XXI

Antonia

—¿Qué les enseñan a ustedes en sus escuelas? —le pregunto antes de beber un sorbo de café.

—¿Para qué quieres saber eso? —cuestiona Max— Terminé la escuela hace cuatro años.

—Así que mi impresión era correcta —sonrío—, tienes veintiún años.

—Así es —me sonríe de vuelta.

—Pero no quiero cambiar el tema. Quiero saber qué asignaturas tenías, me gustaría saber si sus clases son diferentes a las nuestras, y cuáles son las diferencias —digo.

—Pues... —frunce el ceño antes de responder— me sorprendería que no hubiese diferencia entre tus clases y las mías, sino, no vería el sentido a separarnos en escuelas de hombres y mujeres. Nosotros teníamos las clases típicas, ya sabes, de lengua, historia, matemáticas, inglés y demases. Si te refieres a los ramos diferenciados, pues tenía contabilidad, electricidad, gasfitería, carpintería, mecánica, clases de manejo y desarrollo de habilidades, que es básicamente cómo dar una buena impresión para conseguir un buen trabajo.

—Tus asignaturas suenan bastante más entretenidas que las mías —me encojo de hombros.

—¿Y clases de qué tenías tú? —me pregunta.

—Mis ramos diferenciados eran costura, cocina, enfermería, arreglos florales, protocolo...

M de repente se parte de la risa, y enarco una ceja, pues yo no le veo la gracia a mis ramos diferenciados.

—¿Qué es esa mierda de protocolo? —dice Max en medio del ataque de risa.

—Ya sabes, cómo usar los cubiertos, cómo sentarse bien, esas mierdas que enseñan para que no perdamos nuestra femineidad y blah —me encojo de hombros.

Max paulatinamente deja de reír y vuelve a mirarme, esta vez un poco más avergonzado.

—Lo siento, nunca tuve ese tipo de clases, ¿Qué más les enseñan en sus escuelas?

—También tenemos clases de maternidad y crianza, educación conyugal, ceremonia del té, un taller de último año de preparación de la PAC y el ramo más odiado por nosotras: Contingencia. En ese ramo se nos pone al día sobre las nuevas prohibiciones establecidas en el Código de Conducta o la Constitución.

—Eso sí es una mierda, ¿Por qué no puedo tener yo clases de crianza o de educación conyugal? Se supone que un matrimonio lo hacen ambos, no solo la mujer —frunce el ceño con frustración.

—¿Por qué no puedo tener clases de carpintería o gasfitería? —resoplo con rabia.

—La segregación es una mierda, es peor de lo que yo pensaba —me dice.

—Digo, no tendría problemas si tuviéramos todos la misma cantidad de opciones y nosotros decidiéramos qué asignaturas tomar, pero eso de tener un plan de estudios distinto si somos hombres o mujeres es una soberana estupidez.

—Lo que yo no entiendo es que nadie se lo cuestione, digo, ¿Realmente no ven el problema en todo esto? No puedo creerlo —dice enojado.

—Vaya, realmente no eres de piedra —le digo.

Me mira frunciendo el ceño, furioso, con la mirada llena de rabia, y me arrepiento de inmediato de lo que he dicho, aunque no estoy muy segura ahora mismo del por qué.

—Ese es otro prejuicio de mierda, ¿Porque soy hombre quiere decir que no tengo sentimientos? —me dice con la voz inyectada en rabia.

—No quise decir... —murmuro con timidez.

—Es que sí quisiste decirlo —me interrumpe—. Tienes arraigada la idea de que, por ser hombre, hay que ser una piedra calculadora sin sentimientos que lo único que hace es traer dinero a casa y engendrar hijos.

—¡OYE! —me levanto de la mesa y alzo la voz— No dije que eras una piedra porque eres hombre.

—Pero lo pensaste —me rebate al parecer herido—. El machismo de esta sociedad no sólo les afecta a ustedes, date cuenta.

Dicho esto, se levanta de la silla y, sin volver a mirarme, se va de la azotea, a paso fuerte y evidentemente enojado. Antes de que pasen cinco segundos, caigo en la cuenta de que me he quedado sola en la azotea.

Me quedo quieta por un segundo y trato de pensar en qué acaba de pasar, cómo llegó a enojarse tanto, cómo pasamos de una amigable conversación a esto. Miro hacia todos lados y reviso la hora en mi celular. Es medianoche, no puedo arriesgarme a bajar sola al despacho de Max, menos cuando Echeverría debe estar en esa sesión programada de entrenamiento con el escuadrón, pero tampoco puedo tomar el riesgo de quedarme sola aquí, aislada, sin armas ni refuerzos. Miro por última vez la luna, me pongo el casco y bajo las escaleras, intentando no hacer ruido, mirando atentamente si viene alguien y tratando de parecer un cadete cualquiera, para no levantar ninguna sospecha en caso que me encuentre alguien. Siento rabia y miedo a partes iguales. ¿Cómo diablos se atreve Max a dejarme sola? Con cada piso que bajo, intento bajar más rápido, enfocándome en llegar lo antes posible al despacho de Max, para llegar a mi celda de una vez.

Alcanzo a llegar al piso donde está la recámara de tiro, cuando me topo frente a frente con Maximiliano Echeverría. Mi primer impulso es gritar, pero en vez de eso, imito la postura firme que Max usa cada vez que está frente a un superior. La única ventaja que tengo es que no puede ver mi cara gracias al casco, lo cual no es tanta ventaja porque, si me llega a preguntar algo estoy más que frita.

—Descanse —me dice Echeverría.

Cambio mi postura a la de descanso, y me mira fijamente, como intentando descubrir algo malo en mí, lo que me intimida.

—¿Cuál es tu escuadrón? —me pregunta con voz perspicaz, frunciendo el ceño y con su mirada fija.

Los latidos de mi corazón se aceleran, y ruego que Echeverría no se de cuenta. Tengo perfectamente claro que no puedo pronunciar una sola palabra, sino todo se irá al traste, pero no tiene un pelo de tonto. Al ver que no le contesto, frunce aún más el ceño, su postura es más rígida y de pronto se ve mil veces más imponente a pesar de su avanzada edad, la cual se nota en las arrugas de su cara y sus líneas de expresión, las cuales son bastante profundas.

—Te he hecho una pregunta, cadete, ¿Cuál es tu escuadrón? —me vuelve a preguntar, pero esta vez con la voz mucho más firme y fuerte.

—Pertenece al escuadrón 730 —oigo la voz de M.

Como si hubiera caído del cielo, miro de reojo hacia mi izquierda y veo a Max corriendo como bólido hacia mi lado. Por un momento, Echeverría nos mira con cara de no entender absolutamente nada.

—¿El escuadrón nuevo? —le pregunta a Max.

—Sí —responde de inmediato.

—¿Puedes dejárselo claro a tu cadete? Si no estuviera aquí, con su uniforme, pensaría que es una... mujer —dice la última palabra con desdén antes de dar media vuelta y marcharse.

—¡De frente, mar! —dice Max antes de irnos a su despacho.

En cuanto llegamos, cierra la puerta, la traba y solo en ese momento me quito el casco. Miro fijamente a Max, con rabia y él me mira de vuelta, con vergüenza. Al parecer tiene perfectamente claro que esta vez sí que ha metido la pata hasta el fondo y la operación casi se va al traste antes de siquiera terminar de entrenar al primer equipo en la primera fase.

—¡Perdóname! —dice Max antes de correr a abrazarme.

—¡SUÉLTAME! —le grito y me lo quito de encima.

—Sé que estás enojada conmigo —murmura nervioso.

—¿ENOJADA? Me dejaste sola en la azotea a medianoche, ¿Crees que eso está bien? Cuando bajé para ir a tu despacho, ¿Qué crees? ¡ME TOPÉ CON EL IMBÉCIL DE ECHEVERRÍA! ¡Estuvo a punto de irse todo al traste por tu culpa, Max!

M se mantiene callado, ni siquiera es capaz de mirarme a la cara o rebatir algo de lo que estoy diciendo.

—Entiendo que te hayas ofendido por mi comentario, y lo lamento —digo intentando suavizar mi tono de voz—, pero no puedes llegar y dejarme sola, sin armas ni refuerzos, en la azotea a medianoche, sabiendo que Echeverría puede rondar por la cárcel, simplemente porque te sentiste ofendido.

Max asiente y por fin vuelve a mirarme a la cara.

—Lo siento, Antonia —me dice—, sé que cometí un error y no volverá a pasar.

—Bien —respondo—, ahora debo irme a la celda, ¿Sí?

—Bien —dice.

—Gracias por todo, Max —le digo antes de subirme a su escritorio para deslizar el panel y entrar a la celda.

En cuanto llego, casi todas las chicas están dormidas, a excepción de Júpiter y Bely, que están despiertas y al parecer esperándome.

—¿Cómo te fue en el entrenamiento improvisado? —me pregunta Júpiter.

—Todo bien —sonrío con desgano—, la ametralladora me dejó cansados los brazos.

—¿Qué ocurre? —comenta Bely— Te noto triste.

—No —vuelvo a intentar sonreír—, solo estoy cansada con todo ese entrenamiento, me iré a dormir, ¿Les importa?

—Claro que no, ve a descansar —sonríe Júpiter.

—Dulces sueños —me dice Bely.

—Igualmente para ustedes —les respondo antes de ir a mi litera.

Abro las frazadas, me quito los bototos, la chaqueta, los pantalones y me dejo caer en la cama boca abajo. Cierro los ojos, mi respiración comienza a calmarse y a lo lejos siento que alguien me tapa con las frazadas que dejé abiertas al mismo tiempo que me dan un beso en el cabello.

Pero una inesperada vibración me trae de vuelta al mundo real y no logro quedarme dormida. Frunzo el ceño y busco a tientas mis pantalones en el suelo junto a mi cama. Cuando los encuentro, meto la mano en uno de los bolsillos y saco mi celular. Miro la pantalla y veo que me ha llegado un mensaje de Max, lo que me sorprende, ¿Qué ocurrió ahora?

"De verdad perdóname. Me dejé llevar por mi rabia y ni siquiera me detuve a pensar que podía ser peligroso dejarte ahí sola. Cometí un error"

Tranquilo, Max —escribo—, no pasa nada, entiendo que lo que dije tampoco estuvo bien.

Al par de minutos me llega un nuevo mensaje

Que descanses, Antonia. Mañana el entrenamiento será a medianoche, como antes.

Dejo caer el celular al suelo, sobre mi ropa y trato de quedarme dormida nuevamente, pero ya no es tan fácil, porque la conversación con Max me dejó despierta.

—¿Todo bien? —susurra Bely desde la litera de al lado.

—Todo bien —susurro de vuelta.

Cierro los ojos e intento buscar una posición cómoda para dormir, sin embargo, por más vueltas que doy, no la encuentro, y maldigo mentalmente a Max por enviarme ese maldito mensaje justo cuando intento quedarme dormida.

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