Parte I (2) (2 de 15)
Más tarde, ese mismo día, varios policías se presentaron a registrar la casa Loud con el fin de buscar evidencias incriminatórias contra Lynn Sénior, a quien injustamente habían inculpado como la mente maestra detrás de las operaciones de desfalco que estaban sucediendo en la empresa en la que en aquel entonces trabajaba como técnico en computación.
–Descuida, querido –le habló la señora Loud a su esposo por teléfono mientras se llevaba a cabo la requisa–, iré a primera hora en la mañana... Si, crema de afeitar y cepillo de dientes... No, Lynn, no trates de escapar... Repítemelo... De acuerdo, te amo.
–¡Esa no es evidencia! –le reclamó Lori a uno de los policías que estaba bajando las escaleras con unas pastillas de su propiedad envueltas en una bolsa de plástico–. Son mis anticonceptivos, no puede llevárselos.
–El perro alzó la patita –aclaró el oficial–, yo no lo decido.
–¿Cuál es su problema?... –reclamó seguidamente Bobby, que había venido desde Great Lake City a brindarle apoyo a su novia tras enterarse de todo lo que estaba sucediendo–. Oiga, al menos déjenos uno, ¿si?
–Chicos, no provoquen más problemas de los que ya tenemos –ordenó Rita luego de colgar el teléfono.
Acto seguido se dirigió con enojo al oficial que lideraba el saqueo de su hogar.
–Y usted, no tiene una orden para destruir mi casa.
–Si –secundó Lola que llegó a sumarse a la discusión–. Cuando esto terminé, tendrá que pintar carreteras de aquí hasta México para...
En ese momento que los demás discutían, Lynn Jr. ingresó a la sala seguida por Lucy que iba oculta bajo la misma botarga con la que obligaron a ir a Lincoln con ellos a la playa el día anterior.
Cabía mencionar que, a su vez, las hermanas Loud se dieron a la tarea de encubrir a su hermano que había huido de casa esa misma mañana que las autoridades se llevaron detenido a su padre. Resulta que, apanicadas por todo lo que estaba sucediendo, llegaron a la rápida conclusión de que su madre tenía más que suficiente con que su marido hubiera sido arrestado por un crimen que no cometió.
Y para esto, de tanto en tanto Lucy y Lynn se turnaban para usar el disfraz de ardilla para así hacerse pasar por su hermano, con la excusa de que este creía por cuenta propia que le serviría para contener la supuesta mala suerte que irradiaba y les estaba causando tantos problemas.
–¡... Con ambas manos y una lampara! –acabó de amenazar Lola al oficial quien terminó por retirarse.
–Escuchen –indicó Rita a sus hijas y a Bobby–, el abogado vendrá a las siete. Si llego tarde, denle algo de comer, menos el goulash que tiene que durar cuatro días. Espero que para entonces su padre... Que alguien lave la losa.
–Mamá, descuida –la tranquilizó Lori–, cuidaremos la casa, haz lo que debas hacer.
–Me tengo que ir. Recuérdenme llevar el medicamento de la alergia de su padre y su traje para la audiencia.
Dicho esto, la señora Loud tomó su bolso y se dispuso a irse a cubrir un turno extra en la clínica dental, cuya paga les vendría bien en esos tiempos tan difíciles.
–¿Quieres que haga algo? –le preguntó Lynn Jr. con buenas intenciones.
–Puedes poner a todos en contra de tu hermano y hacer que lo obliguen a dormir en el patio como a un animal –sugirió Luan con sarcasmo, una vez Rita salió por la puerta principal y Lucy pudo quitarse la cabeza de la botarga–. Ah, no, eso ya lo hiciste.
–Sé que esta fue una idea terrible –se disculpó Lynn con sus hermanas por haberlas convencido de jugarle semejante broma a Lincoln–, creéme, lo sé, y no quiero que me perdonen; pero, si me dan otra oportunidad, probaré que soy mejor persona de lo que creen.
Sus hermanas y Bobby negaron con la cabeza decepcionados y se retiraron dejándola sola, salvo Lucy quien, por el contrario, se quedó con ella para darle a saber que contaba con su apoyo.
–No te preocupes –suspiró la gótica queriendo consolarla–, encontraremos a Lincoln, no será difícil.
–Eso espero. ¿A dónde crees que pudo ir?
***
A esa misma hora, Lincoln llegó en un autobús del ejército al cuartel estatal; lugar donde conocería a otros chicos que estaban en una situación similar a la suya. Lo que significaba que él no era el único niño que llegó a enrolarse haciéndose pasar por adulto.
Uno de estos chicos se llamaba Cooper Burtonburguer que, al igual que él, había huido de casa al no soportar más a su pequeña hermana berrinchuda y a su horrible gato mascota sin pelo.
Otro era un afroamericano como su amigo Clyde llamado Craig Williams que estaba ahí porque, según dijo, debía cumplir con una importante misión de la cual dependía la seguridad de un lugar llamado "el arroyo" o algo por el estilo.
El tercero era un chico obeso con la nariz achatada como la de un cerdo y dos grandes dientes asomando de su labio superior quien respondía al nombre de Clarence Wendle. De este, Lincoln no supo porque terminó enrolándose pero, dada su tonta y optimista forma de comportarse, asumió que acabó allí pensando que todo eso se trataba de un juego.
En compañía de estos tres bajó del autobús y se formó en una fila junto con los otros reclutas recién llegados, cuya mayoría consistía en jóvenes adultos y hasta adolescentes que igualmente se enrolaron con identificación falsa.
–Bienvenidos al ejército –acudió a instruirlos un suboficial con una dura voz autoritaria–, su hogar los próximos tres años. Soy el sargento Hartman, su instructor Sénior en esta institución. A partir de hoy sólo hablarán cuando yo les diga. Además, la primera y ultima palabra que vomiten será: señor. Háganme saber que entendieron, pendejos.
–Señor, si, señor –contestaron Lincoln y todos los nuevos reclutas al unísono.
–Mierda, no los estoy escuchando –bramó el sargento Hartman–, díganlo como si tuvieran huevos.
–¡Señor, si, señor!
–Si al fin logran salir de mi cuartel, si sobreviven al entrenamiento, serán armas mortales, embajadores de la muerte pidiendo combatir. Pero hasta que llegue ese día, son sólo vomito, la forma más baja de la tierra. Ni siquiera son putos humanos de mierda. Ustedes no son más que unos desorganizados pedazos de mierda de puerco. Porque yo soy muy duro no van a quererme. Pero mientras más me odien más entenderán. Soy muy duro pero soy muy justo. Aquí no hay ninguna discriminación racial. No tengo nada contra asquerosos negros, italianos ojetes o latinos grasientos. Aquí todos son iguales, no valen nada. Y mis ordenes son de expulsar a todos los idiotas que no tengan los huevos para estar en mi adorado cuerpo. A ver, pendejos, ¿entendieron eso?
–Señor, si, señor.
–¡Mierda, no los estoy escuchando!
–¡Señor, si, señor!
–¿Cómo te llamas, pendejo? –se aproximó a interrogar al chico afroamericano llamado Craig.
–¡Señor, recluta Brown, señor! –respondió inmediatamente haciendo uso de su nombre falso.
–Mierda, a partir de hoy te llamarás Frozono –ladró Hartman–. ¿Te gusta ese nombre?
–¡Señor, si, señor!
–Sólo hay una cosa que no te va a gustar, Frozono. Aquí en mi cuartel no vas a poder comer pollo frito y sandía todos los días, ¿entendiste?
–¡Señor, si, señor!
–¿Quién te crees, John Wayne? –bromeó Lincoln entre susurros–, ¿o qué?, dime.
–¿Quién dijo eso? –inquirió el sargento que si llegó a oírlo–. ¡¿Quién coño ha dicho eso?! ¡¿Dónde está ese pinche comunista pendejo de mierda?! ¡La maricona soplapollas, que acaba de firmar su sentencia de muerte! No fue nadie, ¿eh?... Fue un puto angelito, ¡que mamada! ¡AHORA LOS PONDRÉ A HACER EJERCICIO HASTA QUE SE MUERAN! ¡HASTA QUE PUEDAN CHUPAR LECHE CON SU MALDITO CULO, PENDEJOS!... ¡¿Fuiste tú, enano hijo de puta?! ¡¿Eh?!
–¡Señor, no, señor! –respondió atemorizado Coop, el chico que huyó de casa por culpa de su hermana y su gato.
–¡Pinche, pendejo de mierda, pareces una puta gallina, apuesto a que si fuiste tú!
–¡Señor, no, señor!
–¡Señor, yo lo dije, señor! –confesó Lincoln para no meter en problemas a su compañero.
–Vaya –se aproximó el sargento hacia él–. Con que si, idiota. ¿Qué tenemos aquí? Un pinche comediante de pelo blanco, el recluta Jay Leno, será tu nombre ahora. Admiro tu honestidad. Dime, honestito, ¿no quieres ir a mi casa y cogerte a mi hermana?
–Eh... Bueno... Si usted quiere, yo... ¡Ouch!
En castigo por su impertinencia, el sargento Hartman le soltó un puñetazo en la boca del estomago a Lincoln con tal brutalidad que lo hizo caer de rodillas al suelo.
–¡Maldita bolsa de mierda –le gritó apuntándole con su dedo–, ya sé tu nombre, te tengo de culo! ¡No vas a reírte, no vas a llorar, aprenderás punto por punto, yo te enseñaré! ¡Levántate, ponte de pie!
Como tal, el peliblanco obedeció antes de seguir haciendo enojar más al severo sargento.
–Será mejor que te desapendejes o te voy a arrancar el craneo y luego me voy a cagar en tu cuello –le advirtió.
–¡Señor, si, señor! –contestó Lincoln.
–Dime, Jay Leno, ¿para que te alistaste en mi adorado cuerpo?
–¡Señor, para matar, señor! –mintió.
–Con que eres un asesino.
–¡Señor, si, señor!
–Quiero ver tu cara de guerra.
–¿Señor?
–¿Esa es tu cara de guerra?
El sargento entonces le lanzó un grito a la cara.
–¡AHH! Esta es una cara de guerra, enséñame tu cara de guerra, pendejo.
–¡AHH! –lo imitó Lincoln.
–Mierda, no me pudiste convencer, a ver tu verdadera cara de guerra.
–¡AAHHH!
–No estás asustándome, practícala.
–¡Señor, si, señor!
–Y tú –volvió a interrogar al chico llamado Coop–, ¿cuál es tu excusa?
–Señor, ¿cuál excusa?, señor.
–Solamente yo hago aquí las putas preguntas, recluta, ¿lo entendiste?
–¡Señor, si, señor!
–Pues te lo agradesco mucho. ¿Ahora ya puedo dar las ordenes?
–¡Señor, si, señor!
–¿Estás asustado?, ¿te pusiste nervioso?
–¡Señor, si estoy nervioso, señor!
–¿Yo te pongo nervioso?
–Señor...
–¿Señor qué? Quisiste decirme culero, ¿verdad?, pendejo.
–¡Señor, no, señor!
–¿Cuál es tu estatura, recluta?
–¡Señor, como uno treinta, señor!
–No me digas, yo no sabía que existiera mierda de esa altura. Tratas de aumentarte estatura, ¿verdad?, ¿eh?
–¡Señor, no, señor!
–Mierda, creo que tu mejor parte se escurrió del culo de tu madre y acabó como una mancha café en la cama, recluta. Yo creo que fuiste engañado. ¿De dónde diablos vienes, recluta?
–¡Señor, de Texas, señor! –mintió Coop.
–Santa mierda, de Texas sólo llegan bueyes y una bola de maricones, ¿verdad?, Cowboy. Y como no creo que seas un buey, solamente queda una cosa. ¿Te gusta la verga?
–¡Señor, no, señor!
–Te gusta mamarla, ¿verdad?
–¡Señor, no, señor!
–Apuesto a que te cogerías a una persona por el culo sin tener la cortesía de hacerle siquiera una puñeta paja al mismo pinche tiempo. Te voy a estar vigilando. Ahora escúchenme, gusanos pusilánimes, que quede clara una cosa: aquí no está su mamita.
–La mía si –afirmó el chico llamado Clarence, y en el acto devolvió el saludo a una mujer igual de regordeta a él en uniforme de teniente que pasó por la zona.
–¿Tus padres tuvieron algún hijo que sigue con vida? –se aproximó a interrogarlo el sargento Hartman.
–¡Señor, que yo sepa, no, señor! –respondió Clarence sin dejar de sonreír con cara de tonto.
–Apuesto a que eso les alivia. Eres tan feo que pareces una obra de arte moderno. ¿Cómo te llamas, marrano?
–¡Señor, Clarence Wendle, señor!
–Wendle, Wendle, ¿como Wendle Josepher, o qué?
–¡Señor, no, señor!
–Ese nombre parece de actriz de Hollywood. ¿Eres actriz de Hollywood?
–¡Señor, no, señor!
–¿A ti te gusta la verga?
–¡Señor, no, señor!
–Mierda, creo que eres capaz hasta de tragarte una pelota a travez de un popote.
–¡Señor, no, señor!
–Odio el nombre de Clarence, sólo los putos y los de la marina se ponen Clarence. A partir de ahora serás el recluta Gomer Pyle.
–¡Señor, si, señor!
–Dime, recluta Pyle, ¿soy guapo o crees que soy gracioso?
–¡Señor, no, señor!
–Entonces borra esa sonrisa estúpida de tu cara.
–¡Señor, si, señor!....
–Bueno, a la puta hora que quieras, mi vida.
–Señor... I ji ji ji ji ji... Estoy tratando...
–Recluta Pyle, te voy a dar tres segundos, exactamente tres pinches segundos para que quites esa estúpida sonrisa de tu cara o te juro que te arranco los ojos con los dedos y luego te cojo por el craneo. Uno... Dos...
–Señor, no puedo, señor.
–¡Chingada madre! Ahora híncate, bola de mierda.
Clarence se arrodilló en el piso y el sargento Hartman puso su mano abierta frente a él.
–Ahora, ahórcate... –ordenó, a lo que Clarence se agarró del cuello para su mayor enojo–. ¡Puta madre, con mi mano, huevón de mierda!... ¡Pero no me acerques la puta mano! Lo que te dije es que te ahorques. Acércate a mi mano y ahórcate... Eso es... ¿Ya se te acabó la risa?
–Señog, si, señog... –respondió Clarence con dificultad, por el modo en que el sargento estrujaba su mano contra su pescuezo.
–Mierda, no te escucho.
–Señog, si, señog...
–¡Maldición, todavía no te estoy escuchando! ¡Dilo con huevos, cabrón!
–¡Señog, si, señog...!
–Suficiente –dijo el sargento volviéndolo a soltar, tras lo cual Clarence dejó de sonreír como había hecho hasta el momento–, ponte de pie.
Así, el obeso chico volvió a incorporarse, intimidado ciertamente por el duro carácter del sargento Hartman.
–Recluta Pyle, será mejor que agarres la onda y desde hoy cagues diamantes de Tiffany, o juro que voy a joderte la madre.
–Señor, si, señor –asintió con temor.
–Muy bien, ahora vayan en fila india por la linea amarilla hasta el edificio de procesamiento. No agoten sus pequeños cerebritos tratando de pensar para que son las otras lineas. ¡Muévanse!
Los recién llegados acataron la orden y echaron a andar por donde se les indicó; pero antes de seguirles el paso, Lincoln se acercó a un bote de basura con una foto de él y su familia que sacó de su bolsillo trasero.
–No me quisieron –gruñó rompiéndola en dos–. Aquí si me quieren.
Y la arrojó al bote que estaba repleto de más fotografías de familias y en su mayoría de lindas chicas, porque ese se había vuelto un procedimiento implementado por todos los reclutas novatos que llegaban al cuartel.
Después de Lincoln, Coop Burtonburguer hizo exactamente lo mismo con la foto en la que salía con su padre y su pequeña hermana. Después, un chico latino de sudadera roja arrojó una en la que salía una linda chica rubia con diadema de cuernitos y unos como tatuajes en forma de corazón en cada una de sus mejillas. Luego les siguió un chico rubio de ojos verdes que arrojó una foto de la super heroína más famosa de parís, que se distinguía por usar un traje entallado con antifaz de color rojo con puntos negros. De ahí pasó un muchacho musculoso con una especie de cuarzo rosado incrustado en su ombligo, quien dio arrojando una foto en la que salía con una chica morena y tres extrañas mujeres que parecían personajes de anime o películas de ciencia ficción; y así sucesivamente...
–Alto –se interpuso el sargento Hartman en el camino de Lincoln–, ¿tienes más de dieciocho años?
–Señor, mi permiso de conducir lo aprueba, señor –afirmó mostrándole uno de los documentos falsos que llevó consigo.
El suboficial asintió tras proceder a darle una rápida revisada.
–Sesenta y cinco años... Vaya, debo decir que usted se ha conservado muy bien para su edad, venerable anciano... De acuerdo, señor... Warren Load, vuelva a la fila.
Con esto, mientras que su familia de locos pasaba por una horrible crisis, el peliblanco, más que decidido a dejar todo atrás, se encaminó hacía la que sería una de sus más grandes aventuras en el ejército de los Estados Unidos.
Y como abre bocas de lo duras que eran las cosas en ese lugar, camino al edificio de procesamiento, él y los demás novatos observaron como uno de los reclutas del cuartel cumplía con el que debía ser el castigo que le habían impuesto por algún mínimo error que cometió.
–Soy basura, debo estar con la basura. Soy basura, debo estar con la basura –repetía una y otra vez entre sollozos el chico uniformado, al que vieron metido hasta las rodillas en un tacho, de basura precisamente, conforme se golpeaba con un cucharón en la cabeza, la cual tenía cubierta con otro tacho más pequeño–. Soy basura, debo estar con la basura. Soy basura, debo estar con la basura...
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