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PRÓLOGO
LA PROMESA
Lilybeth.
Ese fue el nombre que eligieron lord y lady Whitlock apenas tuvieron a su hija en brazos. No era que fuese un nombre común. En realidad, dudaban de que realmente existiera. Todo empezó porque lady Whitlock siempre había deseado llamar «Lily» a una hija suya. Por otro lado, a lord Whitlock «Elizabeth» le parecía un nombre clásico y distinguido, además de que hacía honor a su difunta madre.
No podían llegar a un acuerdo. A lord Whitlock «Lily» le parecía muy corto y sencillo para su hija; para su esposa, «Elizabeth» era un nombre demasiado serio para una niña pequeña. Se le ocurrió a él, entonces, la grandiosa idea de combinar ambos. «Lilybeth» había sido el resultado, e inesperadamente, ambos quedaron complacidos con él.
Lilybeth Whitlock nació siendo afortunada. Fue la segunda hija del alegre matrimonio entre Mildred Haverford y Frederick Whitlock, amada por todo el que la rodeaba desde que sus ojos, verdes como el olivo, se abrieron por vez primera.
—¡Oh, pero qué hermosura! —expresó Violet Bridgerton, vieja y fiel amiga de la familia, sosteniendo a la bebé entre sus brazos e inclinándola apenas para que su hijo, sentado a su lado, pudiera verla también—. ¿No crees que es preciosa, Anthony?
Anthony, de ocho años y que solo pudo ver en la bebé la misma máquina de gritos y lloriqueos que veía en su hermana menor Daphne, hizo la mueca más desinteresada de todas y apartó la mirada. En primer lugar, ni siquiera quería estar ahí. Solo le había insistido a sus padres que lo llevaran con ellos, reacio a despegarse de su padre, con quien había estado compartiendo toda la tarde en los jardines de Aubrey Hall. Se arrepintió al instante en que se enteró que venían a conocer a la recién nacida de los Whitlock, y ahora solo estiraba el cuello esperando el momento en que Jack, el primogénito de la familia, como él, apareciera y lo sacara de ahí.
Y, para su suerte, lo hizo al cabo de unos buenos diez minutos repletos de puros elogios para la niña. Ambos tuvieron la suerte de que sus padres, lord Bridgerton y lord Whitlock, también hubieran encontrado sofocante la plática entre sus esposas, y al segundo se le ocurriera invitar a su amigo a su despacho, donde podrían beber un buen coñac y descansar de los temas femeninos.
Por su puesto, ni Anthony ni Jack podrían acompañarlos, pero sí podían aprovechar su escape para huir ellos también. A sus madres no les importó mucho de todos modos, sabiendo que se quedarían en la habitación de Jack, como era costumbre siempre que los visitaban, y que definitivamente pasarían un mejor rato ahí que sentados con ellas.
—Es una odiosa —declaró Jack apenas entraron a su habitación.
Anthony ladeó la cabeza, ligeramente confundido.
—Tiene un mes de nacida.
—Y ya me ha robado toda la atención —refunfuñó su amigo, comenzando a rebuscar entre sus juguetes para elegir los que utilizarían en esa ocasión.
Desde luego, eso no era cierto. Quizás solo al principio, mientras la «fiebre de Lily», como la llamaba Jack, pasaba. Pero a medida que ambos fueron creciendo, quedaba claro que no existía preferencia alguna por ninguno. Tanto lord como lady Whitlock trataban a sus hijos de la misma manera; jugaban con ellos, les leían cuentos e incluso los regañaban a los dos por igual.
Los celos de Jack disminuyeron con el tiempo, pero no desaparecieron; eso le quedó muy claro en cuanto Lily tuvo la edad suficiente para hablar —molestarlo— y empezar a jugar —molestarlo aún más—. Aunque, para ese punto, ya no estaba seguro de que fueran celos; era más bien irritación. Pero, ¿qué otra cosa podría sentir, si lo único que hacía la niña era destrozar y babear sus juguetes cada vez que su madre lo obligaba —cabe aclarar— a compartirlos con ella? Además, ella tenía los suyos propios, ¿por qué tenía que arremeter contra los de él? Eso era una clara declaración de guerra.
Oh, pero lo peor vino después, cuando Lily empezó a robarle también la atención de sus propios amigos. No importaba a quién invitara a casa, Lily siempre insistía en jugar con ellos; y sus amigos —estaba muy seguro de que por mera amabilidad— no eran capaces de rechazarla, mucho menos cuando ella ponía esa mirada tan tierna que, con sus llamativos ojos de color, acababa hechizando hasta al más fuerte.
Ah, pero eso no le funcionaba con Anthony. No, él no caía ante ninguno de sus trucos. Estaba seguro de que por eso se volvió su mejor amigo. Bueno, también influía mucho el hecho de que pasaba gran parte de su vida rodeado de los Bridgerton, gracias a que las madres de cada familia habían sido amigas casi desde la primera temporada de cada una. Eso era demasiado tiempo. El suficiente para crear una amistad irrompible.
No obstante, tampoco era que Anthony detestara a Lily. Era simple y sencillamente que a Jack lo había conocido primero; y no era solo cuestión de lealtad, también estaba el hecho de que ella era realmente irritante, peor aún cuando se juntaba con su hermana Daphne —lo cual ocurría, desde que ambas se conocieron, todo el tiempo—.
Daphne y Lily conectaron al instante porque estaban en situaciones similares: rodeadas de hermanos mayores insoportables. Conocerse fue como encontrar una aliada y, sobre todo, alguien que la escuchara, comprendiera y, la mejor parte, jugara con ella sin reproches. Teniéndose la una a la otra era más que suficiente, y concordaban firmemente en que no necesitaban la compañía de sus hermanos.
Cada vez que una familia visitaba a la otra, el grupo de los niños se dividía al instante en dos bandos. Dos bandos que, a pesar de todo, llevaban las cosas en paz, ignorándose los unos a los otros y ocupándose de sus respectivos asuntos.
Pero la paz se quebrantó una tarde de verano, cuando las familias estaban reunidas en la casa de campo de los Bridgerton, en Aubrey Hall.
Un horrorizado grito llamó la atención de ambos grupos que se encontraban en el amplio jardín.
—¡No tiene cabeza! —gritó Daphne, apuntando con un dedo tembloroso a su muñeca preferida, como si señalara la escena de un crímen.
Lily, de seis años, ahogó un grito al verla. Efectivamente, la muñeca había sido decapitada.
Las lágrimas furiosas no tardaron en aparecer en los ojos de Daphne, y eso fue todo lo que Lily necesitó ver para tomar la muñeca, como prueba incriminatoria, y girar sobre sus talones en dirección al grupo de niños que, para aumentar su rabia, se reían a carcajadas.
—¿Quién lo hizo? —exigió saber apenas estuvo frente a ellos.
El ruido de las carcajadas disminuyó, pero la diversión persistió en las sonrisas de Jack, Anthony y Benedict.
Jack fue el primero en responder, encogiéndose de hombros con fingida inocencia.
—¿Por qué asumes que fuimos nosotros?
Lily, con la muñeca apretada contra su pecho, alzó la barbilla en un gesto desafiante.
—Porque ustedes son unos bribones, por eso.
Anthony, de catorce años, apoyado casualmente contra un árbol, no pudo evitar soltar una risa.
—¿Bribones? Qué palabra tan fuerte para una niñita como tú.
Benedict, de doce, intentó contener una carcajada y fracasó estrepitosamente, mientras Jack le daba una palmada en el hombro, disfrutando del espectáculo.
—¡Esto no es gracioso! —exclamó Lily, pisando fuerte el suelo. Su vestido amarillo, tan soleado como el día, contrastaba con la furia que brillaba en sus ojos verdes.
Anthony finalmente se enderezó, dejando escapar un suspiro dramático.
—Lily, ¿no crees que estás exagerando? Es solo una muñeca.
—¡Era su muñeca favorita! —gritó Lily, señalando a Daphne, quien observaba desde una distancia segura, limpiándose las lágrimas con el borde de su vestido.
Jack, que comenzaba a sentir una ligera punzada de culpa, se cruzó de brazos e intentó desviar la atención.
—Quizá la cabeza se cayó sola.
—¡Eso no pasa! —gritó Lily, avanzando un paso hacia él. Entrecerró los ojos—. ¡Fuiste tú! ¿Verdad?
—¡Claro que no! —se defendió su hermano.
Por supuesto, ella no le creyó, pero antes de que pudiera continuar con su acusación, encontró a otro sospechoso en la risita que se le escapó a Benedict.
Lily lo miró con incredulidad.
—¡¿Tú fuiste?!
—¡No fui yo! —se defendió Benedict, levantando las manos—. Yo solo… estuve presente.
Claro que mintió, pero Lily estaba demasiado enojada, y no era tan observadora entonces, como para darse cuenta.
—Entonces fuiste tú —acusó Lily, apuntando a Anthony, quien estaba demasiado ocupado inspeccionando sus uñas para parecer interesado.
—¿Yo? —dijo él, alzando una ceja—. Claro que no. Pero si lo hubiera hecho, habría sido porque Daphne lo merece por lo molesta que es.
Lily se quedó boquiabierta, como si no pudiera creer lo que había oído.
—¡Eres un monstruo!
—Eres una dramática.
—¡Nunca voy a hablarte otra vez, Anthony Bridgerton!
Anthony arqueó las cejas, claramente divertido.
—¿Es una promesa?
—¡Sí! —gritó Lily, girando sobre sus talones y corriendo hacia Daphne, quien la recibió con los brazos abiertos como si Lily acabara de ganar una gran batalla.
Jack miró a Anthony con una sonrisa torcida.
—Bueno, creo que acabas de ser maldecido, Anthony.
Benedict se rió entre dientes.
—Sí, seguro que va a cumplirlo.
Pero a Anthony, aún observando cómo Lily se alejaba, no pudo importarle menos. No iba en serio, ¿cómo podría? Estaba seguro de que no iba a obtener más que su silencio durante unos buenos días —en realidad, la idea sonaba fascinante si lo pensaba bien—, pero eso era todo. En algún momento tendría que volver a hablarle.
Por otro lado, Lily pensaba todo lo contrario. A su cortísima edad, nunca había hablado tan en serio como entonces. Nunca volvería a hablarle a Anthony Bridgerton, era una promesa.
Una promesa que, a pesar de no poder ir en serio cuando salió de la boca de una niña de seis años, terminó cumpliéndose.
Esa misma noche, cuando los Whitlock volvieron a su residencia, sus padres sorprendieron a Lily y a Jack con una noticia que les cambiaría la vida: se irían a América.
Los negocios habían llevado a lord Whitlock a tomar esa decisión en busca de prosperidad que, esperaba, lo beneficiara tanto a él como a su familia.
Sus padres trataron de hacerles ver ese aspecto, y aunque no tenían más opción, tanto Jack como Lily lo aceptaron e intentaron compartir el entusiasmo. Pero la realidad era que nadie estaba demasiado contento. Su vida estaba en Inglaterra, sus amigos, su familia; todo. Lily no estaba lista para despedirse de nada de eso, y no podía evitar que el pensamiento de lo que sería su vida en América la asustara. La perturbó tanto esa noche que le fue imposible conciliar el sueño.
En su pijama y sin soltar su peluche favorito, salió de su habitación y, descalza, bajó las frías escaleras de mármol hasta el estudio de su padre. Llamó un par de veces, y cuando lord Whitlock asomó la cabeza en busca de quien sea que lo hubiera interrumpido, cualquier signo de frustración desapareció en cuanto la vio ahí parada.
—Papá, tengo miedo —confesó ella con la voz temblorosa, cuando su padre la alzó en sus brazos y la llevó adentro con él, colocándosela sobre el regazo al volver a la comodidad de su silla de escritorio.
Lord Whitlock suspiró profundamente, dejando a un lado los papeles que estaba revisando. Miró a su hija, tan pequeña y vulnerable bajo la luz tenue de la vela, abrazada a su peluche como si este pudiera protegerla del cambio que se avecinaba.
—No hay nada que temer, Lily. Te lo prometo —dijo su padre, usando ese tono calmado y paciente que reservaba solo para sus hijos—. América no será tan malo. Tendrás una nueva casa, harás nuevos amigos, vivirás nuevas aventuras.
Lily alzó la mirada, sus ojos verdes llenos de preocupación.
—¿Y si no puedo hacer nuevos amigos? ¿Y si no les agrado?
Lord Whitlock sonrió con ternura, inclinándose para besar su frente. Su áspera barba le raspó la sensible piel.
—¿Cómo no les vas a agradar? Tienes una sonrisa que podría iluminar toda una habitación, y un corazón tan grande como el océano. Todos te adorarán, ya lo verás.
Ella se quedó en silencio, su cabeza reposando contra su pecho.
—Pero… ¿y si no volvemos? —preguntó en voz baja, como si temiera que la respuesta confirmara sus peores miedos.
Lord Whitlock se tomó un momento antes de responder, el peso de su responsabilidad como padre y como hombre de negocios cayendo sobre él.
—Eso no lo sé, hija —admitió con sinceridad—. Pero lo que sí sé es que donde estemos, mientras estemos juntos, será un hogar.
Lily apretó los labios, como si intentara contener las lágrimas.
—Pero no será igual.
—No, no será igual —reconoció él—. Pero puede ser incluso mejor. A veces los cambios dan miedo, Lilybeth, pero también pueden traer cosas buenas.
Ella asintió lentamente, aunque no parecía del todo convencida.
—¿Me prometes que todo va a estar bien?
Lord Whitlock le sostuvo la carita entre las manos, mirándola con esa mezcla de amor y determinación que solo un padre podía tener.
—Te lo prometo, mi niña.
Con esas palabras, finalmente pudo dormir un poco cuando su padre la llevó de vuelta a la calidez de su cama. Aunque el miedo no desapareció en los siguientes días, mientras la familia se preparaba para partir, ni tampoco en el momento en que subió al carruaje, viendo a través de la pequeña ventana cómo su hogar se iba alejando hasta perderse en el horizonte. Continuó ahí como una molesta opresión en el pecho cuando bajó del barco, y también cuando atravesó por primera vez las puertas de su nueva casa. Para entonces, ella ya se había resignado a que la acompañaría por el resto de su vida.
Pero cuando menos se dio cuenta, los años pasaron, y la sensación fue desvaneciéndose con ellos hasta desaparecer.
La pequeña asustada se había transformado en una joven alegre, responsable y muy inteligente, además de hermosa, que había aprendido a amar Nueva York y la vida que tenía ahí. Su padre había tenido razón, después de todo: el cambio trajo prosperidad a sus vidas.
Al menos durante los primeros diez años.
El punto de quiebre llegó una fría mañana de diciembre. La noticia del fallecimiento de lord Whitlock recorrió la casa como un fantasma, dejando a todos los miembros de la familia sumidos en un dolor indescriptible. Había caído víctima de un repentino ataque al corazón, debilitado por el estrés y las presiones económicas.
Siendo el primogénito, toda la responsabilidad de continuar el legado de su padre recayó en Jack. Y él lo intentó, se prometió a sí mismo hacer el mejor esfuerzo que su juventud —solo tenía veintidós años— e inexperiencia le permitían. Y logró mantener la estabilidad para su familia durante unos buenos años. Pero no contaba con una estafa bien planeada, en la que un socio importante y la mujer de la que se había enamorado eran los protagonistas, y los responsables de arrasar con la fortuna de su familia.
En un abrir y cerrar de ojos, los Whitlock lo habían perdido todo.
—No puedo creer que esto haya sucedido, Jack —dijo lady Whitlock, caminando en círculos por toda la sala de estar, presa de la desesperación—. ¡Tu padre habría...!
—¡Lo sé! —exclamó Jack, la culpa desgarrándolo—. Quería hacerlo bien, madre. Pensé que estaba tomando la mejor decisión.
Lily solo los observaba; la incertidumbre del futuro de su familia la mantenía congelada en su lugar en el sillón, donde estaba desde el momento en que la noticia llegó a sus oídos.
Jack se dejó caer a su lado, con la mirada ausente y los ojos vidriosos.
—Pensé que podía confiar en ella... —murmuró, apenas audible por sobre los balbuceos de su madre. De todas formas, no era su intención que nadie lo escuchara.
Pero Lily lo hizo, muy atentamente. Sus ojos se clavaron en él, estudiando su perfil abatido. Y como toda hermana menor, aquella vez aprendió una lección más a través de los errores de Jack: el deber y el amor no deben mezclarse, nunca, bajo ninguna circunstancia.
Meses después, en los que hicieron todo lo posible para subsistir y evaluar sus opciones, lady Whitlock había llegado a una decisión. Sentada en la penumbra de su austero salón, con el retrato de su esposo mirándola desde la pared opuesta, supo que era lo correcto; y, si no, lo único que les quedaba.
Reunió a sus hijos en el salón, donde el aire se sentía tenso y cargado.
—Volveremos a Londres —declaró, su tono firme y decidido—. No queda nada más para nosotros aquí. Allá aún tenemos oportunidades, y las tomaremos.
Ninguno la contradijo. No porque no se atrevieran, simplemente porque no tenían razones para hacerlo. Era verdad: Londres era su única opción. Aún tenían la casa donde Lily y Jack habían nacido y crecido hasta los seis y doce años, respectivamente.
Y, sobre todo, ahí encontrarían la solución que tanto necesitaban para evitar la ruina: encontrando un buen marido para Lily.
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