Capítulo 1
Alejandro Amaya cerró la carpeta de golpe y la arrojó con violencia sobre su escritorio. Cuando, semanas atrás, recibió el informe que le había enviado la Agencia de Inteligencia donde se detallaba la conexión entre el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y una red de narcotráfico no se imaginó que uno de los suyos podría estar involucrado también.
Por supuesto que era consciente de que la corrupción no se limitaba única y exclusivamente al ámbito político, de hecho, el que oficiales de las fuerzas participaran en esta sucedía con más frecuencia de la que le gustaría. En varias oportunidades a lo largo de su carrera se había topado con algún que otro caso en los que quienes debían velar por los derechos y seguridad de la gente terminaban siendo los que los cercenaban, todo por dinero y poder, por supuesto. Sin embargo, nunca lo había tocado tan de cerca.
Gracias a la asistencia de un agente amigo que participaba en la investigación y le había facilitado los datos, pudo acceder al registro de llamadas entre una figura importante de la Policía Federal y dicho funcionario, además de información extra sobre varias operaciones bancarias que lo ponían en una posición más que comprometedora. El asunto era sumamente delicado y por esa razón, su jefe, el comisario Castillo, le había pedido que lo manejara con mucha cautela.
Por otro lado, le había llamado la atención la existencia de varias comunicaciones con el servicio penitenciario. ¿Significaba esto que había guardias corruptos? No podía afirmarlo aún, pero su instinto le decía que sí. Aunque contaba con un informante dentro de la cárcel que lo mantenía al tanto de cualquier irregularidad que hubiese, esto lo inquietaba un poco. Y tenía motivos para estar preocupado. Allí se encontraba el empresario que, meses atrás, había intentado matar a su compañera y amiga.
Casi sin tiempo para una correcta planificación, luego de enterarse de que la vida de su agente encubierto estaba en riesgo, sus jefes consiguieron el aval de un juez para llevar a cabo el operativo en el que llegaron en medio del fuego cruzado entre dos bandas enemigas. Por fortuna, el resultado fue muy satisfactorio, ya que, además de conseguir detener a Ariel Deglise, el dueño de la discoteca donde se comercializaba la droga, apresaron también a Franco Bermúdez, alias "El fantasma", el delincuente más buscado por la ley en los últimos años.
Tras haber perdido su rastro en los noventa, lo dieron por muerto y dejaron de buscarlo, pero la delegación de inteligencia de Misiones, ubicada en la Triple Frontera, dio con él durante una investigación paralela y de inmediato se contactaron con ellos para unir fuerzas. Eso, sumado al impecable trabajo de Martina Soler, su compañera e inspectora encubierta que sedujo al empresario para obtener la información necesaria que les permitió poner fin a sus negocios.
Todavía recordaba la mezcla de sorpresa y alivio que experimentó cuando Gabriel Acosta, un viejo amigo de ambos de su adolescencia, lo contactó para hablar de ella. Al parecer, trabajaba como custodio para el hermano del dueño de la discoteca y se había cruzado con Martina mientras mantenían un encuentro confidencial con Bermúdez. En ese momento estaban incomunicados, por lo que la intervención del guardaespaldas fue crucial para poder acudir en su auxilio.
Sin embargo, mayor fue su asombro cuando Pablo Díaz, el último miembro de aquel cuarteto de amigos, le comunicó que estaba en camino para ayudarlo con el operativo. Hacía años que no sabían nada de ellos y tenerlos a su lado en una situación de tanta necesidad fue una grata y bienvenida sorpresa. Habían sido inseparables en el pasado, lo que los llevó incluso a elegir la misma carrera al egresar del colegio, aunque, tiempo después, todos tomaron rumbos diferentes.
Bueno, al menos ellos lo hicieron. Pablo se marchó a otra provincia cuando lo convocaron de una unidad dedicada al narcotráfico en Misiones y Gabriel se decantó por la seguridad privada. Por su parte, Martina y él permanecieron juntos, creciendo profesionalmente hasta convertirse en dos de los mejores inspectores con los que contaba su departamento.
Pese a la cercanía que habían compartido en el pasado, los conflictos y las vueltas de la vida hicieron que los cuatro se fueran distanciando poco a poco. Por esa razón, se sorprendió cuando recibió el salvador llamado de este último. Sus jefes no autorizaban más intervenciones y había comenzado a volverse loco de preocupación. Por fortuna, su viejo amigo le devolvió la esperanza al darle información valiosa que sirvió para salvar la vida de su compañera.
Por otro lado, la novia del custodio, además de ser la cantante estrella de una de las bandas que tocaban en la discoteca investigada, era una experta informática, por lo que lo ayudó para que su nombre apareciera en la nómina de empleados y tuviera una oportunidad de acercarse a Martina sin levantar sospechas. Si bien no le gustó involucrar a una civil en una riesgosa misión policial, no tuvo otra opción.
Días atrás, la inspectora había cortado todo nexo cuando el dueño del boliche empezó a sospechar de sus acciones. Mantener a resguardo su verdadera identidad era lo más importante si quería salir con vida de ello. Además, sin la aprobación de sus superiores, Alejandro estaba atado de pies y manos. Solo así tendría una chance de llegar a ella sin comprometer su seguridad. No obstante, no llegó a hacerlo porque antes de eso, consiguieron la información que necesitaban: el lugar y el horario del próximo encuentro entre los delincuentes.
Apenas tuvo un par de horas para preparar el operativo, pero esta vez, no estaba solo. La posible captura de Franco Bermúdez generó un gran revuelo en las fuerzas y la delegación de Misiones no dudó en enviar a varios de sus agentes como refuerzos, entre ellos Pablo Díaz, viejo amigo además de uno de los mejores inspectores en su área, y su compañero Lucas Ferreyra, hábil con las computadoras. Curiosamente, este resultó ser el hermano de Ana, la novia de Gabriel. Un culebrón en toda regla, ¿verdad?
Cuando en medio del caos, se enteraron de que la habían secuestrado mientras seguía en la discoteca, se tomó el tiempo necesario para localizarla. Era lo menos que podía hacer por alguien que se había arriesgado tanto solo para poder ayudarlo. Horas después, mientras Gabriel y Lucas iban en su búsqueda, Pablo y él se marcharon hacia el punto de encuentro donde esperaban llegar a tiempo para salvar a Martina. No podía permitirse fallar. La persona que más amaba en el mundo estaba en peligro y solo él pondría su bienestar por encima de todo lo demás.
Nervioso, se frotó la cara y se levantó del escritorio para acercarse a la ventana. Ya era de noche y el cielo se había oscurecido al igual que ya lo había hecho su corazón. Porque, aunque la misión había salido bien, las cosas entre Martina y él cambiaron drásticamente después de eso y lo peor era que ni siquiera sabía la razón. Todavía tenía problemas para borrar de su mente el momento en el que, nada más llegar, en medio de la balacera vio al empresario apuntar en su dirección. Ella se encontraba herida, desarmada y completamente indefensa.
Lo que siguió a continuación estaba un poco confuso en su memoria. Solo recordaba haberse lanzado hacia este, sin que le importase arriesgar su propia vida en el proceso. Con su entrenamiento y la adrenalina que corría con vértigo en su sistema, no le resultó difícil derribarlo y en cuestión de pocos minutos lo dejó fuera de combate. Sin embargo, ella tenía una herida de bala en la pierna, además de un notorio tajo en su cabeza, y sangraba profusamente.
Asustado, la cargó en brazos a través de la peligrosa balacera para llevarla al hospital. No supo qué pasó con el resto de sus compañeros hasta varias horas después cuando Pablo lo llamó para contarle los detalles. Bermúdez había sido llevado a una prisión de alta seguridad debido a su historial y alarmante red de contactos. A los delincuentes que no murieron en el enfrentamiento los trasladaron a una cárcel regular, entre ellos Ariel Deglise, quien fue acusado también de intento de homicidio contra un oficial de la ley.
Esa noche, Martina fue operada de urgencia. Si bien tuvo suerte de que ninguna arteria se vio afectada, debían retirar la bala y reparar el músculo dañado. Además de realizarle una transfusión de sangre para compensar la cantidad perdida. Tras la cirugía, debió quedar internada por varios días, por lo que Alejandro no se movió de su lado en ningún momento y la apoyó durante todo el proceso, conteniéndola cuando más vulnerable se sentía.
¿Qué más daba si nunca se había atrevido a abrirle su corazón y confesarle lo que en verdad sentía por ella? Pasase lo que pasara, siempre podría contar con él porque era su compañera, amiga y la mujer que amaba. Así había sido desde el principio cuando eran apenas dos adolescentes, pero jamás tuvo el valor de decírselo. Quizás por miedo a que la relación cambiara y terminara perdiéndola.
Cuatro meses habían pasado ya desde ese espantoso momento que quedaría por siempre grabado en la memoria de ambos. Aunque el disparo no dejó secuelas significativas, lo sucedido, tanto esa noche como en los meses previos, parecía seguir atormentando a su compañera, ya que después de eso, no fue la misma. No importaba lo mucho que se esforzara en ocultarlo, estaba seguro de que algo le había pasado, aunque se negara a hablar al respecto. Y poco a poco, una pared de concreto se alzó entre ellos cuando nunca antes se habían ocultado nada.
Eventualmente, Martina volvió al trabajo. No obstante, no fue asignada a ninguna investigación en curso. Al parecer, los jefes veían su estado también y no querían tomar riesgos al ponerla en una situación que pudiera llevarla al límite y disparar algún episodio de estrés postraumático. Por un lado, lo aliviaba ya que de ese modo no tendría que preocuparse por su protección, aun sabiendo que podía cuidar de sí misma. Por el otro, le preocupaba su estado emocional, más que nada porque se resistía a acudir al psicólogo.
Odiaba verla tan apagada y triste. Nada quedaba ya de la chispa que siempre la había caracterizado y que a él tanto le gustaba. No sonreía del modo que hacía que el suelo debajo de sus pies se sacudiera con fuerza y tuviera que apretar los puños para contener el impulso de besarla. Porque sí, deseaba besarla desde hacía años. Bueno, eso y muchas otras cosas más. Siempre había estado enamorado de ella, a pesar de que se esmeraba en ocultarlo incluso a sí mismo, y el sentimiento no hizo más que acrecentarse con el paso de los años.
Cada vez le resultaba más difícil contenerse, en especial luego de haber sido incapaz de protegerla y evitar que la hirieran en la última misión. Sin embargo, Martina era la persona más fuerte y obstinada que conocía y antes del tiempo previsto, ya estaba de vuelta en la comisaría. Para ella no existía nada más importante que su trabajo y si bien no era una tarea fácil, había demostrado en reiteradas oportunidades el tremendo coraje que poseía. Por eso, era duro para él verla desmoronarse delante de sus ojos.
Definitivamente algo le había pasado durante la misión, o mejor dicho justo antes de eso, pero se negaba a contárselo y no sabía qué más hacer para que confiara en él. Lo único que conseguía al preguntarle al respecto era que se cerrara dentro de sí misma y lo alejara cada vez más.
Inquieto, miró la hora en su reloj. Si no había cambiado su rutina, debía estar comiendo pizza mientras miraba una película hasta quedarse dormida en el sillón. Solían hacerlo juntos cada viernes antes de que les asignaran el último trabajo, aunque no habían vuelto a repetirlo y estaba empezando a impacientarse por eso.
Le había dado tiempo para que pudiera procesar lo que la tenía tan mal. Había respetado el espacio que al parecer necesitaba y se había mantenido a distancia, pero ya no más. Iría a verla esa misma noche y le diría que cortara de una vez con la actitud de víctima. Ya era hora de que confiara en él y le contara lo que fuera que hubiese sucedido. Juntos encontrarían una solución.
Decidido, recogió la chaqueta del respaldo de su silla y se dirigió hacia la salida. No había dado siquiera dos pasos cuando el teléfono comenzó a vibrar en el interior del bolsillo de su pantalón. Se tensó al ver que se trataba del hogar en el que residía su madre. Tuvo que ingresarla en un geriátrico dos años atrás debido a su delicada salud, tanto física como mental, y si bien mejoró mucho desde entonces, había días en los que el Alzheimer se hacía muy presente.
—Señor Amaya, disculpe que lo moleste a esta hora. Pilar está un poco alterada y se niega a tomar la medicación.
—¿Qué pasó? —preguntó con preocupación.
—Estaba lo más bien y de repente empezó a decir que tiene que volver a su casa con su marido y su hijo. Podría pedirle a la enfermera que la sede, pero nos pidió que lo llamáramos antes.
—Hizo bien, Estela, no se preocupe. Salgo ya mismo para allá.
—De acuerdo, lo esperamos.
Suspiró. Sí, definitivamente era uno de esos días.
A su madre le habían diagnosticado la enfermedad justo después de la muerte de su padre. Si bien al principio eran solo pequeñas confusiones aquí y allá que podrían adjudicarse a los achaques típicos de la edad, con el tiempo estos se fueron acrecentando al punto de perderse en los recuerdos y confundir el presente. Ya eran bastante mayores cuando él nació y como no tenía hermanos, toda la responsabilidad cayó sobre sus hombros cuando las cosas se pusieron difíciles.
Le había costado tomar la decisión de internarla, la sola idea de que estuviese en un lugar ajeno al hogar en el que pasó la mayor parte de su vida lo angustiaba y lo llenaba de culpa, pero con lo ocupado que estaba debido al trabajo, era lo mejor que podía hacer por ella. Solo así recibiría la atención y los cuidados que necesitaba. Por supuesto, procuraba visitarla cada vez que podía.
Tras cortar la llamada, salió del recinto en dirección a su auto. Se sentía tenso y agarrotado. Todos los problemas parecían surgir a la vez cuando lo que más necesitaba era estar en calma. Le preocupaba la investigación confidencial que estaba llevando adelante en torno a uno de los suyos y también la situación con su madre, pero lo que más le afectaba era la absurda frialdad de Martina para con él. Y lo peor de todo era que empezaba a afectar su trabajo, ya que apenas podía centrarse unos pocos minutos en lo que hacía antes de que ella colmara todos sus pensamientos.
Determinado a sacarla de su mente mientras se dirigía al hogar, sintonizó su emisora preferida y subió el volumen. Nada como un poco de buena música para apaciguar su estado de ánimo. Ahora debía enfocarse en su madre. Estaba seguro de que le haría bien verlo y la ayudaría a calmar la agitación que sentía.
—¡Fernando! ¡Llévenme con Fernando! —Su voz angustiada lo alcanzó nada más atravesar la puerta de entrada.
—Cálmese, Pilar. Por favor. Está muy nerviosa y eso no le hace bien.
—¡¿Por qué no me llevan con él?! —continuó, haciendo caso omiso a lo que le pedían—. Se va a preocupar por mí. ¡Tengo que ir a casa con él!
Pasando junto a la enfermera, se paró frente a la delgada anciana que intentaba bajar de la cama a pesar de que apenas podía mantenerse en pie.
—Tranquila, mamá. Tenés que calmarte.
El rostro de la mujer se arrugó al oír el familiar tono y confundida, lo buscó con la mirada. Sus ojos celestes, casi cristalinos, reflejaron la mezcla de emociones que estaba experimentando justo antes de que el destello del reconocimiento relampagueara por fin en ellos.
—¿Alejandro? —preguntó con labios temblorosos.
—Sí, mamá, soy yo. Vamos, dale, metete en la cama.
Ella obedeció sin resistencia.
—Hacía mucho que no venías —reprochó, más tranquila, mientras dejaba que él la tapara con la manta.
Aliviada, la cuidadora le entregó las pastillas junto a un vaso con agua y esperó a que la tomara. A continuación, los dejó solos.
—Te prometo que voy a venir más seguido —respondió con culpa al tiempo que tomaba sus pequeñas manos entre las suyas—. Pero vos tenés que portarte bien, mamá. Todos en este lugar quieren cuidarte.
—No me dejan ir con papá. ¿Qué va a decir cuando no me vea?
Alejandro tragó a través del nudo que de pronto de formó en su garganta. Hacía tres años que este los había dejado, pero la enfermedad de su madre la confundía a veces y la hacía olvidarse de ello.
—No te preocupes por eso. Ya sabe que estás acá. Todo está bien.
Asintió, más serena ahora que su hijo estaba allí, y le habló sobre algo que supuestamente sucedió esa misma tarde cuando en realidad había ocurrido en su niñez. Aun así, la escuchó con paciencia, intentando ignorar el dolor que eso le provocaba. A veces, incluso, lo llamaba con el nombre de su padre, aunque él jamás la corregía. No tenía sentido. Ella no se daba cuenta y se angustiaba cuando le hacían ver que se había equivocado.
Poco a poco, la medicación fue surtiendo efecto y finalmente se quedó dormida. Exhaló, agobiado, y se inclinó para besar su frente. No quería perderla, la sola idea le desgarraba el corazón, pero tampoco deseaba verla así tan frágil y vulnerable.
—Sé que es duro, pero no se desanime —murmuró la enfermera cuando se cruzaron mientras salía de la pequeña habitación—. Por lo general está bien y siempre habla de usted con orgullo y amor. Es un buen hijo.
Asintió, conmovido por sus cálidas palabras, y tras indicarle que volvería en unos días, se marchó. En verdad estaba cansado y luego de esto, apenas le quedaba energía. Lo mejor que podía hacer era ir a su casa y dormir hasta el día siguiente.
No supo en qué momento tomó otro camino. Ni siquiera estaba seguro de haber tomado la decisión de forma consciente. Su cuerpo simplemente tomó el control y lo condujo hasta la casa de ella. Se dio cuenta entonces de lo mucho que la necesitaba, especialmente esa noche. Más allá de sus sentimientos, extrañaba la amistad que tenían, esa complicidad y confianza que siempre habían compartido.
Se frotó la cara, nervioso, y apagó el motor. Desde allí podía ver su ventana en el tercer piso, justo donde se encontraba la habitación. En el interior, la luz estaba apagada, aunque se distinguía con claridad el parpadeante destello del televisor en medio de la penumbra. No pudo evitar recordar las veces que se había quedado dormida a su lado mientras miraban una película juntos. Solía aprovechar esos momentos para contemplarla y susurrarle lo mucho que la quería.
Por un instante, barajó la idea de utilizar su copia de la llave y hacerle una visita. Lo desesperaba que hubiese alzado un muro entre ambos, sobre todo cuando lo único que deseaba en ese momento era sentirla cerca. Martina conocía a su madre. De hecho, había sido ella quien lo instó a que le buscara un lugar donde pudieran supervisarla y contenerla todo el tiempo. Luego de que se perdiera en la calle durante horas, supo que ella tenía razón, incluso a pesar de la culpa que lo atormentaba por dentro.
De pronto, "Nothing's Gonna Stop Us Now" de Starship sonó en la radio. Ni siquiera estaba prestando atención a la música, pero en cuanto aquellos acordes tan significativos para él comenzaron a sonar, fue incapaz de escuchar nada más. Era su canción, la que le había cantado para animarla una tarde de verano mientras vacacionaban en Entre Ríos, en el complejo de cabañas al que solían ir con sus amigos cuando eran adolescentes.
Al día siguiente debían volver a Buenos Aires para comenzar su primer año en la escuela de policía en la que los cuatro se habían inscripto. Se encontraban sentados a orillas del lago disfrutando de las últimas latas de cerveza mientras contemplaban el atardecer. Pedro, el dueño del complejo, para ese entonces un hombre enérgico y alegre en sus cuarenta y tantos, estaba terminando de barnizar una de las cabañas más próximas y desde allí podían oír la música proveniente de su viejo estéreo.
Los tres muchachos intercambiaron una mirada al reconocer la canción favorita del hombre. No pasaban más de dos o tres temas cuando esta volvía a reproducirse. Martina, sin embargo, ni siquiera se había percatado de la melodía. Su mente se encontraba a quilómetros de distancia. Después de la muerte de su padre, se había propuesto seguir sus pasos y convertirse en oficial de policía. Ahora que su sueño estaba tan cerca, la tristeza de no poder compartir algo tan importante con él la tenía muy desanimada.
Ya en ese entonces detestaba verla mal, por lo que, sin dudarlo, se puso de pie y consciente de que haría el ridículo, comenzó a cantar usando la lata que tenía en la mano como micrófono. Las carcajadas de Gabriel y Pablo no se hicieron esperar y pronto, una hermosa sonrisa se dibujó en el rostro de su mejor amiga. Divertida por su ocurrencia y determinada a hacer a un lado los oscuros pensamientos que la agobiaban, se incorporó también y cantó a la par de él mientras intentaba emular sus pasos de baile.
¿Quién hubiera pensado que ese recuerdo quedaría por siempre guardado en su corazón? El brillo que había advertido en sus preciosos ojos del color del caramelo fundido y la alegría reflejada en todo su rostro se grabó a fuego en su memoria y hoy ya no había forma de que escuchara esa canción sin que su mente volviera en el tiempo. Al igual que había sucedido con sus sentimientos, la letra adquirió un significado diferente y mucho más profundo a lo largo de los años.
"I'm so glad I found you. I'm not gonna lose you. Whatever it takes, I will stay here with you. Take you to the good times. See you through the bad times. Whatever it takes is what I'm gonna do. Let 'em say we're crazy. What do they know? Put your arms around me. Baby, don't ever let go. Let the world around us just fall apart. Baby, we can make it if we're heart to heart. And we can build this dream together, standing strong forever. Nothing's gonna stop us now. And if this world runs out of lovers, we'll still have each other. Nothing's gonna stop us. Nothing's gonna stop us". —"Estoy tan contento de haberte encontrado. No voy a perderte. Cueste lo que cueste, me quedaré aquí con vos. Aferrate a los buenos tiempos. Aprendé de los malos. Cueste lo que cueste es lo que voy a hacer. Dejalos que digan que estamos locos. ¿Qué saben ellos? Poné tus brazos a mi alrededor. Cariño, nunca me sueltes. Dejá que el mundo se derrumbe a nuestro alrededor. Cariño, podemos lograrlo si estamos corazón a corazón. Y juntos podemos construir este sueño, manteniéndonos fuertes por siempre. Ahora nada nos detendrá. Y si este mundo se queda sin amantes, todavía nos tendremos el uno al otro. Nada nos detendrá. Nada nos detendrá"—.
No importaba que nunca hubiesen sido pareja. Esa canción siempre haría que ambos se buscaran con la mirada cada vez que la escuchaban.
Siguiendo un impulso, sacó su teléfono y le mandó un mensaje. "¿Pizza y cerveza?", le preguntó sabiendo que ella lo entendería. Solían cenar juntos los viernes, sobre todo si alguno había tenido un mal día y esa noche más que nunca necesitaba de su compañía. Sin embargo, ella no parecía compartir el mismo anhelo, ya que, segundos después, le envió su negativa. "Mejor otro día", respondió sin más aclaración o saludo afectuoso.
Frustrado, encendió el motor y se marchó. Era evidente que no deseaba verlo y no había nada que él pudiera hacer para cambiar eso.
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