XXIX

Max

De pronto realmente siento que dije algo malo, ella no está riendo como hasta hace un segundo atrás. No me vuelvo a sentir tranquilo hasta que me dice que todo está bien, que no he dicho nada.

Nos quedamos callados unos segundos, el silencio no parece incómodo, pero creo que no puedo seguir aquí, no parece apropiado bajo ningún parámetro. Opto por despedirme de Antonia y levantarme de la cama. Me despido del resto del grupo y emprendo el camino de vuelta al despacho. Observo la hora, apenas es hora de almuerzo. Lo pienso un par de segundos y decido unirme a los chicos, ya que hace bastante estoy desaparecido y no es muy buena idea seguir así, sobre todo si no quiero levantar sospechas respecto a mi paradero y lo que hago. No hace falta más que abrir la puerta para que el escuadrón completo se acerque a saludarme.

-¡Heeeeeeey! -gritan mientras me saludan con un apretón de manos amistoso- Ya era hora de que te aparecieras por aquí, ¿Eh?

-Lo siento, he estado algo ocupado, ya saben cómo es Echeverría -me excuso.

-A mí no me vas a engañar, M -murmura G con picardía-. Seguro con tanta ronda que haces en el sector C ya te has enganchado de alguna convicta.

Frunzo el ceño y lo miro completamente asqueado. No puedo creer que haya dicho algo así.

-¿Qué? -me pregunta- ¿Dije algo malo?

-Bromeas, ¿Verdad? -enarco una ceja.

-¡Por supuesto que no! Todos hemos pasado el rato con algunas de las convictas, ¿Verdad? -sonríe G mirando al resto del escuadrón.

El resto del escuadrón sonríe como si hubiese ganado algún trofeo o algo.

-Demonios, Gabriel, ¡Son convictas! ¡¿Qué demonios les sucede?! -les grito.

-Estaban suplicando que las dejáramos salir -comenta J-, y les dijimos que si nos dejaban tener sexo con ellas, tal vez lo pensaríamos.

-¿Qué mierda pasó por tu cabeza al hacer algo así, demonios! -le recrimino.

-¿Como que qué mierda? -responde H- Es casi un rito de iniciación para los que trabajan en la cárcel, pensé que lo sabías. Tu padre también lo hizo antes de asumir el cargo de presidente.

-De hecho, creo que todavía viene de vez en cuando a dar una vuelta por el sector C. De verdad pensamos que ya lo sabías -agrega G, lo que me hace enfurecer, pero tristemente no me sorprende viniendo de él.

-¿Y qué pasa cuando quedan embarazadas? -rebato- Porque no me voy a creer esa basura de que usan preservativos.

-Lo que todos hacen, genio. Hacerlas elegir entre el aborto clandestino o la muerte, porque obviamente nadie de nosotros quiere cargar con algo así.

-¿Y cómo se supone que abortan en esas condiciones? -protesto indignado.

-Ese es su problema, no el nuestro -me responde en tono neutral-. Les conseguimos pastillas para eso, y si se mueren desangradas, es otra cosa.

Y lo dice así, tan tranquilo, como si contara que dio un paseo por el parque un jueves. De pronto, todo el escuadrón me da asco. Con ellos me entrené desde que éramos pequeños, pero nunca se me pasó por la cabeza que hicieran semejante mierda con las mujeres de la cárcel. Sin pronunciar una sola palabra, me alejo del casino y corro hasta mi despacho. Trabo la puerta y una vez que compruebo que estoy solo, tiro todas las cosas del escritorio en un segundo y le doy un fuerte empujón a la silla, lanzándola al otro lado de la oficina. No contento con todo esto, le doy un par de puñetazos a la pared, logrando romper mis nudillos y causarme un intenso dolor,

<<¿Qué esperabas, Max? ¿Agujerear una pared de piedra con los puños? Menudo imbécil>>

Intento abrir el botiquin del despacho para buscar algodón y algo de alcohol, pero no puedo abrir bien las manos. Tomo el celular como puedo y marco el número de Antonia, quien contesta al segundo.

-¿Max? ¿Qué ocurre? -me pregunta.

-¿Puedes mandar a alguna de las chicas al despacho? Tengo un problema aquí y necesito algo de ayuda.

-Voy de inmediato, espera unos minutos.

-No vengas tú, Antonia. Tú estás en descanso.

-Vamos, Max, ¿Qué puede ir tan mal? Estaré ahí en un par de minutos.

No alcanzo a responder y me corta el teléfono. Maldita sea, no sé si quiera que esté aquí, sobre todo con el desastre que he dejado. Dejo el teléfono en el escritorio y me doy cuenta que lo he manchado con mi sangre. Demonios. No pasan ni cinco minutos cuando Antonia baja por el panel del techo y observa en silencio mi oficina.

-Bien, no preguntaré qué ha pasado aquí si no quieres decirme, pero, ¿Qué necesitas que haga? -pregunta en tono neutral.

-Abre el botiquín -murmuro, lo que hace que ella mire mis manos y contenga su reacción de sorpresa.

-Bien, tampoco preguntaré sobre eso -responde mientras su semblante cambia en cuestión de segundos. Camina sin titubear hasta llegar al botiquín, toma un par de guantes de látex, algodón, alcohol, gasa y se acerca a mí.

-Siéntate -me ordena.

Le obedezco al instante y pongo las manos en el escritorio frente a ella. Antonia moja el algodón en alcohol y lo pasa por las heridas de mis nudillos. Contengo mi expresión de dolor, para no moverme.

-Sea quien sea a quien golpeaste, tenía la mandíbula bastante dura -comenta Antonia sin dejar de pasar el algodón por mis heridas.

Opto por no decir nada mientras la dejo hacer. Una vez que termina, me estira las manos y pone la gasa en los nudillos, rodeando toda mi mano.

-Estás listo, Max -me dice.

Intento mover las manos, pero me sigue doliendo.

-Me siguen doliendo las manos -murmuro.

-Lo que te hice no sirve para que te dejen de doler las manos -dice mientras guarda las cosas en el botiquín-, sirve para que no se te infecten las heridas que tienes.

-¿Y qué hago con el dolor? -le pregunto.

-Para el dolor, necesitas tomar ibuprofeno cada ocho horas.

-¿Cómo sabes eso? -le pregunto.

-¿Acaso crees que tenemos clases de enfermería y primeros auxilios porque sí? Claramente nos enseñan esto para que podamos mantener a nuestros futuros maridos en perfecta salud -comenta con una ironía que se nota a leguas, lo que me hace reír.

-Gracias, Antonia -le digo-. Hay ibuprofeno en el botiquín

-De nada, Max -me sonríe mientras busca las pastillas.

Cuando las encuentra, busca un vaso, lo llena con agua, me da una pastilla en la boca y me hace beber agua. Es la primera vez que la tengo tan cerca y miro de reojo su cara. Su mirada concentrada, leves arrugas en la frente a la hora de fruncir el ceño, mejillas rosadas, largas pestañas y una nariz respingada.

-¿Qué tanto me miras? -me susurra con extrañeza, lo que hace que me avergüence al instante.

-N-nada, perdona -murmuro bajando la vista.

-¿Quieres que ordene tu oficina? -me pregunta.

-Tranquila, no te molestes. Ya lo haré yo más tarde.

-Ajá -enarca una ceja y comienza a ordenar el despacho.

-Antonia, no es necesario, de verdad -le digo sin poder hacer algo para detenerla.

-Max, tus manos no funcionan, tranquilo, lo entiendo -me dice sin dejar de ordenar.

Tarda apenas unos minutos en dejarlo reluciente, como si mi ataque de ira no hubiese ocurrido nunca.

-¿Necesitas que haga algo más por ti? -pregunta.

-No, nada más.

-No dudes en llamarme, ¿Sí? Estaré en dos minutos aquí.

-Bien -le digo sin dejar de mirarla.

-Ahora me iré a la celda, las chicas pueden estar preocupadas.

-Bien.

-Cuídate, ¿Sí? -me dice.

-Sí, me cuidaré -le respondo.

-Bien -me responde.

Antonia sube sobre mi escritorio para subir al túnel.

-Antonia -murmuro casi esperando que no me oiga.

-¿Sí? -me mira.

-G-gracias... Ya sabes, por todo -murmuro avergonzado.

-No es nada, no te preocupes -dice antes de desaparecer por el túnel.

Cierro los ojos y escucho el leve sonido del deslizamiento del panel del techo. Me quedo solo con mis pensamientos. Breves instantes de la conversación con los chicos asoman a mi cabeza, pero alejo esos recuerdos intentando borrarlos, porque no quiero tener espacio en mi cabeza para semejantes energúmenos. Siento lástima por un lado, porque casi nos criamos juntos en la academia, fuimos inseparables, pero no puedo seguir reuniéndome con personas que defienden ese tipo de prácticas. No puedo permitirlo.

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