XXXIV

Júpiter

—¿Todavía no recuperas la señal en tu teléfono, Júpiter? —me pregunta Joaquín al ver que tengo el aparato en la mano.

—No —susurro en respuesta con tristeza—, y está a punto de apagarse.

—No te preocupes, haremos una parada en un hotel que está de camino —me dice con una sonrisa que me tranquiliza—. Dormiremos allí y podrás cargarlo.

—¡Genial! —sonrío con lo que dice. 

En los hoteles, suele haber conexión a internet, podría intentar contactar a Bely para decirle que estoy bien y que voy de camino a casa, lo que me da un poco de esperanza.

Un par de horas de trayecto después, llegamos a un hotel que dista mucho de lo que pensaba que sería, porque se ve bastante descuidado, abandonado y poco higiénico, pero no puedo decir nada al respecto, porque José y Joaquín están siendo muy amables conmigo al darme un lugar donde dormir y no sería buena idea quejarme.

Bajamos del camión y José reserva una habitación para nosotros tres. Subimos al cuarto piso del hotel y solo hay una cama de dos plazas y un sofá.

—Pido el sofá —digo de inmediato.

—Ni hablar, tú dormirás en la cama, yo dormiré en el sofá —rebate José—. Joaquín, tú duerme en la cama con ella.

—¿Estás seguro, papá? —le pregunta aparentemente sorprendido por lo que dice.

—Es eso o la tina del baño —le dice con indiferencia.

—¿Te molesta, Júpiter? —me pregunta.

Honestamente, no lo sé. Prefería el sillón, pero me siento culpable de hacer dormir a Joaquín en la tina de baño solo porque no quiero compartir la cama, que de por sí es grande. ¿Qué tan terrible puede ser? Sería hasta sencillo, él dormiría en un extremo y yo en el otro.

—N-no... —balbuceo intentando responder.

—Si no quieres hacerlo, yo lo entiendo, de verdad —se apresura a decir Joaquín—, no te preocupes, no quiero que te sientas obligada a algo que...

—Está bien, no hay problema —le respondo, tratando de sonar más segura.

Pongo el celular a cargar en un enchufe y me recuesto en la cama con la ropa que llevo puesta, quitándome solo los zapatos. Joaquín se recuesta a mi lado, dándome la espalda y José apaga la luz.

Cierro los ojos y trato de conciliar el sueño. Respiro profundo por unos minutos e intento ignorar los sonidos del ambiente, los ronquidos de José, la lluvia que empieza a caer y la respiración de Joaquín al otro lado de la cama. Me levanto a buscar el celular y encenderlo. Tiene la mitad de la carga, pero sigue sin señal, ¿Por qué? 

Bajo a la recepción, pero el chico que atiende en el mesón dice que la señal de celulares es pésima y no cuentan con conexión a internet, por lo que vuelvo a subir. Conecto de nuevo el celular al cargador y vuelvo a acostarme, intentando quedarme dormida. 

Veo a Bely del otro lado de un prado lleno de flores y mi corazón se llena de alegría, porque la extraño mucho. Corro a buscarla, pero en vez de acercarme, mis pies me alejan de ella, ¡¿Por qué?! ¡¡Bely!!

—Ya casi me alcanzas, amor —dice ella, pero sigue estando muy lejos.

—¡Acércate! —le grito.

—Pero si eres tú la que se alejó de mí, Júpiter... 

—¡Te necesito! —le grito.

—¿Y por qué dejas que él te toque, entonces? —es lo último que dice antes de hacerse polvo frente a mí, sin poder hacer nada por evitarlo.

—¡¡Bely!! —grito.

Abro los ojos sobresaltada y, cuando tomo consciencia de lo que está pasando a mi alrededor, el asco me invade de repente. 

Tengo mi pantalón y ropa interior abajo y Joaquín está metiendo dos de sus dedos en mi vagina. Está respirando de forma pesada en mi cuello, y con su mano libre se está masturbando.

—¡¡QUÉ MIERDA ESTÁS HACIENDO!! —grito y lo empujo de inmediato.

Joaquín se limita a recibir mi empujón sin decir una sola palabra, y yo me subo la ropa a toda prisa. Él se pone un cojín en la entrepierna para cubrir su erección.

—¡Qué diablos está pasando! —José abre los ojos y nos observa, esperando que alguno de los dos le dé una explicación.

—¡¡Qué más me hiciste, maldito bastardo!! —le grito a Joaquín, quien se mantiene cabizbajo.

Él muy maldito se queda callado y no se atreve siquiera a mirarme.

—¡¡QUÉ MÁS ME HICISTE!! —vuelvo a gritarle.

—No te hice nada más, lo juro —me responde con un hilo de voz.

—¿Por qué tanto escándalo? ¿Qué está pasando? ¿Por qué estás gritando, Júpiter? —pregunta José sin entender nada.

—T-tu... ¡Tu hijo estaba tocándome mientras dormía! —le grito histérica, esperando que haga algo.

—Pues... —José se rasca la cabeza por un par de segundos— Es hombre, ¿No? Tiene instintos que satisfacer, tú accediste a dormir con él, deberías saber que algo así iba a pasar.

—¡¡NUNCA ACCEDÍ A QUE ME TOCARA, MALDITA SEA!! —grito y salgo de la cama.

José me mira con el ceño fruncido y Joaquín no se mueve del sitio al que lo he empujado.

—Deberías dar las gracias por siquiera dejarte dormir aquí, Júpiter —me reprende José—. Fuera otro, te dejaría durmiendo en el camión y podrían haberte pasado cosas incluso peores... O podría haberte dejado tirada en esa parada de camioneros de mala muerte y dejar que esos buitres te comieran viva por una recompensa de mierda. ¿Acaso eso es lo que querías? ¿Que te dejara durmiendo en el camión?

Me basta con escuchar unos segundos a José para entender que no estoy segura aquí con él. Niego con la cabeza, incapaz de procesar una sola palabra de las que me está diciendo.

—Tengo que salir de aquí ahora mismo —recojo mis zapatos del suelo y salgo corriendo de la habitación sin atreverme a mirar atrás a los dos hombres que, hace apenas un par de horas, pensé que eran mis salvadores.

Salgo del hotel y el chico de recepción trata de detenerme, pero no lo logra. La lluvia me deja completamente mojada y el camino de salida del hotel es de piedras. Logro llegar a la carretera y, solo entonces, tomo consciencia de que estoy descalza y me pongo los zapatos otra vez para seguir caminando. 

Camino por la orilla de la calle, algunos autos se detienen y me gritan cosas obscenas antes de seguir avanzando. Me duelen los pies, trato de contener mis ganas de llorar y quiero revisar si por fin tengo señal para intentar hablar con Bely.

Tanteo mis bolsillos, pero recuerdo que dejé mi cartera y mi celular en el hotel. Mierda, no puedo devolverme a buscarlos. Tengo tanto frío que me duelen los huesos, y no deja de llover.

No tengo ni idea de qué tan lejos estoy de mi casa, siento que no llegaré nunca y la angustia me invade. Sigo caminando por lo que me parecen horas, hasta que un auto se detiene. Me quedo unos segundos esperando a que alguien salga de él, y veo a un hombre abrir la puerta.

Sin esperar más tiempo, echo a correr a todo lo que me dan las piernas, pero el hombre me sujeta por la cintura.

—¡Hey!, ¿Qué haces aquí tan solita en plena lluvia? —me pregunta sujetando mi cuerpo con más fuerza.

—Déjame ir —murmuro con la voz rota—, por favor déjame ir.

—¿Dejarte ir? ¿Después de lo que le hiciste a mi amigo en la bodega?

¿Bodega? Miro hacia atrás y descubro que el hombre en realidad es Gabriel. Rompo a llorar desconsolada y le ruego por mi vida, como jamás lo había hecho ante nadie, pero él solo se ríe y me intenta arrastrar hasta el auto. Me resisto tanto que, finalmente, Gabriel me tira a las piedras junto a la carretera.

—¿Creíste que ibas a salir victoriosa de esa bodega? ¿Eh? —me grita al mismo tiempo que inmoviliza mis manos y me rasga los botones de la camisa de un tirón— ¿Creíste que no te encontraría? 

Acto seguido me rompe el pantalón y lo baja con brusquedad. Intento patearlo, pero resulta inútil. No he comido en mucho tiempo y mis piernas están muy débiles para siquiera rasguñarlo.

—¡¡No!! ¡¡Por favor!! —intento gritar lo más fuerte que puedo, pero él hace oídos sordos a todas mis súplicas.

Durante los siguientes minutos, Gabriel baja sus pantalones y entra en mí, una y otra vez, sin importarle nada. Dejo de intentar defenderme, dejo de gritar y solo dejo que pase, tratando de permanecer lo más inerte posible. Cuando termina, me sujeta del cuello y me levanta unos segundos, para luego dejarme caer en el suelo e irse por donde llegó.

Cuando ya no veo rastros del auto, me observo a mí misma. Mis pantalones siguen abajo y trato de subirlos, pero ya no tiene caso. Intento levantarme del suelo, pero ya no tengo fuerza. Me duele la cabeza, me duele la vagina, y me duele el alma.

Extraño a Bely, extraño a las chicas y ni siquiera sé si llegaré viva a casa. No tengo fuerzas para levantarme del suelo y seguir caminando en medio de la lluvia, y estoy consciente de que, si me quedo aquí, mi muerte es del todo segura, pero no puedo más. De lo único que me siento culpable es de no haberle dicho a ella que la amaba antes de irme.

Perdóname, bebé... Espero que algún día puedas pasar página y seguir sin mí.

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