dique, pero su enojo, causado por el profundo miedo a perderla, hizo que alzara una pared entre los dos. No obstante, ya no era capaz de sostenerla. Y tampoco quería, para ser honesto. La deseaba con todo su ser y no iba a permitir que nada más se interpusiera entre ellos.

En cuanto la sintió separar los labios, la invadió con su lengua y emitiendo un ronco gemido que denotaba necesidad y posesión, hurgó hambriento en su interior. A continuación, deslizó la mano a lo largo de su pierna hasta alcanzar la rodilla y tiró de esta hacia arriba, instándola a doblarla. En cuanto consiguió lo que buscaba, regresó por el mismo camino en dirección a su cadera y enterró los dedos en su firme y redondeado trasero. Volvió a gemir cuando la sintió frotarse despacio contra su erección y sin poder resistirse, continuó con su exploración hacia el centro, justo en la unión de sus nalgas.

Martina jadeó al sentir la erótica caricia y flexionó su otra pierna para abrirse más a él. Le encantaba el modo en el que sus dedos la rozaban y provocaban con suavidad y lentitud. Sin embargo, ansiaba más. Mucho más. Desesperada por sentirlo, se irguió hasta sentarse por completo a ahorcajadas sobre su pelvis y buscó su mirada. Sus ojos claros se fijaron de inmediato en los suyos, brillantes e intensos, antes de bajar por su cuerpo, apenas cubierto con el traslúcido camisón que se había puesto con la intención de llamar su atención. La complació comprobar que estaba dando resultado.

Alejandro suspiró ante la magnífica visión de aquella hermosa mujer. No había prestado atención a lo que llevaba encima mientras discutían, pero sin duda, lo hacía ahora. De hecho, le resultaba imposible apartar la mirada. La luz de la única lámpara encendida a su espalda se filtraba a través de la delicada prenda, remarcando su silueta con tortuosa sensualidad. La curvatura de sus pechos, visibles a trasluz, y los tentadores pezones que pujaban contra la tela lo cautivaron de inmediato.

—Sos tan hermosa... —murmuró a la vez que deslizó la yema de los dedos sobre su tentador escote.

Ella se estremeció ante la suave caricia y eso provocó que uno de los breteles cayera hacia el costado de forma sensual. Hipnotizado por el furtivo movimiento, deslizó despacio la mano hacia su hombro descubierto y empujó el fino tirante hacia abajo. Este cedió con facilidad, descubriendo en el acto uno de sus senos. Con un gemido de satisfacción, pasó el pulgar por el prominente pico al tiempo que apartaba el otro bretel. El camisón cayó en un repentino suspiro de seda y se amontonó alrededor de sus caderas.

Martina cerró los ojos y exhaló excitada. Sus suaves y exquisitas caricias estremecían su cuerpo conforme un ardiente calor la recorría entera hasta desembocar a modo de descarga en la parte baja de su vientre. Cómo se las había arreglado para resistirse a él durante tantos años, era algo que se le escapaba. En ese momento, sin duda, no podía pensar en nada más. Cada roce de sus dedos y la forma en la que la veneraba con solo mirarla era mejor de lo que alguna vez imaginó que sería y no podía esperar a que volviera a hacerla suya. Porque lo era. Siempre lo había sido.

Abrió los ojos de nuevo y los fijó en los de él mientras se apoyaba sobre sus rodillas y alzaba las caderas. Vibraba de deseo y desesperación. Necesitaba sentirlo pronto en su interior o se volvería loca. Sin apartar la mirada en ningún momento, llevó su miembro hasta su entrada y descendió poco a poco en torno a él hasta cubrirlo por completo. Los dos gimieron cuando por fin se volvieron uno y sin poder ni querer resistirse, juntos comenzaron la tortuosa danza que los llevaría a ambos al cielo.

Alejandro gruñó enfebrecido cuando sus músculos comprimieron su eje con fuerza y, perdido en el intenso placer que lo embargaba, levantó la pelvis para adentrarse más profundo. Sentirla a su alrededor de ese modo tan férreo lo excitaba como ninguna otra cosa en la vida y, en cuestión de segundos, llegó a la cima. Ella tenía ese efecto en él, lo enloquecía de deseo y lo hacía perder el control de sí mismo. Sin embargo, no iba a dejar que eso pasara. Antes de dejarse ir, se aseguraría de que ella estuviese satisfecha.

Determinado a tomar las riendas, se sentó en la cama y con la palma de su mano extendida sobre la parte baja de su espalda, presionó despacio para pegarla más a él. Utilizó la otra para atrapar uno de sus pechos y sin dubitación, lo llevó directo a su boca. La oyó jadear en respuesta cuando sus labios se cerraron alrededor del firme pezón a la vez que deslizó los dedos en el nacimiento de su cabello y tiró con brusquedad. Lejos de dolerle, lo excitó más y, poseído por la intensa pasión que siempre despertaba en su interior, sin dejar de moverse debajo de ella, la besó con mayor intensidad.

—Oh, Dios... —susurró con voz entrecortada al sentir que la raspaba con sus dientes despacio para luego succionar con fuerza.

Lo sintió gruñir en respuesta antes de sujetar su otro pecho y dedicarle el mismo tratamiento. Pese a encontrarse por debajo, era él quien marcaba el ritmo, y debía reconocer que estaba haciendo un muy buen trabajo. Con una mano en su espalda, la instaba a moverse mientras la penetraba una y otra vez con apasionado ahínco, sin dejar de devorar sus senos, alternándolo con repentinos pellizcos que le arrancaban gemidos de placer. Se arqueó hacia atrás cuando de pronto se vio envuelta en una vertiginosa espiral de sensaciones y con un jadeo tembloroso, se aferró a sus hombros para no caer.

Alejandro advirtió que ella estaba cerca y, decidido a llevarla al límite, rodó sobre su cuerpo para colocarse justo encima. La observó por un momento, cautivado por la expresión de su rostro. Sus ojos brillaban a causa del profundo placer que él mismo le estaba brindando y sus dientes se hundían en la carne de sus labios de forma sensual. Sin poder resistir la tentación de volver a probarlos, tomo completa posesión de boca. Empujó con su lengua y se adentró con vehemencia, acariciando la suya que había salido en su busca. Su apasionada respuesta aumentó aún más su pasión, si acaso eso era posible, y la mordió ahora él, permitiendo que su lado animal aflorara en la superficie.

Se detuvo al oírla quejarse y se apartó para poder mirarla. Estaba demasiado excitado y por un instante, creyó que la había lastimado. Sin embargo, no encontró más que gozo en sus ojos. Obnubilado por la imagen de su boca inflamada a causa de sus besos, sin apartar la mirada, llevó la mano hasta la unión de sus cuerpos y comenzó a estimular su centro. Volvió a besarla cuando ella dejó escapar otro gemido. Sí, definitivamente le gustaba lo que estaba haciendo y él no podía estar más complacido por eso.

—Alejandro, por favor... —rogó entre jadeos cuando él abandonó su boca para continuar besando su cuello.

Sabía lo que quería. Tras girar, no había vuelto a moverse y aunque se notaba lo mucho que disfrutaba de sus caricias y besos, lo que en verdad deseaba era que la tomase con fuerza.

—¿Qué, corazón? —preguntó mientras mordía con suavidad la parte superior de sus pechos—. Decime lo que necesitás.

—Necesito que... que... —Pero se calló al sentirlo deslizarse de nuevo en su interior.

—Sé muy bien lo que necesitás, mi amor —declaró antes de retroceder solo un poco para volver a entrar en ella.

—Sí... Así... Más fuerte... —exclamó desesperada a la vez que lo aprisionó entre sus piernas y le clavó los talones para instarlo a aumentar el ritmo.

Alejandro emitió un ronco gemido y, tras sujetarla con firmeza de las caderas, se apoyó sobre sus rodillas y la levantó en búsqueda del ángulo perfecto. Entonces, comenzó a invadirla con más fuerza. Las embestidas se volvieron más largas, profundas, impetuosas. El sonido de sus cuerpos chocando se mezcló con el de sus respiraciones aceleradas y todo a su alrededor dejó de existir en ese preciso instante. No había lugar para nada, excepto ellos dos en esa cama, absolutamente entregados al placer que solo podían recibir el uno del otro. Porque nadie más había podido colmarlos de ese modo nunca y jamás lo harían.

Gimió extasiada ante las exquisitas sensaciones que la embargaron en cuanto él aumentó el ritmo. La forma en la que su miembro la invadía una y otra vez, abriéndose paso entre sus pliegues, entrando y saliendo de ella con impetuosa posesividad, la llevó en segundos al borde del precipicio. Él la llenaba por dentro, colmándola con su carne del mismo modo que siempre lo había hecho con su alma, y cada embate la elevaba más y más. Sí, lo quería justo así, descontrolado por ella, loco de deseo.

Jadeó su nombre en cuanto los primeros espasmos llegaron y se dejó llevar por la inmensidad de lo que estaba experimentando. Nunca nadie la había llevado a semejante estado de gozo y entrega, y mientras todo estallaba a su alrededor, comprendió la razón. Solo él podía hacerlo. Su compañero y mejor amigo. Su único y verdadero amor.

Alejandro gruñó al sentir la repentina prensa de sus músculos internos en torno a su miembro durante su clímax. Siempre le había gustado cómo sonaba su nombre en sus labios, pero que lo pronunciara en medio del orgasmo lo lanzó directo al abismo. Debilitado por todo lo que provocaba en él, se enterró en ella por última vez y, ya sin fuerzas, se dejó ir.

Con la respiración todavía acelerada y el corazón desbocado, se apoyó sobre sus antebrazos y hundió la cara en el hueco de su cuello. Lo que acababan de experimentar había sido increíble, maravilloso, pero también agotador. No tanto por el esfuerzo físico, sino por la intensidad de las emociones que lo embargaban cada vez que le hacía el amor. Era tan poderoso lo que sentía hacia ella que ni el enojo o el miedo podían evitar que estuviesen juntos, y supo en ese instante, que jamás habría nada que tuviese el poder de separarlos.

Cuando por fin fue capaz de moverse de nuevo, se incorporó lo suficiente para poder mirarla. Le gustó descubrir que sus ojos brillaban con satisfacción.

—¿Te gustó?

Martina arqueó las cejas, sorprendida por la inesperada pregunta, y esbozó una sonrisa traviesa.

—Creo que todos en el barrio pueden responder a eso.

Alejandro se carcajeó al oírla.

—Eso es imposible. Ahogué cada grito o gemido de tu dulce boca con mis besos. —La besó de nuevo para afianzar sus palabras, esta vez despacio, sin ninguna urgencia.

—Lástima —protestó contra sus labios con picardía—. Hubiese sigo genial que mi voz llegara a ciertos oídos.

Volvió a reír, adivinando en el acto a quien se refería.

—No necesita escucharte para saber que sos la dueña de mi corazón. Puede verlo en mis ojos cada vez que te miro.

Derretida por su respuesta, fue su turno de besarlo.

—De tu cuerpo también —lo provocó con una sonrisa mientras contraía el abdomen, consciente de que él podría sentirlo. Después de todo, seguía encajado en ella.

Tal y como pensaba, él así lo hizo, ya que emitió un largo y lastimoso gemido y se hundió más profundo en su interior. Para su sorpresa —y deleite—, seguía igual de firme como al principio.

—Te pertenezco entero, corazón. Soy completamente tuyo y podés hacer de mí lo que quieras.

—¿Ah, sí?

Apoyando ambas manos en su pecho, lo empujó con suavidad para indicarle que se apartara. Entonces, rodó por encima de él y lo montó a horcajadas una vez más. Ambos jadearon cuando su endurecido miembro se deslizó de nuevo dentro de ella.

—Dios, Martina, vas a matarme —se lamentó. Aun así, no pensaba detenerla.

Su sonrisa no se hizo esperar.

—Esto recién empieza, mi amor.

Sin esperar respuesta, se inclinó hacia abajo y se apoderó de su boca. Por supuesto que era suyo y esa noche se lo demostraría de todas las maneras posibles. 

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¡Hasta el próximo capítulo! ❤

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