Capítulo 10

Un sonido de martilleo la despertó bruscamente. Somnolienta, se sentó en la cama y miró a su alrededor. Era de día, y a juzgar por el sol que entraba a través de la ventana, hacía bastante que había amanecido. Gimió. La noche anterior, luego de haber recibido aquella extraña llamada, tuvo dificultad para dormirse y ahora sentía el peso del desvelo. Bostezando, se estiró, antes de levantarse y caminar como un zombi hasta el cuarto de baño. Si fuera por ella, seguiría durmiendo, pero no tenía nada para desayunar y no podía seguir saqueando la alacena de su hermana.

Estaba a medio camino cuando oyó de nuevo aquel repiqueteo, aunque esta vez sí consiguió identificarlo. Estaban tocando a la puerta. Conteniendo las ganas de orinar, avanzó hacia esta para abrirla. Probablemente era su hermana. Maldijo cuando, al pasar junto a la cómoda, se golpeó el dedo chiquito contra el borde de la madera. Emitiendo un quejido quejumbroso, se sujetó el pie para masajeárselo. ¡Mierda, cómo dolía! Pero otra seguidilla de golpes, en esta oportunidad más fuertes, le impidió seguir lamentándose.

—¡Dios, mujer! ¡Qué poca paciencia! —exclamó a la vez que abrió de par en par.

Sin embargo, no era Cecilia, sino su cuñado quien, de pie frente a ella y con una taza humeante en la mano, la miró con expresión divertida.

—Veo que el carácter es de familia —bromeó.

Bufó.

—Esto no es nada. Intentá quitarme el último pedazo de comida de un plato y verás qué pasa.

Manuel se carcajeó.

—Jamás me animaría a tanto.

—¿Eso es para mí? —preguntó, al tiempo que extendía su mano hacia adelante para arrebatarle el delicioso café que acababa de oler.

Pero el hombre, rápido de reflejos, dio un paso para atrás hasta quedar fuera de su alcance.

—Claro que no. Este es mío —replicó con una sonrisa antes de beber un sorbo.

Gruñó.

—¿A qué viniste, Manuel? ¿A torturarme?

Se encogió de hombros.

—Vine a ver si estabas bien. Ceci te llamó varias veces y no respondiste.

Pero antes de que pudiera decir algo, su hermana apareció con un plato en la mano.

—¡Qué bien! ¡Ya estás despierta! Te trajimos el desayuno. Acá están las tostadas y Manu tiene tu... ¿Todavía no se lo diste?

Martina le dedicó a su cuñado una mirada asesina que hizo que este se carcajeara de nuevo.

—Es que no me diste tiempo —justificó con inocencia fingida antes de darle, ahora sí, la taza.

Ella la acercó a su nariz de inmediato e inspiró con ganas. Acto seguido, cerró los ojos de puro placer.

—Te amo, hermanita. Sos lo más —elogió y comenzó a beber.

Cecilia sonrió.

—Me acordé de que no tenías nada, así que hice un poco más.

—Muchas gracias. En un rato pensaba ir a comprar.

—De nada, era lo menos que podía hacer por vos después de que tuvieras que bancarte al pesado de Tobías anoche.

—Perdón por eso —agregó Manuel, apenado—. Desde que se separó se volvió un tanto...

—¿Imbécil? ¿Baboso? ¿Pajero? —sugirió ella con una sonrisa.

Su cuñado volvió a reír.

—Sí, todo eso —concordó, divertido—. Bueno, señoras, me tengo que ir al trabajo. Pórtense bien, ¿sí?

Asintió hacia él mientras Cecilia se ponía en puntas de pie para besarlo.

—Chau, amor, que tengas un bonito día.

—Vos también, preciosa. Te amo.

Un nudo se formó de repente en su garganta. Presenciar semejante escena romántica era más de lo que podía manejar en ese momento. Y aunque adoraba que su hermana fuera así de feliz en su matrimonio, no podía evitar sentir la propia carencia. Porque ella también deseaba un hombre que la quisiera de ese modo, que, al mirarla, sus ojos brillaran, y se despidiera con un beso tierno y lento, cargado de amor y deseo. De pronto, el rostro de Alejandro surgió en su mente. Sonriente, hermoso, seductor. ¿Cómo se sentiría que él la besara?

—Martina Soler, decime ya mismo en lo que estás pensando.

La voz de su hermana la regresó de inmediato al presente.

—¡En ustedes, obvio! —mintió—. En lo lindo que se ven juntos.

Su respuesta no pareció convencer a Cecilia, quien consciente de que no largaría prenda, negó con la cabeza.

—¿Me acompañás después a buscar a los peques? Y en el camino me contás qué maravillas hace Ale en tus fantasías para que pongas esa cara de gatita mimosa.

—¡Cecilia! —regañó al oírla—. Te dije que estaba pensando en ustedes.

—¿Y por eso te pusiste toda colorada?

Se llevó ambas manos a las mejillas por acto reflejo sin darse cuenta de que con ese simple gesto se estaba delatando a sí misma.

—Serás metida —se quejó al tiempo que volteaba para ingresar en el departamento.

—Pero me amás de todos modos —replicó ella, sonriendo con satisfacción.

Y tenía razón. La amaba con toda su alma.

Apenas veía más allá de unos pocos metros hacia delante, y a su alrededor, la más absoluta oscuridad se cernía sobre él. Nunca le había gustado conducir de noche, pero estaba tan ansioso por verla que terminó apresurando su salida. Necesitaba llegar a ella cuanto antes y asegurarse de que efectivamente estaba bien, que nada malo le había pasado. Una vez que lo hiciera, la dejaría dormir y al día siguiente, le diría todo lo que tenía que decir. Ya no había vuelta atrás.

Acababa de pasar la última ciudad grande antes de su destino, por lo que todavía le quedaba una larga hora de viaje a través de extensas áreas rurales y localidades pequeñas. Sin embargo, a los pocos kilómetros, empezó a notar algo raro. El vehículo perdía velocidad poco a poco, sin importar que no hubiese sacado en ningún momento el pie del acelerador. Confundido, intentó cambiar de marcha para darle más potencia, pero la palanca se resistía, emitiendo un ruido extraño. Con cautela, se arrimó a la banquina hasta detenerse del todo, unos metros más adelante.

Tras encender las balizas, bajó del auto y abrió el baúl para buscar los triángulos de emergencia y distribuirlos en el suelo, lo que permitiría que otros conductores que pasaran por allí pudieran verlo a una distancia prudencial. Al terminar, levantó el capó para evaluar el daño. De inmediato, percibió un fuerte olor a quemado. ¡Mierda! ¿Y ahora qué? Sacó de su bolsillo el celular, dispuesto a llamar al auxilio mecánico. No obstante, no encontró señal, por lo que le fue imposible comunicarse. ¡Dios, ¿acaso las cosas podían empeorar?! Evaluó sus opciones, pero todo lo que se le ocurría implicaba un teléfono o bien, un milagro.

Por fortuna, justo cuando estaba por ponerse a gritar como un loco, divisó a lo lejos las luces de un camión que se aproximaba. Aguardó hasta que estuviese cerca de él y le hizo señas con los brazos, rezando para que se detuviera a ayudarlo. Al fin y al cabo, estaba en medio de la nada. Exhaló, aliviado, al ver el rápido juego de luces que este hizo para indicarle que lo había visto y esperó a que se arrimara también a la banquina. Segundos después, un hombre de unos sesenta años, canoso y un tanto excedido de peso, bajó de un salto y con una linterna en la mano, comenzó a caminar en su dirección.

—Gracias por parar —le dijo en cuanto lo tuvo en frente.

—Seguro, muchacho. ¿Qué pasó? —preguntó al tiempo que se inclinaba para examinar el motor.

—No lo sé. Venía lo más bien y de pronto sentí que perdía potencia. Escuché un ruido raro cuando quise hacer el cambio y después de eso empezó a salir humo.

—Uh, es el embrague —afirmó con total seguridad—. Se te hizo pelota el disco. ¿Hace mucho que no lo llevás al mecánico?

Alejandro asintió, avergonzado. Siempre había sido una persona muy cuidadosa y responsable, en especial con su auto. Una vez al año se aseguraba de que le hicieran el mantenimiento debido y no dudaba al momento de cambiar alguna pieza que estuviera desgastada. Sin embargo, había estado muy ocupado con el trabajo últimamente y sin darse cuenta, el tiempo pasó. Lo peor de todo era que esta situación podría haberse evitado si, como correspondía, lo hubiera hecho revisar antes de salir a la ruta, en lugar de marcharse sin siquiera detenerse a pensar en tan importante detalle.

—Intenté llamar al auxilio y no pude. Mi teléfono no agarra señal.

—No, en esta zona es imposible, pero no te preocupes, ahora llamo por radio a Cacho que está acá nomás —indicó, señalando hacia atrás, a la ciudad que acababa de pasar— para que venga con el remolque y te lleve hasta el taller mecánico. Eso sí, a esta hora está cerrado, así que vas a tener que esperar hasta que abra en la mañana. Hay un hotel en la misma manzana, quizás puedas quedarte ahí y descansar un poco. ¿A dónde ibas?

—A Tandil.

—Pucha, qué mala suerte. Unos kilómetros más y llegabas.

—Sí, lo sé. Debo estar meado por los perros yo.

El hombre se carcajeó al oírlo y sin decir nada más, caminó de regreso a su camión, donde se encontraba la radio. Para su sorpresa, después de eso, en lugar de seguir su camino, se quedó a su lado y le hizo compañía hasta que el remolque finalmente llegó. Al parecer, eran cercanos, ya que se trataban con confianza y camaradería. Cuando estuvo todo listo, le agradeció de nuevo por la ayuda brindada y tras despedirse, se subió al camión que lo llevaría hasta un taller.

Una hora más tarde, se encontraba en la habitación de un hotel sencillo y barato. Tal y como le había dicho el buen hombre, que ahora sabía que se llamaba Pancho —por Francisco—, el establecimiento abriría recién a las ocho de la mañana, por lo que no tuvo más remedio que pasar la noche allí. ¡Qué suerte de mierda la suya! Se había esforzado mucho por llegar pronto a ella y lo único que logró fue retrasarse aún más. Solo esperaba que el mecánico no se aprovechara de su situación y le quisiera arrancar la cabeza con el precio del arreglo.

Fundido, se dejó caer en la cama. No podía hacer otra cosa más que esperar, así que aprovecharía para dormir un poco antes de encarar el nuevo día. Bostezando, miró la pantalla de su teléfono. Volvía a tener señal, pero ya no importaba. Varias veces había intentado llamarla y en ninguna de ellas lo había conseguido. ¿Qué lo hacía pensar que lo atendería ahora? Procurando poner la mente en blanco para poder conciliar el sueño rápido, cerró los ojos e inspiró profundo. Unas horas más y estaría por fin a su lado.

Gimió cuando, por la mañana, la alarma lo despertó. Estaba muy cansado y quería seguir durmiendo, pero debía ponerse en movimiento si quería irse ese mismo día. Sin abrir los ojos, tanteó con la mano la mesita de luz hasta dar con su teléfono y la apagó. Luego, se sentó en la cama. Por suerte, no había vuelto a tener pesadillas y durmió de un tirón. Sin embargo, sentía el cuerpo dolorido a causa no solo del agotamiento físico, sino también del maldito colchón. Más que goma espuma parecía tener concreto en el relleno.

Rebuscando en el bolso que había llevado con algo de ropa, encontró el estuche donde guardaba su cepillo de dientes, así como su máquina de afeitar y otros artículos de higiene personal, y se metió en el baño. Una vez dentro, decidió darse una ducha rápida. Quince minutos después, bajó a desayunar. Teniendo en cuenta lo que había pagado, no esperaba demasiado la verdad, pero un buen café no estaría nada mal. Un rato más tarde, llegó al taller donde su auto lo estaba esperando para burlarse de él.

De inmediato, un muchacho joven, vestido con un mameluco gris, salió a recibirlo y lo puso al tanto de las novedades. Tal y como le había dicho el gentil camionero, se había roto el disco del embrague y tenía que cambiarlo. La buena noticia era que podía conseguir el repuesto para ese mismo día. La mala, que tardaría alrededor de cuatro horas en arreglarlo.

Tras acordar el precio —el cual, por supuesto no era nada bajo—, encaró para el centro, en búsqueda de un cajero automático. Aprovecharía, de paso, para comprar un cargador nuevo, ya que, con el apuro, se había dejado el de él en su casa. Cuando terminara, comería algo por ahí y más cerca del mediodía, volvería. Todo era una gran pérdida de tiempo, pero, ¿qué otra cosa podía hacer? 

Como Martina todavía no había visto las últimas refacciones en el complejo de cabañas, Cecilia decidió matar dos pájaros de un tiro. Después de pasar a buscar a los chicos por la casa de sus suegros, irían todos juntos hasta allá. No quedaba tan cerca, por lo que su hermana sacó el auto. Ya que estaba, aprovecharía para recoger unas boletas que la encargada le había separado y hablaría unos minutos con ella. Ese día habría recambio de huéspedes y quería asegurarse de que todo estuviese en orden.

Al llegar, los chicos se apresuraron a bajar y emocionados, corrieron hacia los juegos del pequeño parque.

—No se muevan de acá, mis amores, ¿sí? —pidió con ternura—. La tía y yo vamos a buscar unas cosas y enseguida volvemos.

—Sí, mami —respondió Delfina antes de seguir a Benjamín que ya estaba subiendo al tobogán.

Maravillada por la belleza a su alrededor, Martina avanzó junto a su hermana por el frondoso sendero que conducía a la cabaña principal, donde se encontraba la recepción. Justo después de la plaza de juegos, estaba el área de la piscina, con sillas y reposeras distribuidas a lo largo, además de sombrillas para quienes preferían la sombra. Un poco más adelante, un camino arbolado llevaba a la parte más natural del terreno donde había un precioso lago artificial y una zona con parrillas, sillas y mesas para disfrutar de un rico asado en familia.

Las viviendas estaban distribuidas en cada extremo del complejo, de forma tal que tenían la mayor privacidad posible. Solo compartían los espacios comunes. Suspiró. Su hermana había hecho un gran trabajo. El lugar había quedado increíble. Por supuesto que su cuñado había ayudado mucho también, en especial con los muebles externos de madera que los hizo con troncos. Si bien era abogado de profesión, su padre se dedicaba a la carpintería, por lo que tanto él, como sus hermanos, habían aprendido el oficio.

Mientras esperaba a que Cecilia terminara, se sentó en el suelo junto al lago. Desde allí podía ver a los niños jugar a lo lejos y a su vez, disfrutar del pacífico silencio que solo la naturaleza puede brindar. Con los ojos fijos en la calma masa de agua, apenas perturbada por la ondulación que provocaba una familia de patos al pasar, inspiró profundo. Había venido a Tandil en busca de refugio y paz, y si bien encontró lo primero, estaba a años luz de hallar lo segundo. Tal vez debía replantearse la posibilidad de comenzar terapia. Le estaba resultando más difícil de lo que esperaba desprenderse de ciertos recuerdos que hubiera preferido dejar bajo tierra.

Y después, por supuesto, estaba lo otro. Lo más importante. Alejandro. Jamás se imaginó que podría extrañarlo tanto. Cada minuto del día pensaba en él, en llamarlo solo para poder oír su voz y su risa, perdiéndose en ensoñaciones que sabía que no la llevarían a ningún sitio, pero, aun así, era incapaz de frenar. ¡Mierda! ¿Por qué era tan duro? Se moría por ver su rostro de nuevo y esa sonrisa que le provocaba cosas lindas, maravillosas... prohibidas. Sin embargo, debía contenerse.

Se había propuesto usar el tiempo libre para recuperarse de una misión que estuvo a punto de romperla por dentro, pero también para aclarar sus ideas respecto a lo que sentía, y para ello, necesitaba mantener la distancia. Todavía recordaba, como si fuera ayer, cómo, tras el último operativo en el que había resultado herida, se apoyó en él, permitiéndole cuidarla y contenerla. Pero entonces, despertó al día siguiente y la realidad se impuso de nuevo. Su alma volvió a partirse al comprender que ya no era digna, que estaba sucia, manchada, y que no quería que él jamás lo supiera.

Nunca antes habían estado separados por tanto tiempo, pero era incapaz de contárselo, sin importar lo mucho que le insistiera. Por consiguiente, alzó un escudo para protegerse y se encerró en sí misma, dejándolo fuera de su vida. O, al menos lo había intentado. Era difícil cuando él se mostraba tan determinado a no dejarla ir. De hecho, esa misma mañana, cuando se disponía a desactivar el silencio de su teléfono, descubrió que había intentado contactarla de nuevo. Es que él no se rendiría nunca y lo sabía. Pelearía por su amistad hasta al final, sin tener idea de que ella quería mucho más que eso.

—¿Estás bien? —La voz de Cecilia la sacó bruscamente de sus pensamientos. Se encogió de hombros sin saber qué responder. No, no estaba bien. No obstante, tenía que aprender a vivir con eso—. ¿Querés hablarlo? —insistió ella.

Negó con la cabeza al tiempo que se puso de pie para evitar que se sentara a su lado y empezara a presionarla para hablar. No tenía sentido que siguiera dándole vueltas a eso. Tenía que olvidarse de Alejandro más pronto que tarde.

—¿Vamos a comer algo? Son casi las doce y muero de hambre. Invito yo.

Su hermana la observó por un momento, poco conforme con su respuesta evasiva. Sin embargo, no insistió.

Veinte minutos después, almorzaban en un parador con vista a las sierras. Durante la siguiente hora, conversaron de todo un poco, lo que le vino bien para distraerse de sus problemas. Aun así, sabía que estos regresarían cuando estuviera sola de nuevo.

Estaban por pedir el postre cuando una voz masculina llamó su atención.

—Hola, Martina.

Alzó la cabeza para mirar al hombre que, de pie junto a la mesa, la miraba, sonriente.

—¿Enzo? ¿Qué hacés acá?

Su sonrisa se amplió al oírla.

—Vine a comer algo con un amigo. Nos encanta este lugar. —Ambas dirigieron la vista hacia la mesa donde estaba sentado el mismo chico que lo acompañaba la otra noche en el bar—. Te acabo de ver y dije: tengo que ir a saludarla.

—Qué bien —dijo al no encontrar una respuesta más interesante.

Lo cierto era que nunca había creído en las casualidades. Y si a eso le sumaba que todavía no recordaba haberle dado su teléfono, el encuentro azaroso le pareció un tanto sospechoso. ¿Sería un acosador?

Su hermana, claramente incómoda con su presencia, anunció que iría a pagar y que luego se irían. Por supuesto, se llevó a los chicos con ella.

El muchacho pareció darse cuenta de su desconfianza, por lo que se apresuró a decirle que trabajaban cerca de allí y que habían elegido ese restaurante para comer en la hora de almuerzo, pero que pronto debía regresar al trabajo. Ella asintió en silencio.

—¿Puedo invitarte un café? Me parecés muy linda y me encantaría conocerte mejor.

Un tanto nerviosa por el inesperado cumplido, se acomodó el cabello detrás de su oreja con timidez.

—Bueno, es que...

—Por favor —insistió—. Te juro que no soy un acosador —prosiguió como si le hubiera leído la mente—. Pero me gustás tanto que actúo como un idiota.

Para su sorpresa, le gustó que fuera sincero. Porque lo era. Se daría cuenta si estuviese fingiendo. Después de todo, era policía.

—¿Y qué hay de tu trabajo? ¿No deberías volver?

El chico miró su reloj.

—Thiago puede cubrirme sin problema por una hora más.

—Listo, ¿nos vamos? —preguntó Cecilia, que acababa de volver de la barra donde había pagado la cuenta.

Martina la miró a los ojos, notando de inmediato su incomodidad y recelo. Luego, a Enzo, quien la miraba con un brillo halagador en los suyos. Lo pensó por un momento. Si bien seguía creyendo que era demasiada casualidad que se hubiesen encontrado allí, quería desesperadamente conectar con otra persona que no fuera su mejor amigo. Congeniar con alguien que lograra sacarla del bucle en el que se había convertido su vida. Y en verdad parecía inofensivo, tal vez un poco insistente, pero inofensivo. Quizás, solo era su estilo. Directo y sin vueltas.

—Voy a quedarme un rato más, Ceci.

Ella arqueó las cejas, sorprendida.

—Martina. No creo que sea una buena idea. Además, ¿cómo vas a volver?

—Puedo llevarla en mi auto más tarde —señaló Enzo, entusiasmado, al ver que estaba por salirse con la suya.

Cecilia lo ignoró.

—Podemos esperarte. No tengo problema. ¿Cuánto tardarás? ¿Una hora?

Era evidente que no quería dejarla sola con él.

—No seas tonta. No sé cuánto voy a demorarme. No te preocupes por mí. Estaré bien.

Inquieta, su hermana volvió a sentarse y la tomó de la mano.

—Manu sale en un rato de trabajar. Puedo decirle que pase por acá de camino a casa.

—Ceci, tranquila. No hace falta que lo molestes. Puedo volver en taxi si es necesario.

—¿Estás segura de lo que estás haciendo? —le preguntó en un susurro solo para ella.

Exhaló.

—De lo único que estoy segura es de que ahora mismo quiero disfrutar de las oportunidades que se me presentan y si el destino quiso que...

—Por Dios, Martina, esto no es el destino —la interrumpió—. ¿Qué hay de Ale? ¿Vas a hacer de cuenta que no sentís nada por él?

Se tensó ante la sola mención de su nombre.

—Eso es exactamente lo que pienso hacer. Por favor, vayan a casa.

La expresión en su rostro cambió en un instante. No estaba para nada de acuerdo con su accionar. Sin embargo, no dijo más nada. En silencio, se levantó y se alejó en dirección a la puerta junto a sus hijos.

—Lo siento, es un poco sobreprotectora —se justificó.

—Nada que disculpar. Yo tampoco querría dejarte sola con un hombre como yo —dijo con doble intención y una sonrisa ladeada que le pareció de lo más sexy.

Si bien no era el compañero que en verdad deseaba, prometía ser un buen sustituto.

Mientras los chicos miraban televisión, Cecilia no dejaba de caminar de un lado al otro en el living de la casa. Se sentía intranquila. Ya habían pasado cuarenta minutos desde que había dejado a su hermana en el parador y aún no había vuelto. ¡¿En qué estaba pensando?! Debería haberla arrastrado hasta el auto y traerla con ella. No sabía bien por qué, pero ese tipo no le daba buena espina.

—Ceci, por favor, sentate. Me estás mareando con tanto paseo.

Ella lo hizo de inmediato, pero luego de un segundo, volvió a levantarse.

—Creo que se está equivocando—continuó—, y tengo miedo de que arruine su única oportunidad de ser feliz. Vos sabés que está enamorada de Alejandro, ni siquiera tuve que decirte, te diste cuenta solo. Y estoy segura de que a él le pasa lo mismo.

—Sí, amor, pero no hay nada que nosotros podamos hacer al respecto. Son ellos los que tienen que dar el paso.

—Lo que claramente no va a pasar si siguen así. Y ahora encima se quedó allá con ese tipo que no me gusta ni un poco... Es lindo, no lo voy a negar, pero no sé, tiene algo que no me da confianza. Se le está yendo de las manos, Manuel. ¿Qué pasa si Ale se entera? ¿Te creés que le va a causar mucha gracia? Esto no va a terminar bien y no me gustaría que mi hermana termine sufriendo.

—Bebé, tranquila. Yo tampoco quiero que sufra, pero tenés que entender que ya es adulta y perfectamente capaz de tomar sus propias decisiones, nos parezcan equivocadas o no. Por desgracia, no podemos evitar que se dé la cabeza contra la pared. Solo nos queda estar a su lado cuando todo pase.

Sí, su marido tenía razón. No iba a seguir preocupándose de ese modo. Aunque la partiera en dos ver cómo le erraba en grande, debía dejar que hiciera su propio camino.

—¿Y si lo llamo? —preguntó de pronto, contradiciéndose a sí misma.

—¿A quién?

—A Alejandro, Manu, ¿me estás escuchando?

Él suspiró.

—Sí, te estoy escuchando. Y no, no creo que eso sea una buena idea.

Estaba lista para dar su argumento cuando oyeron que un auto se detenía justo en la entrada de la casa. Debía ser Martina que por fin regresaba. Ansiosa, se dirigió a la puerta para abrirla y la sorpresa la dejó sin habla por un segundo. No era ella quien se encontraba fuera.   

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