Capítulo 11
Era la misma puerta que había visto en su pesadilla. Esa que, en medio de una típica escena de película de terror, chirriaba cuando el protagonista la abría mientras una melodía siniestra sonaba, aumentando aún más la tensión del espectador. Solo que, a diferencia de su sueño, no era de noche, sino de día, por lo que el sol, en su punto más alto, contrarrestaba todo tipo de efecto tenebroso y macabro. Aun así, se sentía nervioso, inquieto. Y aunque era entendible después de lo que su informante le había contado, en su interior sabía que no se debía solo a eso. Estaba a punto de reencontrarse con la mujer que amaba y su cuerpo era muy consciente de esa circunstancia.
Tras tomar una inspiración profunda, bajó del auto y avanzó hasta la entrada, repasando en su mente todo lo que le diría al verla. No estaba seguro de cómo reaccionaría ella, aunque a juzgar por su comportamiento en el último tiempo, suponía que no muy bien. No obstante, no dejaría que eso lo detuviera. Si bien había decidido ir para advertirle sobre el peligro que la rodeaba y asegurarse de que se encontraba a salvo, también lo hizo porque necesitaba confesarle sus sentimientos, y ahora que por fin se animaba, nada lo haría retroceder.
Una silueta femenina apareció de pronto en el umbral. La luz del sol le impedía verla con claridad, pero alcanzó a ver un destello de cabello rubio, y su corazón comenzó a bombear con fuerza en anticipación. Sin detenerse, dio otro paso más en su dirección hasta refugiarse en la sombra del alero. Entonces, la vio. De pie, junto a la puerta, Cecilia lo miraba con expresión de sorpresa en el rostro. Había confusión en sus ojos, aunque también alivio, y eso hizo que todas sus alarmas se encendieran en el acto.
—¿Está todo bien? —preguntó, preocupado.
Pero ella no pareció escucharlo y logrando sorprenderlo, exclamó un repentino grito de júbilo mientras se lanzaba hacia él para envolverlo en un fuerte abrazo. Confundido, la abrazó también y se obligó a sí mismo a relajarse. Al parecer, nada malo había sucedido.
—Perdón por venir sin avisar —se disculpó en cuanto ella lo soltó.
En respuesta, Cecilia hizo un gesto con la mano en ademán de quien no le da importancia.
—Siempre sos bienvenido en nuestra casa y lo sabés —aseguró sin dejar de sonreír—. ¡Pero no te quedes ahí parado, che! Vení, pasá. ¡Manu, mirá quién vino! —continuó con notable entusiasmo mientras cerraba la puerta a su espalda.
Manuel se acercó de inmediato para darle la bienvenida al no tan inesperado visitante. Porque, para él, siempre había sido cuestión de tiempo que viniera por ella.
—¡Hola, Ale! ¡¿Cómo andás, tanto tiempo?!
Su expresión no delataba sorpresa alguna. Era como si, de alguna manera, lo hubiese estado esperando. ¿Acaso sabía que terminaría yendo a buscarla?
—Manuel —saludó a la vez que le tendía la mano en un gesto amigable y miraba alrededor, buscando a su compañera.
A unos pocos metros, sobre la mesa ratona ubicada frente al televisor, un niño y una niña dibujaban en silencio. Si bien nunca antes los había visto en persona, los conocía por fotos y sabía quiénes eran. Se trataba de los hijos adoptivos de la pareja.
—¿Comiste ya? —preguntó de pronto Cecilia, llamando su atención de nuevo—. Puedo prepararte algo rápido si querés. Un sándwich tal vez. ¿Te gusta el salame?
Aunque se alegraba mucho de verlos a los dos, entre los nervios, el largo viaje y los imprevistos que habían surgido en el camino, lo que menos deseaba en ese momento era ponerse a conversar. Había ido con un objetivo claro y quería cumplirlo cuanto antes.
—Estoy bien, gracias. ¿Martina está en casa? Necesito hablar con ella —preguntó sin preludios.
La mujer intercambió una breve mirada con su esposo antes de negar con la cabeza. A continuación, como si no tuviera intención de continuar con la conversación, procedió a levantar los juguetes que estaban desperdigados en el piso. Se veía nerviosa, buscando en todo momento mantener sus manos ocupadas. Lo que no sabía era por qué.
—¿De verdad no querés nada? —insistió ella, ignorando por completo no solo su pregunta anterior, sino también su mirada—. ¿Café, agua?
Alejandro frunció el ceño. Algo no andaba bien. Su lenguaje corporal gritaba incomodidad, y sus ojos estaban teñidos de... ¿miedo? ¡¿Qué mierda estaba pasando?!
—¿Dónde está Martina? —volvió a preguntar.
—Debe estar por llegar —respondió sin alzar la vista—. ¿Quieren unos mates? Voy a poner la pava...
—¡Cecilia! —la cortó con impaciencia. Manuel, que hasta ese momento se había mantenido en un segundo plano, dio un paso adelante—. Lo siento —se apresuró a decir él con ambas manos levantadas en señal de rendición—. No fue mi intención gritarte. Fue un largo viaje y estoy muy cansado. Por favor disculpame.
—Entiendo, no te preocupes —desestimó ella, apoyando una mano en el hombro de su marido para apaciguarlo. Si bien no era un hombre violento, siempre había sido muy protector con ella y que le hablaran de mala manera, no le agradaba precisamente—. Esta mañana, después de buscar a los chicos por la casa de mis suegros, fuimos juntas a almorzar, y cuando nos volvimos, ella decidió quedarse un rato más allá... Con él.
¿Con él? ¿Quién carajo era él? No tenía idea, pero su intuición le decía que la respuesta no iba a gustarle. Se disponía a preguntárselo cuando el niño, que hasta ese momento estuvo dibujando en silencio junto a su hermana, tiró de su chaqueta para llamar su atención.
—¿Vos sos el novio de mi tía?
Obligándose a sí mismo a calmarse, se puso en cuclillas para quedar a su altura y esbozó una cálida sonrisa.
—Soy Alejandro. ¿Vos cómo te llamás? —dijo, evadiendo ahora él la respuesta.
No, no era su novio, aunque se moría por llegar a serlo. Pero eso no era algo que pudiera hablar con el pequeño.
—Benja. Y ella es Delfi —agregó, señalando con el dedo hacia atrás donde la niña, de apariencia tímida, lo observaba a la distancia—. ¿También sos policía?
Sonrió, esta vez sin esfuerzo.
—Afirmativo —indicó, utilizando el lenguaje propio de las fuerzas.
Lo vio mirar a su hermana, como si buscara de ella algún tipo de confirmación a lo que estaba pensando. Esta lo animó en el acto con un leve asentimiento. Al igual que él, sus padres también notaron ese intercambio, pero antes de que pudieran preguntarles, Benjamín se inclinó hacia adelante para hablarle al oído.
—Vas a poder cuidarla entonces —aseguró con solemnidad, tomándose muy en serio el asunto—. Ese señor no nos gusta nada.
Alejandro frunció el ceño al oír lo segundo. Cecilia y Manuel, por su parte, parecían sorprendidos. Era evidente que el chico no había mencionado nada de eso antes.
—Benja... —llamó Cecilia, preocupada, dando un paso hacia él con la intención de averiguar lo que estaba pasando.
Pero el policía la detuvo con un gesto de la mano al ver que este se retrotraía y bajaba la cabeza, apenado.
—¿Qué señor, campeón? —preguntó, dándole importancia a lo que tenía que decir, procurando en todo momento, utilizar un tono tranquilo y pausado que no lo hiciera sentir regañado.
Esta vez, quien respondió fue su hermana, que, al ver que él se acobardaba, dio un paso al frente para centrar en ella la atención de los adultos.
—El señor que está con mi tía ahora. Escuchamos a mamá decir que no le gustaba, que ella se estaba equivocando. ¿Es un hombre malo?
Alejandro se irguió en el acto y giró hacia la mujer, esperando una aclaración. ¿De quién hablaban los niños y por qué creían que podía ser malo?
—¡Dios! —siseó Cecilia al comprender que ella era quien había asustado a sus hijos con su exabrupto.
—La tía está bien, chicos, tranquilos —intervino Manuel de inmediato, percibiendo la tensión en el ambiente—. Vengan, vayamos a jugar a su habitación y dejemos que Ale y mami conversen un rato.
Más tranquilos con su respuesta, no dudaron en seguir a su padre.
—No debería haber hablado delante de ellos —se lamentó ella, avergonzada por semejante descuido.
No obstante, él no se sentía de ánimo para consolar a nadie. Necesitaba saber de una vez por todas dónde carajo estaba Martina.
—¿Qué está pasando, Cecilia? ¿De quién hablan los chicos y por qué no te gusta?
Tras una exhalación, ella procedió a contarle sobre Enzo. Había intentado hacer tiempo con la esperanza de que, al regresar a la casa, fuera ella quien se lo contara. Si bien estaba convencida de que era algo positivo que Alejandro lo supiera, considerando que tal vez era el empujón que necesitaban para finalmente dar el paso, no quería cargar con la responsabilidad de ser la mensajera. Sin embargo, ya no tenía otra opción más que decírselo. Solo esperaba que ella la perdonara luego.
Conforme hablaba, más aliviada se sentía. No sabía por qué ese tipo no le cerraba. Apenas lo conocía, pero había algo en su mirada que no terminaba de gustarle, como un velo que cubría sus ojos y no dejaba ver su verdadera esencia. Por eso, el que Alejandro estuviera al tanto de la situación, incluso si esto ocasionaba problemas entre ellos, la dejaba más tranquila. Había intentado advertírselo a Martina, pero ella no quiso escucharla. Ahora tendría que lidiar directamente con él.
Finalmente, le habló de cómo la había contactado sin que ella le hubiera dado su número —porque lo cierto era que ella seguía sin recordarlo— y de cómo se había aparecido de la nada en el mismo parador donde ellas estaban almorzando.
—Mi hermana no es la misma de siempre, Ale, y estoy empezando a creer que no quiere salir de esto. Siento que se está castigando por lo que sea que le haya pasado en esa misión, convencida de que no merece ser feliz. Supongo que se siente más segura poniendo distancia, incluso conmigo, pero creo que vos sí podrías atravesar ese muro. Ya lo hiciste una vez, ¿te acordás?
Se pasó la mano por el cabello en un gesto nervioso, y comenzó a caminar de un extremo al otro de la sala. Por supuesto que sabía que se estaba castigando, pero a él también lo había alejado, negándole por completo la posibilidad de ayudarla y contenerla. ¿Por qué habría de ser diferente en esta ocasión? Ni siquiera sabía bien cuál era el problema. Encima, ahora tenía que lidiar también con el imbécil que la rondaba como mosca de verano y que, según sus propias palabras en el audio que le había mandado, era un puto dios griego.
Frustrado y lleno de celos, se encaminó hacia la puerta.
—Enviame la ubicación del parador a mi teléfono —ordenó mientras atravesaba el umbral.
Ella lo siguió de inmediato, observándolo alejarse, hecho una furia, en dirección a su auto.
—¡¿Qué vas a hacer?! —exclamó, alarmada.
—Traerla a casa.
Tras mandarle lo solicitado, permaneció de pie, allí fuera, viéndolo partir a toda velocidad. Una densa nube de polvo se alzó alrededor del vehículo conforme este fue avanzando por el camino de tierra. ¡Dios, querido! Su hermana no iba a estar muy contenta con ella después de esto, pero no le importaba. Había advertido la emoción en los ojos de Alejandro y supo que había hecho lo correcto. Tal vez era lo que ambos necesitaban para por fin aceptar sus sentimientos.
—Estás sonriendo —señaló Manuel cuando la vio entrar de nuevo en la casa—. ¿Creés que esto va a terminar bien?
Ella amplió su sonrisa.
—Oh, sí, yo creo que va a terminar muy bien.
Martina había comenzado a sentirse incómoda. Una hora había transcurrido desde que su hermana se marchó junto a sus hijos y, aunque los primeros minutos le parecieron interesantes, el resto del tiempo fue una continua lucha entre lo que le ordenaba la mente y lo que su corazón imploraba. Enzo era el típico galán, seguro de sí mismo y muy consciente de su atractivo. Sabía qué decir en todo momento y la hacía sentirse atractiva y deseable. Ni que hablar de la sonrisa seductora que utilizaba sin reparo o piedad contra cualquier mujer incauta que él eligiera como presa. ¿Se había convertido ella en una de esas?
El joven era muy conversador, tal vez demasiado para su gusto. No obstante, eso le permitió relajarse sin tener la presión de liderar la charla. Lo escuchó hablar de su trabajo como guía turístico en una agencia de viajes y de los lugares que más le gustaban, así como de algunas anécdotas graciosas que la hicieron reír. Le preguntó, además, sobre los que ella prefería y lo mucho que le gustaría llevarla a conocer nuevos sitios. Por supuesto, todo era parte de un practicado juego de seducción que Martina identificó de inmediato, pero, de todos modos, lo dejó halagarla con palabras bonitas. Se había propuesto disfrutar del momento y eso era lo que estaba haciendo. Aun así, no podía ignorar la extraña sensación de incomodidad que comenzaba a invadirla conforme más tiempo pasaba a su lado.
Si estuviera en una misión, adjudicaría esas señales a su intuición, lo que la pondría en alerta de inmediato y le permitiría actuar con mayor eficacia frente al peligro. Pero no estaba trabajando, sino en medio de una cita improvisada, por lo que no había razón alguna para sentirse de esa manera. Aun así, no podía sacarse de encima aquel molesto presentimiento que le impedía relajarse del todo.
Quizás por eso, se había cuidado de no dar detalles de su vida cuando él se mostró interesado en saber más sobre ella. Y aunque a ningún hombre le habría dado demasiada información personal en una primera salida, con él sentía que debía ser incluso más cautelosa.
Sintiéndose observada de pronto, miró a su alrededor. Si bien varias familias se encontraban almorzando todavía, en general, el lugar estaba bastante vacío. Afuera, una pareja de jóvenes, tomados de la mano, conversaban alegremente mientras otra, en el otro extremo, discutían de forma acalorada. Y al otro lado, un grupo de adolescentes estaban por empezar a comer una pizza. Incapaz de desprenderse de su lado policía, escaneó el interior, una vez más. Los mozos iban y venían haciendo su trabajo, y en la barra, algunos empleados conversaban mientras otros preparaban las bandejas para llevar a las mesas. De momento, nada fuera de lo común.
—¿Te estoy aburriendo, preciosa? —preguntó Enzo, llamando su atención en el acto.
Al parecer, sumida como estaba en sus pensamientos, no se había percatado de que este había dejado de hablar.
—Por supuesto que no —mintió. La verdad era que un poco aburrida estaba—. Se está haciendo tarde y debería volver a casa —declaró, mirando la hora en su teléfono—. No quiero que mi hermana se preocupe al ver que tardo.
El muchacho no disimuló su decepción.
—Sí, claro, entiendo. ¿Otro cafecito antes de irte? Quince minutos a lo sumo y podríamos tomarlo afuera. Ahí la vista es increíble —señaló con expresión suplicante.
Martina lo dudó por un momento. Unos minutos más no harían la diferencia, ¿verdad? Pero antes de que pudiera responder, la mujer de la caja se acercó para indicarle que tenía una llamada. Sorprendida, se acercó a la barra. Al parecer, alguien la había llamado al teléfono del local y la señora no estaba muy contenta con eso. Tras pedirle que fuera breve porque no era una cabina telefónica, le entregó el tubo y se alejó para continuar con sus deberes.
Confundida, lo llevó a su oreja para responder a la misteriosa llamada. Nadie más que su hermana sabía que estaba allí, por lo que tenía que ser ella. Tal vez, al notar que aún no regresaba a casa, decidió llamarla para confirmar que estuviese bien. Siempre había sido muy protectora con ella. Lo raro era que no le hubiese enviado un mensaje directamente. Un tanto divertida por su actitud alarmista y exagerada, la saludó con tono jocoso y una sonrisa en el rostro.
—Despedite ahora mismo de ese imbécil si no querés que le dispare. Te espero en el estacionamiento.
Su sonrisa se evaporó nada más reconocer la voz de Alejandro al otro lado de la línea, pero antes de que pudiera reaccionar, había cortado. ¡¿Qué carajo?!
Nerviosa, dio media vuelta y miró hacia afuera a través de los grandes ventanales en un intento por localizarlo. Sin embargo, le resultó imposible. No había nada que delatara su presencia en el lugar. Aun así, sabía que estaba allí, observándola desde algún rincón, con los ojos fijos en ella.
Con manos temblorosas, dejó el tubo sobre el aparato y regresó a su mesa. Enzo la miraba con el ceño fruncido.
—¿Pasó algo?
Negó con la cabeza, sin apartar la vista de la puerta, como si su amigo fuera a irrumpir por esta de un momento a otro. Por supuesto que no lo haría, eso lo tenía claro. Si había algo que lo caracterizaba era su gran inteligencia. No iba a meterse en problemas mientras se encontrase en otra jurisdicción. No obstante, no podía dejar de mirar hacia allí. Había alcanzado a oír la ira en su voz. Estaba furioso con ella, aunque no terminaba de entender la razón.
—Debo irme —murmuró antes de comenzar a caminar hacia la salida.
—¡Martina, esperá! —se apresuró a decir Enzo, agarrándola con fuerza del brazo para detenerla.
Martina contuvo el impulso de zafarse de un tirón. Si Alejandro en verdad estaba allí —de lo que no tenía la menor duda— y la veía forcejear con él, entonces el infierno caería sobre ese parador.
—Soltame —indicó con tono firme y expresión severa, provocando que este obedeciera de inmediato.
—Perdón... no quise... ¿Por qué te vas así de repente? ¿Hice algo mal?
No tenía tiempo, ni ganas, para ponerse a dar explicaciones. Ahora que sabía que su compañero estaba allí, no podía pensar en ninguna otra cosa.
—Lo siento. En verdad tengo que irme.
Y sin nada más que agregar, se marchó. Solo esperaba que no decidiera seguirla.
Desde donde estaba, Alejandro no se perdió detalle de aquel último intercambio. Había llegado al lugar varios minutos antes y se tomó su tiempo para evaluar la situación. Martina no se veía a gusto y parecía más atenta a lo que había a su alrededor que a la conversación de ese idiota que no paraba de hablar. Varias veces, incluso, la vio mirar la pantalla de su teléfono, sin duda chequeando la hora, cuidándose de disimularlo muy bien con cambios sutiles de postura.
El tipo, por su parte, se la comía con los ojos, despertando en su interior una imperiosa y peligrosa ira que comenzaba a desbordarlo, y cuando lo vio tratar de tomarla de la mano, estuvo a punto de mandarlo todo al carajo y entrar allí como un berserker. Por fortuna ella se apartó antes de que él llegara a tocarla. Pero sabía que eso no le importaría. Seguiría intentándolo una y otra vez, con movimientos inocentes que lo acercaran a ella hasta que el contacto fuese inevitable, y entonces sí se volvería loco porque finalmente, había llegado a su límite.
Como estaba seguro de que no lo atendería si la llamaba directamente a su celular, lo hizo al número del local. No le resultó fácil convencer a la empleada de que lo comunicara con ella y estuvo a punto de perder la poca paciencia que le quedaba; sin embargo, terminó disuadiéndola al decirle que llamaría las veces que fueran necesarias hasta que lo dejara hablar con la mujer de cabello rubio que estaba sentada en una de las mesas.
Su corazón se aceleró de solo escuchar su voz y debió inspirar profundo para que la suya no saliera temblorosa. Se sentía demasiado al borde y temía que se le quebrase al hablar. Desde donde se encontraba, pudo ver el cambio en su expresión nada más identificarlo, y cómo escaneaba el lugar, segundos después. Siempre le había parecido hermosa, pero debía reconocer que le encantaba cuando afloraba su faceta profesional.
Cerró los puños cuando el idiota la agarró del brazo para impedir que se fuera y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no entrar y molerlo a golpes solo por tocarla. Pero, por fortuna, ella se lo sacó de encima de inmediato, evitando así una desgracia. Porque él podía ser muy tranquilo y estratega, pero no cuando alguien se metía con lo que le pertenecía. Y Martina era suya, lo supiera ella o no.
Se preparó para el reencuentro al verla salir. Le había indicado que estaría esperándola en la playa de estacionamiento, donde podía mantenerse oculto de miradas curiosas. Si había alguien vigilando sus pasos, no iba a ser él quien lo alertara de su llegada. La observó acercarse mientras avanzaba con prisa, sus ojos registrando cada persona y objeto a su alrededor. Estaba molesta, sin duda, aunque no era ninguna sorpresa. Odiaba que se le impusieran y le dijeran lo que tenía que hacer, y eso era justo lo que él había hecho.
Caminando a paso ligero entre los autos, Martina intentaba contener la furia que rugía en su interior. Toda la calma que había llegado a reunir momentos atrás, acababa de irse a la mierda con una simple llamada. ¿Qué estaba haciendo Alejandro ahí y por qué había venido? Y más importante aún, ¿por qué carajo se creía con el derecho de darle órdenes? Poco le importaba la razón en realidad, en cuanto lo tuviera en frente, le diría lo que pensaba de su actitud de hombre de las cavernas y macho alfa.
Estaba tan enojada que no oyó sus pasos. Solo fue consciente de una presencia a su espalda, cuando advirtió la sombra que se alzaba sobre ella por detrás. Reaccionando por instinto, dio media vuelta y con el puño cerrado, lanzó su golpe, determinada a defenderse de cualquiera que intentara agarrarla desprevenida.
Alejandro consiguió esquivar el golpe de milagro, segundos antes de sujetarla por la muñeca y tirar de ella para pegarla a su cuerpo, de espalda a él.
—Soy yo —gruñó mientras la rodeaba con sus brazos, inmovilizándola.
Martina dejó de resistirse al oír su voz y giró para enfrentarlo en cuanto estuvo liberada. Quería gritarle y exigirle una explicación, que le dijera qué carajo pretendía con ese numerito. Pero ninguna palabra salió de su boca en cuanto sus miradas coincidieron. Contra su voluntad, su cuerpo reaccionó al verlo, de un modo por completo diferente a como lo había hecho en la larga hora en la que estuvo en su cita. Estaba claro que solo había un hombre capaz de provocar una respuesta tan inmediata y visceral en ella. ¡Dios, estaba jodida!
—¡¿Qué estás haciendo acá, Alejandro?! —preguntó cuando por fin pudo hacer que su cerebro funcionara de nuevo.
Él la observaba con atención, sin que su rostro reflejara nada. Sin embargo, sus siguientes palabras sí lo hicieron.
—Por lo visto, interrumpiendo tu día. ¿Es él? El tipo de la otra noche. El que mencionaste en el audio.
Estaba furioso y frustrado, pero, más que nada, decepcionado, porque mientras él no había dejado de pensarla en todo momento, ella se dedicaba a coquetear con otro.
—¡¿Y qué si lo es?! —replicó, desafiante, alzando el mentón con orgullo.
Cerró los puños en un intento por contener la rabia y los celos que lo carcomían por dentro.
—¿Cambiaste de opinión, entonces? ¿Decidiste que podías retomarlo dónde lo dejaste?
—¿De qué estás hablando? ¿A qué vienen esas preguntas?
—Dejalo ahí. No me hagas caso. Es mi culpa por pensar que estabas mal y podías necesitarme. Ya veo que estaba equivocado. Estás bien. Más que bien, diría yo. Mucho mejor de lo que esperaba.
Ella rio con tono burlón.
—¿Y vos qué sabés cómo me siento realmente? Creés que lo sabés todo de mí porque sos mi amigo, pero lamento informarte que ¡no sabés nada! ¡No tenés ni puta idea de lo que me pasa! —acusó, al tiempo que le daba un pequeño empujón con la yema de sus dedos sobre su pecho.
—Martina, subí al auto por favor —gruñó.
Pero ella no le hizo caso y molesta, siguió con su diatriba.
—Además, ¿qué te importa lo que yo haga o deje de hacer? —Otro empujón, cada roce de sus dedos aumentaba más y más la tensión sexual entre ellos—. Es asunto mío con quién me acuesto, y vos no sos nadie para opinar al respecto. ¿Te quedó claro, amigo? —remarcó la última palabra de forma intencional a la vez que alzó la mano para empujarlo de nuevo.
Pero él ya había tenido suficiente. Interceptándola, la sujetó con fuerza y la arrastró hacia él para acorralarla contra el vehículo. Entonces, se inclinó despacio hacia ella y acercó su rostro peligrosamente al suyo hasta que sus bocas quedaron a tan solo un centímetro de distancia. En esa posición, podía sentir su cálido aliento sobre la piel y estuvo a punto de sucumbir a la tentación de besarla cuando advirtió que la respiración de ella cambiaba debido a su proximidad. Sin embargo, no podía hacerlo. Antes debían hablar y aclarar las cosas.
—Subí al auto ahora, Martina —susurró con voz ronca contra sus labios antes de finalmente soltarla.
Conmocionada por el intenso torbellino de emociones que acababa de experimentar ante tal despliegue de masculinidad, obedeció en silencio. Todo su cuerpo se había electrificado al creer que la besaría y ahora era incapaz de aquietarse. Solo su cercanía bastaba para dejarla en jaque, para sacudirla por dentro y aturdir por completo sus sentidos. ¿Cómo haría para mantener la distancia después de esto?
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