T r e s

Terminé mi relación con Kelly. Duró dos semanas, o menos. Eso la molestó, al menos un poco. Dijo:

—Está bien, podemos ser amigos.

Pero su gesto y actitud diferían de sus palabras. ¿Ves lo que digo? Todos mienten. La vida es más fácil con las mentiras, evitan muchos momentos incómodos. Las mentiras son el atajo para llegar a la zona de confort. Le dije:

—Sí, supongo que sí. Nos veremos en clases de todas maneras.

También mentí. No quería ser su amigo, era extraño. No hablamos más, ni en ese momento ni después.

Las mentiras son las bases de la vida; estoy seguro de que muchas relaciones familiares acabarían si se fuera cien por ciento honesto. Un matrimonio no duraría si el esposo le responde a la esposa «La verdad, cariño, te ves gorda hoy. Eso no te quita lo bonita pero tampoco lo gorda». ¿Te imaginas? Ella se pondría a llorar y terminarían peleando. Siempre es mejor el «Estás hermosa amor, no te ves gorda»
Papá lo hacía con mamá y funcionaba. Funcionó al menos hasta que se separaron.

Charlie me observaba desde la mesa opuesta en la cafetería. Sonreía con burla, lo ignoré. Pero mi hermano lo notó.

—¿Qué se trae ese imbécil?

—No importa. Ignóralo.

No me hizo caso, pero tampoco insistió, se dedicó a devolverle las miradas cargadas de hostilidad mientras yo hacía como que no estaban allí.
Charlie nos provocaba, quería pelea pero yo no deseaba eso. Me daba flojera pensar en pelear; sí, que flojera. A Diego no le habría molestado pelear pero por eso no le conté de nuestro encuentro. Diego no pensaba antes de actuar. Mi problema era que pensaba muchísimo antes de actuar. O ni siquiera actuaba por flojera.

Era la penúltima semana para las vacaciones. Quería aprovechar que eran los últimas días en que Diego almorzaría conmigo en el colegio, se cambiaba de preparatoria también a una más cerca de su nuevo hogar. Me preguntaba qué sería de mí sin él, me sentía infantil por depender a cierto nivel de mi hermano menor pero así era. Puedo decir que éramos populares, no porque andábamos de fiestas o de amigos con todos sino que nos conocían por ser los únicos gemelos en el colegio. Era curioso y la curiosidad llama gente.

Y ahora iba a estar solo. Bueno, no solo. Tenía a Diana y a Joshua; ellos eran pareja o algo así. ¿Se puede ser mejores amigos y tener encuentros ? Yo creía que no pero según ellos les funcionaba, hacían de todo juntos. De todo. Pero no eran pareja, eso decían. Me preguntaba qué iba a pasar el día que alguno de los dos pensara que no era suficiente o que consiguiera a otra persona. Eso sí sería incómodo. Incluso más que lo mío con Kelly. Kelly me miraba de reojo y sé que me lanzaba brujerías con su mirada, no le sentó bien que le haya terminado. Hubiera sido peor seguir con un caso perdido pero ella no lo vio así.

Mi padre tenía una empresa de textiles y yo ayudaba con la mensajería los fines de semana. No hacía realmente nada importante pero pasaba el tiempo y ganaba algún dinero; perfecto para mí. Todos los empleados me conocían y según parecía, me apreciaban. Todos sabían mi nombre y me sentía mal de no saber el de ellos.

Había en especial una señora que me agradaba, Dios, ni siquiera sé su nombre pero su sonrisa y su rostro sí los podía distinguir en una multitud. Nunca habíamos hablado, apenas y la veía desde lejos cuando no estaba ocupado. Siempre sonreía y me daban ganas de preguntarle por qué sonreía tanto, por qué andaba tan feliz. Por qué yo no sonreía las veinticuatro horas, aunque ella qué iba a saber. Un domingo de poca producción apenas habíamos unos seis empleados, entre ellos, estaba ella y en su escritorio esperaba a que papá saliera de una reunión (pues era su secretaria). Estaba leyendo un libro y no me vio llegar. La sobresalté y su libro cayó. Me agaché a recogerlo.

Mi hermano podía saber sentimientos de las personas, yo podía saber lo mismo pero de los objetos. Obviamente los objetos no tienen emociones pero las personas les imprimen emociones, todo: un libro, un llavero, un bolígrafo... todo tiene un valor para la persona y de ahí lo que le inspire. Levanté el libro y este vibró –metafóricamente hablando– en mis manos dejándome sentir un cariño profundo: eso significaba ese libro para esa señora. No alcancé a mirar qué libro era.

—Me asustó, joven.

—Lo siento.

De nuevo me sentí mal por no saber su nombre. No le importó.

—¿Qué lee? —pregunté curioso.

—Romeo y Julieta —respondió en una risita. Sonreí y ella se sonrojó, creo que le avergonzaba leer eso—. Sé que es un libro de adolescentes pero mi hija insistió en que debía leerlo en algún momento. Literalmente, lo metió a mi bolso.

Así que era de su hija. Por eso ese cariño a ese objeto; me pareció tierno y asentí. Recordé a Diego, tuvo que actuar de Romeo hacía unos meses para poder pasar Literatura. Fue muy gracioso practicar los diálogos con él, fue toda una experiencia y le salió muy bien. Pensé que algún día posiblemente iba a ser actor.

No había canchas cerca de mi casa para jugar baloncesto pero debía distraerme. Soy de esos que no puede estar mucho rato quieto. Me aburro. Había un gimnasio a unos kilómetros, tomé el auto de papá y fui. Iba cada dos o tres días, cuando tenía ganas de moverme. Diego es flojo para la actividad física –excepto para pelear–, nunca iba conmigo. Me coloqué mis audífonos y me paré sobre la cinta corredora. Empezaba a aumentar la velocidad y era como estar solo en el gimnasio, aunque en realidad estaba lleno. La música te ofrece una burbuja de exclusividad y silencio del resto del mundo.

A mi derecha había alguna señora desde antes de que yo llegara y a mi izquierda no había nadie. Sentí que alguien se subió pero lo ignoré. La música me ensordecía de cualquier sonido ajeno y no paré de trotar, hasta que pusieron una mano en mi hombro. Volteé a la izquierda y vi al chico que había visto en Crismain, el que me dio la soda. Me quité los audífonos y realenticé la cinta. Apenas caminaba ahora.

—¿Sabes? Acabo de notar tus audífonos y llevo cuarenta segundos hablándole a nadie. Qué vergüenza si alguien lo vio.

Me reí.

—Lo siento. Hola.

—¿Cómo estás? Aparte de sudado y posiblemente cansado.

Hay gente que simplemente sabe qué decir para no caer en la incomodidad. Él era de esas personas. Yo también, al menos con los de mi edad. Y mi familia. En general, yo era muy sociable.

—Bien, ¿Qué tal tú?

—Ni sudado, ni cansado. Acabé de llegar —dijo—. ¿Qué tal la mano?

Levanté la mano al aire y sonreí asintiendo.

—Pasaron más de diez días, ya está bien.

—Supongo que «El chico de Western» no es tu nombre, así que ¿Cómo te llamas?

—Denny. —Extendí mi mano a él cruzándola por mi pecho, él la estrechó.

—Gabriel. ¿Siempre vienes? No te había visto nunca.

—De hecho, sí. Qué raro.

—No realmente, estoy siempre arriba en la piscina acompañando a mi mejor amigo o en el otro piso en los sacos de boxeo.

Le iba a preguntar por qué estaba ese día entonces en las corredoras, pero mejor no. No era de mi incumbencia. Intercambiamos números y dijimos que nos veríamos por ahí, me agradaba Gabriel. Era muy amable, yo quería ser así de amable. Hay gente a la que le nace la amabilidad, yo no era de esos; yo era amable a ratos  y con los que conocía pero él parecía serlo siempre y con desconocidos. Aunque no lo sabía, no lo distinguía completamente.

Diego se había ido a donde mamá esa noche. Solo éramos papá y yo, llegué cerca de las ocho y lo encontré en el sofá admirando una foto pequeña de la mesita. Me acerqué, vi la foto que miraba y torcí la boca. Me dolía verlo así, a mí me dolía también ver esa foto pero trataba de ignorarlo. A Diego también le daba duro verla.

—Deberíamos guardar esa foto.

Señalé el retrato. Mi hermana se había ido hacía más de cinco años y su presencia aún atormentaba toda nuestra familia. Yo la extrañaba demasiado pero pensaba que alguien debía ser el tosco en la situación y solo era yo. No sabíamos si volvería algún día y yo quería que mi papá se permitiera a sí mismo seguir. Igual quería eso para mamá y para Diego. No era tan fácil.

—¿Crees que algún día piensa en nosotros? —dijo.

La verdad no sabía si estaba viva aún, no sabía si estaba en la ciudad o en el país. No sabía si le dolía igual que a nosotros la separación pues fue ella la que decidió irse antes de cumplir los quince años. No la odiaba, de hecho la amaba pero eso no mermaba el sufrimiento. Mordí mi labio y puse mi mano sobre el hombro de papá.

—Sarah no nos olvida.

Al menos eso era cierto. Viva o no, arrepentida o no, nos tendría en sus recuerdos.



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