1. House of The Rising Sun
4 de septiembre de 2022
LINDA
Mamá levantó la capota del coche y el sol alumbró nuestra coronilla. Detrás nuestra dejábamos la ciudad que tanto nos desvivió, con nuestros recuerdos entre las olas y los traumas enterrados bajo la arena. Madre e hija, dándole un gran final a nuestra trágica novela. Salvo que aquel final, tan solo presagiaba el inicio de otra historia.
El otoño había comenzado su despliegue por todo el norte, eclipsando para siempre aquel verano que yo deseaba guardar bajo montones de hojas. Y nosotras perseguíamos por la ondulante carretera ese cambio de estación y de vida.
House of the Rising Sun sonaba en los altavoces y mamá balanceaba suavemente la cabeza al ritmo de la música, permitiendo que unos mechones rubios resbalaran del colorido pañuelo que envolvía su pelo. Me puse las gafas de sol de pasta roja y me fijé en el paisaje que se abría frente a nosotras. La luz del mediodía iluminaba un profundo bosque verde esmeralda que formaba colinas durante varios kilómetros. Desde el descapotable alcanzábamos a ver el viento meciendo las copas de los árboles. Relajé mis hombros y me recliné en el asiento. Todo había pasado. No había motivo para estresarme.
En el maletero llevábamos todas nuestras pertenencias, que se reducían a ropa, maquillaje, fotos y una Smith and Wesson con suficientes balas como para cargarnos a mi padre si se atrevía a buscarnos. Estábamos a salvo.
—Nos vamos a tener que adaptar a las normas del pueblo si no queremos llamar la atención. Tendremos que observar a los demás y copiarlos; encajar —me adelantó mi madre.
Asentí y subí la música. No quería desperdiciar ese momento. En su lugar observé a mi madre de reojo. Sobre ojeras poco disimuladas, llevaba pintada una cara de cansancio que sus ojos abiertos con exageración no podían eliminar. El pintalabios de rojo vivo algo borrado por tanto morderse los labios, la máscara seca cayendo en grumos sobre sus mejillas. Cuando paramos en la siguiente gasolinera para mear y comprar unos sándwiches, me abalancé al maletero. Saqué mi paleta de maquillaje y unas cuantas toallitas desmaquilladoras. Cuando mi madre se sentó de nuevo, moví el retrovisor y ella soltó una mueca de horror.
—Si quieres que encajemos quizás deberíamos cuidar más nuestro aspecto —sugerí—. Parece que te han atropellado.
—¿El de la gasolinera me ha visto así?
Durante media hora pinté su cara y acomodé su pelo en el pañuelo de forma que el viento no lo enredara. Cuando terminé parecía una puta obra de arte.
—Gracias.
Dejé que me acariciara la mejilla con cariño, como cuando era pequeña.
Llegamos al pueblo dos horas más tarde. Algunos pisos, pero casi todo chalets. Había pocas tiendas, ropa de marcas que nadie conocía. Y una iglesia. Una grande y blanca iglesia en los lindes del bosque. Pura, de aspecto celestial, donde los pecadores del pueblo iban cada domingo a confesarse. Donde quizás nosotras también tuviéramos que ir a confesarnos.
Giramos hacia una calle soleada llena de árboles a los lados de la vía. El brillante descapotable rojo se reflejaba en los otros coches. Al final de la calle se veía nuestra casa de vallas blanqueadas por el sol, jardín descuidado y un árbol con un columpio de rueda de coche. Aparcamos con precisión y con la emoción, bajé del coche sin abrir la puerta. Oí que mamá soltaba un chasquido de desaprobación con la boca, pero nada más. Descargamos lo poco que teníamos y con las mochilas, de pie frente a la casa, nos permitimos un momento de contemplación.
La lluvia había bajado el óxido de los desagües hasta las paredes color amarillo pastel. La hiedra también había hecho mella en las paredes, llenas de puntitos negros. Hogar dulce hogar. Una casa para nosotras solas. El porche tenía una mecedora que seguramente se habían dejado los antiguos inquilinos.
Sonreí y di el primer paso. El vestido de cerezas ondeó un momento.
El vestíbulo tenía las paredes desnudas, el salón tenía el papel de flores a medio arrancar y los dormitorios solo tenían camastros llenos de polvo y liendres. Dejamos las cosas sobre la encimera de la cocina y en un instinto mamá abrió la nevera. Al momento comencé a toser. Olía a huevos podridos, a lácteos caducados y tenía manchas de salsa marrón en las paredes. Y eso que estaba vacía.
Evaluamos los electrodomésticos y al menos el horno funcionaba.
Se acercó a la bolsa de deporte y extrajo uno de los fajos de billetes de cien dólares. Me dio un billete y me dijo que fuera a comprar comida a la tienda que habíamos visto cerca de nuestra calle, que mientras tanto ella trataría de limpiar y tirar las cosas que sobraban.
Me miré en el espejo del pasillo para recolocar la diadema blanca sobre mis bucles dorados. De reojo vi que ella ya había sacado el portátil y buscaba tiendas de muebles y electrodomésticos cercanos. Salí de nuestra casa y eché a andar por el vecindario.
Llené el carrito de comida basura y refrescos. Como había podido comprobar, el pueblo era solitario e incluso el supermercado estaba desierto. Era tan antinatural que mientras el encargado pasaba las pizzas por el lector, me decidí a preguntar.
—¿Esto suele estar tan vacío siempre?
Él, que no me había oído emitir ningún sonido hasta ese momento, alzó la vista y escrutó mi cara sin ningún pudor. Me puse tan roja como las gafas que tenía sobre la cabeza.
—Eres nueva, ¿no?
—Sí, me acabo de mudar. —Lo oí suspirar con hastío.
—Están en la iglesia. Hoy es domingo —dijo simplemente, y terminó de pasarlo todo mientras yo iba metiéndolo en bolsas—. Son ochenta con diez. ¿Algo más?
Miré de soslayo las bolsas que tendría que cargar a casa y me fijé entonces en unas latas de pintura blanca que descansaban en uno de los estantes.
—Sí, cóbrame dos de esas y ahora paso a recogerlas.
*
Cuando toqué el timbre para que me abriera la puerta, descubrí a una señora de tez oscura salir del edificio. Por un momento me entró pánico, pensando que me había confundido de casa, pero vi que ahí estaba nuestro coche y mi miedo se disparó.
—¿Quién eres? —pregunté quizás más borde de lo que pretendía.
Mi madre salió detrás de ella con una pequeña sonrisa.
—Es Keira, nuestra vecina de en frente —aclaró—. Ha venido a conocernos. —La vi forzar una mueca de reproche para que fuera amable, aprovechando que Keira no podía verla.
—Encantada, soy Linda —me presenté.
—Que nombre más bonito. ¡Heather, ven a saludar a las nuevas vecinas! —gritó de pronto, y tanto mi madre como yo nos sobresaltamos.
En aquel momento una chica salía de casa y se subía en una bicicleta con aire enfadado. Por lo que pude ver era clavada a su madre, pero con el pelo alisado y ropa oscura. Tenía un aura rebelde muy contraria a la de Keira. Era como su gemela malvada. Heather bajó de la bici, se acercó poniendo los ojos en blanco, subió las pequeñas escaleras del porche y le tendió la mano a mi madre con la sonrisa más forzaba que vi en mi vida. Me superaba por mucho.
—Estas son la señora Emma y su hija, Linda —nos presentó Keira.
Luego pasó a mí y noté su mano algo sudorosa y llena de callos. Sus ojos eran avellana y le daban una mirada profunda que me pareció interesante de primeras. Llevaba una camiseta con la carátula del disco Nevermind, una chupa de cuero y botas negras llenas de barro. El eyeliner violeta iba pegado a las pestañas y describía un giro hacia su párpado. Noté su mirada escrutar la mía y recorrerme de arriba abajo con rapidez, evaluándome.
—¿Qué hay? —soltó.
—Creo que tenéis la misma edad —inquirió la señora Keira.
—Linda tiene dieciséis —se apresuró a añadir mi madre.
Keira mostró una grata sonrisa.
—¡Oh, uno menos que mi Heather! Cumple los diecisiete en diciembre. A lo mejor os hacéis amigas y todo —alentó con voz casi inquisidora hacia su hija. Se veía que quizás no se llevaran muy bien, y que la madre deseaba que su hija hiciera amigos que parecían buena influencia, como yo. Salvo que yo en temas de influencia no era la más indicada. Pero eso no debía saberlo.
La vecina reanudó la conversación con mi madre y Heather aprovechó un momento de despiste para huir en bici. Yo me quedé sola, sin querer intervenir en la conversación por falta de ganas y contexto, así que las acompañé en el interior de la casa y subí a colgar mi ropa nueva en las perchas.
*
Cuando la señora Keira decidió despedirse de mi madre, no sin haber escuchado antes la sarta de mentiras que había contado mi madre sobre nuestra vida, me cambié con algo más cómodo y fui a recoger las latas de pintura. Hacer tareas domésticas me relajaban la mente. Me recordaban a cuando vivíamos en la playa con papá, y lo único que podía hacer para distraerme era fregar el ático por quinta vez.
Al llegar bajé al sótano, y entre las herramientas conseguí hallar una brocha grande. Con el sol de la tarde, me puse a pintar las vallas bajas que rodeaban la casa para devolverles su color original. Tarareaba una cancioncilla mientras pasaba la brocha, imaginando que estaba en una escena de Karate Kid y que mi vida entera era normal.
En eso oí un timbre de bicicleta.
—Hey —reconocí la voz de Heather detrás mía.
Me levanté y la vi con una tirita cruzando su mejilla. Ella siguió mi mirada y sonrió con satisfacción.
—Tendrías que ver cómo acabó el otro.
La miré con sarcasmo.
—Vale —reconoció—, me enganché a una valla.
Al imponerse un silencio incómodo decidí seguir con mi tarea. No se me daba muy bien socializar. Comencé a sentir miedo al ver que no se iba.
—¿Quieres venir a una fiesta conmigo? —preguntó entonces, y mi mano tembló ligeramente.
—Nos acabamos de conocer.
—Pues me has caído maja.
Si ni siquiera hemos hablado...
—No me apetece —solté, dispuesta a pasar el resto de la tarde bajo el sol.
Ella dio un rodeo con sus ojos, cambió el peso del cuerpo y chasqueó la lengua.
—Mira, si no vienes conmigo mi madre no me va a dar la paga, así que necesito que cooperes —se sinceró mientras se quitaba barro de las uñas.
Ahí estaba. Una estaca en el pecho. Desaprobación social. No le importaban mis sentimientos.
Me sentí rechazada.
—Que no quiero ir, joder —solté con odio—. No me puedes obligar.
Ella soltó una risa de aire, con la mirada seria.
—Pues tenía razón: solo eres otra mojigata aburrida en un pueblo de mierda. Una mojigata que tiembla al decir palabrotas —esta vez sonrió con malicia.
Justo en mi punto débil.
—Me da igual lo que pienses de mí —decidí. Más bien me lo decía a mí misma.
—Pues allá tú. —Lo dijo con indiferencia, mirando la pantalla de su móvil.
Obviamente era una trampa, manipulación emocional para conseguir lo que quería. Pero decidí callar esa voz razonable en mi cabeza, porque en ese momento la voz de la ansiedad social me decía que, si no luchaba por mi orgullo y mi honor, iba a ser una marginada toda mi vida.
Mierda.
Además, le prometí a mamá que iba a socializar y tratar de encajar. Aquel era nuestro billete para vivir en el pueblo: que nadie nos conociera realmente.
Respiré hondo y alejando todo el miedo que sentía, la miré fijamente, alzando la cabeza hasta su altura y dando un paso adelante.
—¿A qué hora es la maldita fiesta?
Heather sonrió con satisfacción y un brillo de emoción en sus pupilas.
Nota de la autora
Bienvenidos a otra novela de misterio, romance LGBT, y asesinatos jsjsjs. En esta historia hay pocos filtros, así que he tenido que marcarla como contenido adulto jeje pero espero que la disfrutéis igualmente <3 ¿De momento cúal es vuestra opinión de este primer capítulo? El siguiente estará narrado por Heather y así será toda la novela. Podreís alternar entre la mente de Linda y Heather y conocer sus porqués y sus historias. El segundo capítulo será publicado el domingo siguiente. ¡Nos leemos!
Segundo capítulo: 11 de septiembre de 2022
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