XX

Antonia

—¿Cómo les fue? —les pregunto a las chicas cuando llegan del entrenamiento.

—¿Qué haces levantada tan temprano? —me cuestiona Júpiter.

El resto del equipo de armas me mira como si me hubiera caído de la cama, cuando la verdad es que simplemente desperté antes porque tengo mucha hambre.

—Tengo hambre —respondo sin más.

—No hay tiempo para comer, Antonia —dice Niji, adivinando que esperaba que llegaran con la bolsa de comida.

—¿Cómo que no hay tiempo para comer? —frunzo el ceño mientras miro de reojo la bolsa.

—M te quiere en su despacho ahora. Dijo que te despertara si era necesario, pero que era importante y de suma urgencia que fueras lo más rápido posible con el uniforme puesto. Y eso significa que ni siquiera hay tiempo para que alcances a comer.

—¿Qué? Pero se supone que el entrenamiento es a media noche —murmuro más para mí que para ella.

—No lo sé, pero te quiere del otro lado del túnel ahora ya, y se veía bastante impaciente cuando subimos —remata Júpiter.

De mala gana tomo el casco, la chaqueta y me subo al túnel. Me bajo en el despacho de Max, quien me mira expectante, de brazos cruzados y casi frustrado por no haber llegado antes.

—¿Alguna razón de suma urgencia para mandarme a llamar a las 5 de la tarde? —enarco una ceja intentando fingir enojo.

—Claramente la operación que te sacará de la cárcel es un poco más importante que unas pocas horas extra de sueño —me responde.

—Eres tú el que está acostumbrado a pasar de largo, no yo —cuestiono.

—Echeverría programó entrenamiento de un escuadrón a medianoche, así que no podremos entrenar esta noche. Es por eso que decidí entrenarte ahora. No podemos desperdiciar un día por esto.

—¿Por qué Echeverría necesitaría programar el entrenamiento de un escuadrón a media noche? —rebato.

Max se encoge de hombros. Supongo que hay cosas que definitivamente salen tanto de su entendimiento como del mío. Y ya es sorprendente que salgan de su entendimiento, si se supone que él sabe a cabalidad cómo se manejan las cosas por aquí, sin contar que Echeverría es su padre y lo conoce como la palma de su mano.

—Bien —me encojo de hombros.

Me pongo el casco y vamos a la recámara de tiro. Durante las 5 horas que dura el entrenamiento, me enseña a usar ametralladora. Me cuesta mucho más que la pistola, porque requiere un mayor control de los brazos y una postura mucho más rígida. Me llevo constantes regaños de M por mis errores en la postura, pero, dentro de todo, entiende que no soy militar y no tengo la suficiente fuerza en los brazos para usarla como se debe.

Cada tanto, Max sale de la recámara para ver si hay algún guardia cerca, pero la verdad es que no hay moros en la costa y la cárcel parece un cementerio hasta para mí. Luego de terminar la lección de manipulación y carga, nos dan las diez de la noche y damos por terminado el entrenamiento.

—¿Te irás de inmediato a la celda? —me pregunta mientras guarda las armas, las municiones y se asegura de que no dejar rastro de mi paso por allí.

—Depende, ¿Tienes algún plan mejor? —le pregunto socarronamente.

—Tengo hambre, pensé que... —baja la cabeza y juega nerviosamente con sus manos, lo que me hace mucha gracia.

—¿Pensaste qué? —lo miro fijamente, sabiendo que eso lo pondrá aún más nervioso.

—Pensé que... Podríamos ir a comer algo, tal vez, digo, si tienes hambre —murmura evitando mirarme a la cara.

—Espera, ¿Si tengo hambre? —lanzo con mordacidad— ¿Quién fue el hijo de la gran puta que me dejó sin comida por ir a entrenar cinco horas seguidas? ¡Por supuesto que tengo hambre! ¡Eso ni siquiera deberías preguntarlo! —le digo enojada.

M sonríe, me pongo el casco y, sin decir una palabra, salimos de la recámara de tiro en dirección a las escaleras, cuando nos topamos con un hombre alto, con muchas medallas en el pecho. M se detiene al instante y cambia su postura, poniéndose firme. Imito su postura, por si las moscas.

—Descansen —le ordena el hombre, ante lo cual, M cambia a la postura de descanso. Lo imito también—. Soldado, ¿Qué hace por aquí tan tarde? —le pregunta el hombre de medallas.

—Entrenando cadetes, señor —responde M.

—Ahora veo por qué notaba tanto su ausencia —le contesta—. La verdad es que extraño bastante su gestión. Es mucho más proactivo que el resto de los jefes de escuadrón.

—Echeverría me desligó de mis funciones habituales para poder tener al nuevo escuadrón en forma lo más pronto posible, ya sabe, tenemos que compensar las bajas de rutina por jubilación.

—Muy bien, soldado —sonríe—, supongo que lo veré en las reuniones del consejo.

—Sí, señor —responde Max.

—Proceda, ¡De frente! ¡Mar!

M vuelve a ponerse firme e imito su postura. Luego vuelve a emprender la marcha hacia las escaleras e imito cada uno de sus pasos. Sube las escaleras de dos en dos, y más rápido de lo acostumbrado. Hago hasta lo imposible por seguirle el paso, pero al cuarto piso no puedo más. Subo el último con el corazón en la mano, agitada y sedienta.

—Uf, definitivamente no estás hecha para esto —sonríe mientras me trae un vaso con agua.

—Mira, maldito gusano —murmuro entre jadeos—, llevas entrenando al menos unos cuantos años, a mí no me vengas con... —tomo el vaso que me entrega y lo bebo de un solo trago— estupideces de que no estoy hecha para esto, porque, si tuviera el mismo entrenamiento que tú, podría subir lo mismo y más, ¿Está claro?

—Tienes razón —sonríe—, perdóname, ¿Sí? Ahora vamos a comer, que seguro estás hambrienta —dice mientras pone una mano en la parte alta de mi espalda y me lleva a una mesa puesta en la azotea a la luz de la luna.

—¿Quién era ese hombre con el pecho lleno de medallas? —le pregunto, un poco más recuperada de semejante esfuerzo físico.

—Sargento de mi escuadrón. Fue el que me entrenó cuando llegué aquí —me dice con una sonrisa extraña.

—¿Le tienes aprecio? —le digo.

—Por supuesto que sí, no soy una piedra, maldición —enarca una ceja y me sonríe—. Fue bastante buen entrenador. Exigente, pero valía la pena.

Miro hacia el frente y veo una mesa que tiene dos sillas; junto a ella hay un carrito con diferentes cosas para comer y un par de linternas colocadas de tal forma que iluminan la mesa.

Si no lo conociera mejor, podría pensar que intentó una especie de cena romántica o algo así, pero la verdad es que M no haría jamás algo así por mí. Supongo que me trajo a comer aquí para estar al aire libre luego de una jornada tan extensa como la de hoy y quería compensar el hecho de que me hizo entrenar sin comer.

—¿Quieres un café? —me pregunta.

—Sí.

—En el carrito hay de todo. Preferí traer varias opciones, porque no sabía exactamente qué te gustaba, así que agasájate —me dice mientras va al carrito y se lleva a la mesa un plato de spaguetti, un par de tazas y un termo para servir café.

Voy al carrito, y tomo un plato de spaguetti, al igual que M. Me hace sonreír la idea de que se haya tomado la molestia de traer más de una opción para la cena. Llevo los cubiertos y me siento frente a él en la mesa. Están un poco fríos y sin sal, pero la verdad es que me da un poco igual, porque siguen estando muy buenos. Miro hacia arriba y la luna, llena y grande, es simplemente preciosa, lo que me hace sonreír aún más. Miro a Max comer con ganas, sin siquiera dirigirme la mirada, como si fuera su único alimento durante el día. Incluso me llega a dar pena.

—Come —me dice con la boca llena—, que bastante me ha costado convencer a la cocinera para pedir que me trajera semejante cantidad de comida hasta aquí arriba y que estuviera más o menos tibia.

Me río a carcajada limpia y vuelvo a comer, pensando en todo lo que tuvo que hacer para traer toda la comida hasta la azotea y, además, traerla tibia. Creo que es lo más lindo que alguien haya hecho por mí y, por un par de minutos, Max me hace olvidar que estoy en una cárcel, me hace olvidar que estoy luchando por mi vida, jugándome el pellejo en una operación que se supone que me sacará de aquí. Por un par de minutos, soy una simple mujer de diecisiete años cenando con un amigo al aire libre, y me siento extrañamente libre, más que estando en libertad, porque en mi puta vida podría tener algo así.

—¿Tienes espacio para el postre antes del café? —me sonríe mientras mira mi plato vacío.

—M, eso no debes preguntármelo nunca, siempre tengo espacio para el postre —le sonrío de vuelta.

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