D o s
—¿La conoceré?
Papá hablaba con una despreocupación impropia de su pregunta. Trataba de sonar casual. Él era muy tranquilo en todos los aspectos pero eso de ser padre de unos gemelos adolescentes aún le quedaba un poco grande. Diego rió, yo reí. Papá resopló, sabía que nos burlábamos de él. Sin embargo, contesté.
—Aún no. Solo hemos salido dos veces, papá. No seas intenso.
Lo meditó y asintió. Desayunamos en silencio. Papá decía siempre que ese era nuestro apartamento de solteros aunque según tengo entendido eso quería decir «apartamento para llevar chicas» y ninguno de los tres cumplía eso, además de que Diego no vivía con nosotros. Pero ¿qué se podía pedir? Éramos dos chicos y su padre, todos diferentes pero iguales. Quizás solo era eso: el apartamento de los diferentes pero iguales que son solteros. Eso sonaba largo, quizás solo: el apartamento de los Keiller. Sí, eso sonaba mejor.
Tomé el autobús. Diego tenía moto. Yo la odiaba, me daba miedo estamparme con un árbol. Él había tratado de convencerme pero al verlo por perdido, dejó de insistir. Llegamos al colegio, yo por mi lado, él por el suyo. Nuestras clases no se cruzaban pues él iba en primer año (dejó de estudiar por unos años por problemas de salud) y yo en tercero, yo siempre andaba con alguien; con Joshua, mi mejor amigo o con Diana, mi casi mejor amiga; o con los del equipo de baloncesto al que pertenecía o con quien fuera. No me gustaba la soledad. Diego era diferente: siempre solo, él lo prefería así. Se iría de casa por eso, yo no lo comprendía del todo. No comprendía nada.
Vi a Kelly. Me acerqué. Llegué con el pensamiento de que sería diferente el besarla hoy, hoy sí estaba de humor. La besé para saludarla. Me inquieté, no había nada allí. ¿Por qué? ¿Debí decirle?
No lo hice. Me tomó la mano y las clases siguieron su curso. Quería sentirme culpable, pero no estaba seguro de que eso era lo correcto. ¿Por qué era mi culpa no sentir nada? ¿No es eso involuntario? ¿Por qué se crucifica a alguien por no amar o corresponder? No es culpa de la persona, el corazón quiere lo que quiere y le importa un comino lo que sea mejor. Solo siente. O no siente. Como con Kelly.
Solo compartimos una clase. Gracias a Dios. No quería sentirme culpable pero lo hacía. Las personas tendemos a sentirnos mal así no seamos culpables. Algo así como psicosis, nos preocupamos tanto por los sentimientos de los demás que preferimos culparnos nosotros de su sufrimiento. Pero si Kelly sufría, no era por mi causa. ¿O sí? Quise ignorar esa pregunta. O más bien la respuesta.
Todos los humanos tenemos una vía de escape de la propia mente; unos leen, otros nadan, otros se refugian en la música o en el baile, yo tenía el baloncesto. El rebotar de la pelota alejaba mis pensamientos de todo, la cancha y la malla de encestar se volvían el centro de mi universo cuando jugaba. Bien, entré en primer lugar por los créditos para las materias pero fue un afortunado descubrimiento, como la penicilina. No tan importante, pero así de sorpresivo. Igual siempre diría que era por los créditos. Sonaría muy raro decir que usaba el balón para huir de mis pensamientos.
¿Qué adolescente debe huir de sus pensamientos? Eso no es normal. Diego dijo que ser normal estaba fuera de moda. Podía ser bueno no serlo. Pero yo quería serlo.
Salía sudando, con el pecho rebotando como el balón en el mejor momento del partido y con las piernas cansadas pero ese instante era feliz.
En los vestidores se oían gritos y voces de unos jugadores con otros, yo hablaba poco pero escuchaba casi todo. Podía saber quién salía con quién, a quien habían engañado y quién había terminado con Sandra Valente porque la vio siendo una zorra con un rubio de otra preparatoria. Reía en silencio de las vivencias de mis compañeros.
Yo no tenía esas vivencias. ¿Por qué no era yo quien terminaba con Sandra Valente por zorra? ¿O por qué no era yo quien tenía que huir por la ventana de Juliana Hutson porque su padre llegó cuando iba a perder la virginidad con ella? Aunque eso era desafortunado, sí, mejor no. Pobre Robert, tuvo un esguince por saltar desde esa ventana; sí, eso fue desafortunado. Decía que Juliana lo valía, yo lo dudaba. ¿Kelly lo valdría? No creo, odio los esguinces. Sí, no quería esa vivencia. Quizás solo vivencias, cosas emocionantes qué contar. Supuse que de haber sido diferente hubiera podido llegar y decir algo como «besé a Kelly, fue genial, quisiera más de ella» pero realmente esas no son palabras que yo usaría y además no lo sentía.
—Tenemos partido el viernes, Keiller —informó Joshua. Íbamos ya saliendo de los vestidores.
La práctica terminaba a las cuatro así que Kelly ya se había ido a casa como todo el colegio a las dos. O a la una, no estaba seguro. Me alegré de no tener que verla, era incómodo.
—¿Contra quién?
—Crismain —dijo—. Escuché que su equipo es malo. Vamos a ganar.
—¿No se supone que es un amistoso? —regañé. Sonrió.
—En los juegos amistosos también debe haber ganador. Y seremos nosotros.
Nuestro equipo no era el mejor, pero era bueno.
A mi hermano no le gustaba el baloncesto pero iba a cada partido que tenía. Era un lindo detalle, él era muy querido. Conmigo nada más. Con el mundo... era indiferente. Yo soy más sociable, tenía muchos conocidos, un par de amigos y un hermano, ¿Por qué me sentiría solo teniendo todo eso? ¿Me sentía solo? No creo. Estaba bien. Tal vez no estaba de humor. Sí, eso era.
Íbamos de visitantes a Crismain, jugábamos en su cancha y eso estaba bien. Era la misma ciudad y un simple juego Inter-colegial, no había necesidad de rentar una cancha privada. No había necesidad ni dinero.
Había un chico: Charlie Dimas. Estaba en mi equipo, estaba en la mayoría de mis clases y... me odiaba. Yo también lo odiaba, yo no soy rencoroso pero todo el rencor que podía guardar, se canalizaba en él. En él y en su amigo Damián Blanco. Molestaban a la gente, ¿qué les pasaba? ¿qué tan miserables deben ser para humillar a los demás? A mi hermano y a mí nunca nos molestaron. No directamente al menos.
Había un chico de segundo: Héctor Mendoza; flacucho, de gafas y bastante callado. No lo veías hablando con nadie ni para bien ni para mal, quizás Diego sentía empatía con él por su preferencia a la soledad. Aunque quizás para Héctor no era preferencia, pero aún así era buena persona. Aún lo es. Charlie y Damián lo agarraron una vez a golpes, empezó con empujones amistosos y terminaron dándole un puño en la cara y uno en el estómago. Así, sin más. Héctor no apareció al colegio; Diego lo notó porque usualmente a la hora del almuerzo nos sentábamos los tres, él en su mundo y nosotros en el nuestro, ni siquiera lo saludábamos. Le pareció curioso y le preguntó a una profesora. Le dijo que su mamá había pedido unos días por problemas de salud. Diego dijo que lo visitáramos y eso hicimos.
Tenía su ojo pequeño por el moretón que lo enmarcaba. Le preguntamos, nos contó. Diego hirvió de ira y cuando salimos me dijo que el chico sentía mucho miedo y eso le sentó mal porque lo percibió. No era justo.
Diego es impulsivo y precipitado. Yo soy más o menos el que lo sigue tratando de disuadirlo de problemas aunque sin éxito, pero nunca lo dejaba solo. Si iba a hacer locuras sí o sí, mejor que las hiciera conmigo, quizás así consequiría mis vivencias.
Los buscó, les preguntó que porqué habían atacado a Héctor. Se rieron. Y sentí rabia también pero no dije nada. Pero entonces Damián dijo:
—Chicos como él piden a gritos que los golpeen. Solo mírenlo.
Apenas sonó el eco del puño de Diego en la cara de Damián. Charlie se puso a la defensiva pero al ver a su amigo medio inconsciente y a nosotros dos frente a él, no respondió. No lo defendió y agarré a Diego por la muñeca. Nos fuimos sin decir ni escuchar palabra alguna. Nos odiamos desde ese día.
Permanecíamos los cuatro en esa frontera de miradas con desdén y risas a espaldas del otro pero sin llegar siquiera a un contacto directo. Ellos son fuertes, nosotros también y creo que dentro de su estúpida cabeza estaba la neurona que les decía que no les convenía iniciar guerra con nosotros. Y nosotros también la tenemos así que no cruzamos la línea.
El partido empezó; nuestros uniformes azules oscuros de Western y los rojos de Crismain se mezclaban en la cancha bien cuidada bajo techo del gimnasio. En Western era al aire libre pero eso no era problema. Diego no pudo ir a ese partido pues debía acompañar a mamá a donde una tía, yo me libré de ello gracias al partido. Damián sí había ido y estaba entre los veintitantos estudiantes de Western que nos habían acompañado.
Accidentalmente Charlie chocó conmigo cuando pretendía lanzar una canasta. Su costado y el mío impactaron, solo que yo al estar distraído, caí. Era a propósito por supuesto. Caí de lado y al apoyar la mano para suavizar el impacto, me la doblé. Me dolió como un demonio y quise responderle a Charlie pero estábamos rodeados de gente, entre ellos el maestro que no lo consideró falta porque ¿quién atacaría a su propio equipo?
Charlie se disculpó de la manera más falsa y vi una sonrisa de suficiencia antes de que se alejara. El suplente entró, yo salí. Estaba furioso y ya que mi muñeca dolía, estaba indefenso. El maestro me envió a la enfermería pero como no conocía las instalaciones, me quedé a mitad de camino. ¿De qué iba a servir igual? No creía haberme hecho daño grave así que busqué la salida a algún patio y ahí cerca del gimnasio estaba la explanada de césped. Tenía que esperar al equipo para irnos todos así que me senté bajo el sol sosteniéndo mi muñeca con la otra mano. Resoplé estando solo, como un niño pequeño.
Me recosté en el césped. No había muchos estudiantes pues su mayoría estaban en el partido. Pensé en lo mucho que me gustaba el sol. No me gusta la lluvia, no. Soy más un chico de verano, las bufandas no eran lo mío, las camisetas sí. Estuve un rato meditando mi amor por el sol y entonces lo oí.
—Hey, ¿Quieres una?
Una voz gruesa y con tono gentil. Me senté para poder abrir los ojos y responder. O en todo caso para ver si sí hablaba conmigo o no. Un chico en uniforme rojo de Crismain sostenía dos sodas en lata y me tendía una. La tomé más que nada por cortesía, no me gustan las de limón. Se sentó a mi lado y destapó la suya.
—Ese chico te tumbó a propósito —comentó. Reí. Rió—. ¿Todos los de tu escuela son así?
—No. Con él específicamente tengo problemas.
—¿Eres un chico problemático? —Eso me hizo reír.
—Sí. ¿No me ves la cara de delincuente?
—Mi abuela tiene más cara de delincuente —dijo—. Y tiene setenta, mide como medio metro y es mueca.
—Gracias. —Levanté la soda para mostrarle a qué me refería. Asintió—. ¿No deberías estar en el partido?
—Odio el baloncesto —confesó. Su quejido se me hizo gracioso, parecía un niño pequeño. O mi hermano cuando refunfuñaba—. Y gracias a mi gran talento solo soy suplente así que a menos que alguien de mi equipo sea derribado por otro alguien y se tuerza la mano, yo no debo jugar.
Reí de nuevo. Era fácil reír en ese momento. Había pasado de la ira con Charlie a reírme de mi cara de delincuente y de la falta de talento del desconocido.
—A mí me gusta.
—¿Torcerte la mano?
—El baloncesto —aclaré—. Me encanta.
Pude decir que lo hacía por los créditos como siempre. Pero no lo hice.
—Lástima que tengas esos compañeros.
—Sí, es un asco —convine.
Una nube pasajera tapó levemente el brillo del sol y sin su deslumbramiento pude ver al chico. No sabía si era alto, pues estábamos sentados, pero si veía que su cabello era negro y muy corto, sus ojos creo que negros también, su piel morena contrastando con la blancura de su sonrisa. Me pregunté si había usado ortodoncia.
—¡Sanders! —tronó una voz propia de un maestro de educación física desde unos metros más allá.
El chico volteo y se puso de pie. Sí era alto, aunque me dio la impresión de que yo era un poco más alto. Quizás solo era perspectiva.
—Supongo que alguien se torció la mano —dijo en tono divertido al mirarme—. Me voy.
Salió trotando hacia el maestro. No me moví.
Me recosté de nuevo y pensé en lo curioso del asunto. Era un desconocido y aparte, era del equipo contrario y aún así fue amable conmigo. ¿Quién hace eso? Definitivamente, Charlie Dimas no. ¿Yo lo haría? ¿O Diego? No sé, quizás no. Si veo a alguien salir del gimnasio, no lo sigo. Allá él. Pero él lo hizo.
Pensé que esa clase de personas gentiles eran las que deberían de rodear mi vida. O quizás yo debía ser una persona así o mi hermano debería ser así. O Charlie Dimas. O todo el mundo. Ojalá la amabilidad se esparciera tan rápido como la envidia o el rencor. Sí, eso sería genial.
Volvimos a casa. Al menos Western ganó el partido. Apenas por un par de puntos. El maestro regañó a Charlie, sí se dio cuenta de que no fue un accidente pero no dijo nada para no frenar el juego. Mi mano dejó de doler exageradamente al par de horas. En la noche recordé al chico de la soda, ni siquiera sabía su nombre. Aunque escuché su apellido: Sanders.
Me pregunté qué combinaba con Sanders. Quizás Michael, o Andrés. No le tomé importancia y lo olvidé al instante.
—¿Cómo te fue donde mi tía? —pregunté a Diego.
Lo oí resoplar. Sonreí.
—Me duelen los cachetes. Cree que aún tengo diez años.
—Lamento no haber ido. —En realidad no lo lamentaba.
—No lo lamentas.
—Es cierto.
—¿Qué tal el partido?
Pensé en contarle de lo de Charlie pero no quería otro pleito y sabía que él lo buscaría. Lo omití. También pensé en contarle de Sanders, pero luego pensé que eso no contaba como anécdota del partido digna de relatar. Cerré los ojos y me tapé con la cobija.
—Ganamos.
—Lo sabía. Es decir, lo supuse.
—Nos tienes mucha confianza —susurré.
—A ti te tengo confianza, eres bueno en baloncesto.
Quise decirle que en realidad me sacaron por lesión y no habían ganado ni remotamente gracias a mí pero no lo hice.
—Supongo —dije.
—Lo eres —afirmó.
Lo era. Quizás lo era.
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