Capítulo 5

A través de los cristales tintados del todoterreno los edificios se sucedían en una vorágine intermitente de luminiscencias y cuerpos. No habían tardado ni media hora en posicionarse ante mi puerta después de la llamada al agente Anderson. Su tenue respiración ocupó la línea unos segundos. Escuchar un sí de la persona a la que no había dejado escapatoria alguna, como si tuviera posibilidad de elección, era fuente de satisfacción para él.

Lancé el móvil al sofá con el pálpito en el pecho de que mi vida tal y como hasta ahora la conocía estaba a escasos minutos de concluir. Salí al balcón. Los ruidos de la insomne ciudad se esforzaban por imbuirme una plácida nostalgia. Admiraba por última vez la naturaleza neoyorkina desde el único lugar en el que la palabra hogar sonaba sincera.

En ese ático había impulsado la doble vida de Oliver Lauder. Mi yo visible era un premiado fotógrafo de paisajes; a mi yo oculto le gustaba retratar la salvaje vida nocturna.

Había empleado mucho esfuerzo en estudiar pormenorizadamente mi ser. Un registro repleto de puntos, comas y algún que otro signo de exclamación acerca de quién había detrás de la máscara. Acabé averiguando lo que escondía cada compartimento, lo bueno y lo malo, las ascuas de bondad y las olas de perversidad. Y comparé. El ser humano tiene esa terrible tendencia. Te comparas con aquellos que te rodean. Sus hábitos, sus creencias, sus modos de interacción. Las relaciones que establecen, el atractivo que emanan, lo que el otro sexo les despierta. Lo comparas todo.

Y cuando careces de alma... Bueno, surge la tentación de poseer una. O de robarla.

Mi hemisferio analítico, que se superponía y ensombrecía a su otra mitad, asumió esa meta con avidez. Diseccionó los rasgos estimables por la mayoría y los fue descomponiendo en elementos prácticos para hallar los atributos de cada individuo que pasaba por mis manos que los hacía ver valiosos.

De ese modo, asimilé como propios una constelación de rasgos prototípica. No es difícil fingir ser otra persona cuando te has tirado toda tu vida en la invisibilidad.

Confeccioné una identidad ficticia, la de un hombre afable y carismático, con una pizca de sarcasmo, proclive a hablar lo imprescindible, enérgico, ingenioso e íntegro. Un hombre metódico, pero al mismo tiempo original, inconformista. Creé un perfil convincente, un hombre del que nadie dudaba, al que todos querían y con el que todos empatizaban. Un hombre al que la revista Wild contrató con sumo agrado.

En las visitas a la oficina para la entrega del material recibía la sonrisa, la mano y alguna mirada de interés de quienes solo me conocían de oídas. Entregaba el pedido, tomaba el dinero pactado y me esfumaba por otro periodo de tiempo hasta que el siguiente reportaje estuviera ultimado.

Las invitaciones a las fiestas de la empresa se pudrían en la basura de la cocina, excepto cuando me topaba con celebraciones espontáneas que no podía eludir. En esos breves episodios de interacción, entraba en acción el falso Oliver Lauder. Esbozaba una sonrisa encantadora y brindaba con el champán que alguien había traído para festejar algo que no me había parado a procesar. Conversaba con aquellos que formaban un círculo a mi alrededor y contaba alguna anécdota vivida en el último país en el que había recolectado sus puestas de sol y su naturaleza. Todos reían, esperando el turno para contarme sus batallitas.

Cuando el alcohol burbujeaba demasiado en el torrente sanguíneo de mis supuestos compañeros, la oficina me recordaba a los tiempos de instituto. Con el manejo que te aporta la madurez, la jauría de hombres y mujeres que habían superado la pubertad reducía la exhibición y el desenfreno. Se buscaba la intimidad de un baño o de un despacho cerrado, y allí se sacaba al animal que llevabas dentro.

Éramos adultos, pero no idiotas, y a ninguno se nos escapaba cómo más de uno se marchaba a hurtadillas y regresaba con la expresión de haberse pegado una buena follada sobre el escritorio. Que nos mantuviéramos en segundo plano solo significaba una cosa; todos teníamos algún pecado que ocultar fuera de esas cuatro paredes, y todos los allí reunidos estábamos al tanto de la mierda del otro. Si no querías un divorcio por el repertorio de mujeres de la empresa con las que le habías sido infiel a tu pareja, lo correcto era ver, oír y callar.

Lo bueno de representar un papel es que los demonios que creen estar viendo aflorar de ti no son más que los que tú has querido que vean. Al final, yo conocía más de sus vidas que ellos mismos. El oficinista con sobrepeso enganchado a las pastillas para adelgazar, el fotógrafo aficionado necesitado de reconocimiento, la ayudante aburrida de servir para un directivo misógino... Era como extraer de cada uno una flechita indicativa de la simpleza interna que los caracterizaba.

Por esa razón, si era yo el que desaparecía con alguien, esa información no les servía de nada. A pesar de la ventaja a mi favor, había puesto toda mi fuerza de voluntad en no caer en las insinuaciones de la secretaria de la oficina, una espectacular morena de ojos café que no sé cómo se las apañaba para que cualquier camisa le descubriera esos dos protuberantes pechos que eran el festín de la empresa.

Entre bromas y sugerencias, había tratado de tirar de mí hacia alguno de los despachos. En las festividades navideñas me empujaba bajo el muérdago para que probara esos labios que deseaban estar en otro sitio.

Tenía que apretar los puños para contenerme y no estamparla contra la pared del baño mientras me unía a sus jadeos. Joder, la de veces que esa imagen se reprodujo en mi cabeza cuando esos grandes ojos castaños me desvestían.

Pero me había prometido mantenerme al margen. No quería que un fallo a cuenta del alcohol o la falta de interés desenterrara al verdadero Oliver. No quería que indagaran hasta dar con el auténtico yo.

Al cabo de unas horas, me despedía del grupo al que defraudaba por irme tan temprano y me perdía entre callejuelas hasta algún bar. Allí podía ser yo mismo, uno más en el océano de desconocidos. Lo que había dejado a medias con la secretaria lo obtenía bajo las luces estroboscópicas y el ruido ensordecedor de la música, con unas cuantas copas que intensificaban el placentero mareo de la bebida y, de vez en cuando, un papelito dulce de ácido en la lengua. Había disfrutado del sexo con alguna que otra mujer en el mismo estado alucinatorio que yo, en la penumbra del guardarropa o en los baños con la afluencia al otro lado de la fina puerta de metal.

Con los efectos todavía activos transitando mi organismo, regresaba al ático y me tendía en una de las hamacas del balcón. En ese estado, el amanecer me confería un espectáculo inigualable. Algunas de mis mejores fotos las he tomado en esa fase de semiinconsciencia. El mundo se siente de otra manera, sin los problemas y la incertidumbre que saturan el día a día. Los efectos del ácido abolían todo cuanto pudiera preocuparme, y quedaba indemne el Oliver Lauder que sacaba la belleza de lo que caía en el ojo de su cámara.

La soledad que sentía en aquellos momentos me gustaba. Me hacía sentir autosuficiente, exento de las necesidades de afecto y compañerismo que encadenan al resto de mortales. La soledad para mí era apacible, muda. Nos llevábamos bien.

Me di cuenta, sentado en el todoterreno del FBI, que esa parte se desprendía de mí sin remedio.

—¿Ha zanjado su compromiso con la revista?

Anderson habló desde el lateral del coche sin romper la rigidez que sostenía desde mi llegada.

—No he tenido problema alguno.

—Sea más específico.

—Les mandé un e-mail informando que rechazaba mi puesto en la revista —contesté—. Solo expliqué que iba a tomarme un tiempo para trabajar como freelance en lo que verdaderamente me gusta.

—¿Cómo se lo han tomado?

—¿Acaso importa?

Anderson sacudió ligeramente la cabeza.

—Con que haya sonado convincente, es suficiente.

Conociendo cómo era el admirado fotógrafo Oliver Lauder, nadie habría puesto en duda mi palabra. De hecho, el director de la revista para la que trabajaba se había sorprendido al toparse con mi currículum. Como el resto de fervorosos creyentes en la fe de la posesión, pensaba que un hombre nacido en el seno de una familia asquerosamente rica prefería regodearse en el entorno que le ha dado de comer.

—¿Y sus padres?

—Un mensaje en el contestador —dije algo más frío—. Más de lo mismo.

—¿No se interesarán en localizarle?

—Si está al tanto de mi expediente, sabrá la respuesta.

Anderson asintió. Sus ojos enfilaban la luna del coche.

—Deme su teléfono.

La última posesión de Oliver Lauder, puesto que sabía que harían una limpieza monumental de mi ático, iba a dejar de existir en ese instante. Se lo entregué sin siquiera mirarle. Anderson lo desarmó por completo y se guardó las piezas en el interior de la chaqueta.

—¿Nadie más a quien avisar?

—No.

—Posee un círculo social ciertamente escaso —valoró, dibujando una sonrisa mordaz.

—Eso facilitará su trabajo, ¿no?

—Solo era una observación.

—Dígame —me volví hacia él—, ¿va a explicarme por qué tengo que renunciar a mi vida por unas cuantas fotos?

—¿Unas cuantas? —Anderson se apartó los mechones de la frente y apoyó la sien en sus dedos—. No es por las fotos, Oliver, sino por lo que hay detrás de esas fotos.

—Qué hay detrás.

—Contésteme usted mismo. ¿A causa de qué comenzó a fotografiar la podredumbre que desborda Nueva York?

Me lo quedé mirando en silencio, vacilante.

Hacía meses que había iniciado la afición por la que ahora mi vida pendía de un hilo quebradizo. Los reportajes fotográficos habían hecho posible que viajara por casi todo el mundo, y lo agradecía. Había admirado la naturaleza en todo su esplendor. Fue durante una de las sesiones, en la soledad de la naturaleza olvidada, que una revelación disparó mi conciencia: la imagen que el mundo me concedía para que yo la expusiera ante millones de ojos me producía una sensación sin precedentes. Sentía calma, paz. Percibía la diferencia; el encantamiento de la naturaleza transformándose a pasos lentos pero constantes, siempre en crecimiento, ignorando la presencia del ser humano.

Volqué todo mi ser en aquello que rellenaba mi interior de ese algo con tintes parecidos a la esencia humana. Algunos lo llamarían amor; yo lo llamaba placer y, por qué no, la sabiduría que había acumulado en mi infancia a base de aislamiento y contemplación.

Amaneceres inolvidables que se adueñan del firmamento como un lienzo a su merced los había inmortalizado desde montes inhóspitos e intransitables. Uno de los que mejor recuerdo guardo fue en el volcán Batur, en Bali. A las dos y media de la mañana, emprendí la caminata con el guía que me había suministrado el hotel —al que había pagado unos cientos dólares de más para que la excursión limitara el cupo de personas a nosotros dos—, y nos perdimos monte a través. Unas siete horas y media de ascensión, entre la espesura de la selva y los senderos de tierra húmeda y piedra.

A pesar de la agradable temperatura al pie del volcán, en la cima descendía varios grados. El viento reinaba a sus anchas mientras franqueábamos los grandes cráteres color ceniza. Mil setecientos diecisiete metros de altitud se dicen rápido.

Durante el itinerario por la selva, el guía fue descubriendo los escondrijos de animales. Los grandes ojos de monos y algunas diminutas geckos curiosas nos miraban sin pestañear como si representáramos una amenaza, y en cierto modo lo éramos. Nos introducíamos en su hábitat natural con la excusa de conocer los misterios de una tierra inexplorada, de absorber sus conocimientos, pero obviábamos que éramos intrusos para su vida silvestre.

A las seis de la madrugada alcanzamos la cima y puse en marcha mi ritual. Mientras el sol hacía su aparición detrás del Monte Agung y proyectaba su contorno dorado sobre las aguas del Lago Batur, busqué la colocación perfecta de la cámara. Pedí al guía que me dejara solo y me tumbé bocarriba en el terreno pedregoso. Me mantuve en esa posición lo menos media hora. Las instantáneas que luego salieron en la tirada del mes siguiente me otorgaron el puesto de oro en los Premios al Fotógrafo Internacional de Paisaje del Año.

Pero cuando regresaba a Nueva York con el carrete completo y me asomaba al balcón, los grandes edificios que cuarteaban un cosmos centelleante avivaban la necesidad de tomar la cámara y encontrar ese algo que restituyera las sensaciones de un viaje de ensueño.

Recuerdo que ese momento fue decisivo; qué mejor que fotografiar lo que, aun estando al alcance de mi mano, nunca podría ser mío. Lo que me hacía diferente a la muchedumbre humana: una emoción fidedigna.

Me convertí en un detective de la vida nocturna de la ciudad.

Con la cámara colgada al cuello, visitaba bares y clubs. Sacaba a relucir mi habilidad, presionaba el botón cuando mi ojo captaba el sello inconfundible de aquello a lo que llaman alma.

Las fotografías que decoraban el cuarto oscuro de mi ático no empezaron con ese matiz depravado que a Anderson le asqueaba tanto. Al principio recopilaba los rostros frenéticos de gente anónima, aquella sustancia natural que se movía en torno a mí y que nunca había llegado a saborear. Los ojos cerrados de los que bailaban en el centro de la pista, cercados de arrugas de felicidad, el roce sus cuerpos al son de la música, los tarareos de canciones...

Otras veces mi cámara apuntaba al encuentro carnal que se desarrollaba en el callejón trasero de las discotecas. Plasmaba los sentidos enturbiados del dúo que no había esperado a la comodidad de una cama; los labios entreabiertos y apretados; los gemidos abriendo bocas y uniendo lenguas en una efervescencia mutua.

Largas colas de rostros con expresiones dispares se amontonaban a las entradas y salidas de los lugares más de moda en Nueva York, y esos mismos se reunían horas más tarde frente a los camiones ambulantes de comida rápida, supliendo la necesidad de unos organismos agotados por el baile, el alcohol y el sexo. Las miradas de complicidad entre amigos, de amor entre parejas o de odio y frustración por un final nada agradable de la noche atestaban la tarjeta de memoria.

Viajes exprés en taxi, metros solitarios con habitantes semidormidos a las seis de la madrugada, regresos a pie con los tacones en la mano y la sonrisa amarrada sin descanso.

Mi cámara era un voyeur nocturno.

Hasta que se topó con aquello por lo que Anderson me acusaba.

Una de esas tantas noches, cuando me disponía a regresar con cientos de fotos como prueba de mi parafilia, oí unos gritos. Frené en seco. Mi oído se aguzó de forma automática, ávido de localizar su procedencia. Las voces amortiguadas de un alboroto resonaban en el diminuto corredor entre edificios. A juzgar por los alaridos, el dueño de tales vocalizaciones estaba terriblemente asustado. Sin saber por qué, me vi adentrándome en la oscuridad del callejón.

Al fondo, donde el muro de ladrillos impedía una salida, colisioné con el motivo del escándalo. Un grupo de tres hombres destrozaba el cuerpo de un muchacho al que acorralaban contra la pared. Los puños del que llevaba la voz cantante se ensañaban con su torso como si fuera un saco de boxeo. Por lo que pude entrever, habían empezado por la cara. La nariz y el pómulo derecho eran un destrozo hinchado y sangriento. De la boca entreabierta goteaba un hilo rojizo como consecuencia de varios dientes rotos.

Otra persona en mi lugar habría acudido en ayuda del chico al que estaban a punto de matar, o, presa del miedo, habría telefoneado a emergencias. ¿Qué hice yo?

Simplemente, lo retraté.

Puse mi cámara en modo silencioso y desactivé el flash. Acerqué la cara al visor, recoloqué el zoom y el anillo de enfoque, y lo vi. Vi el rostro del miedo. Vi lo que destilaba esa fisonomía herida, el futuro tan desalentador que esgrimía el brillo de la sangre.

Me recordó a Robin.

Y pulsé el disparador.

Esa misma noche me senté en el sofá con la cámara en las manos. Contemplé una por una las fotos del joven al que había visto morir. Recapacitaba sobre lo que había visto y lo que había hecho. O, mejor dicho, lo que no había hecho.

¿Era una mala persona por no haberle ofrecido auxilio al joven cuyo corazón dio su último latido enfrente de mí?

¿Era, según la opinión de cualquier ser humano decente, coautor de lo que había plasmado?

Sé que sí.

Pero yo no poseía esa vocecita persistente que reprobaba mi conducta, nada que vapuleara mi conciencia.

Solo curiosidad.

Como me había repetido a lo largo de mis treinta y siete años, era un hombre sin alma. ¿Qué esperaba? ¿Qué de buenas a primeras el sufrimiento ajeno provocara sensaciones nuevas en mí? Estaba muy equivocado.

Pero la esperanza es lo último que se pierde.

Ese optimismo ilusorio que a veces estimaba la posibilidad de que yo pudiera ser un humano común más concibió otra idea. Si realmente mi ser contenía un universo de emociones oculto en alguna parte... Tenía un serio problema si ni el dolor ni la proximidad de la muerte lo rescataba del abismo donde se hallaba enterrado.

O quizá es que, como siempre supe, no había nada.

De lo que sí me percaté fue de que aquel rostro aterrorizado suscitó en mí una sensación equivalente a la que me originaba la desnudez magnánima de la naturaleza.

De ahí que mi afición nocturna cambiara abruptamente de derrotero.

La lente de mi cámara se posó sobre un nuevo tipo de escenario, cada vez más desquiciante y perverso que el anterior.

¿Que por qué fotografiaba esa crueldad?, quería conocer el agente Anderson.

—Estaba en el lugar adecuado en el momento oportuno.

Sin esperarlo, de Anderson brotó una carcajada.

—Por eso mismo lo hemos escogido, Oliver —dilucidó—. Porque ha visto el mal con sus propios ojos y no se ha sentido conmovido por las víctimas indefensas que rogaban por sus vidas. Lo importante —elevó el dedo índice—, lo primordial para que le hayamos seleccionado de entre tantos, es que en ningún momento se dejó arrastrar por lo que captaba su cámara. Se mantuvo como observador imparcial de la sangre, el horror y la tortura que un ser humano es capaz de ejercer sobre otro. Controló la pulsión de imitar lo que su cerebro absorbía noche tras noche. —Anderson extendió los brazos, como si eso fuera todo, y sonrió—. Un hombre que no se estremece con un espectáculo semejante, pero que tampoco lo lleva a cabo. Por eso está aquí, Oliver.

Esta vez fui yo el que se echó a reír. Anderson enarcó una ceja al tiempo que su cara manifestaba la aversión que profesaba por mí en una mueca.

—¿Desde cuándo el FBI necesita a psicópatas de bajo nivel como agentes?

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