I
Antonia
Suena la maldita alarma a las 07:00, como cada día de los últimos 12 años. La apago perezosamente, me levanto y entro en la estrecha ducha a disfrutar de unos escasos, pero relajantes minutos de placer en los que el agua caliente envuelve mi cuerpo recién salido de la cama.
Aplico shampoo y luego acondicionador con cierta parsimonia, dándome el lujo de sentir el masaje de mis dedos en mi cuero cabelludo.
Por más que quiera, no tengo la posibilidad de no ir a la escuela, gracias a una de las reformas recientes al Código de Conducta. Ahora ni siquiera se nos permite faltar, a menos que tengamos 40 grados de fiebre, lo cual considero una soberana estupidez y falta de criterio.
Me enjabono de pies a cabeza y una vez que me enjuago, cierro el grifo y salgo de la ducha, envolviéndome en una toalla. Me pongo el incómodo uniforme, que consta de una blusa blanca, medias azul marino, jumper del mismo color, bucaneras y los aburridos zapatos negros de la escuela.
Recojo la mochila abandonada en el suelo de mi habitación y recorro el ridículamente largo pasillo de la casa hasta llegar al living-comedor, donde mi madre tiene la televisión encendida con las noticias matutinas.
—En otras noticias —dice el periodista—, un grupo de mujeres anarquistas se ha alzado contra el Congreso Nacional en forma de disturbios durante el transcurso de la madrugada. La policía se ha encargado de reducirlas y llevarlas detenidas. A continuación, la declaración oficial del Presidente de la República, Maximiliano Echeverría.
—Bah —protesto mientras pongo una cucharadita de café en mi taza—. Les dicen anarquistas por luchar contra la mierda de sistema y defender la igualdad de género.
—Antonia, por favor —mi madre intenta calmar mis ánimos—. Mide tus palabras, hija, recuerda que nos monitorean en todo momento.
—¡A la mierda el monitoreo, ma'! —grito a propósito— El Congreso tiene mejores cosas que hacer que estar prestando oído a lo que dice una adolescente de 17 años. No puedo creer que te hayas tragado las palabras que dijo ese imbécil solo para mantenernos a raya.
—¿Crees que dirían algo así solo por decirlo? —me rebate.
—Maldición, mamá —refunfuño—. Sé que Echeverría es un hijo de puta, pero no le dan a basto los recursos del país para mantener un sistema de espionaje 24/7.
No puedo creer que las mentiras de ese tirano hayan calado tan hondo en mujeres como mi madre, pero intento pensar en que lleva una vida entera aterrorizada.
—¡Antonia! ¿Qué dijimos sobre los improperios? —me regaña.
—Bien —me rindo y voy a buscar el agua hervida.
—¿Te inscribiste para rendir la PAC? —me pregunta mientras sigue poniendo atención a la televisión.
—Mamá, te he dicho cien veces que la inscripción este año será automática —respondo cansada—. Otra de las maravillas de los grandísimos imbéciles que están en el Ministerio de Filiación.
—¿De qué hablan? —mi padre llega a sentarse junto a mí, con el periódico en las manos.
—De nada, pa' —corto la conversación antes de que todo se transforme en una pelea.
Acabo de desayunar sin decir una palabra acerca de la ridícula declaración emitida por el aún más ridículo presidente de la República, me despido de ambos con un beso en la mejilla y me pongo la mochila.
Salgo de casa y me voy caminando, porque las mujeres, no podemos gozar de las bondades del transporte público, entre otras de las reformas absurdas que se le realizaron a la constitución cuando Echeverría llegó al poder. Camino una cuadra, que se convierten en dos, y así sucesivamente.
Hacia donde mire, veo mujeres de mi edad caminando en la misma dirección que yo, al imponente edificio gris, con barrotes en las ventanas y blindaje en las puertas, que se asemeja más a una cárcel que a un establecimiento educacional.
Al entrar en la escuela, en la portería, revisan mi mochila bolsillo por bolsillo, buscando cualquier artículo que atente contra la constitución o la ley, desde cuchillos y/o armas de fuego —que por supuesto son ilegales—, hasta cepillos de cabello, tijeras o cualquier elemento contundente o cortante. Por si fuera poco, también me inspeccionan de pies a cabeza con un detector de metales y, por si las moscas, revisan los estrechos bolsillos de mi uniforme, lo cual encuentro estúpido, pues esta mierda es tan ajustada que puede notarse hasta el sujetador y apenas puedo moverme con normalidad.
Por fin acaba la revisión, me entregan la mochila, la pongo en mi espalda, doy la vuelta en el eterno pasillo y camino hasta la sala correspondiente a mi curso, 4ºC. Dejo la mochila en el banco donde me siento siempre, en la última esquina del salón beige.
Una por una, comienzan a llegar mis compañeras, sentándose en cada banco, tan sincronizadas como un escuadrón militar, lo que me enferma. Hemos llegado a tal nivel de desunión y terror que ninguna se atreve a conversar de otra cosa que no sean los cursos de la escuela o la PAC. Ni siquiera hacemos trabajos en grupos, todas se limitan a llegar, ir a sus clases y volver a casa lo antes posible, para ayudar a sus madres contigo las labores de la casa, hacer tareas y, las que están prontas a cumplir diecisiete, preparar la PAC.
A los pocos minutos de que todas estemos sentadas, llega el profesor de historia. En ese momento, todas nos levantamos de nuestros asientos. Espalda recta, manos a los lados, mirada al frente, imperturbables.
—Buenos días, jóvenes —saluda en tono neutral.
—Buenos días, profesor —respondemos a coro.
—Tomen asiento.
Volvemos a sentarnos y automáticamente, todas sacamos nuestros cuadernos y libros correspondientes a su materia, un pequeño estuche donde se nos deja guardar un lápiz grafito, una goma, un sacapuntas, un lapicero y corrector. No vuela una sola mosca, todas miran sus respectivos cuadernos, como si tuvieran cortinas que les impidieran mirar hacia los lados. Silencio absoluto, casi sepulcral.
—Como quedamos en la clase pasada, el presidente de 1920, Abraham Ávalos Vargas creó muchas reformas a la constitución de la época en beneficio de las mujeres, tales como ampliar la educación de éstas hasta cuarto año de enseñanza media y crear el Consejo de Casamenteros, el cual se encarga de concertar matrimonios entre hombres y mujeres a través de una prueba de aptitudes que se realiza a cada mujer a la edad de 17 años, denominada Prueba de Aptitud Conyugal, más conocida como PAC. Con esta prueba, y según las necesidades expresadas por cada hombre en el formulario de compatibilidad conyugal, los casamenteros unifican potenciales parejas, dependiendo de los rasgos en común...
Cada maldita palabra que sale de su boca me taladra los oídos. Con cada día y año que pasa en este maldito país se nos obliga con aún más fuerza a ser amas de casa, preocupadas del esposo y los niños. ¡Demonios! ¡¿Es que nadie le va a hacer frente a esto?!
Respiro hondo e intento calmarme, no puedo acumular más desacatos, tengo que graduarme, tengo que dar la prueba, pero... ¿Qué sentido tiene dar la PAC? ¿Realmente estoy dispuesta a casarme a los dieciocho años con un hombre que ni siquiera conozco? ¿Realmente estoy dispuesta a tener hijos con ese hombre?
—Ese maldito consejo de casamenteros no es beneficio para nosotras, pues nos quitaron la capacidad de elegir a nuestros esposos, y la posibilidad de elegir otro estilo de vida, como perfeccionar estudios, ¿No lo cree? —interrumpo deliberadamente su clase.
Escucho jadeos de asombro a mi derecha, y gruñidos a la izquierda. Casi puedo leer sus mentes, "tenías que abrir la boca, Antonia Moya", "¿Acaso no podías pasar una sola clase sin soltar tus comentarios anarquistas?"
—Señorita Moya —me reprende—, usted tiene perfectamente claro que no está permitido que las mujeres expresen su opinión, según lo expresado en el artículo 109 de la constitución. Y, además, no veo el sentido de que las mujeres quieran algo tan absurdo como perfeccionar sus estudios, si, de todas formas, por ley deben permanecer en casa las veinticuatro horas del día y, sólo pueden salir con autorización previa de su cónyuge.
—¡Eso es injusto! —grito— ¡Tengo el mismo valor que cualquier hombre! ¡Y no tengo por qué pedirle permiso a nadie para salir! ¡Ni siquiera es democrático!
—Señorita Moya, ¡Guarde silencio o me veré en la obligación de llevarla con un agente de la policía por desacato!
—¡Lléveme con quien se le pegue la gana! —lo fulmino con la mirada— Para lo que me importa su mierda de clase.
El profesor pierde los estribos. Va hasta mi puesto, me sujeta fuertemente por un brazo y me saca a rastras del salón, sin siquiera darme tiempo a sacar mis cosas.
No tengo miedo, no es la primera vez que me llevan a la oficina del director por desacato, a lo mucho me dejan lavando los trastos de la cafetería, o pintando la escuela si estábamos cerca del fin de las clases. No creo que esta vez sea tan diferente a las anteriores. De todas formas, tengo diecisiete y al director le conviene no suspenderme para recibir la subvención del gobierno.
—¡Suélteme, maldito sinvergüenza! —protesto mientras me lleva por el pasillo de la escuela.
—Cállate —me tapa la boca con su mano libre y me lleva hasta el despacho del director.
La puerta se abre automáticamente, veo el escritorio caoba, con una laptop rodeada de papeles y archivadores. El profesor me suelta con desdén, casi con asco. El director nos mira, esperando expectante el motivo por el cual estamos aquí.
—Desacato al artículo 109 de la Constitución —dice sin más.
—Así que, expresando tu opinión, ¿Eh, cotorra? —el director me habla como a una niña.
—Así que, obedeciendo a la mierda de sistema, ¿Eh, director? —enarco una ceja.
—¿Otra vez con tus delirios anarquistas, Moya? —dice con tono burlesco.
—No nos hagamos esto, director —le digo desafiante—. Ya tengo diecisiete, estoy en último año, déjeme ir.
—¿Es que acaso no puedes ser normal, Moya? —me responde.
—¿Es que acaso no puede dejar de ser un hijo de puta, director? —le digo encogiéndome de hombros.
La tranquilidad del director dura menos que papel higiénico en baño público.
—¡¿Cómo te atreves a dirigirte así a un superior?! —se levanta de su silla inmediatamente.
—¡¿Superior solo por haber nacido hombre?! —alzo la voz.
—¡¡Soy el maldito director de esta escuela, así que más respeto, señorita!! —me alza la voz de vuelta.
—Usted no es más que un peón lameculos de Echeverría —lo miro directo a los ojos y se queda callado por un par de segundos que parecen eternos.
—¡¡Desacato!! —grita.
—¡¡A la mierda el desacato!! —le respondo en el mismo tono.
—¡Te vas detenida en este instante! —el director aprieta un botón en su escritorio.
—¡¿Qué?! ¡¿Detenida?! —le grito.
—No sé qué más hacer contigo, no es la primera vez que me enfrento a tu insubordinación, he sido bastante tolerante y paciente contigo, he intentado hacerte entender por las buenas, pero ya es hora de aplicar sanciones más estrictas.
A los pocos segundos, dos oficiales, de al menos dos metros de estatura cada uno, me sujetan por los brazos, inmovilizándome. Me ponen las manos detrás de la espalda y me esposan, posteriormente me llevan hacia afuera.
—¡Suéltenme! —grito intentando zafarme.
Uno de los oficiales me quita el cabello del cuello y lo sujeta, mientras el otro me coloca una inyección. Intento resistirme con todas mis fuerzas, pero, lo que sea que me hayan inyectado, me está haciendo efecto.
Los ojos me pesan cada vez más, al igual que el cuerpo, no puedo moverme o mantenerme en pie por mí misma, solo siento un letargo profundo que amenaza con arrebatarme el conocimiento a pasos agigantados.
<<No te quedes dormida>> —pienso ridículamente— <<No te quedes dormida>>
Demasiado tarde.
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