Capítulo 7

Me escoltaron hasta una habitación de dimensiones ridículas. Carecía de agarre interno, por lo que se amoldaba a las paredes como una más. Ni una simple ventana ni lámparas ni cama. Cuatro paredes blancas en un espacio microscópico. Querían acojonar a todos los parásitos que habían capturado, que tomáramos conciencia de que toda reactancia era inútil.

Al menos no padecía claustrofobia, si no, aquello se habría transformado en un circo para los agentes que me observaban a través de las cámaras instaladas en las esquinas del techo. La evaluación de mi comportamiento era minuciosa. Hasta el gesto más nimio sería interpretado. Yo era un experimento, aunque no el único.

Me encantaría conocer a la mente artífice de todo esto.

En el tramo horario donde el amanecer despliega su luz por el estado de Virginia, tuve tiempo para especular acerca de lo que me deparaba el trato que había aceptado. ¿Me uniría a un grupo con rasgos similares a los míos? ¿O nos instruirían por separado? ¿Era preferible que no conociéramos a otros con cualidades semejantes o rodeados de agentes de inteligencia no era necesaria tanta precaución? Un disparo escribiría punto final a la vida del cadete que no cumpliera el contrato que lo exonera de prisión.

Encerrado en aquel cajón oscuro, contando los escasos pasos que separaban una pared de otra, el mismo interrogante recurría persistentemente. Si yo había sido detenido por unas fotografías, ¿qué actos habría perpetrado el resto de participantes?

Pese a la necesidad de cubrir el aislamiento entre conjeturas, la abstinencia remontaba en mi organismo con urgencia. El ansia por un poco de nicotina desplegaba en mis sienes una sensación punzante. Tenía la boca seca, los ojos irritados, y las náuseas me vapuleaban el estómago.

La puerta se abrió con un chirrido que acrecentó el martilleo pulsátil en la mitad derecha de mi cabeza. La luz que se adentraba a través de la abertura intensificaba el malestar. Con los ojos entornados, obedecí a los dos agentes que ordenaban mi salida.

Lejos de la expectativa de una ducha caliente y un colchón donde descansar, pasando por alto las bolsas de los ojos que secundaban mi cara de agotamiento, fui trasladado a una sala sin ventanas. De un blanco aséptico, el mobiliario se reducía a una mesa y dos sillas. Esta vez no estaba solo, me acompañaba una mujer. Su estilo era similar al del personal del FBI que ya había tenido el placer de conocer. Rígido, profesional, impasible. Tuve la sensación de que me faltaban las esposas en las muñecas antes de que me leyeran mis derechos y me encerraran en otra celda.

La mujer comenzó a rellenar la ficha que había extraído de un archivador. De vez en cuando, alzaba la cabeza, me miraba detenidamente y reanudaba el movimiento de muñeca.

Resoplé. Estaba bajo mínimos. Llevaba sin pegar ojo desde la intempestiva visita en mi ático. Casi cuarenta y ocho horas despierto. No me cabía duda de que era como querían que me sintiera. Agotado, hambriento, inquieto. Eso haría que las respuestas fueran más certeras si, de ese modo, se apiadaban de mí.

—Oliver Lauder. —Su voz tenía carácter, pero con la delicadeza precisa. Todo medido para aplacar a los animales que tomaban asiento frente a ella—. ¿Es usted?

Asentí.

—¿Sabe por qué está aquí?

Enarqué una ceja.

—He de entender que usted es la encargada de tasar mis capacidades.

—Todos lo que ingresan en la unidad desde un reclutamiento como el suyo requieren de una evaluación exhaustiva.

—El aperitivo antes del banquete. —Chisté—. Un placer.

Compuso una mirada neutral, como la de quien sabe contra quién se está enfrentando. No era el primero que trataba de juguetear en una situación donde tenía todas las de perder.

—Estoy obligada a comentarle que todo lo que aquí se hable quedará grabado. Hay cámaras ahí —señaló una esquina del techo— y ahí. —Apuntó con el dedo la superficie del espejo unidireccional en el que me vi reflejado al entrar—. También haré uso de una grabadora.

La colocó sobre la mesa y presionó el botón de encendido. Una lucecita roja anunció que se iniciaba la grabación.

—Soy la psicóloga forense Turner —dijo para que quedara registrado—. Grabación del perfil número cinco. Comienzo la elaboración del PCL. Sujeto: Oliver Lauder, treinta años, original de Nueva York, soltero. —Levantó los ojos de la ficha hacia los míos, esperando la confirmación de los datos que acababa de leer—. Oliver, tenemos en nuestra posesión los informes psicológicos elaborados sobre usted en un periodo de seis años. —Abrió la carpeta y sacó unas fotocopias. Aprecié la letra del doctor Brandsen en varios de ellos—. ¿Algo que desee comentar?

—¿Cómo los han obtenido? —le respondí con otra pregunta—. Esos archivos están resguardados por la ley. Protección de datos, creo que es como llaman al hecho de que nadie puede meter las narices en asuntos ajenos —continué—. Son confidenciales.

Intuí un fugaz gesto de sus comisuras a punto de trazar una sonrisa.

—Ninguna de las esferas de su vida está restringida para nosotros, Oliver. Aquí esa ley carece de valor.

Tenía claro que la obtención de los informes se había efectuado sin colaboración alguna de los terapeutas que los habían firmado. Una muestra determinante del modo de actuación de las agencias que defienden y protegen al país. Da igual que impongas tus derechos. Como había admitido aquella agente del FBI, no valían nada.

—¿Era un niño problemático en la escuela, Oliver? —me preguntó—. ¿Puede hablarme acerca de las actividades que eran de su preferencia?

No les bastaba con los historiales, querían que yo mismo les narrara mi historia. Esas dos preguntas fueron el precalentamiento. La agente Turner indagó sin compasión en aquellos enternecedores años de la infancia. Desde la falta de relaciones sociales hasta las expulsiones del colegio que el poder de mi padre había desautorizado. La pobreza de mis respuestas originaba anotaciones en el formulario de la psicóloga.

—Hábleme del perro.

Directa al origen de mi entrada al mundo de los trastornos mentales. Me hice el inocente con una expresión de incredulidad.

—Qué perro.

—El perro de sus vecinos en Connecticut. Los Wilson.

Se me escapó una risita. Esa información constaba en los archivos de Brandsen. Me mojé los labios con la lengua al tiempo que movía los ojos en diagonal, vagando entre los recuerdos difusos de aquel acontecimiento.

—Los zorros de los bosques de Connecticut tenían hambre.

—¿Lo encontró usted?

—Evidentemente.

—¿Y qué hizo después?

Negué con la cabeza y reí para mis adentros.

—Eso ya lo sabe.

—Quiero que usted lo verbalice.

Espiré lentamente.

—Lo ayudé a morir.

La imagen de aquel pelaje blanco ensangrentado surcó mis memorias.

—¿Cómo se lo tomaron sus padres?

—Supongo que mal.

—¿Supone?

—Sí, eso he dicho.

—¿Por qué lo supone? ¿No hablaron con usted?

—Mis padres no eran muy locuaces.

—¿Cuál fue la reacción de sus padres?

—Castigarme. —Sostuve su mirada—: Como a cualquier niño que ha hecho una travesura...

—¿Travesura? —me interrumpió. Sus conocimientos sobre la psique humana, en especial la patológica, la llevaron a apuntar mi expresión en su informe y a rodearla—. ¿Así denomina aquel acto?

—Con doce años no lo llamaría otra cosa. —El silencio de la psicóloga me alentaba a continuar—: Recibí un castigo, sí.

—¿Qué tipo de castigo?

Torcí la boca en un gesto que rompió la quietud de mi rostro.

—A mi padre le gustaba usar el cinturón cuando no quería magullarse los nudillos.

La psicóloga no hizo amago de sentir piedad por el niño al que amonestaban con una ferocidad excesiva. Bajó la mirada hacia la ficha y escribió dos palabras que subrayó.

—¿Y su madre? ¿Qué hacía cuando su padre abusaba físicamente de usted?

—Tomarse una copa de Chardonnay.

—Entiendo. —Asintió como complemento a su respuesta—. Unos castigos como los que ha mencionado debieron dejarle graves marcas en la piel.

—Imborrables.

—Nada de eso consta en sus expedientes médicos. Ninguna referencia a lesiones corporales.

—Mi padre es Jeff Lauder —enfaticé mi procedencia—. Su nombre basta para que se borre todo lo que él no quiere que se sepa.

—¿Me haría el favor de mostrármelas?

Permanecí inmóvil. Conque esa era la razón de que no me hubieran esposado...

—¿Puede? —repitió sin borrar la autoridad de la pregunta.

Aquel espectáculo gratuito no tenía como única fuente de gratificación a la psicóloga. Las cámaras y el espejo unidireccional estaban atestados de ojos que se pirraban por observar mi confesión.

Me puse en pie y me quité la camisa. Los ojos de la psicóloga se detuvieron momentáneamente en la fina capa de piel de los abdominales. Sin soltar la prenda, le di la espalda.

Me había acostumbrado a las cicatrices que la surcaban. Tardé un tiempo. Verlas traía de vuelta los recuerdos que intentaba reprimir. Algunos de los hematomas habían desvirtuado el color de la piel dañada dando la impresión de ser un tipo de marca de nacimiento. Las heridas por los cortes de la hebilla del cinturón perduraban con un matiz rosado dibujando líneas discontinuas.

—Puede vestirse.

La escuché rasgar sobre el papel mientras obedecía.

—¿Hizo daño a más animales a lo largo de su adolescencia?

—Robin fue el único del que me apiadé.

La miré con dramático desconcierto, como si tachar de anormal mi comportamiento fuera una exageración.

—¿Cuántos años estuvo tomando Risperdal? —prosiguió con el siguiente punto de la entrevista.

Aquel interrogatorio iba de mal en peor.

—Cinco o seis.

—Interesante. —La psicóloga inclinó las cejas—. Una medicación como esa origina unos efectos secundarios muy llamativos. En usted, ninguno. Pruebe a contestar otra vez.

—No hay otra respuesta —objeté algo hastiado—. Era lo que debía tomar.

—¿De verdad? Le aseguro, Oliver, que un niño con un diagnóstico como el que recibió a los doce años, aun con medicación, no modifica su conducta de la noche a la mañana. Pero en su caso obró magia.

—Suerte, supongo.

—O astucia. —Ella sonrió. Iba dos pasos por delante de mí; solo era un sujeto más con camisa de fuerza contra su pericia evaluativa—. ¿Qué tomó en esos cinco años?

Me encogí de hombros. Qué más daba soltar la verdad si ya no había marcha atrás. Anotó en la ficha mi toma diaria de caramelos. Una fugaz mueca de suficiencia se adecuó en sus labios. Las notas abarcaban ya la mitad del informe.

—¿Ha tomado algún otro tipo de droga?

—Quizá.

—¿Son estas drogas de su posesión?

Situó en la mesa una bolsita transparente con láminas de colores. Un alijo de LSD que guardaba a buen recaudo en mi ático. Pero lo que antes era privado ahora rayaba el escrutinio enfermizo.

—¿Desde cuándo las consume?

—¿Diez años? —Ladeé los labios, pensativo—. Tal vez más. No llevo la cuenta.

—¿Por qué comenzó a consumir drogas?

—¿Por qué consume la gente? —inquirí, despreciativo.

—La gente no está sentada frente a mí, Oliver, sino usted.

—Evasión mental.

—Entiendo. —Apuntó—. Y su adicción no le ha afectado en su trabajo —dijo más como afirmación que como pregunta—. Tampoco lo han detenido nunca ni se ha metido en problemas como consecuencia del consumo.

—Sé cuándo y qué tomar.

—¿Cómo es la relación con sus padres desde que no convive con ellos?

Sus cambios de tema eran como golpes en el estómago que no te esperabas. Mostrarle los estragos de la exigencia y el orden dictados por mi padre había abierto un cajón de sastre de preguntas.

—No son de mi predilección.

—¿Alguna vez ha conversado con ellos sobre su infancia? ¿Sobre los abusos que sufrió?

—No hay nada de lo que hablar.

—¿Tenía miedo de lo que pudiera suceder si confrontaba a sus padres con dichos episodios de su infancia?

—Le repito que era innecesario una conversación al respecto —denegué sentir un atisbo de la emoción mencionada.

—¿Alguna vez lo ha comentado con alguien?

—Usted es la primera. Enhorabuena. —Aplaudí dos veces, jocoso. La psicóloga no apartó la mirada objetiva de mi burla.

—¿No tiene amigos cercanos con los que se haya desahogado de su pasado? ¿O a alguna pareja?

Negué con la cabeza.

—Soy un tipo solitario.

—De acuerdo. Ya que tengo el honor de ser la primera, dígame, ¿qué ha experimentado al contármelo?

—¿Debería haber sentido algo en especial?

—Cualquier persona en su situación sentiría vergüenza, ira, puede que tristeza. Posiblemente alivio —expuso, y volvió a retarme con aquellos ojos habituados a no mostrar signos de alteración.

—No yo.

—¿Por qué? ¿Le cohíbe mi presencia? ¿O que sea una mujer?

—Eso me da lo mismo —contrapuse su observación—. No voy a sentir ahora lo que no he sentido nunca.

—¿Nunca ha experimentado emociones, Oliver? Eso es difícil de creer —rechazó, frunciendo la boca—. Como seres relacionales que somos, estamos hechos para ello.

—Créalo o no, ese no es mi problema.

—Entonces, afirma que jamás ha experimentado una emoción auténtica. ¿Ha llorado alguna vez?

—¿Al nacer cuenta? —Desbaraté un mohín—. Si hubo algún otro momento, lo he olvidado.

—¿Le preocupa esa inapetencia afectiva que refiere?

—No más de lo necesario.

La psicóloga frenó el interrogatorio. Su cerebro descomponía pieza por pieza mi última contestación.

—Hubo un tiempo en que esa incapacidad para que una situación o un hecho le originara una respuesta emocional determinada fue un problema para usted. —Me mantuve en silencio, lo que confirmó su deducción—. Pero actualmente no es una molestia. ¿Averiguó el motivo o fue simple aceptación?

—Es un fallo de manual —le resté importancia.

—Piensa que nació con esa ausencia emocional —clarificó—. ¿Nunca se ha enojado? ¿Alguna vez ha perdido el control?

—Me considero un hombre bastante tranquilo.

—¿Y un buen mentiroso?

—Hasta ahora no me había ido nada mal.

—Por los comentarios de sus compañeros en las sesiones de coaching de la revista para la que trabaja, todos le tienen en alta estima. Las valoraciones sobre usted tienden a la admiración. Algunas rozan la idealización. Le describen como un tipo encantador. ¿Considera importante la opinión de esas personas, Oliver?

—Ni lo más mínimo.

Apreciaban al Oliver Lauder que había representado convenientemente, al que quería que recordaran. El verdadero Oliver Lauder dejaba mucho que desear.

—¿Ha hecho algo de lo que se haya arrepentido?

En mis treinta años puedo jurar que nada, ni los escarceos a espaldas de otros, las manipulaciones intencionadas o los trapicheos, habían removido mi conciencia con un sentimiento de culpa. Salvo un incidente en particular.

—Las fotos —dije en voz queda.

Ese era el asunto que la psicóloga deseaba destripar.

—Hábleme de ellas. ¿Qué lo motivaba a plasmar escenas de crímenes?

—No fotografiaba las escenas.

—¿Y qué es lo que fotografiaba?

—Rostros.

—¿Rostros? —La psicóloga apoyó los codos en la mesa y descansó la barbilla en el dorso de las manos—. ¿Por qué los fotografiaba?

Inspiré, reflexivo, a la vez que me cruzaba de brazos. La corporación que me ofrecía un boleto de salvación rebuscaba dentro de una intrincada maraña que hasta a mí me había costado reconocer. Pero si callaba, las tornas podían torcerse en mi contra, y la prisión se mostraría al final de un camino que ni de coña deseaba recorrer.

—Curiosidad.

—¿Qué es exactamente lo que le despertaba curiosidad?

—Ya lo sabe, acabamos de conversar acerca de ello.

—Sus evasivas aquí solo sirven para restar puntos a su perfil. —La psicóloga, pese a su compostura, exteriorizó la impaciencia que le ocasionaban mis desviaciones.

—La viveza de sus expresiones.

—Retrataba el miedo de una persona a segundos de morir —concretó.

—No siempre era miedo —reconocí—. A veces era piedad, esperanza. Otras veces sorpresa o incertidumbre. He llegado a fotografiar placer.

—Entre esas fotos no solo hay asesinatos. —Del archivador extrajo unas imágenes, una réplica de las que me había lanzado el agente Anderson en el ático. Bufé para mis adentros; mi fetiche tenía una carpeta propia en el arsenal de datos de Quantico—. Hay palizas brutales, hay robos con arma blanca. Ha retratado a sujetos clavándose una aguja, a moribundos —enumeró mientras pasaba las fotos una a una—. Ha fotografiado abusos.

No moví los ojos de la fotografía que señalaba ni de la mujer cuyo rostro empapado en lágrimas gritaba por su vida.

—Podía haber ayudado a todas estas personas, o a casi todas —consideró.

Para ser una profesional, aquello me olía a juicio. Una crítica fuera de lugar en un entorno que se escudaba en la imparcialidad. Pero lo que amparaba su reacción era tantearme, observar si su desaprobación suponía algo para mí, si sus palabras eran capaces de activar un clic en mi cerebro con el que tomar conciencia de mi inhumanidad.

Una prueba más que superar.

—No quería entrometerme en asuntos que no me incumbían.

—Eludió su responsabilidad social —continuó—. Los titulares podrían haber incluido su nombre con la coletilla héroe. Aunque su altruismo solo estuviera enfocado en el beneficio secundario que obtendría, habría hecho un bien común. —La psicóloga hacía énfasis en el mismo punto de vista de la agencia gubernamental que protegía suelo americano, pero usando la jerga psicológica que aprovechaba mi ida de lengua para desarmarme—. Fue cómplice de esos crímenes.

—Llegué a la misma conclusión que usted hace tiempo.

—Si lo hizo, ¿por qué no desistió?

Curvé una mueca.

—Lo que despierta una adicción es difícil de frenar.

—Vincula su necesidad de fotografiar rostros invadidos por emociones extremas —desfiló el dedo por las imágenes— con un comportamiento adictivo más.

—Usted es la experta, conoce las bases neurológicas de la dependencia química. —Levanté una ceja, desafiante—. El cerebro es algo espectacular.

—Veo que no soy la única entendida. —Entreabrió una sonrisa genuina. Ese gesto resaltó con creces su atractivo. Aún era joven, las arrugas de expresión acrecentaban la belleza natural de un rostro esculpido para ser bonito sin cremas ni maquillaje. Si sonriera más a menudo, pensé, haría hablar hasta a las piedras—. Considera que esas fotografías son para usted como una sustancia psicoactiva. Estimulan su organismo, su cerebro.

Dejó el bolígrafo en la mesa y enlazó las manos encima de los archivos.

—Y puedo hipotetizar el motivo. —Interpretó mi silencio como una señal para exponer su teoría—. Está empeñado en buscar lo que tanto afirma que no posee. 

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