Un algodón de azúcar
Al día siguiente, las cosas no fueron más sencillas. Volvió a hacer su rutina de siempre, pero esta vez su madre había ocupado el baño. Llamó con sus nudillos a la puerta y no recibió respuesta.
De nuevo, los planes de su madre estaban por encima de los suyos. Claro, ¿por qué sería más importante lo que una chica de quince años pudiera querer, a comparación de una mujer hecha y derecha? Eso es lo que siempre repetía su mamá. Eso siempre la había hecho sentir insignificante.
La mujer salió con toda la calma del mundo después de unos minutos. Tenía ya el cabello rubio acomodado y un montón de maquillaje sobre el rostro. Verónica no dijo nada, pero sabía que eso significaba que saldría, nada más y nada menos, que con otro hombre.
Muchas veces se había cuestionado por qué su madre no paraba de hacer eso. No solo salir con hombres, claro, pero llevarlos a la casa, hacerlos convivir con ella. Ni siquiera esperaba a que pasara un tiempo considerable, simplemente tomaba al hombre con el que hubiera salido un par de veces a bailar y le permitía entrar a sus vidas como si siempre hubiera estado ahí.
Le molestaba también que, cuando aquellos venían a comer a casa, siempre se cocinaban. Eso nunca lo hacía para ella. Nunca había un momento en el que se sentara a comer con Verónica de manera voluntaria. La que tenía que ingeniárselas con platillos medianamente nutritivos, era la misma adolescente.
Salió de su casa lo antes posible, antes de que esos pensamientos la consumieran por completo.
Javier le pasó la cabeza por su mano, para que pudiera sentir que estaba apoyándola. Percibió que las cosas estaban saliéndose de control en su interior. Tomó el camión como de costumbre, el hombre de siempre se subió a pedir dulces y de nuevo su corazón estaba lleno de amargura, buscando cualquier defecto en cualquier persona para permitirse aun más tristeza.
Observó la puerta de la escuela con frialdad. Sabía que estaba llegando tarde a su siguiente clase, así que debería estar corriendo para alcanzar a entrar. Pero algo en el corazón no le permitía avanzar. No quería interactuar con la gente, simplemente quería estar sola.
.·。.·゜✭·.·✫·゜·。.
Recibió el cambio de la señora de los algodones de azúcar y se sentó en una banca pública. Finalmente, un lugar en el que no necesitaba platicar con nadie más que consigo misma.
Se había vuelto solitaria por las vueltas de la vida. Ahora, que necesitaba hacer las paces con todo, se preguntaba si también tendría que renunciar a los espacios que tenía para sí. Si de pronto no tenía la intención de odiar al mundo, ¿ahora tendría que estar de corazón abierto con ellos todo el tiempo?
—¿Puedo sentarme?
La voz de aquella anciana la sacó de su centro. Tenía una paleta de limón y un bastón. Lucía amigable, pero a Verónica le pareció molesta por interrumpir ese instante que tenía para poder reflexionar. La anciana no podía ver a Javier, pero este se movió a un lado para permitirle sentarse con libertad.
—Claro —respondió arrancando un poco del algodón de azúcar para darle una mordida.
—Hace años que no como uno de esos —expresó la mujer dibujando una sonrisa amigable.
Verónica quería ignorarla, pero consideraba que su corazón aún no era lo suficientemente frío como para dejar con la palabra al aire a una ancianita.
—Qué mal. —Volvió a lo suyo, pero la señora soltó una risita.
—Recuerdo que la última vez que los comí fue cuando llevé a mis hijos al zoológico, hace muchos, muchos años... Ahora cada que veo uno me acuerdo.
La chica se quedó un momento sin saber qué decir, después de unos segundos, percibió la mirada de la anciana, hambrienta porque alguien le preguntara más sobre su historia.
—¿Dónde están sus hijos ahora? —preguntó resignada.
—Oh, ellos ya son grandes. Tiene mucho tiempo que no los veo. ¡Sería muy chistoso verlos comprar uno de esos algodones! Ahora son todos unos hombres.
Otro bocado se deshizo en los labios de Verónica.
—¿Por qué no la visitan? —preguntó bajando las cejas.
—Son adultos ahora, tienen cosas que hacer. Además... yo puedo cuidarme sola, ¿sabes?
La chica levantó las cejas con sorpresa y después soltó una risa genuina.
—Bueno, si son "todos unos hombres", creo que deberían hacerse responsables y buscar visitarla de vez en cuando.
Quizá había sido la acidez con que lo había dicho, o el tema en sí que provocó que la anciana mojara sus pupilas entre lágrimas. Verónica se sintió un poco mal, probablemente había sido... demasiado.
—Lo siento —espetó tomando otro cacho de algodón de azúcar—. He tenido un mal día, supongo que me estoy desquitando con usted.
La mujer volvió a retomar su ímpetu alegre y se limpió las pequeñas lágrimas que habían empezado a resbalar por su mejilla.
—En ocasiones nos sorprende cuando alguien habla con tanta honestidad —soltó la mujer abriendo su bolso para sacar fotografías—. Yo sé que ellos podrían venir a visitarme, pero quizá me digo algunos cuentos para evitar que me duela que no lo hagan.
Verónica percibió su odio por la humanidad incrementando considerablemente. No podía ser que dos personas fueran tan crueles como para abandonar a su suerte a alguien como ella.
—Si le volvieran a hablar, ¿los recibiría? —cuestionó la joven después de un momento de silencio.
—Pues claro, son mis hijos después de todo, yo los quiero con todo el corazón —expresó con los ojos iluminados.
El amor incondicional, seguramente. No le quedaba muy claro cómo es que este funcionaba, pero parecía que el corazón de la viejita verdaderamente rebosaba del mismo.
—Amor incondicional —dijo en voz baja para sí misma.
—¿Perdón?
—No, lo siento, estaba hablando sola —respondió Verónica—. Señora, ¿usted cree en la bondad del mundo?
La sonrisa de la misma no dejó lugar a dudas de cuál sería su respuesta, pero aún así las palabras sonaron dulces cuando finalmente las pronunció.
—Siempre creeré en ella.
Pasaron unos minutos más charlando. Estaba sorprendida de lo tranquila que podía ser una charla con alguien como la señora que había encontrado por casualidad en el parque.
Javier estaba tan pero tan a gusto que se había quedado dormido a los pies de Verónica, con la pancita hacia arriba, como si no temiera que nadie ni nada fuera a hacerle daño.
Verónica, también se sentía excelente, estaba segura de que si pudiera ver el clima de su vecindario, este estaría plácido, como el del vecindario de Malany.
Después de que el algodón de azúcar se terminara, la chica se despidió de la señora. Le hizo una seña a Javier para que la acompañara y después se dirigió hacia la parada del camión.
Eran instantes como esos los que la hacían dudar de su teoría. ¿Sería que verdaderamente la humanidad estaba podrida? ¿O solo era una pequeña porción de ella? La ancianita le había dicho que, a su percepción, en realidad no había maldad alguna, pero eso era demasiado difícil de creer.
El camión llegó y la conclusión de Verónica también.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top