Conociendo al monstruo

Malany la estaba esperando afuera de la oficina. Verónica tenía el mismo semblante que portaría alguien a quien le han explicado todas las razones por las que deberían expulsarla, pero al final no lo hacen.

Cuando topó la mirada con su compañera, giró los ojos y siguió caminando. La bestia las siguió.

—¡Ya déjame sola!

—Lo siento, solo quiero explicarte...

—¡No te hablo a ti! ¡Le hablo a esa cosa! —gritó la chica desesperada—. ¡Basta! ¡Haz que se vaya!

Verónica parecía estar a punto de romper en llanto, cuando Malany le tomó del hombro.

—Nunca se va... siempre ha estado aquí. Vamos al patio, perdimos parte del segundo periodo... pero creo que esto es más importante.

La escuela de las chicas era tan grande, que nadie notaría la ausencia de dos de ellas. En especial cuando se trataba de estar sentadas en una jardinera oculta, con plantas tan grandes, que resultaba imposible que alguien las viera a la distancia.

Verónica miró al monstruo, se veía avergonzado, desganado y triste. Seguramente la estaba pasando igual de mal que la chica, pero eso no le interesaba en lo más absoluto. Él le había hecho más daño a ella.

—Míralo —dijo Malany señalando al monstruo con su cabeza—. Está avergonzado. No quería dañarte.

—Pero lo hizo. Lo hizo y dolió demasiado. Por eso quiero que se vaya.

Malany la miró un instante. Lo hizo con un gesto de empatía. Comprendía a la perfección lo que se sentía estar en el lugar de su compañera.

—Ya te dije que nunca se puede ir, siempre ha estado contigo. Quizá no lo podías ver, pero siempre ha estado contigo. Por eso... está tan triste. ¿Qué tal estarías tú si te hubieran ignorado por años?

Verónica hizo un gesto de locura y después cruzó los brazos, tratando de hacerlo con cuidado porque le seguía doliendo todo el cuerpo.

—¿Qué debería hacer entonces? Si lo ignoro, entonces me sigue todo el día y si lo alimento, al parecer me ataca... ¿por qué lo hizo?

—Cuando dejamos crecer esa parte de nosotros, siempre alguien termina herido. Y ese número de personas nos incluye a nosotros. Somos víctimas de nuestros propios artilugios. En pocas palabras, él no lo hizo, tú sí.

Verónica volvió su mirada a esa cosa. No quería intentarlo de nuevo. Las cosas estaban resultando mucho más difíciles que antes.

—¿Cómo se siente tu clima interior? —preguntó de la nada Malany—. No olvides que estábamos en eso.

—Creo que cayó un huracán —respondió sobándose también el estómago.

—¡Exacto! Las emociones... tu bestia... el clima, todo eso es bueno. El desequilibrio no lo es. Ahí entra el caos. Escucha a tu bestia, es lo que tienes que hacer hoy.

Hubiera parecido que Malany le diría algo más después de ese episodio inesperado, pero no, en verdad ella se levantó para perderse de vista. Probablemente había decidido entrar al salón con alguna excusa tonta, finalmente, al ser tan buena estudiante, seguro lo creyeron todo.

Verónica, por su parte, no tenía ni la más mínima intención de volver. Quería irse de inmediato a casa. Gracias al cielo no iban a presentar un reporte ante sus padres. Además, como ya era costumbre, no iba a haber nadie en casa. Quizá podría hacer lo que Malany le encargó.

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De regreso, la bestia la seguía. Lo hacía de lejos, aún avergonzada. Ella estaba muy molesta con ella, pero miraba de reojo a la creatura. Se hacía más grande, pero no más agresiva, como antes, sino más tímida. De vez en cuando la perdía de vista. Su color también tenía un tenue morado que recubría su piel. El negro había perdido protagonismo sobre aquel ser.

Sintió un alivio reconfortante cuando llegó a casa. Escuchó el sonido de la bestia entrando después de unos minutos, así que subió a su cuarto y bajó un montón de cojines a la sala.

En realidad, no quería hacerlo. No quería hacer lo que le habían encargado, pero nada le provocaba más incomodidad que esa bestia vigilándola a cada rato.

—¡Ven aquí! —ordenó ella dando pisotones para hacerse escuchar—. Oye, ven aquí.

Esperó un rato considerable, pero después de no escuchar respuesta alguna, bajó con desesperación y encontró a la bestia que le miraba con los ojos grandes y asustados.

—Oh, ¿ahora tienes miedo? —cuestionó la chica dándole un empujón—. ¿Cuando querías herirme no tenías miedo?

Verónica recordó por un instante las palabras de Malany. Era ese hecho de que la bestia no la había lastimado, sino ella misma, lo que le provocaba más coraje. No era posible que Malany la hubiera metido en todo esto.

Al observar a la bestia, no sintió ni un poco de ganas de escuchar su versión. Es más, ni siquiera estaba segura de cómo lo lograría si aquella no parecía hablar español.

Caminó hacia el pequeño comedor de su casa y tomó una silla para colocarla frente al monstruo. Ella se acomodó en el montón de cojines.

—Bien, suéltalo —expresó la chica clavando sus ojos con severidad—. Vamos, dime qué te pasa, no te hagas el fuerte.

La bestia bajó la mirada con vergüenza. Verónica tenía unas ganas enormes de patearla para que de una vez hablara como un ser razonable. 

De pronto, un recuerdo llegó a su mente.

Vio la cara de su madre, sentada exactamente como ella estaba en ese momento. Se encontraba cruzada de brazos, de igual forma, con esa expresión sarcástica, como si lo que tuviera que hacer fuera absolutamente obligatorio. Se vio, también, a sí misma, sentada como el monstruo, con las manos juntas y la mirada llena de miedo y vergüenza.

Un dolor en el corazón la asaltó. Ese recuerdo le conmovió el alma, porque se sentía tan real como si hubiera sucedido ayer. Poco a poco, sus manos se fueron soltando. Los puños ya no estaban en posición de dar un golpe y la espalda se relajó.

Su rostro también fue víctima de esa calma repentina y, por ende, la manera en la que miraba a la bestia. No supo cómo, pero pensó de nuevo en esa pequeña y se preguntó cómo es que le hubiera gustado que fueran las cosas con su mamá.

Verónica se acercó poco a poco al monstruo. Hubiera sido genial que su madre colocara su mano sobre los hombros de la niña, como en ese momento lo estaba haciendo la adolescente con la bestia. También, le hubiera encantado que se colocara más cerca de sí, como ahora lo estaba haciendo. Así se sentía menos como un regaño y más como un momento especial y necesario.

Pensó, en que le hubiera encantado que la mano de su madre estuviera junto a la suya. Tan cálida y presente, tan familiar y reconfortante. Pronto, sintió cómo una tibia lágrima se resbalaba por la mejilla y pronto sintió otra. Una mucho más grande que caía en la cabeza. Era el monstruo que también estaba sollozando.

Verónica lo abrazó, fue un abrazo tan fuerte, tan sincero, que sintió como si también la estuvieran abrazando a ella. No solo el monstruo, porque en realidad sí que lo estaba haciendo; sino todas las personas que alguna vez le debieron un abrazo, en especial su madre.

El llanto continuó y la bestia, por primera vez, en verdad se transformó.

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