IV
M
Observo los rasguños de mi mano y los pequeños rastros de sangre que me ha dejado la chica mientras me devuelvo a la sala de mando. Me ha dejado con la boca abierta su ímpetu y su forma de plantar cara a Echeverría... Y yo que no le daba ni cinco minutos antes que suplicara por su vida.
Espero no haberme equivocado con elegirla.
—¿Qué tienes en la mano, M? ¿Qué te pasó? —pregunta Echeverría en cuanto entro.
—Nada, nada... Solo me rasguñó para intentar zafarse —le respondo intentando emplear un tono neutral.
—Qué salvaje... —comenta complacido, pero al mismo tiempo con un dejo de asco, lo que me resulta extraño, pero intento pensar en que reacciona de esa forma por su afición a que le supliquen.
Pero llegan a mi mente todas las criadas que tuvimos cuando vivíamos en casa todavía. Cada una suplicaba con más fuerza que la anterior, sin saber que eso lo motivaba a ser todavía más despiadado.
—Claro, amm... —frunzo el ceño intentando ignorar su reacción— Tengo que ir a mi despacho a arreglar unas cosas de suma importancia, señor.
—¿Qué tienes que hacer ahora, M? Podría jurar que hoy tendrías el horario despejado hasta el almuerzo, incluso pensaba reanudar la reunión que dejé tirada con el consejo, para que asistieras. Estábamos hablando cosas de la gestión de la cárcel —me pregunta con el ceño fruncido.
—Tengo que emitir el certificado de esta convicta nueva... Ya sabe, para enviárselo a su familia...
—Pero eso puedes hacerlo en otro momento, M —me interrumpe—. Esa mierda administrativa siempre se puede hacer más tarde.
—No solo tengo que hacer eso —le respondo.
—¿Ah, no? —se asombra.
Mi corazón empieza a latir más rápido cuando percibe que estoy desafiando sus órdenes directas, pero me tranquiliza que él sabe que jamás hago eso sin una buena razón detrás.
—No. Además tengo que contactarme con el área de logística.
—¿Para qué necesitas contactarte con el área de logística? —cuestiona.
—Porque necesito municiones, uniformes y quiero ver eso con suficiente tiempo de antelación —respondo con voz neutral.
—Pero si no tienes ningún escuadrón a cargo —Echeverría entrecierra los ojos, empezando a sospechar—, ¿Por qué necesitarías uniformes y municiones? ¿Qué estás tramando, muchacho?
—Escuché en una de las reuniones del consejo a la que usted no fue, que me van a asignar uno pronto, así que quiero estar preparado. No estoy tramando nada extraño, si así fuera habría sido el primero en darse cuenta.
Echeverría me mira de arriba a abajo con suspicacia.
—Bien —cede finalmente—, vete. Si te necesito, te hablaré por el radio. Y más vale que estés pendiente.
—Sí, señor —respondo antes de voltearme e irme al despacho.
Conociéndolo, se va a quedar tranquilo con lo que le he dicho y ni siquiera va a consultar si es cierto que me van a asignar un escuadrón.
Siempre lo oigo decir "De aquí no se mueve ni una miserable granada sin que yo lo sepa primero", pero al final del día, termina delegando sus tareas en los encargados de las diferentes áreas y en los jefes de escuadrón, siendo informado de forma tardía de todas las gestiones que se hacen a diario.
Los años no pasan en vano, a Echeverría está empezando a pasarle la cuenta el ser presidente de la República, general en jefe del ejército y director de la cárcel de mujeres al mismo tiempo. Se ve cansado, sus arrugas son más profundas, y delega cada vez más funciones en mí, aunque hace un buen trabajo cubriendo sus debilidades, al menos, ante nosotros.
Estoy casi seguro de que me está considerando como su sucesor hace bastante tiempo. No por nada me ha dejado como su mano derecha y me ha designado como miembro oficial del consejo en cuanto me gradué de la academia. Solo él sabe cuánto tiempo le queda, a mí solo me queda especular y rezar para que no me descubra.
Mientras camino al despacho, pienso en el transcurso de los últimos meses, en los que he reunido convictas de forma secreta para la resistencia. Ha pasado ya una semana desde la última vez que les dejé comida, así que llamo al área de provisiones y pido que me lleven 16 raciones de desayuno empacadas a mi oficina para ir a dejarlas más tarde a su celda.
Cierro la puerta del despacho en cuanto llego, pongo el pestillo, me siento en la silla y me quedo un buen rato recordando cada instante desde que la chica despertó hasta que la dejé en el cuarto de cadetes con el resto de ellas.
Vuelvo a mirar mis manos. Los rastros de sangre están secos, y los rasguños ya no están tan enrojecidos. Intento recordar las detenciones de las otras chicas, y no logro recordar una sola que haya sido tan poco pacífica como la de esta, salvo una. Pude notar el miedo en los ojos de todas, a pesar que ninguna se doblegó ante él, pero con esta última fue totalmente diferente.
Espero de todo corazón no haberme equivocado con ninguna, porque el error más mínimo me podría costar caro, incluso la vida, por traición al gobierno, atentado terrorista, y por cuánto delito a Echeverría se le ocurriera ejecutarme.
Lo que estoy haciendo no está bien, pero es absolutamente necesario. De un tiempo a esta parte, Echeverría se ha puesto más sanguinario y frío de lo que ya es, lo que no puede ser bueno bajo ningún punto de vista, porque significa que está tramando algo.
Necesito acelerar los planes en cuanto me sea posible, sin embargo, me siento atado de manos, porque aún ninguna descubre lo que está en ese cuarto. Demonios. ¿Por qué tardan tanto?
Saco la laptop del cajón con llave del escritorio, la enciendo y accedo a la base de datos del servicio nacional de personas. Entro al registro de mujeres privadas de libertad, y tomo el papel donde he anotado los nombres de todas las chicas a las que he rescatado. Llego a la sección de "últimas detenciones" y veo un solo nombre; Antonia Fernanda Moya Sepúlveda, junto a una foto que pertenece a la base de datos de la escuela a la que asistía. Efectivamente es ella.
Apunto su nombre en el papel, entro a modificar su estado de "detenida" y el sistema me da tres opciones.
En primer lugar, puedo modificarlo a "fallecida" y emitir el certificado de defunción para que sea enviado a su familia; en segundo lugar, puedo modificarlo a "presunta desgracia", para que envíen el certificado de desaparición y presunta desgracia... Haciendo que los padres la tomen por muerta inmediatamente. Y, en tercer lugar, puedo seleccionar la opción "desaparecida" y enviar un certificado de desaparición a su familia, lo que le daría, al menos, algo de esperanza a sus padres para encontrarla en el futuro.
Emito el certificado, el sistema me pregunta si quiero confirmar el envío del certificado de desaparición a la familia, presiono el botón de "confirmar" y el sistema pone su foto en blanco y negro, para pasarlas al registro de convictas, igual que al resto. En un arrebato de curiosidad, vuelvo al registro de mujeres privadas de libertad y busco el expediente electrónico de Antonia Moya.
Efectivamente cuenta con desacatos reiterados a diferentes artículos del Código de Conducta y la Constitución. En la sección de comentarios figura un breve párrafo escrito por el director de la escuela, señalando que Antonia es una mujer difícil de controlar, anarquista y dispuesta a hacer lo que sea para decir su opinión.
Creo que no me he equivocado con ella, el expediente me lo confirma. Cierro la sesión, apago la laptop y la meto en el cajón junto con el papel.
Cierro con llave y me quedo un rato con la mente en blanco. Tocan la puerta de mi despacho y el repartidor me entrega los desayunos, que luego empaco con cuidado en una mochila.
Vuelvo a la silla, me quedo sentado y oigo sonidos que provienen del techo.
¿Será que por fin...?
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