El globo de nieve - Lynns13
Londres, 1890
I. El globo de nieve
Amelia dio un giro al globo de nieve. Delicados cristales se arremolinaron contra la superficie de vidrio... El panorama quedó cubierto en blanco, la única figura que aún se distinguía era la de una muñequita, la cual guardaba un cierto parecido con ella. Dependiendo del ángulo, la miniatura podría haber estado paseando plácidamente o intentando desafiar una colina. La chica trató de forzar una sonrisa, pero las comisuras de sus labios se volvieron amargas ante la nostalgia. No pudo evitar pensar en Samuel. Sintió como si el regalo que le hizo el joven le recordara que debía tomar una decisión.
El globo de nieve reflejaba su estado de ánimo. Ante ella se descubrían caminos y oportunidades... .
Su familia había decidido que la Navidad no era suficiente. Desde ya unos años, la madre de Amelia contaba con una tradición llamada "Regalos de Adviento". No era más que una exhibición extravagante de riqueza y medios en la que familiares y amigos debían reunirse tres semanas antes del día de Navidad, para contemplar logros y avanzar conexiones sociales.
Las pasadas semanas no fueron suficiente tortura. Amelia esperaba la llegada de la Nochebuena con la resignación que un condenado espera la soga en la galera.
Su madre insistió en que Andrew Hindsley, que pronto sería conde de Maltravers, se relacionara con ella en un aspecto formal. Y su madre, sin duda, tenía planeada más que una serie de inocentes visitas.
—Me conmueve el corazón, ese desafortunado joven. Sé que la muerte no puede controlarse, pero al mismo tiempo, encuentro extremadamente vulgar y descortés de parte de su padre el haber partido de este mundo previo a la Navidad. Los hombres de sociedad deberían cuidarse de morir durante la temporada. Este imperdonable mal gusto. Pero, a pesar de la tragedia, se presenta la ventaja de que Andrew ahora es un conde, y a pesar de sus muchas obligaciones, ha hecho espacio para nosotros. ¿Entiendes lo que esto implica, Amelia? Ha hecho un espacio para ti, incluso en medio de su duelo—Lady Hubert mordisqueó un pequeño pastel de mousse de chocolate—. ¿No es un encanto?
La pregunta era retórica. En el mundo de su madre no había espacio para respuestas, o reacciones.
Muy caballero, conde, causa de dolores de cabeza... Lady Hubert ignoró las protestas de su hija y encontró una manera de unirlos. El hombre había aparecido en todas las reuniones. Amelia pensó que era grosero y vergonzoso que él no tuviera respeto por el período de duelo por su padre. Sus regalos quedaron sin abrir, a pesar de que su madre los aceptó con gran interés. .
—Está de más decir, Amelia, que Andrew y yo esperamos que hagas uso de su regalo hoy. Es la cena de Nochebuena y tienes que hacer una impresión. ¿Te dignaste a ver la prenda, o simplemente vas a dejar en mis manos escoger qué vestido vas a utilizar esta noche para hacerla brillar?
La joven sirvió una taza de té, tratando de evitar una respuesta, mientras su madre se apresuró a ofrecerse. El atuendo, sin lugar a dudas, ya estaba predispuesto.
Una vez más, nada sorprendente. Amelia escuchó a Andrew presumir sobre una diadema de oro con esmeraldas. No solo esperaba ver la monstruosidad clavada entre sus mechones oscuros, sino que consideró apropiado que ella lo usara en Nochebuena, donde se suponía que recibiría el llamado "mejor regalo".
Nunca nada sonó más parecido a un intento de compromiso. Cuando terminaron con el té, la joven estaba tan enfurecida como aterrorizada.
***
— ¿Piensas abrir la caja de terciopelo, o debo hacerlo yo?
Amelia dejó escapar un sonido que bien pudo ser el trino de un pajarito asustado. Se creía a solas en su habitación. No se había percatado de que Tessa, el ama de llaves, quien una vez fuera su niñera, entró sin hacer ruido.
El pequeño globo de nieve que sostenía ser resbaló entre sus manos, pero el ama de llaves logró evitar que cayera al suelo. Se detuvo un instante antes de devolverlo, apreciando el objeto que parecía ser el enfoque de los pensamientos de Amelia.
Se supone que la joven, a sus diecinueve años, ya no estuviera a su cargo. Sin embargo, Tessa siempre mantuvo un ojo protector sobre ella.
Los más pequeños habían regresado de una ronda de patinaje sobre hielo a media tarde en el estanque cercano y estaban demasiado cansados para llamar la atención. Al reunirse con Amelia, todo el interés parecía centrarse en la curiosa baratija.
—No hay un rincón de esta casa, donde no se esté hablando de esa caja de terciopelo verde que de manera acertada, combina con tus ojos. Y tú aquí, jugando con un salero.
—Es un globo de nieve.
— Y uno que se te hace bastante entrañable.
Tessa había estado con Amelia toda su vida y la conocía mejor que la propia lady Hubert. No era sólo la angustia en su voz, sino también la preocupación que brotaba de sus ojos como lágrimas transparentes y oscurecía el verde claro en su mirada.
—Creo haber visto algo parecido antes. Ese joven, el profesor de piano, también se las daba de artesano de vez en cuando. Solía convertir baratijas de cocina desechadas en cosas hermosas. Laurie, la chiquilla de la cocinera, recibió de sus manos un pequeño dije elaborado con un pedacito de porcelana rota. Incluso compró un trozo de cadena para que la niña lo usara alrededor de su cuello. Buen chico, si me preguntan. Su nombre se me escapa...
—Samuel Campbell.
—Cierto. ¿Cómo pude olvidarlo? —Tessa tomó nota del ligero cambio de tono en Amelia. Sintió como si la joven encontrara su voz con solo permitirse pronunciar un nombre —. Yo soy muy vieja para el disimulo Amelia, y tú necesitas una voz amiga. ¿Hay algo de lo que te gustaría hablar, querida?
— Soy la responsable de que haya abandonado esta casa. —Amelia respondió de forma cortante.
II. Nick y Jack
Las diestras manos de Tessa se dedicaron a peinar los rizos de Amelia. Se encontraban a solas en la habitación, no tenían por qué disimular lo que sería el tema del momento.
—Voy a permitirme pecar de imprudente, niña Amelia. Pero los años me conceden ciertas ventajas. Sin dar muchas vueltas al asunto, debo asumir que esos rumores que se esparcen en la cocina no son del todo infundados.
—No creo que la servidumbre me tenga mala voluntad como para exagerar —Amelia no se contuvo—. Simplemente sucedió, como sacado de un cuento de terror escrito a la medida para mi madre. ¡La vergüenza! Su hija mayor, enamorada de un instructor que se la pasa haciendo malabares entre varios pupilos para sostenerse como clase media. Inconveniente en extremo. Me conoces, Tessa. Nunca he sido de apostar a obsesiones. Con la cabeza clara, encontré a alguien que podía ver mi verdadero yo, sin que le pareciera extraño o inadecuado. Y me enamoré.
—¡Ay, muchachita! Qué maravilla. Encontrar un hombre que reconozca tu valor e intelecto y al mismo tiempo, tenga una atrayente cabellera castaña y labios generosos que le hagan juego. Oh, ¡no te sonrojes, Amelia! Yo también fui joven y me atrevería a decir que hasta de buen parecer. También, en su momento, tomé mis decisiones.
Tessa hizo una pausa, pensando en todo lo que fue y todo lo que nunca llegó a ser. Mientras alisaba el cabello de Amelia, un grupo de niños cantando villancicos comenzó a hacer sus rondas. Los más pequeños se distraían de las letras de las canciones con el caer de los primeros copos de nieve de la tarde.
—Algo me dice que no pasaste por aquí solo para vestirme. No te sientan los puntos suspensivos. —Amelia estaba buscando la forma de alargar el momento con su nana. Cualquier cosa, antes de terminar y verse obligada a bajar las escaleras.
—Creo —respondió Tessa— que una nunca es demasiado adulta como para no escuchar una historia de Navidad. ¿Recuerdas a Nick y Jack?
—¿Santa y Jack Frost? ¡Por supuesto!
—Sí, y no —contestó la nana —. Nick y Jack son más antiguos que nuestras tradiciones. Eran antiguos cuando cantamos nuestros primeros villancicos. Los árboles que adornan nuestras casas y las coronas de hoja perenne que marcan nuestras puertas están ahí solo porque ellos plantaron el primer siempre verde, como una promesa, de sobrevivir el primer y cruento invierno. Son hermanos y donde Nick es extravagante y dado a los excesos, Jack es introspectivo, observador, y experto. Mientras Nick se mueve apresurado, junto con el viento del norte, convirtiendo a las tormentas en el repicar de cientos de campanas, Jack se va solo a los bosques, a crear nítidos patrones sobre los mantos de nieve, o asciende al alto de las montañas a contar historias que hacen brillar con ánimo a las estrellas. Por muy dispares que sean, los une un corazón dispuesto. Están destinados a dar de sí. En un principio sus regalos eran simples, como simples eran nuestras demandas. Eventualmente, crecieron, junto con nuestras expectativas. Nick se convirtió en un viejo regordete, alegre y siempre de rojo, y Jack, aunque aparentemente frágil, es el aliento de vida que anuncia y despide el invierno. Los dones de Nick son gloriosos, excesivos, pero en retrospectiva, son el trabajo de un día. Jack, por otro lado, perdura. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Cuando somos pequeños, tanto de estatura como de mente, y estamos acostumbrados a la gratificación instantánea —concluyó Amelia—, todos queremos a Nick. Y luego llega un momento en el que empezamos a pensar si sería mejor negociar con Jack. ¿No es esa la moraleja de tu historia, Tessa?
—¿Quién soy yo para decir? —Tessa sacó la diadema de oro y esmeraldas de su estuche, sintiendo pena por tener que domar los mechones en el cabello de Amelia —. Simplemente, te digo algo que aprendí hace un tiempo: Nick te dará lo que cree que necesitas. Jack te sorprenderá con lo que realmente deseas.
—Tessa. —Amelia levantó su mano, indicando que ya no requeriría de su servicio—. Esta tarde hablé con Robert. Me dijo que el pequeño estanque del parque está completamente congelado. Aparentemente, hay un gran número de personas que llegan allí para patinar sobre el hielo. Otros solo se sientan en los bancos adyacentes, a esperar...
—En efecto, tu hermano menor es muy observador. —Tessa se detuvo a abrazarla, dejando un delicado beso en su frente, gesto que Amelia siempre anheló en su madre y nunca obtuvo—. Te dejo, porque algo me dice que estoy de más aquí. Tú y solo tú necesitas prepararte para una velada llena de acontecimientos.
Y vaya que le esperaba un evento. Nada como una reunión social en casa de los Hubert. La música clásica marcaba el ambiente, guirnaldas de oro con toques de rojo y verde adornaban los pasillos, y al centro de la sala, se observaba un árbol adornado con el más fino cristal, traído de Italia. La madre de Amelia había declarado que era "la temporada" y todos los detalles aspiraban a la perfección.
Amelia apareció en lo alto de las escaleras cuando algunos de los invitados apenas comenzaban a llegar. No llevaba el conjunto elegido, brocado plateado sobre seda cruda gris, sino un sencillo abrigo verde sobre su vestido de tarde. Desde el barandal, pudo ver al apresuradamente declarado Conde de Maltravers. Andrew hablaba con su madre, tomándola de las manos, para simular atención. Amelia cuestionó si Lady Hubert se había percatado de su mirada errante, mientras seguía a la hija de un diplomático francés que recién hacía su entrada. Se preguntó si su madre toleraba ese tipo de cosas porque "los hombres son hombres" y decidió no descubrirlo.
—¿Qué estás haciendo? ¿Qué llevas puesto? —Su madre y el conde se dirigieron a ella casi al unísono, lo que le dio a Amelia una razón más para correr.
—Aprovechando lo que queda de esta tarde. Mientras todavía hay un poco de luz, ¡me voy a patinar!
Amelia levantó la bolsa de cuero en la que guardaba sus patines. Con un movimiento elegante, usó su mano libre para quitarse del cabello la banda de oro y esmeralda. Sus mechones caían un poco rebeldes sobre sus hombros. Ella nunca había sido más feliz.
—Puedes quedarte con el regalo de Nick—le dijo al conde—. Cásate con mi madre si se te antoja, ya que completan las frases el uno al otro.
—¡Amelia, regresa en este momento!—La voz de su madre era un rugido que retaba el protocolo y Andrew decidió intervenir.
—Déjela en paz, lady Hubert. Prefiero que esta sea su humillación antes que también la mía. ¡Silencio! Tenemos una fiesta a la que asistir esta víspera de Navidad. Siempre podrá resolver sus escándalos mañana. —De esa manera le dejó claro y sencillo que su hija era sólo una en la lista y que prefería pasar la noche perfeccionando su francés.
Tessa captó parte de la conspiración cuando bajó las escaleras, para informarle a Lady Hubert que los niños ya estaban preparados para retirarse a sus aposentos.
—¿Quién lo hubiera pensado? —dijo con un timbre de orgullo en la voz—. Amelia ha decidido.
III. Esa primera Navidad
Los pensamientos que ocupaban la cabeza de Samuel se habían mantenido firmes durante los últimos quince días. Sentado en el banco junto al estanque helado, cada minuto de su tiempo estaba dedicado a ella. Amelia. Por más que tratara de descartarla, el corazón le jugaba la peor de las pasadas.
Por inconcebible que en principio le pareciera, por más que tratara de evitarlo, la joven Hubert simplemente se había convertido en Amelia. ¿Cuándo sucedió exactamente? Quizás empezó a sentirse atraído por ella en el momento en que se dio cuenta de que sus opiniones apasionadas eran más que un simple intento de parecer relevante. O cuando, más curioso de lo que permitía el decoro, leyó algunos de sus versos, abandonados en una esquina de la biblioteca, para descubrir que Amelia vertía alma y corazón en cada estrofa.
¿A quién estaba engañando? El suyo pudo haber sido un compromiso de mentes afines, pero también extrañaba el olor a jacinto en su cabello, el eco de su risa despreocupada cuando sabía que nadie más que él estaba escuchando y el suave roce de sus labios contra los suyos, cuando se besaron por primera y última vez.
Se condenó a sí mismo por su decisión. Amelia era la que tenía más que perder y, aun así, él fue quien desapareció de su vida, sin más opciones. Ella estaba bien con lo poco que él podía darle y él tenía miedo de que algún día ella pensara que eso no era suficiente; juzgándola por pecados que tal vez nunca cometería.
Samuel era demasiado cobarde para romperle el corazón. Terminar por su propio bien era la mejor alternativa. Guardaba la esperanza de que ella lo odiara, y eventualmente, consiguiera ser feliz con otra persona.
—¿Sam? —Por un momento pensó que ella era la manifestación de sus sueños. La voz que había relegado a la memoria se hizo demasiado clara y cercana—. Mi hermano me dijo que has estado aquí todas las tardes desde que mamá te despidió. Tenía miedo de que no...
Samuel no le permitió terminar. En un impulso, se acercó, tomándola por la cintura y abrazándola. La delicada fragancia de su cabello pareció adherirse a todo, haciendo más dulce el aire. Atrajo su cuerpo contra el suyo, antes de encontrar sus labios.
Se besaron; ya no era el beso a escondidas, ligeramente tocado por el miedo o la duda.
—Si me aceptas, lo poco que tengo es lo que puedo darte, aunque solo sea por ahora. Te juro —dijo, mientras dejaba rastros de suaves y cálidos besos en su piel, trazando el contorno de su rostro con sus manos, como quien recién descubre un milagro—. Seré el hombre que te mereces.
—No me importará el escándalo, Sam, ni la falta de medios. Aunque mañana lo único que tengamos sea un globo de nieve lleno de sal.
—Azúcar. —Samuel sonrió mientras acomodaba su cabello—. Sal es mal augurio. El azúcar promete cosas buenas, dulces... ¿Quieres patinar, Amelia? Tenemos luz a nuestro favor todavía.
Cuando todo se oscureció a su alrededor, siguieron caminando, tomados del brazo por las calles de la ciudad, para encontrar un lugar donde pasar su primera Navidad juntos.
Una brisa fresca y rápida soplaba desde el norte y todo a su alrededor olía a pino, dulces y sidra caliente. Amelia levantó la vista, fijando su mirada en el limpio y aterciopelado azul entre las estrellas.
—Gracias Jack.
—¿Dijiste algo? —preguntó Samuel.
—Nada, amor. Solo estoy feliz de haber encontrado lo que mi corazón realmente necesita.
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