I

Antonia

Fue como una patada en la boca del estómago, en el peor momento y lugar posibles.

Para empezar, Max jamás me habló de la existencia de un hermano, incluso dijo que, legalmente, sólo figura él como hijo de Echeverría, ¿Por qué no me habló de él, si era algo tan importante como su familia? ¿Siquiera lo sabía? ¿Me habrá mentido?

—Debe ser una maldita broma, ¿No es así? —murmuro más para mí que para él.

—Lamento decepcionarte o algo, pero no, realmente soy su hermano —me responde observando atentamente mi reacción.

—¿Pero cómo? —las preguntas llegan a mi mente de golpe— ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿Por qué volviste ahora? ¿Cómo supiste que…? —mi cabeza quiere explotar con tanta información.

—Antonia, sé que tienes muchas preguntas y, si quieres, puedo responderlas todas, pero vamos de a una, ¿Sí? —me dice mientras da un par de pasos hacia mí y se arrodilla junto a mi silla de ruedas.

Asiento con la cabeza, incapaz de procesar tanta información nueva. Tengo al supuesto hermano de Max frente a mí, maldición, mi cerebro va a estallar, me va a dar migraña, no sé, algo.

—¿Cuál es tu primera pregunta? —me pregunta con un poco más de amabilidad de la que toleraría en estos casos.

—¿Dónde estuviste? —digo casi sin rodeos.

—Muy lejos —dice bajando la cabeza apesadumbrado—, tuve que irme, no podía soportarlo un minuto más.

—¿Soportar qué? —pregunto en un tono no tan amable.

—Pues… Tener a Maximiliano Echeverría como padre —responde como si fuera obvio.

Para mí no es tan obvio que se haya ido por esa razón. Digo, Max se quedó con su padre y tuvo que enlistarse en el ejército sin protestar. Él no tuvo opción.

—¿Cuánto tiempo te fuiste? —le pregunto, aún sin saber si seré capaz de escuchar la respuesta.

—Dieciocho años —murmura con lo que creo que es vergüenza.

—¡¿QUÉ?! —le grito sin pensar— ¡¿Cuántos putos años tienes?! ¡¿Cuarenta?!

—Auch —hace un gesto de dolor—. Tengo 35 años, no pensé que me vería tan acabado a mi edad.

Pues, para tener 35 años, estaba bastante bien y no representa para nada su edad, si se me permite decir. Pero, ¿Cómo no me di cuenta antes? Ahora que lo veo con más detenimiento me doy cuenta del parecido entre ellos. ¿Cómo no me fijé en que esos ojos negros son tan familiares? Casi se siente como tener un pedacito de Max conmigo.

Siento una presión en el pecho ante la sola idea de pensar que Max se fue y, maldita sea, estoy frente a su tumba. Y, como si fuera poco, su hermano, el cual no tenía ni puta idea que existía, está arrodillado frente a mí.

—¿Estás bien? —me pregunta.

—S-sí… Amm —respiro hondo un par de veces para recuperarme—, ¿Él sabía que existes?

—No lo creo, era demasiado pequeño para recordarme, supongo —comenta con tristeza.

—¿Qué pasó? —intento preguntar con un poco más de suavidad.

—Papá quería que me enlistara en el ejército, pero mi plan era estudiar medicina apenas acabara la escuela. Claramente no estábamos de acuerdo, y él no se caracterizaba por ser una persona transigente, así que me fui de la casa y desaparecí de la familia. Echeverría se sintió traicionado por su primogénito, así que me hizo saber que me eliminó de todas las fotos familiares, seguramente movió sus influencias para hacer que me eliminaran de la base de datos de filiación del Servicio Nacional de Personas y le hizo creer a Max que era hijo único. Supongo que, aun con todo, logró cumplir su plan original de tener a su “primogénito” en el ejército, como su mano derecha.

—¿Cuántos años tenía Max cuando esto sucedió?

—Tenía tres años. No me preocupaba mucho que me extrañara, en ese entonces, porque ni siquiera iba a recordarme, y nunca sabré tampoco si lo hacía, porque no puedo preguntarle, pero yo pensaba en él todos los días.

—¿Por qué no lo llevaste contigo? ¿Por qué simplemente lo dejaste solo sabiendo cómo era Echeverría? —le cuestiono.

—Porque no tenía nada que ofrecerle a Max. Estaba muy pequeño, e iba a estudiar medicina, maldición, no podía mantenerlo y al mismo tiempo sacar la carrera adelante. Intenté convencerme a mí mismo de que, en cuanto egresara, volvería a buscarlo, pero cuando salí de la universidad, tuve la oportunidad de sacar un doctorado en el extranjero, y no lo pude rechazar…

A cada palabra se me hace más insoportable e individualista el “hermano” de Max. Si lo que dice fue realmente cierto, lo odio, pues dejó a Max a su suerte y ni siquiera fue capaz de intentar contactarse con él o algo, maldita sea.

—¿Estás al tanto de lo que ocurrió con Max? —le cuestiono— ¿O de lo que ocurrió con tu madre? Vivieron un puto infierno, y tú no estuviste ahí.

—Iba a volver por él, lo juro —le tiembla un poco la voz—, pero cuando volví al país esta mañana y supe lo del golpe de estado que su grupo armó y supe que Max murió, yo… —deja de hablar y comienza a sollozar.

—No —lo freno en seco—, no creo en tu llanto. Te fuiste dieciocho malditos años de la vida de Max, lo que significa que él nunca te conocerá, y no le diste ninguna posibilidad de que pudiera encontrarte o saber de ti. Él murió por la causa, lo planeó por meses, incluso antes que cualquiera de nuestro grupo llegara siquiera a la cárcel, maldición.

—¿Cómo murió? —me pregunta.

—Soy yo la que hace las preguntas aquí, no tú —digo con firmeza.

—Por favor, Antonia —me suplica—, es mi hermano, más allá de cualquier cosa que haya pasado.

—Había una traidora en nuestro equipo —le respondo con tristeza—. Y cuando supimos quién era, él fue inmediatamente tras ella…

A medida que le cuento el incidente, mi corazón comienza a doler cada vez más, aún me cuesta hablar de ello. Cuando llego a la parte del forcejeo entre Max y Sasha, una lágrima resbala de mi mejilla y Felipe pone una mano sobre la mía, apretando suavemente. Me atrevo a mirarlo a los ojos y noto que los tiene llorosos.

—Mi hermanito… —murmura con la voz rota— Maldita sea, debí haber estado allí para él.

—En cierta forma, ambos le fallamos, Felipe —le digo—, tú al haber desaparecido de su vida y yo al no haber sido capaz de salvarlo.

—Antonia, no te culpes de lo que pasó... Nunca lo hagas, ¿Has entendido? —me frena—. Tú no tienes la culpa de nada, ¿Sí? Murió por una causa hermosa.

Sé que mucha gente me ha dicho que yo no tengo la culpa, pero, ¿Cómo demonios me quito esta angustia del corazón? ¡Pude haberlo salvado!

—Y supongo que de ahí viene esa lesión —señala mi silla con cautela.

—La hija de perra me encajó una bala mientras corría para salir de la cárcel. Echeverría había puesto una bomba y faltaban apenas un minuto para que la bomba explotara e hiciera volar toda la cárcel. Alcanzaron a sacarme de milagro, pero quedé atada a esta maldita silla y estuve en coma tres meses.

—¿Qué te han dicho sobre el diagnóstico? —me dice.

—Todos me han dicho lo mismo; que hay cirugías experimentales para mi lesión, pero es un 50 y 50. Puede resultar, como puede que me dejen peor.

—Bien… —dice bastante pensativo— si algo aprendí en el seminario es que muchos doctores dicen eso para no meterse en problemas, pero, no son tratamientos tan experimentales como dicen, porque los han probado una buena cantidad de veces con gente de altos recursos y han resultado bien en el cien por ciento de las veces que esos procedimientos fueron practicados.

—No me hagas esto —lo paro en seco.

—¿No hacer qué? —enarca una ceja y me observa atentamente.

—Precisamente eso, darme esperanzas. No lo hagas. Llevo tres meses sin poder caminar y, ha sido un infierno vivir con esta situación, pero por fin estoy asumiendo la realidad que tendré que vivir por el resto de mi vida, ¿No crees que es cruel decirme que todo lo que dijeron los otros médicos está mal y sí podría volver a caminar?

—Antonia, me especialicé en este tipo de lesiones, sé de lo que estoy hablando.

No. No puedo aceptarlo, no pueden darme falsas esperanzas con tanta ligereza, ¿Quién se cree que es para decir que todo lo que me han dicho los doctores están mal? ¿Dios? Cierro los ojos y empiezo a hiperventilar. La angustia me carcome, no puede ser que venga un sujeto X, de quién sabe dónde, para decirme que todos los especialistas que han dicho que mi lesión no tiene muchas posibilidades de curarse, están completamente errados y, realmente tengo probabilidades de volver a caminar, no cuando por fin estoy pasando de la negación y la rabia a la aceptación.

—¿Antonia? —Felipe suena preocupado mientras pone dos dedos en mi cuello.

—Ll-llama a Júpiter, el celular está en mi regazo.

Mientras intento recuperar mis pulsaciones normales, Felipe toma el teléfono y busca en la agenda el número de Júpiter.

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