XXXV

Antonia

Luego de una media hora en la que Max y yo nos ponemos de acuerdo sobre cómo marcar los puntos de referencia dentro de los ductos y las rutas para que ninguna se pierda al momento de concretar la operación —solo por si las moscas—, regreso finalmente a la celda, y todas me miran extraño, casi podría jurar que de forma sospechosa. Frunzo el ceño ante tantas miradas fijas en mí.

—¿Pasó algo, chicas? —les pregunto.

—No, nada —Niji se va a su litera, haciéndose la tonta, seguida de unas cuantas.

—¿Están seguras? —interrogo.

—Sí, mujer, no pasa nada, ve a dormir —responde Bely, como intentando calmar los ánimos.

Todas se van a sus respectivas camas, y yo tardo un par de segundos en reaccionar y volver a la mía.

Aquí hay gato encerrado y no me quieren decir qué está pasando. Reviso mi celular y retrocedo en los mensajes que me ha enviado Max desde que empezamos a hablar. Ahora me manejo mejor con el aparatejo este, creo que no es tan terrible de usar. Me quito la ropa, me tiro en la cama, me quedo dormida y logro descansar unas pocas horas antes de que Júpiter me amenace con tirarme de la cama si no me levanto ahora mismo.

Cuando abro los ojos, veo un mensaje de Max que dice que vaya a retirar el desayuno que olvidamos anoche, y sin decir una sola palabra, me encamino al túnel en dirección a su despacho.

—¿Otra vez vas con Max? —me reprocha Sasha.

—¿Cuál es tu problema? Tengo que ir por el desayuno, maldita sea —refunfuño antes de entrar por el túnel.

En cuanto llego al despacho, veo a Max sobre el escritorio, bebiendo café, al parecer de buen humor.

—Buenos días, dormilona, ¿Has tenido un mal despertar? —me mira con una sonrisa.

—¿Por qué preguntas? —le digo.

—Porque traes una cara de tres metros que no se la encargaría ni a Echeverría —me sonríe.

La verdad es que no estoy segura de estar de buen humor como para burlarme de sus chistes malos, o hacer algún comentario irónico, pero tampoco quiero estar con cara larga todo el día o terminar desquitándome con Max, porque no tiene la culpa y no es la idea, así que hago hasta lo imposible por mantener buena cara a pesar del mal momento de la mañana.

—No pasa nada —intento sonreírle de vuelta, pero la sonrisa no llega a mis ojos—, todo está bien, lo prometo.

—¿Quieres tomar un café conmigo? Creo que te hace falta

—Claro, creo que me haría bien.

Me siento frente a su silla en el escritorio, mientras que Max me prepara un café y me lo entrega.

—Millón de gracias, Max, eres un cielo cuando no te empeñas en ser un completo gilipollas —digo antes de beber un sorbo.

—Creo que canté victoria demasiado temprano —sonríe mientras sigue bebiendo de su taza.

Ambos nos tomamos un par de minutos para tomar el café en silencio, sin siquiera mirarnos. Increíblemente, el silencio no se torna incómodo en ningún momento, lo que me alegra un poco y me hace sentir acompañada sin tener que esforzarme para tener tema de conversación.

—Oye, ¿Segura que estás bien? Estás más callada y menos hinchapelotas de lo habitual, y la verdad es que casi extraño tu cantidad de comentarios irónicos a esta hora —me dice Max.

—Juro que estoy bien, supongo que solo no dormí lo suficiente —le respondo.

—De acuerdo —no dice ni una palabra más y sigue bebiendo café.

En cuanto me termino la taza, tomo la bolsa con la comida que está en un rincón y emprendo el camino de vuelta a la celda. En cuanto llego, todas se reúnen a mi alrededor, como si fuera el mesías, pero en lugar de caras contentas, son caras de sospecha o de rabia, no logro descifrar esa combinación del todo.

—¿No que ibas por nuestro desayuno? —dice Sasha.

—Eso he traído —contesto de mala gana mientras les entrego la bolsa con la comida.

—Demórate otro poquito para la otra —me contesta Sasha.

—Ni que fueran a morir de hambre por demorarme un poco más de lo habitual —refunfuño.

—Tampoco es para que nos respondas de esa forma, Antonia —me dice Bely, quien recibe la bolsa de mis manos.

—¿Es una puta broma? ¿Acabas de oír cómo me contestó Sasha?

Todas se quedan mudas, como si el gato les hubiese robado la lengua.

—¿Saben qué? No importa, iré a terminar de ajustar los últimos detalles de la operación, si no les molesta —digo mientras vuelvo a meterme en el túnel.

Llego al despacho de Max, quien me mira sorprendido, pues claramente no esperaba verme allí tan pronto.

—¿Qué haces aquí de vuelta? —me pregunta con el ceño fruncido.

—No sé qué les pasa hoy, están algo extrañas —le digo sin más.

—Tranquila, no te preocupes, ya se les pasará. ¿Quieres ir a la azotea? Siento que necesitas despejarte y esa es la mejor forma que se me ocurre —pregunta sonriendo.

—¿Se puede? Pero es de día, no sé si sea una buena... —murmuro más para mí que para él.

—Sé qué ruta tomar para que no nos vean —me guiña un ojo—. Vamos, te hará bien, te lo prometo.

—De acuerdo —le sonrío—, me encomiendo a tu capacidad.

—Ponte el uniforme, con todo y pasamontaña —responde de inmediato.

Me pongo el uniforme completo y camino con él hacia la azotea. Una vez que llegamos y nos sentamos en algún lado donde no nos puedan ver, finalmente me quito el casco y el pasamontaña.

—Juro que, cuando salga de aquí, apreciaré mucho más el cielo —digo mirando hacia arriba.

—A veces no dimensionas lo que tienes hasta que lo pierdes y te das cuenta que, por más que trates, nunca va a volver —me responde sin más—. Por eso me siento tan culpable. Siempre di por sentado a mi madre, hasta que la perdí...

—Tú ya conoces mi opinión al respecto, Max. Eras solo un niño, que no tenía ni idea de lo que estaba sufriendo su madre. Tenías catorce años, maldita sea. Para empezar, ni siquiera deberías haberla visto allí a esa edad.

—Echeverría siempre fue un hijo de puta, ¿Sabes? Criticaba a mamá porque sí y porque no. Era un asco.

Debo decir que Max tiene razón al decir que Echeverría es por completo un asco. Tengo que admitir que lo único que me detenía de odiar al 100% a Echeverría era que inocentemente pensaba que, tal vez, no era tan hijo de puta con su familia, pero me equivoqué, porque es incluso peor.

—¿Tienes hermanos? —le pregunto de repente.

—Hasta donde sé, no tengo ningún hermano, pero no me sorprendería que apareciera alguno en algún momento —dice sin ánimo.

—¿Tan hijo de puta era? —murmuro, sabiendo cuál va a ser la respuesta.

—Sí, pero como el divorcio es ilegal, no se podía hacer nada al respecto. Mamá sólo podía soportarlo y hacer de cuenta que no pasaba nada, pero hasta yo me daba cuenta de lo que estaba pasando.

—Es por cosas como esta que el sistema debe acabarse de una vez, maldición.

—En un principio, me daba miedo estar en contra de lo que defiende mi padre porque, de todas formas, era la única familia que tenía, y me cagué de miedo cuando llevé a Gaby a la celda. Por una semana tuve la sensación de que me habían descubierto y en cualquier momento me acusarían de traición al gobierno.

—¿Y cuál es la sanción para eso?

—La muerte —me responde—. Y conociendo a Echeverría, no habría tenido problema en ejecutarme.

—¿Cuántos años tenías cuando entraste al servicio militar? —le pregunto de repente.

—Generalmente, se comienza a hacer el servicio a los diecisiete, una vez que sales de la escuela, pero como a Echeverría no le interesaba que terminara la escuela con buenas notas ni que me casara, me hizo iniciarlo a los doce.

—¡¿A los doce?! —exclamo— Maldita sea, eras un niño, Max.

—No fue tan terrible —intenta bajarle el perfil—, la verdad, nada tan terrible como ser hijo de Echeverría.

—Max, eso no quita que Echeverría sea un miserable, que hizo de tu vida y la de tu madre un infierno en la tierra. Es decir, perdóname, pero Echeverría me da asco —le digo.

—Me gusta que seas tan honesta conmigo, sin importar quien sea, si soy yo, un profesor o Echeverría. Siempre contestas de la misma forma; tal vez no de la mejor forma, pero no te importa no encajar.

—La vida es demasiado corta para perderla intentando encajar en una sociedad que le tiene miedo a los cambios radicales —respondo.

Nos quedamos conversando sobre la vida que Max llevaba antes de unirse al ejército, su infancia, que no recuerda demasiado, pero se empeña en asegurarme que fue feliz, conversamos sobre cómo era hasta antes de entrar a la cárcel, y pasada una buena parte del día, decidimos bajar al despacho. Una vez allí, nos despedimos y vuelvo a mi celda.

Una vez más, todas me miran sospechosamente.

—¿Qué rayos les ocurre, chicas? —les digo.

—Nada, Anto —responde Niji de forma extraña.

—¿Cómo que nada? —frunzo el ceño— Se están comportando muy extraño.

—¿Nosotras o tú? —interroga Isi— ¿No tienes nada que decir?

—¿Nada como qué, carajo? —las miro a todas sin entender nada.

—Nada como que te has estado acostando con Max todo este tiempo —suelta Clarita sin anestesia.

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