O c h o - G a b r i e l
Agosto dio paso a septiembre y luego a octubre. Pasaba muchos ratos en casa de Denny o en casa de su madre o en casa de Gris o con Diego; pasar tiempo con esas personas que a cierta medida me conocían completamente me daba paz y alegría; especialmente la señora Margareth, ella era tan dulce y sonriente como Denny y tan protectora y querida como si yo fuera su hijo.
Cuando noviembre llegó y se acercaba de a poco la culminación de mis estudios en preparatoria, la presión en mi pecho de cargar el secreto de Denny se hacía más pesado con cada hora, día y semana que pasaba.
Desde el día que hablé con Karla, varias semanas atrás, buscaba ocasionalmente el momento idóneo de decirle todo a mi madre y a veces lograba armarme del valor suficiente pero al abrir la boca y llamar su atención, toda valentía se desvanecía.
Me decía a mí mismo con frecuencia que estaba haciendo las cosas al revés y por eso me aterraba tanto; que no podía ir primero a contarle todo a mi madre, pues si miraba el ejemplo de Denny, él le había confesado todo primero a sus amigos y a Gris, luego a su hermano y finalmente a sus padres.
En mi lista de personas a quienes les conté, hasta el momento solo estaba Karla. Pensaba por momentos que era más fácil ir primero con Luka, luego tal vez con mi hermana; si bien ella y yo no éramos tan unidos como Diego y Denny, su apoyo podría valer mucho para mí y me impulsaría a ir por mi madre. Pero yo no sentía eso correcto. Yo sentía que era ella quien necesitaba saberlo primero.
Cuando veía a Luka la lengua me picaba por confesarle, pero me daba miedo hacerlo. Lo había conocido desde los siete u ocho años, y a medida que crecíamos nos hacíamos más unidos, más hermanos, más incondicionales; él me emparejaba ocasionalmente con las amigas de sus amigas y jamás se le había pasado por la cabeza que no pudieran gustarme las mujeres y eso me llevaba a pensar que él iba a creer que no confiaba en él por haberle ocultado toda mi vida mis preferencias... aunque siendo justos, mis preferencias no las conocí ni yo sino hasta que descubrí a Denny.
Denny... a él no le decía nada; no quería abrumarlo con los pensamientos que me acechaban cada día; cuando estaba con él no me sentía asustado ni pensaba en lo malo que pudiera pasar así que no debía fingir mi felicidad. Cuando se iba a su casa era distinto, todo cambiaba y esa nube negruzca de duda e incertidumbre se posaba sobre mí amenazando con soltar una tormenta.
Me reservé todas y cada una de esas intranquilas imaginaciones para mí mismo; Karla me preguntaba de vez en cuándo cómo iba mi situación, como decidió llamarla, y siempre le respondía que igual, que nada había cambiado pero le prometía con una sonrisa que pronto iba a hacerlo; esas promesas pronunciadas sin ser pedidas por ella, eran más promesas a mí mismo que temía no ser capaz de cumplir nunca.
Lo que me tenía lleno de nervios con el paso del tiempo era que al salir de la preparatoria no sabía qué iba a hacer. No sabía si me iba a estudiar a otra ciudad o si me iba a quedar en Madisonway o si Denny se iba a ir y me iba a dejar a merced de una relación a distancia o si seguiríamos juntos... la incertidumbre que más me apuñalaba el alma era la del futuro, la de pensar qué iba a ser de mí luego de que me dieran el cartón de bachiller y arrojara el birrete sobre mi cabeza al saberme graduado.
Es bien sabido que ese temor del futuro es propio de los recién graduados pues la etapa más larga de la vida hasta el momento acaba; estar desde los cinco años en un colegio, rodeado de las mismas personas, de las mismas edades y creciendo juntos hasta los dieciocho o diecinueve años y de repente que te digan que eso ha terminado, que es hora de saber qué hacer con la vida porque el colegio ya no la va a albergar, asusta.
Cuando solo son dos caminos los que se abren al iniciar una etapa es fácil decidir por cuál transitar, pero el inicio de la vida adulta no abre solo dos, abre cientos, miles, abre tantas ramificaciones —reales o imaginarias sobre fantasías que se quieren realizar— que es imposible detallar una e inclinarse por esa con determinación.
Sabía que sin importar cuál de todos esos hilos de la vida decidiera tomar, Denny iba a ir a mi lado para tejer el futuro juntos, lo que no sabía era en cuáles de esos hilos estaba también mi madre, o Luka o mi hermana. Si por mí fuera los llevaba a todos pero suponía que eso no era posible; suponía muchas cosas a decir verdad, unas más locas que otras.
Cuando el almanaque indicó que era quince de noviembre, un clic en mi mente me dijo que no podía esperar más. Mi graduación era un viernes, el primero de diciembre y no quería no poder compartir ese día también con Denny solo porque nadie sabía de él.
Recordé a Adam, el hombre de la historia que Karla me contó y estaba seguro de que yo no quería ir por la vida como él lo hizo; él esperó muchos años y yo pude haber esperado, pude hacerlo. Pude esperar la llegada de mis veinte años o mis veinticinco o hacer mi vida independiente y jamás decirlo; nadie me estaba presionando para que dijera nada, toda esa presión era propia y derivada del amor a Denny y del amor a mí mismo y de ese deseo de dejar de esconderme, de ese anhelo de libertad; nunca fui un mentiroso, nunca le oculté cosas importantes a mi mejor amigo o a mi mamá y al ser Denny un paso más allá de "algo importante", sentía que era un pecado imperdonable mentir sobre él, sobre nosotros.
No le conté a nadie que iba a confesarle todo a mi mamá; no quería crear expectativa en Denny o en su familia por si al final del día me retractaba. Razoné que si al final me arrepentía de todo, no iba a decepcionar a nadie. Si nadie sabe que lo intentas, nadie sufre cuando fracasas y la alegría será mejor si llegas a triunfar.
Me resultaba curioso pensar que semanas atrás yo había dudado de que Denny realmente dijera algo y ahora era yo quien dudaba de mí mismo.
El domingo diecinueve de noviembre fue el día escogido. Me levanté temprano y sorprendentemente calmado. Tomé una ducha y acompañé a mamá a la iglesia; no lo hacía muy seguido pero ella no halló nada raro en que fuera con ella, de hecho le gustaba que alguno de los dos se uniera a su misa semanal.
Aunque era cierto que hacía muchísimo no iba y que sentía una punzada de remordimiento por solo asistir para pedir ayuda a los cielos, le recé a Dios que me acompañara cuando le dijera más tarde todo a mi madre. No oré con la mente sino con el corazón y le pedí fuerza para mamá para que lo aceptara y fuerza para mí en caso de que no lo hiciera. Todos hemos pecado, no hay un alma en la tierra que no sea pecadora pero le imploré a Dios que además de ver mis pecados, rebuscara un poco en la pureza de mis sentimientos hacia Denny Keiller.
Cuando estuve en catequesis a mis trece años, una monja, la hermana Dolores nos habló una tarde; nos dijo que Dios era amor y que amor recibía, que amor veía, que amor sentía, que Dios estaba hecho completamente de amor y por eso siempre perdonaba, por eso siempre tendía la mano al que lo buscara aún cuando este le hubiera dado la espalda en el pasado; decía que el mundo puede a veces ser egoísta o injusto pero que Dios no mira acciones sino que mira el corazón, el espíritu y que si allí adentro encontraba bondad, él iba a pagar eso con más amor.
Me até a esas palabras de la hermana Dolores que esa mañana de noviembre llegaron a mis recuerdos, me agarré con fuerza a la convicción de que mi amor por Denny era puro porque trascendía lo físico, porque amaba su alma, su voz, esa chispa que soltaba cuando sonreía solo con una de las comisuras de su boca, amaba sus sueños, sus miedos, su risa y sus lágrimas, amaba sus ojos azules y la manera en que estos miraban el mundo, amaba su carisma, su entrega por los demás, su capacidad de sentir emociones en objetos, su forma de tomar el balón de baloncesto, amaba sus sonrojos ocasionales y las siete pecas que tenía en la espalda. Amaba las cinco letras de su nombre y el tono de su voz al pronunciar el mío.
Al salir de la misa sonreí e iba con más valor, algunos pueden pensar que solo era psicosis del acercamiento de la hora de contar todo, otros con más fé, dirán que fue Dios quien me dio el valor. Yo nunca supe a qué se debió, pero le apuesto más a la fé que a la psicosis; puede que la fé no mueva montañas, pero sí corazones.
Llegamos a casa y almorzamos en calma; luego de las dos de la tarde mi hermana se fue y quedamos solos con ella. Mi pulso empezó a presentir que era momento y se disparó lentamente en mi pecho y luego en cada parte de mi cuerpo.
Nos sentamos a mirar televisión en la sala; no sabía cómo decirlo, no sabía ni cómo respirar. No me veía capaz de decir la palabra "gay" frente a mi mamá refiriéndome a mí mismo. Levanté la vista sobre el televisor y vi una fotografía de Natalia; imaginé por un fugaz momento que mamá esperaría una salida del clóset de ella más que de mí así que empecé por ese lado cuando los comerciales de la película que veíamos empezaron.
—Oye má, ¿te imaginas que Natalia nos dijera de repente que es lesbiana? —acompañé mi pregunta con una ligera risa. Mamá rió también.
—¿Natalia tu hermana? —ironizó—. ¿La que ya ha tenido novios y varios "amigos" de los que me oculta que tiene algo con ellos?
—Hay personas que se relacionan con otros solo por quedar bien, ¿y si estuviera ocultando el ser lesbiana con novios?
—Lo dudo mucho —respondió riendo—. Ella es la persona menos lesbiana del mundo.
Chasqueé la lengua; era evidente que mamá no iba a tomar ese tema tan en serio, así que tras una corta pausa, dije:
—En mi colegio hay una chica lesbiana. Está en segundo, creo.
Esperaba otra risita, una que tal vez fuera acompañada de una frase similar a la de Luka cuando le dije que Karla era lesbiana; algo como "mientras sea feliz, allá ella". Pero no fue así.
—Bueno, pero no es tu hermana. Natalia sí es normal.
Esa fue el primer golpecito al corazón que recibí esa tarde.
Respiré hondo evitando que el temor se exteriorizara; me convencí de que esa era una respuesta común en una señora promedio; como cuando piensan que las adolescentes no deben embarazarse por irresponsables pero al enterarse de que una hija joven está embarazada lo aceptan y esperan con ansias al bebé en camino. Supuse que era fácil hablar de los demás hasta que la situación se vivía en carne propia; se lograba ser más empático al vivir algo que al decirlo.
—Ser lesbiana es normal, mi compañera se llama Karla y es normal, ma.
—Que la gente hoy en día lo vea normal, no significa que lo sea —respondió—. No puede ser natural, hijo, las mujeres fuimos hechas para ser compañía de los hombres y viceversa.
—¿Por qué?
—Es el orden natural de las cosas. Una pareja de dos mujeres no es natural, ¿entiendes? No pueden ser nunca una pareja como las demás.
—Lo único que no pueden hacer, siendo literales, es tener hijos biológicos como pareja —objeté, con el mismo tono despreocupado que ella usaba, como si solo fuera un conversación dominguera—, de resto son como cualquier otra.
—¿Te parece poca razón? La mayoría de personas en algún momento de su vida quieren ser padres y es un derecho natural de la naturaleza que podamos serlo, si ellos no lo tienen, es porque la naturaleza no lo aprueba.
—¿Y las parejas que no pueden tener hijos? Me refiero a hombres con mujeres que por algún motivo no pueden tener hijos, ¿están ellos en contra de la naturaleza?
—No, eso también es naturaleza. Si una pareja no puede tener hijos es porque su cuerpo se los niega, pero no porque su mente vaya en contra, en cambio las mujeres que no se acoplan a estar con hombres, niegan su naturaleza y se van por una propia, una equivocada.
—¿Y qué hay del amor?
—¿A qué te refieres?
—Bueno, según eso, estás limitando las relaciones humanas a la reproducción, ¿y si una chica se enamora de otra? No de su capacidad de concebir, sino de ella como persona, ¿eso no importa?
—No debería enamorarse de una chica en primer lugar. Hay muchísimos hombres en el mundo como para que decida enamorarse de una mujer. No es normal, es una especie de enfermedad.
—Karla luce muy sana.
—No una enfermedad física, una mental. No locura, sino una enfermedad que la hace ser así.
Estaba en ese punto de no retorno de decirle todo a mi madre, y el problema no era no poder devolver lo que iba a decir, sino saber que tras cruzar esa línea de la sinceridad, me esperaba un abismo cuya caída iba a ser dolorosa. Seguir hablando fue para mí como pisar el acelerador de un auto a mil kilómetros por hora sabiendo que en unos metros había un precipicio.
Pero aceleré de todas maneras.
—¿Si Natalia fuera lesbiana, creerías que está enferma?
No tardó nada en contestar.
—Por supuesto... digamos que no le he conocido a Natalia ningún novio y de repente me dice que es anormal. Me dolería mucho porque ninguna madre quiere ver a sus hijos enfermos.
—La madre de Karla no cree que ella esté enferma... y tampoco la ve como anormal.
—Hay toda clase de personas en el mundo, hijo, unas más libertinas que otras. Puede que a ella no le importe o no vea su propia situación con tu amiga, pero Dios sí lo sabe todo y no lo aprueba. Tarde o temprano verán sus errores.
—¿Cómo sabes que Dios no lo aprueba?
—Qué importa —dijo, zanjando el tema—. Tu hermana no es lesbiana, estoy segura, así que no importa realmente. —Tomó el último sorbo del café que sostenía en sus manos y se levantó con una sonrisa—. Tu padre se reiría de imaginar a tu hermana siendo lesbiana.
La vi alejarse con dirección a la cocina y teniendo ya el presentimiento de lo peor y no deseando bajo ninguna circunstancia pasar por eso de nuevo más adelante en caso de no decírselo ese día, me levanté y caminé tras ella.
—¿Y si fuera al revés?
Se detuvo y volteó a mirarme con un signo de pregunta reluciendo en su frente y en sus ojos.
—¿A qué te refieres?
—¿Y si no fuera Natalia? —Bajé la voz y lo siguiente me salió en un susurro—. ¿Y si fuera yo?
Mamá quedó estática en su lugar por un par de segundos y luego soltó una risita, negando con la cabeza.
—Es un buen chiste. —Rió con más ganas, pero yo no lo hice. Inflé el pecho y la miré a los ojos a través de una neblina algo difusa por las lágrimas que empezaban a formarse ante cada palabra suya. Tragué saliva—. Es un chiste, ¿no?
A punto estuve de decirle que sí, que era solo una broma pesada y nos reiríamos y luego seguiríamos viendo la película. Pero no pude.
—No.
—No puedes estar diciendo lo que creo. —Su voz había pasado a una mezcla de indignación y burla, como si diciéndolo en medio de una sonrisa perdiera la seriedad de mis palabras—. Gabriel, no es gracioso.
—No estoy contando un chiste —la voz me salió rota en un reflejo externo del corazón.
Inspiró hondo y puso la taza vacía que llevaba sobre una repisa cercana con las manos repentinamente temblorosas. Se acercó hasta quedar frente a mí haciendo más evidentes los más de quince centímetros que le sacaba de altura. Sus ojos se humedecieron pero en ellos no había el vacío de la tristeza sino la chispa de la ira.
—Yo no crié a un hijo anormal —espetó, usando un tono que pretendía más convencerse a sí misma.
—No soy anormal, ma, solo soy...
Una bofetada en mi mejilla me cortó la palabra sin haberla empezado. Su mano estaba fría y su golpe fue tan fuerte como su edad y contextura permitían. Solté una lágrima de frustración. La mejilla la tenía posiblemente roja pero no podía percibir el dolor físico, solo el dolor emocional.
—¡Esas cosas no se dicen en esta casa! —tronó—. ¡No puedes decir eso jamás en voz alta, Gabriel Sanders! —Retrocedió un par de pasos, agarrando una de sus manos con la otra, desesperada, como si quisiera seguirme golpeando pero su mente maquinara otras cosas. Empezó a decir frases entredientes, palabras inentendibles, luego de varios segundos levantó abruptamente su mirada hasta mis ojos que no habían dejado de observarla—. Debes ir al psicólogo o al psiquiatra. Mañana debemos...
—Yo no estoy demente, mamá, no necesito un psiquiatra.
—¡Claro que lo necesitas! —Chilló tan fuerte que temí que algún vecino tocara la puerta preguntando si todo estaba bien. Y no, nada estaba bien—. ¡Estás confundido! Muchos jóvenes pasan por esas etapas...
—¡No es una etapa! —alcé la voz—. ¡No estoy confundido!
Se acercó de nuevo y me empujó sin apenas tambalearme, con sus ojos llenos de llanto que esperaba soledad para salir a la superficie.
—¡No es normal! Dios mío... ¿qué diría tu padre? —De nuevo la desesperación le ganó a la ira de su voz y apretó sus manos con terror, como si le estuviera contando que el mundo se acabaría en unos minutos—. Él... él debe descansar en paz, no retorcerse en su tumba de escuchar que su único hijo resultó torcido...
Me sentí de nuevo como niño de cinco años en mi habitación mientras mamá me regañaba por pintar sus paredes. Me sentí pequeñito, como si mi estatura se hubiera reducido a menos de medio metro y viera cómo las palabras enormes de mamá me pasaban por encima. Me sentí arrinconado, vulnerable. Me sentí culpable.
—Ma, trata de entenderlo —supliqué—. Yo soy así y está bien. No estoy haciéndole mal a nadie y... —Iba a decirle que tenía novio y que lo amaba, pero ella me interrumpió:
—¡A mí me estás haciendo mal! ¡¿Qué va a decir todo el mundo, Gabriel?! ¡Tu padre...! —repitió, entre sollozos entregados a la rabia—. ¡Él fue un hombre ejemplar en todos los aspectos! ¡Fue un gran militar que enorgulleció a su patria y a su familia! ¡Entregó su vida por los demás y lo mínimo que puedes hacer es honrar su memoria!
—Lo hago...
—¡No! ¡No lo haces! ¡Para honrar a tu padre debes actuar como un hombre y no lo estás haciendo!
Empezó a faltarme el aire por tantas lágrimas que había soltado; mi pecho iba a máxima velocidad mientras mis pulmones pedían a gritos que tomara un segundo para respirar hondo; me ardía el alma, el corazón, me ardía la vida. El escozor de mi garganta, pese a ser fuerte e irritante, no me impidió seguir hablando; con todo el orgullo que pude reunir dadas las circunstancias, mencioné la palabra que temía pronunciar:
—Ser gay no me hace menos hombre.
—¡Apuesto a que fueron tus amigos los que te metieron esas ideas en la cabeza! —explotó de nuevo—. ¿Fue Luka? ¿Fue Denny?
—No son ideas, mamá, es quien soy. —Extendí involuntariamente mi mano con la palma hacia abajo como implorando que me escuchara con más calma—. Luka no lo sabe —admití entre jadeos. Hice una pausa en la que logré mirarla de nuevo a los ojos y hablar a través del peso que me ahogaba los pulmones—. Y Denny... estoy saliendo con él.
Me abofeteó de nuevo y se deshizo en llanto y en palabras hirientes.
—¡En mi casa, Gabriel! ¡¿Cómo pudiste hacer eso bajo mi techo?! ¡Bajo el techo que contiene el recuerdo de tu padre y la integridad que nos dejó!
—No hice nada malo, ma. Tú conoces a Denny, él es buena persona. Tú misma dijiste que yo debería ser más como él... no hemos hecho nada malo...
—¡No puede ser buena persona si te sacó del camino correcto! ¡Todas esas personas están enfermas, están desviadas y solo buscan a gente de mente débil para confundirlas!
—Él no me confundió —repliqué—. Es que no estoy confundido; yo soy parte de "esas personas", mamá y no somos desviados...
—¡No me llames así! ¡Yo soy madre de un hombre y de una señorita, no de homosexual!
Las discusiones siempre suelen seguir mientras ambas partes sigan sintiendo que tienen la razón y los puntos para ganar el debate, una sola persona no puede discutir y los argumentos para contradecir al otro son los que alimentan el tiempo de una pelea.
Cuando mamá dijo eso, sentí que toda la lista de argumentos que tenía para convencerla de que no era nada malo, fue borrada con velocidad, como si alguien solo les hubiera dado "suprimir" de la pantalla de mi razonamiento. A cambio de mis argumentos había quedado la aceptación y la resignación al pensar de mamá y a cambio del valor con el que le dije todo, había quedado el cansancio y el abatimiento de mi alma al sentirse apaleada.
Mis ojos se inundaron de nuevo pero las lágrimas no salieron, se quedaron allí, como si el párpado fuera una presa que las sostenía hasta que su peso la rompiera. Pensé de nuevo en Dios y me dije que esa fuerza era la que le había pedido en la mañana.
—Eso te deja entonces siendo solo madre de una señorita.
Mi madre echó un par de sus cabellos castaños que se le habían pegado a la cara por las lágrimas tras su oreja y apretó la mandíbula. Ceñuda, dejó resbalar un par de lágrimas.
—Vete, Gabriel.
Necesitar espacio luego de una airada discusión es normal y frecuente por lo que no deseaba contradecirla más. Tomé las llaves de mi moto que estaban sobre la mesita junto a la puerta y tomé el pomo. Ella habló de nuevo:
—Dame la cadena de tu padre —exigió.
Desde que papá había fallecido, muchos años atrás, mamá me había regalado la cadena de la placa de identificación que le perteneció durante su estadía en el ejército; me dijo que era para que yo no me olvidara que un gran hombre me había dado la vida y desde pequeño la había cargado en mi cuello sin quitármela más que en escasas ocasiones como cuando iba a la piscina o cuando me duchaba para que no se dañara. Esa cadera era la que me conectaba de alguna manera con él y el que ella me la pidiera era una protesta de su parte de que si a ella no podía llamarla mamá, a él no podía tenerlo en mente como papá ni tener nada suyo.
Pasé mis dedos por mi cuello y me la quité con cuidado, la observé con añoranza y con la mayor tristeza que he sentido en la vida, acaricié el metal con las yemas de mis dedos, sintiendo que entregaba mi vida con ella, que entregaba todo lo que era hasta ese momento. Sentí el relieve de la impresión de su nombre y su número de identidad y mentalmente me despedí de ese objeto que lo representaba a él. La empuñe con la mano derecha y la apreté, con las lágrimas saliendo sin control alguno, finalmente aflojé la fuerza y caminé hasta mamá sin mirarla y se la tendí con la mano temblorosa y el dolor calcinando todo por dentro de mí.
Un choque de miradas entre ella y yo se produjo cuando levanté la cabeza y exclamé con voz pastosa:
—Por un momento, realmente pensé que entenderías.
Me sostuvo la mirada aún con el aura de la ira y el desprecio sobre todo su cuerpo.
—No te pido que te vayas solo en este momento, Gabriel —puntualizó, tironeando la cadena para apropiarsela—. Te pido que te vayas de esta casa; no toleraré que bajo mi techo viva una persona anormal que no quiere cambiar. Tienes esta semana para irte.
La amargura y convicción de su petición me cortaron el llanto de momento para poder sentir la ira del rechazo. Mi ceño se frunció y mis manos se hicieron puños; di media vuelta y salí dando un portazo.
Encendí mi moto y aunque mis deseos de irme a doscientos kilómetros por hora eran grandes, mi sentido común me lo impidió. Arranqué con fuerza, las dos llantas chirriaron contra el asfalto y una pequeña nube de polvo se elevó, fueron pocos los segundos en que conduje con esa desesperación; me detuve en un semáforo cerca de mi casa y desanudé el casco a mis espaldas para ponérmelo y fijar un destino.
En la dirección en la que iba, lo que más cerca me quedaba era la casa de Luka y considerando que él era mi mejor amigo, debería ser la primera opción. Pero lo descarté, no podía soportar otro drama ese día.
La segunda opción, un poco más lejos pero en la misma dirección era la casa de Denny, pero no quería que me viera así. Odiaba que él me viera débil, indeciso, destruído.
El llanto asomó nuevamente y mis manos aferraron con más fuerza el manubrio, me sentía tan impotente que tuve ganas de solo estrellarme contra un árbol.
Cuando la luz roja le dio paso a la verde, oí un par de pitidos a mis espaldas, de los carros que esperaban a que yo avanzara. Arranqué de nuevo y puse en mi mente el lugar al que iba; en la siguiente "U" que encontré, di la vuelta y conduje en sentido contrario.
A los quince minutos llegué y al bajarme y sentir el césped de su jardín mis piernas empezaron de repente a perder fuerza o quizás mi cuerpo comenzó a pesar en triple; sentí la urgencia de asirme a algo sólido o solo el aire iba a recibirme.
No tuve que tocar la puerta, esta se abrió sola y de su interior salió una mujer con un gesto preocupado y compasivo, como si leyera mi mente y supiera con plenitud lo que me pasaba.
La señora Margareth bajó los dos escalones que separaban su casa del jardín y caminó casi corriendo hasta mí, como una madre cuando ve que su niño se ha caído de una bicicleta. Vio mis ojos aunque yo solo veía un borrón de ella; puso una de sus manos en mi mejilla y mis lágrimas la mojaron, no tardó más de un segundo en abrirme sus brazos y apretujarme con fuerza, como si pudiera ver cada golpe y hendidura de mi alma y temiera que de no abrazarme, todo se fuera a caer al suelo. Sollocé en su hombro.
—Llora —dijo sin soltarme y sin saber lo que me pasaba—. Llora todo lo que quieras; no estás solo.
—Mi mamá... yo... le conté... perdón por venir así... señora Keiller...
Mis jadeos eran lastimeros y vergonzosos, la voz y el cuerpo me temblaban con la misma intensidad y me sentí exhausto y claustrofóbico, como si estuviera cargando una cobija enorme y mojada que me aprisionaba sobre los hombros.
Me llevó adentro y me dejó llorar hasta que no salieron más lágrimas porque se acabaron; me tendió su hombro para sostenerme, su oído para escucharme y una taza de té para los nervios.
Una vez me hube calmado pensé en todo lo que había sucedido. Por una parte me rompía el alma recordar trozos de las palabras de mamá pero por otra estaba feliz de haber cruzado ese puente.
Es una sensación extraña esa de saber que tenías razón y que cada sospecha que había atravesado el pensamiento resultó ser cierta, que por más que esperabas que todo saliera bien, no lo hizo pero que era algo que habías anticipado y eso en teoría debería mermar el impacto que tiene. Más extraño aún, por no decir hiriente, es que no es así, no duele menos, no quema menos, no entristece menos.
Me encontraba tan agotado física y mentalmente que no pude llamar a Denny y no tuve deseos de ir a su casa. Me ardía la cabeza y la señora Margareth me dio dos aspirinas; me dolía el corazón y la señora Margareth me siguió abrazando.
En algún punto mientras la tarde se iba con el correr del reloj me quedé dormido en su mueble y antes de caer en la inconsciencia, solo por un segundo, deseé encontrar a Denny en mis sueños y no volver a despertar.
Dije que lloré escribiendo esto pero hoy leyéndolo no tanto :v así que quizas es sobre sensiblería mía no más xD
¿Opiniones?
(No sobre mi sensiblería, sobre el capítulo v:)
Los amo ♥
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