III

Antonia

Abro los ojos perezosamente, y una fuerte punzada en la cabeza me recibe. A medida que mi vista se agudiza, me percato de que estoy sentada, y al parecer llevo una buena cantidad de horas inconsciente, porque me duele mucho el cuello y la espalda. Trato de mover las manos, pero me encuentro con que están esposadas todavía. Miro hacia el frente y veo a los dos oficiales que me trajeron aquí, a Maximiliano Echeverría en persona y a un hombre más, que no conozco. Me limito a fruncir el ceño y no pronunciar una sola palabra.

—¿Su nombre, señorita? —me pregunta Maximiliano.

—Debería aparecer en su maldito sistema de mierda —frunzo el ceño y lo fulmino con la mirada.

—¿Dónde están sus modales? —pregunta sin perder la calma, sin embargo, no puedo evitar notar que le complace mi reacción.

—Junto a la igualdad de género —respondo con sarcasmo, intentando darle en alguna opinión que le duela, pero no parece reaccionar.

Me quita la mirada de encima y recorre su oficina con lentitud. No estoy segura de cuál vaya a ser su próximo movimiento.

—Eres bastante habladora para ser una mujer —lo dice como si estuviera pensando en voz alta, pero en un instante, vuelve a mirarme, como esperando a que yo reaccione.

Me siento como en una partida imaginaria de ajedrez y yo fuera un peón, mientras que Echeverría es la reina que se puede mover a cualquier lado del tablero. He perdido la partida antes de siquiera empezarla, y siempre será así, con cada mujer que llegue a su oficina. Aún así, no pienso darle el gusto de retorcerme y rogarle por mi vida. 

Me tomo un par de segundos para reunir coraje y pensar en qué le voy a decir como mis últimas palabras antes de mi muerte inevitable.

—Bastante estúpido para un ser humano —no puedo creer que esté dirigiéndole apenas una palabra a este sujeto.

—Me voy a encargar de que jamás salgas de aquí, mocosa —me dice como si fuera una serpiente escupiendo veneno.

—Jamás es una palabra muy grande, no se sabe lo que puede pasar mañana. —enarco una ceja con picardía—. ¿De verdad cree que la cárcel podrá detenerme?

—No lo creo —concede momentáneamente con una sonrisa—, estoy completamente seguro, ¿Qué te hace diferente a todas las miserables jóvenes que llegaron aquí antes que tú? ¿Qué te hace pensar que no voy a matarte en este instante?

Respiro hondo ante su pregunta retórica. Miro de reojo los pantalones de todos, se encuentran armados hasta los dientes. Yo me lo busqué, yo soy la culpable de haber terminado en este lugar.

Por un segundo pienso en mi madre y en lo destrozada que va a estar cuando se entere que su única hija fue detenida y no volverá a verla.

—¿Matarme tú? —le cuestiono con la voz un tanto temblorosa— Claro que lo harás, pero supongo que gastar balas en estudiantes no es tu estilo. Te gusta que rueguen por sus vidas, que se ofrezcan a hacer cualquier cosa para ser liberadas, pero te ahorraré el jueguito mental, Echeverría. No voy a gastar ni una gota de mi saliva rogándole a alguien que ya me está dando por muerta, no voy a rogarle a alguien que no tiene los testículos para empuñar el arma por sí mismo y matarme de una vez por todas.

Echeverría guarda silencio unos segundos y lleva su mano a la cinturilla de su pantalón, pero luego mira al sujeto junto a él y desiste.

Lo he logrado. He conseguido una muerte memorable o, al menos, decente.

—M —se dirige al hombre que tiene a su lado—, encárgate de que esta... señorita —murmura la palabra "señorita" con asco— no vuelva a ver la luz del día.

—Sí, señor —responde.

Ese hombre me sujeta por las esposas, no sin dar pelea, por supuesto. Como si no notara mis poderosas uñas clavadas en su mano, me saca del cuarto, dando a un pasillo de piedra, bastante largo, débilmente iluminado por un tubo fluorescente. Me lleva a través de aquel pasillo y luego me hace bajar por unas escaleras de hierro, fijándose siempre en que nadie lo siga. El olor a moho es impresionante, no sé dónde estamos, no sé a dónde vamos y no sé por qué tengo el leve presentimiento de que no debe llevarme allí.

—¡A dónde me llevas, maldita sea! —me muevo desesperadamente contra la opresión y sigo clavando mis uñas en su mano, esta vez con más fuerza, al borde del pánico.

Lejos de lograr que me suelte, me lanza contra una pared y me acorrala contra ella, su cuerpo aprisiona el mío de tal forma que me inmoviliza. Su rostro está a menos de cinco centímetros del mío. No dejamos de mirarnos a los ojos, como enfrentándonos mutuamente. Él, con su ceño fruncido y sus severos ojos negros, su rostro tenso, duro, como si estuviera constantemente molesto, las arrugas en su frente levemente marcadas. Yo, jadeando, no sé si de cansancio o de adrenalina. Deduzco que la cantidad de reglas que estamos rompiendo son innumerables.

—Escúchame con atención, te voy a llevar a un lugar para gente como tú —me dice con firmeza.

—¿Como yo? —intento soltarme, pero su cuerpo hace aún más presión.

Mi temperatura corporal está subiendo, su fuerza es demasiada, es inútil intentar liberarme de él. No tengo la complexión ni la fuerza para sacármelo de encima.

—Mientras menos te muevas, antes te soltaré, ¿Estamos de acuerdo? —su voz me provoca escalofríos.

—De acuerdo —le digo frunciendo el ceño, intentando que no se dé cuenta del miedo que comienza a invadirme.

—Te voy a llevar a un lugar para gente como tú, donde defienden los ideales que tú defiendes.

—¿Por qué harías eso? ¿Por qué alguien como tú me enviaría a un lugar donde existe potencial de revolución? —enarco una ceja.

—Porque creo en todas ustedes, creo en su causa —por un segundo, solo por un miserable segundo, su voz suena empática.

—Esto es una maldita trampa —frunzo el ceño y niego con la cabeza.

—No lo es —suelta con dureza.

—Sí lo es, demonios, ¡No te creo ni una maldita palabra!—protesto. 

—¡Pues no me creas y espera a verlo! —grita a punto de perder los estribos.

Vuelve a sujetarme por las esposas y seguimos bajando, hasta dar con otro pasillo, esta vez más corto. Empiezo a tiritar ante la idea de que seguramente me va a matar y el miserable destello de esperanza que me dio fue un acto de crueldad. Me arrastra por el pasillo y me percato de que no tiene salida. Voy a morir, este es el final. Seguro me lleva a este pasillo, porque no tiene salida y así no podría escapar de ninguna forma.

Mis ojos se inundan de lágrimas, intento no hacer ningún ruido, no le voy a dar el gusto de suplicar por mi vida ni que me vea como una debilucha de mierda. Cierro los ojos, pensando si me va a torturar primero, o va a tener algo de piedad y será algo rápido. Pienso en mi familia, y me aterra la idea de no poder verlos nunca más, me llena de remordimiento el no haber podido despedirme siquiera, pero llevo la conciencia tranquila porque, si voy a morir, al menos es por defender mis ideales hasta el último minuto.

Me lleva hasta el fondo del pasillo, abre una puerta de hierro, me empuja dentro, caigo al suelo de rodillas, cierra la puerta y se va. Recién entonces tomo conciencia de los latidos alborotados de mi corazón e intento regular mi respiración.

Me quedo mirando la puerta de hierro como si no existiera otra cosa. Aún no puedo creer que perdí mi libertad y no volveré a ver a mi familia quizá en cuánto tiempo, y eso sólo si logro salir de esta pocilga.

—Carajo, la que me espera —refunfuño mientras me pongo de pie.

—Buenas, bienvenida a Enough —dice alguien por detrás de mí.

Me doy la vuelta y me encuentro con un grupo de mujeres, más o menos de mi edad. Todas llevan el uniforme de la escuela de mujeres, pero mucho más deteriorado.

—Eres el miembro número 16 —me dice una de ellas.

—¿Miembro de qué? ¿De qué cosa estás hablando? —protesto sin entender una sola palabra de lo que me están diciendo.

—De Enough —me responde otra como si fuera obvio.

—¿Qué mierda es Enough? —pregunto con el ceño fruncido.

—Igualdad —responde otra de ellas.

—Respeto.

—Amor.

—Revolución —dicen todas a coro.

Sonrío. Ya veo a qué se refiere el guardia.

—Mucho gusto, me llamo Cam —dice una de ellas, sonriendo.

—Yo me llamo Ale —dice otra.

—Bely —sonríe otra.

—Gaby —otra más.

—Isi —dice una desde atrás.

—Sasha.

—Dani.

Todas se presentan diciéndome sus respectivos nombres, pero no alcanzo a advertirles que soy horrible con los nombres y, seguramente olvidaré más de la mitad de ellos de aquí al final del día. Aquí es donde empiezo a preguntarme en qué momento comenzó el guardia con su plan de traer a este lugar a las chicas, y cuánto tiempo le habrá tomado reunirnos, o en qué se habrá basado para dejarnos morir en una celda como cualquiera o traernos aquí.

Me pierdo unos minutos en esta línea de ideas y, para cuando reacciono, todas me miran; algunas curiosas, otras un poco preocupadas, y frunzo el ceño, sin entender qué ha pasado o de qué me perdí.

—¿Por qué me miran como si tuviera un pene dibujado en la frente? —les digo sin pensar, lo que provoca las risas de muchas.

—¿Y tú cómo te llamas? —me pregunta una chica.

—Antonia...—murmuro con vergüenza— Antonia Moya.

—Chicas —dice otra de repente—, pongan al día a la nueva, enséñenle dónde va a dormir. Y por supuesto... Los planes —guiña un ojo enigmáticamente.

—¿Qué planes? —enarco una ceja y la miro fijamente.

—Los planes para la revolución.

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