Epílogo

A pesar de ser un día de verano, extrañamente llueve a cántaros, como si estuviéramos en un día de invierno cualquiera. Supongo que combina con la ocasión.

—Maldita sea, odio los cementerios —se queja Isi.

—Es estrictamente necesario —murmuro mientras Júpiter arrastra mi silla de ruedas por la acera.

Entramos al cementerio, y llegamos al imponente mausoleo construido para conmemorar la muerte de los integrantes del grupo Enough, nuestras familias y seres queridos. Júpiter arrastra mi silla adentro, para refugiarnos de la lluvia, y las demás entran detrás de mí.

Han pasado seis meses desde que la operación fue un éxito y logramos acabar con Echeverría. Actualmente gobierna la presidenta y ex-líder de la agrupación Here and Now, Katrina Santelices. El congreso aún está disuelto, pero ya han convocado a elecciones parlamentarias y, hay una comisión que, en este momento, se está encargando de redactar una nueva Constitución para nuestro país.

Cuando desperté del coma, fue noticia nacional. Un par de semanas después se realizó una ceremonia para celebrar el fin del gobierno ultra machista que se había llevado a cabo prácticamente desde los cimientos de la historia del país. De un momento a otro era admirada por una generación joven casi completa, que en secreto luchaba en contra del sistema, y lo que me sorprendió gratamente es que era una generación no solo de mujeres, sino que también de hombres.

Nos entrevistaron un sinnúmero de veces, la presidenta declaró que recibiríamos una beca completa para estudiar cualquier carrera de nuestra elección en la universidad estatal y, como yo no podía estudiar medicina dada mi condición, recibiría una pensión vitalicia en caso que no quisiera estudiar alguna otra carrera que me permitiera vivir.

Las sobrevivientes gozamos de amnistía por cualquier delito cometido en la preparación y concreción de dicha operación, y debería estar feliz, porque hemos cambiado la historia, ahora podemos caminar sin miedo por las calles, podemos ir a donde se nos antoje, próximamente podremos ir a la universidad, ir a colegios mixtos, expresar nuestra opinión y un sinfín de cosas más, pero la verdad es que no lo estoy, porque he perdido todo lo que alguna vez tuve en la vida, gracias a esta revolución.

Echeverría me quitó a mi familia, perdí al único hombre que he amado y, por si fuera poco, perdí la movilidad de mis piernas, obligándome a pedir ayuda para casi todo. Y ni hablar de mi sueño de estudiar medicina. ¿Debería estar realmente feliz? Todo se fue al traste en mi vida.

—Antonia, ¿Ocurre algo? —murmura Bely.

—Nada, no te preocupes —respondo, todavía ensimismada.

—Preciosa —dice Júpiter—, sabes que puedes contar con nosotras para lo que sea. Tú solo dinos qué necesitas y considéralo hecho. Tal vez no podamos hacer que Max y tu familia vuelvan, o que tus piernas recuperen su movimiento, pero, no solo somos tus compañeras de grupo, sino que también somos tus amigas.

—Anto, eres la más valiente de todo el grupo. Sin ti, esto no hubiera sido posible jamás, y lo sabes perfectamente —dice Isi—. Creo que hablo por todas al decir que te admiramos profundamente, y si no dejaste que un profesor de historia, o el mismísimo Maximiliano Echeverría te detuvieran, menos puedes dejar que lo que perdiste condicione tu futuro de ahora en adelante.

—Max no querría que estuvieras así —murmura Júpiter—, y tu familia menos.

—¿Cómo se supone que tengo que seguir? —me tiembla la voz al decirlo— ¡Echeverría acabó con mi familia, perdí a Max, quedé atascada en esta maldita silla! Y ni siquiera podré estudiar medicina si mis piernas no sirven.

—¿Sabes siquiera si tu lesión tiene cura? —cuestiona Bely— Siento que ni siquiera has evaluado las opciones que tienes.

—La bala que me encajó Sasha dio justo entre dos de mis vértebras lumbares, y las hizo añicos —respondo cabizbaja—. Hay tratamientos experimentales para mi lesión, pero puede que den resultados, como puede que me terminen dañando más.

—¿Y las terapias para qué son, entonces? —dice Isi.

—Para que mis músculos no se atrofien —respondo sin más.

Me muevo por el estrecho mausoleo hasta llegar frente a la tumba de Max, que dejaron a mi altura. La placa dorada lleva grabada su nombre, su fecha de nacimiento y de muerte, además de una foto suya que sacaron de la base de datos del ejército. Serio, inexpresivo, pero con esos ojos negros que tanto amo.

—Si estuvieras aquí, te burlarías de esta tumba —digo con ironía.

Llevo mi mano a mi cuello y toco la cadena de la insignia de Max. La saco para poder verla. El metal, ahora tibio por estar constantemente contra mi cuerpo, reluce tanto como el día en que Max me la dio. Júpiter se acerca a mí, pero mantiene una distancia prudencial hasta que asiento con la cabeza. Sigue caminando y se arrodilla a mi lado.

—Preciosa, sé que no puedo ni imaginar lo que sientes ahora mismo, pero quiero que sepas que todas estamos contigo.

Sé que debiera ser más optimista, mirar el vaso medio lleno y cosas así, pero, ¿Cómo se supone que lo haga con el alma rota?

—Antonia, creo que debemos irnos antes de que se ponga a llover más fuerte —dice Cam mirando hacia afuera.

—Yo me quedaré aquí —digo sin bajar la vista del suelo.

—Pero, Anto... —comienza a decir Bely.

—No, está bien —la interrumpe Júpiter—. Cariño, cuando quieras ir a casa, llámame y estaré aquí en un minuto, ¿De acuerdo?

Asiento con la cabeza y la miro, agradecida. Una a una, todas se despiden de mí y se van a sus casas en sus autos. Es increíble, pasan apenas seis meses y ya todas saben conducir, darán la prueba de selección para entrar a la universidad el año que viene y les espera un futuro bastante prometedor, mientras tanto yo, de esos seis meses, tres los pasé en coma y los otros tres se dividen en terapias psicológicas y físicas, maldita sea. Si me preguntan, esto no puede estar más lejos del sueño que tenía en mente.

Meto la mano en el bolsillo de mi chaqueta y saco el celular, el mismo que me dio Max cuando estábamos en la cárcel. Voy a los mensajes de texto y los leo uno por uno, sabiendo que eso me destroza día a día. Él me quería, y ya no está.

Escucho el sonido de la puerta del mausoleo y me sobresalto de inmediato. Miro hacia la puerta y veo a un hombre, de cejas pobladas, ojos negros, cabello negro, aproximadamente de un metro 85 de estatura, fibroso, vestido con una chaqueta de cuero negra, blue jeans y unos bototos negros. Me mira por un segundo y luego sonríe.

—Antonia Moya, líder del movimiento Enough, es un placer conocerte, por fin —dice con alegría.

Frunzo el ceño y lo miro de arriba abajo sin ningún tipo de decencia.

—No sabes cuánto te admiro y cuánto quería conocerte —sigue diciendo.

—¿Me seguiste hasta aquí? —frunzo aún más el ceño.

—¡Por supuesto que no! —dice en tono de alarma— No tenía idea de que estabas aquí, te lo jur...

—¿Quién eres? —le digo sin más.

Automáticamente su postura cambia, ya no se atreve a mirarme, pone las manos en sus bolsillos, incapaz de decir algo.

—Dime quién eres y qué haces aquí —espeto con firmeza.

—Y-yo... —titubea, bastante incómodo.

—Qué haces aquí —insisto.

—Y-yo me llamo Felipe Echeverría.

Trato de no sorprenderme con el alcance de apellido y mantenerme neutral.

—¿Viniste a ver a alguien en especial? —le pregunto, un poco más amable.

—Soy el hermano de Max.

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