XIV
Antonia
—¿Qué haces aquí? —pregunto sin apartar la vista de la tumba.
—Vine a lo mismo que tú —me responde sin entusiasmo.
—¿A qué crees que vine yo? —frunzo el ceño.
—A hablar con él.
—Chico listo, ¿Eh? —digo en tono neutral.
—Vine a preguntarle su parecer respecto a algo—responde.
—¿Sobre qué? —esta vez lo miro.
—Una decisión que tengo que tomar, Antonia —me mira de vuelta—. Una decisión que afecta a una persona inocente.
—Max fue un luchador —murmuro volviendo a mirar a la tumba—. Él tenía perfectamente claro que las posibilidades de salir de la cárcel eran remotas y que, incluso, era muy posible que muriéramos todas en el intento. Él sabía que el castigo a su traición era la muerte, y aún así arriesgó su vida para salvar la nuestra.
Miro a Felipe y él no me mira de vuelta. Contempla la tumba de su hermano con lágrimas en los ojos y lo que creo que es admiración y culpa... Una gran parte de culpa.
—Hermanito —susurra casi entre dientes—, dame una señal de que estoy haciendo lo correcto...
—No la necesitas —le digo.
—¿Qué te hace pensar que no? —me responde sin molestarse en secar sus lágrimas.
—Porque, sea lo que sea que estés tramando, lo vas a lograr. Eres decidido, eres noble y creo que tienes un buen corazón, hasta donde te conozco. Espero no estar equivocándome contigo, pero estoy segura que Max te apoyaría si esa decisión que quieres tomar le hará bien a esa persona de la que hablas.
—Dijiste que era un cobarde por haberme ido, Antonia —me rebate como si estuviera herido—, que era un cobarde por no haber estado ahí para él.
—Tenías apenas diecisiete años cuando te fuiste. Saliste del país para demostrarte a ti mismo que podías hacer algo mejor con tu vida que servir a tu padre en el ejército —digo intentando revertir lo que dije hace un par de días atrás—. Tienes que entender que, cuando dije lo que dije, estaba muy abrumada... No podía creer que tenía al hermano de Max frente a mí.
—Pero causé la muerte de mi hermano —me dice casi entre sollozos.
—La culpa no fue tuya, Felipe. La culpa fue de tu padre, y lo sabes. No intentes culparte de lo que pasó con tu familia, porque probablemente el resultado habría sido exactamente el mismo si hubieras estado aquí... Tú no tienes la culpa, y perdóname por haber pensado lo contrario... No quise herirte, no entendí que tú también eres una víctima de Echeverría.
—Fue mi culpa, Max —murmura volviendo a cerrar los ojos y arrodillándose en el suelo.
Me acerco hasta quedar frente a él e intento poner mi mano en su hombro, pero no alcanzo a hacerlo desde la silla. Maldita sea. Max es muy distinto a Felipe; si él estuviera aquí, no se habría derrumbado de esa forma, pero luego recuerdo que él apenas se ha enterado hace un par de días que Max y el resto de su familia han muerto. Hago todos los esfuerzos posibles para acercarme a él, pero no lo logro, y me frustra, porque me hace sentir presa de mi propio cuerpo. Bajo la mirada al darme cuenta que estoy a punto de llorar. No de nuevo, Antonia... No de nuevo...
Felipe alza la mirada y me observa un par de segundos antes de abrazarme con fuerza y sollozar como si se le fuera la vida en ello. Siento miedo de corresponderle el abrazo, porque no quiero acabar llorando como una niña pequeña, pero necesito tanto un abrazo de alguien que siquiera se parezca a Max, que acabo por corresponderlo. Se siente distinto. Felipe es más grande, y huele diferente. No es ni de cerca el chico de veintiún años del que me enamoré, y me parte el alma pensar que ese chico ya no estará más. Sollozo despacio mientras intento abrazarlo con un poco más de fuerza. Me encantaría que Max estuviera aquí para conocer a su hermano mayor, y que viera todo lo que ha logrado, teniendo todo en su contra. Me encantaría que hablaran de lo sucedido, que Felipe pudiera explicarle cómo se siente, pero nunca podrá, y vivirá el resto de su vida con esa culpa comiéndole vivo.
—Perdóname, Antonia —susurra en mi oído, destrozado.
—No me pidas perdón a mí, Felipe —murmuro intentando no revelar que estoy tan destrozada como él.
—Nunca podré saber si Max me hubiera querido —dice en medio de su llanto.
—Felipe —susurro en su oído—, estoy completamente segura de que Max estaría orgulloso de ti, y te perdonaría cualquier cosa que le hayas hecho, sabiendo que lograste estudiar lo que querías y pudiste huir de tu padre.
—Max —el nombre de su hermano se confunde entre su llanto—, por favor perdóname...
Puedo tocar el dolor que siente al decir su nombre, puedo sentir su angustia, su pena y sus ganas de sentir algo de paz. Lo abrazo con todas mis fuerzas, lo que lo hace sollozar más fuerte, y me hace sollozar a mí también. Ambos susurramos su nombre, casi como intentando invocarlo, casi como intentando buscar cualquier señal que nos diga que Max nos ha perdonado a ambos por fallarle.
—Max... —susurro por fin, entre sollozos ahogados y culpa ardiente.
Felipe me abraza con más fuerza, no hay una pizca de espacio entre nosotros, solo lágrimas, culpas y pena. Nos soltamos por un segundo y nos miramos a los ojos. Sus ojos negros enrojecidos por el llanto me traen a la cabeza los ojos de Max ese día que me contó todo sobre su madre, esos días en los que era completamente honesto conmigo, o eso quería creer yo. Por unos segundos, unos miserables segundos, puedo verlo, en sus pantalones militares, bototos, camiseta blanca y la insignia del ejército colgando de su cuello.
—Antonia... —me dice Max con una sonrisa y la voz que tanto lo caracteriza.
—Max —le sonrío de vuelta.
—¿Por qué me dejaste morir? —me pregunta con tristeza.
—No quería dejarte ir, Max —le respondo sollozando.
—¿Por qué lo hiciste? —insiste— Pudiste haberme salvado, Antonia...
—Lo intenté, Max, ¡Lo intenté! —le grito con desesperación.
—No fue suficiente... —murmura mientras se desvanece su recuerdo.
—¡¡Max!! —grito presa de la culpa.
Necesito que se quede conmigo un segundo más. Intento seguir llamándolo, pero se instala un nudo en la garganta que me impide hablar. La sensación de ahogo es cada vez más grande y Max cada vez está mas lejos. Solo me siento capaz de llorar y sentir culpa. El corazón se me desgarra en mil pedazos como si Max apenas hubiese muerto frente a mí. No puedo soportarlo, no puedo respirar, no puedo siquiera abrir los ojos.
—¡¡Antonia!! —grita alguien a lo lejos, pero no logro distinguir quién es.
—¡No te vayas, Max! —intento gritar, pero es inútil, porque ya se ha ido.
Abro los ojos y aparezco recostada en mi cama, muy adormilada.
—¿Cómo estás, pequeña? —me pregunta Felipe en cuanto me ve despierta.
—¿Q-qué pasó? —intento preguntar, pero mi voz sale ronca.
—Tuviste una crisis de angustia en el mausoleo —me dice Felipe—. Gracias al cielo siempre llevo conmigo un surtido de medicamentos para algunas cosas. Tuve que darte Clonazepam para que pudieras calmarte, pero como tu cuerpo no estaba acostumbrado, te quedaste dormida.
Miro a mi alrededor. Están Gaby, Bely y Júpiter detrás de Felipe, con cara de preocupación. Les sonrío lo más posible.
—¿Cómo te fue en el psicólogo, Jú? —le pregunto.
—Bien, preciosa —me sonríe ella.
—¿Estás mejor? —pregunta Bely.
—Tengo mucho sueño —respondo.
—Has dormido cerca de cuatro horas—comenta Felipe—. Seguro despertaste por hambre.
—Iré a traer algo para que puedas comer —dice Júpiter saliendo de mi habitación junto con Bely y Gaby.
—G-gracias —digo mirando esta vez a Felipe.
—¿Por qué? —me pregunta extrañado.
—Por cuidarme —le respondo.
—Vas a comer lo que te traiga Júpiter y luego seguirás durmiendo, ¿De acuerdo? —me dice con una sonrisa— Tengo que irme, se me está haciendo tarde, pero vendré a verte mañana.
Asiento con la cabeza y él me da un beso en la frente.
—Adiós, pequeña —me dice antes de irse.
—Adiós —le sonrío.
Felipe sale de mi habitación, oigo que se despide de las chicas y luego oigo el sonido de la puerta principal. Al par de minutos llega Júpiter con un sándwich de jamón y queso, con un vaso de jugo de naranja. Bely me levanta para quedar sentada en la cama y poder comer. El recuerdo de Max se siente muy lejano en este momento, y no sé cómo sentirme al respecto.
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