Promesa de amor - JoeResch
Las últimas Navidades sin Martín habían sido extrañas, no podía decirse que tristes, lo que, en algún punto, generaba en Alondra cierta sensación de culpa, tampoco, claro está, sentía que habían sido felices, pero de ninguna forma podía decir que desde la muerte de su esposo algo le faltaba a su vida. Con el paso del tiempo y la ausencia de Martín lo había comprendido, ella lo quiso, pero nunca lo necesitó.
Ese 24 de diciembre se encontraba particularmente emocionada. Después de más de una década, al fin cenaría con todos sus hijos, los cinco. Reunirlos, en especial con dos de ellos residiendo en Europa, en algún punto de su vida había dejado de ser un simple hábito para transformarse en un anhelo.
Se acomodó en el sofá, ansiosa, a la espera de que Emilia la pasara a buscar a eso de las ocho de la noche, por lo que se preparó temprano. Para las siete, ya tenía la ensalada y los regalos de los nietos sobre la mesa. Entonces, se le ocurrió que llevar una foto de Martín, sus hijos y ella, juntos una Nochebuena cuando los niños no pasaban de la escuela primaria, sería una linda manera de rendirle homenaje a la familia y el regalo perfecto para todos.
Entre las cajas apiladas en un rincón de la piecita del fondo, en donde eran olvidados los álbumes familiares con las fotos que no podían almacenarse en una nube, entre vejestorio y vejestorio, encontró una fotografía que no recordaba que estaba allí. La contempló con un dejo de culpa en el pecho, aunque una sonrisa ligera amagó con pintar su rostro melancólico de alegría: en la imagen se veía a una jovencita Alondra junto a un hombre igual de joven, ella apoyaba la mano en su hombro mientras él la sostenía con delicadeza por el cuello, y sus narices se rozaban como si no necesitaran nada más que ese encuentro eterno para ser felices. «Valentín», susurró. Acarició la imagen sobre el reloj que el muchacho llevaba en la muñeca, un modelo digital que Alondra le regaló por esa misma Navidad, y giró la foto para leer lo que sabía que estaba escrito en el reverso:
24 de diciembre, 1973
Querida Londy:
Podrá pasar la vida, pero nunca lo que sentimos. En exactamente 50 años, a las 11 de la noche, te voy a esperar en el mismo banquito de siempre de la plaza Belgrano, frente al monumento. Estoy seguro de que entonces vas a ser libre para nosotros, al final de todo.
Te amo y siempre lo voy a hacer, te lo juro.
Siempre tuyo, Valen
Entonces Alondra, Londy, como él la llamaba, se permitió sonreír sin remordimientos, arremetida por una felicidad de otros tiempos. Tenían diecinueve años cuando Anahí, hermana de Valentín, tomó esa fotografía durante la Navidad del 72. Solo unos meses más tarde, los padres de Alondra la comprometieron con Martín, un estudiante de medicina con un futuro prometedor, alguien que encajaba con las expectativas sociales para una joven de su posición.
La última vez que vio a Valentín fue el 24 de diciembre de 1973, él solo le sonrió y, sin decir más que «feliz Navidad, Londy», le regaló la fotografía que, exactamente cincuenta años después, Alondra sostenía en sus manos arrugadas y temblorosas. Martín había sido un excelente esposo y un padre aún mejor, Alondra no podía reprocharle nada... o casi nada, solo el hecho de que él no era Valentín.
Apenas rebasadas las ocho, la mujer se subió al auto de su hija con nada más que la ensalada y los regalos para sus nietos, decidió que no era la noche indicada para traer el recuerdo de Martín a su vida.
Hacía mucho tiempo que Alondra no se sentía tan dichosa una Nochebuena. De pronto, ver correr a sus nietos por el salón, a sus niños convertidos en adultos, la forma en la que la vida le había sido grata a su familia —y a ella misma— le dio una sensación de plenitud y el sentimiento de que, si esa fuese su última Navidad, partiría feliz de este mundo, sabiendo que nada le quedaba pendiente... o casi nada. No pudo sacarse la promesa de Valentín de la cabeza, ni la idea de que ya no le debía explicaciones a nadie, a nadie más que a su primer —y único— amor. Y, por eso mismo, decidió que necesitaba asistir a la cita propuesta medio siglo atrás.
Con la excusa de haber olvidado un regalo importante en la mesita de noche, Alondra se subió a un taxi, pese a la insistencia de ser acompañada por uno de sus hijos, a las 10:50 de la noche. Bajó en la esquina, frente al McDonald's de las calles Alsina y Belgrano, le pidió al taxista que la esperase unos minutos y caminó entre los jacarandás y los pocos palos borrachos de la plaza. Por un instante, se visualizó junto a Valentín en la banqueta, bajo una noche naciente de diciembre, compartiendo el mismo helado porque les encantaban los mismos gustos, a los nueve años, a los quince y a los diecinueve, como una secuencia de su corta historia de amor. Pero esa noche el banco estaba vacío, de ellos no quedaban más que imágenes de una vida que, a la distancia, le resultaba extraña. Consultó su celular: 10:57 PM. Se acomodó en el banco, miró el cielo y respiró profundamente. Sus manos temblaban más de lo habitual.
—¿Alondra? —pronunció una voz masculina a su espalda. Por un instante, creyó que el corazón se le pararía.
Al voltear, la imagen frente a ella no se condecía con la realidad esperada, sin embargo, no podía dejar de mirar al hombre que había ocupado sus sueños tantas noches.
—¿Valentín? —preguntó, incrédula. No estaba segura de si aquel jovencito era real o una quimera de su mente. Los mismos ojos, el mismo pelo, la misma sonrisa incómoda—. Te ves...
—Perdóneme, no quise asustarla. —El muchacho se disculpó y rodeó la banqueta para sentarse junto a Alondra, que oscilaba entre sorpresa, fascinación y miedo—. Soy Alejo, Valentín era mi papá.
«Era», repitió en su mente Alondra, y lo entendió todo, al tiempo que algo en su interior se desmoronaba.
—Valentín está...
—Sucedió hace unos meses —interrumpió Alejo, como si no quisiera que Alondra pronunciara aquella palabra fatídica—. Fue... bueno, fue terminal. Lo lamento mucho.
—Yo lo lamento por vos, era tu papá. Dios... parecemos unidos incluso por los mismos males. —Alondra no podía dejar de ver a Valentín en los ojos verdes de Alejo, como si aquel hubiese trascendido el tiempo—. Sos igual a tu papá.
—Me lo dicen seguido. —El joven sonrió apenas, y ella no pudo evitar sonreírle al recuerdo de su padre—. Él me pidió que le diera esto. —Le entregó un sobre cerrado que casi se escapa de entre los dedos inquietos de Alondra, pero Alejo sostuvo las manos de ella, asegurando con delicadeza el objeto—. Me pidió que me disculpara por él, que le hiciera saber que, ni aun en la muerte, se hubiera perdonado que usted creyera que él se había olvidado de cumplir su promesa. Y que, aunque le fue imposible estar físicamente, se las iba a arreglar para estar junto a usted esta noche, de alguna forma... y de verdad que era terco, estoy seguro de que debe estar aquí, ahora mismo. Me remarcó varias veces que le dejara bien claro que usted fue su verdadero amor.
Alondra rompió en llanto, un llanto que parecía brotar de lo más hondo de su alma, uno de tristeza y de alegría, por no tener y tener a la vez a Valentín. Alejo apoyó una mano sobre el hombro de la mujer y la dejó desahogarse sin decir más.
—Perdón si esto es incómodo para vos —dijo la mujer cuando recobró la compostura.
—No se preocupe, no lo es. Mis padres se separaron hace muchos años. Además, me habló de esta historia unos días antes de su partida, cuando entendió que no podría venir acá esta noche y escribió lo que tiene ese sobre.
—Te agradezco mucho que estés acá, cerraste una cuenta pendiente muy grande que tenía con la vida.
—Es lo menos que podía hacer por mi papá. Ahora, si me disculpa, tengo que estar con mi familia antes de las 12, le prometí a mi hermana Alondra que me disfrazaría de Papá Noel para darles los regalos a los nenes del barrio. —Alejo se puso de pie y le dedicó una sonrisa pícara a la dama, que lo miraba con los ojos bien grandes—. Feliz Navidad, Alondra —concluyó, y se perdió tan rápido como apareció.
La mujer se subió al taxi y le indicó su dirección, necesitaba leer las últimas palabras de Valentín en la intimidad de su casa, sola y cómoda en su sillón. Con suma delicadeza, despegó la solapa del sobre, procurando no dañar el mismo papel que habían rozado las yemas de su amado, quizás, incluso, sus labios al sellarlo.
Las palabras de Valentín salían del papel como si el recuerdo de aquel jovencito de diecinueve años llenara el living de Alondra con su voz:
11 de junio, 2023
Amor de mi vida:
Podrá pasar la vida, pero nunca lo que sentimos. Perdoname por no poder estar con vos, juraba que la vida nos daría ese tiempito que tanto nos merecíamos, al final de todo, para nosotros. Pero, si vos querés, todavía nos queda por delante la eternidad.
Londy, te amo y siempre lo voy a hacer, te lo juro.
Eternamente tuyo, Valen
Alondra lloró durante varios minutos, ignorando las llamadas y mensajes que sonaban en su teléfono. No quería ver a nadie, no quería estar con nadie. Solo necesitaba la compañía de Valentín, pero él ya no estaba.
Las luces que se colaban por la ventana pintaron de muchos colores el lugar. Ya era Navidad. El timbre sonó entre los estruendos de los fuegos artificiales y Alondra, de mala gana, caminó hacia la puerta de entrada mientras se enjugaba las lágrimas, dispuesta a poner la mejor cara de «feliz Navidad» a sus hijos y nietos. Sin embargo, al abrir la puerta, se encontró con el mismo joven con el que había estado reunida hacía unos momentos.
—Alejo —dijo Alondra—... ¿te olvidaste de algo? Pensé que tenías apuro por estar con tu familia.
—Sos la única con la que quiero estar.
Ella observó, perpleja, al muchacho que le sonreía de una forma diferente a como lo había hecho antes. Se le antojó más joven y más encantador que en la plaza Belgrano. Fue entonces cuando notó que no llevaba la misma ropa ni el mismo peinado.
—Vos no sos Alejo —advirtió Alondra, y sus ojos se humedecieron de nuevo. El joven negó con la cabeza, sin perder la sonrisa que parecía llenarla de vida—. Pero... ¿cómo?
—Alejo ya te lo dijo, aunque ya lo sabías, soy muy terco. —Alondra soltó una risita divertida.
—No sé qué está pasando, a lo mejor enloquecí. ¿Qué hacés acá, así, tan... joven?
—La única locura que cometimos es no habernos buscado antes. Si vos querés, amor mío, nuestro tiempo es ahora... y para siempre. —El joven le extendió la mano, invitándola a tomar una decisión. Ella clavó la mirada en el reloj digital alrededor de la muñeca.
Alondra le agarró la mano con determinación; ya no había espacio en su corazón para las dudas y los temores. En ese instante, notó que sus dedos ya no tenían arrugas y que sus brazos y piernas no temblaban. Como si un soplo de vida la hubiera envuelto, volvió a ser la Alondra que en su época había besado los labios de Valentín, joven, lozana, llena de vida.
—¿Vamos? —preguntó él.
—Vamos.
Ambos caminaron por la calle, tomados de la mano, bajo las luces del cielo navideño.
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