Capítulo 19
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Un destello de sol incidió en la copa de fino cristal llena de champagne. Las diminutas burbujitas efervescentes bullían sobre el fondo nuboso que sobrevolábamos. El alcohol nublaba mis sentidos. Se apoderaba de mí una desinhibición insaciable.
La noche con Adam había sido una prueba que me había mantenido en la cuerda floja en más de una ocasión. El sexo con aquel empresario de mediana edad era salvaje. Me había mostrado lo que ocultaba en su cuarto rojo: era su fetiche el hacer sufrir a la víctima de su ferocidad sexual. No había cosa que se le pasara por aquella mente sucia que no probara, y Chase Campbell estaba dispuesto a superar cualquier prueba.
Pero que ahora yo disfrutara de un Veuve Clicquot mientras tenía a Adam en mi entrepierna significaba que había encarnado el papel sin un ápice de error. Entendía por qué todos se morían por un poco de sexo con Adam Bradsow. Aquel hombre sabía cómo reforzar a sus fieras cuando habían cumplido debidamente su trabajo.
El avión privado se había convertido en nuestra cama improvisada. Las vistas desde el mar de nubes eran extraordinarias. Contemplarlas en el punto álgido del goce, sintiendo la piel sudada, pegajosa, de aquel que te provee un sexo tremendamente satisfactorio, de esas manos que te recorren necesitadas de saciarse contigo, no podía compararse con nada.
La escapada fugaz de negocios a Ginebra culminó la madrugada del domingo. No permitió que me fuera a casa. Adam y su naturaleza persuasiva habían hechizado a Chase, que acató sus órdenes como buen cachorro que era.
*
Cruzaban las doce del mediodía cuando abrí los ojos. Adam me observaba desde su lado de la cama. No había dormido en toda la noche, pero su rostro estaba impoluto. Ninguna imperfección, ninguna ojera, aunque me hubiera tenido toda la madrugada consintiendo sus fantasías. A eso de las seis de la mañana, mi energía dio un bajón estrepitoso. Caí rendido en la cama sin cuestionarme la posibilidad de recibir una amonestación de mi hospedador.
Me recliné en el cabecero y lo miré enarcando las cejas. Manifestaba mi impertinencia, a pesar de que Adam supiera que no era más que un truco con el que enfrentar a la manada social de ahí fuera.
—¿El perrito está muy agotado? —me saludó, y destiló una risa vanidosa que acrecentaba su atractivo.
—¿Es que me has dado algún respiro, perro viejo? —le ataqué—. Eso que te chutas te la pone dura demasiadas horas.
Pretendía enfadarle, sacar su vena irascible.
—Los jóvenes de hoy en día no sabéis lo que significaba la palabra disfrutar. Caéis en el constante error de pensar que con correros está todo hecho. Y eso no es nada más que el principio —me respondió—. El sexo es mucho más. Y estoy dispuesto a que lo entienda esa cabecita preciosa tuya. —Sonrió y me cogió del mentón. Me inspeccionaba como si fuese una joya que pulir—. ¿Me vas a negar que estas dos noches no han sido lo mejor que te ha pasado en esa vida mediocre que tienes?
—¿Tú qué te piensas, viejo?
Me quité las sábanas de un manotazo y salí de la cama. Desnudo, me planté de espaldas a Adam. A través del espejo esquinero pude comprobar cómo se deleitaba con mi fisionomía. A su rostro regresaba esa lascivia incontinente. Creyó que estaba enfadado, que el aficionado del mundo donde él se movía como pez en el agua se había enfurecido. Pero era todo lo contrario. Mi animal interior, mi sombra devoradora, me decía que era el momento. Había prorrogado demasiado mi verdadero goce.
Mis oídos se aguzaron. Los pitidos del tráfico, los pájaros de la arboleda frontal, los murmullos de la calle... Y ni un solo sonido en el interior de la vivienda. El personal de Adam libraba los sábados por la tarde y no regresaba hasta las siete de la mañana del lunes. Me lo había revelado en uno de los tantos jueguecitos que quiso intentar en sus escaleras. Me negué a ser fuente de cuchicheos entre sus asistentes. Y me confió el elemento que necesitaba para actuar y que para él significaba un sinfín de lugares donde probar su morbosidad: una casa vacía.
—Ven aquí.
Le hinqué por encima del hombro una mirada crítica. Adam se echó a reír.
—Has actuado tal y como se te pedía, perrito, así que voy a resarcirte. ¿No estás contento? —preguntó. Destapó su cuerpo para que reparara lo que mi desnudez originaba en su virilidad—. Sé bueno y ven. Quiero probar algo nuevo...
—¿Esa mente tuya no para ni un segundo? —le solté girándome al completo.
Adam comprobó que, pese a mi malhumor, yo también estaba excitado.
—Mi mente está en continua creación, perrito. Nada la sacia. Necesito dar vida a lo que se mueve dentro de mi cabeza, y tú, Chase, eres la pieza que va a hacerlo realidad.
Me aproximé al borde del colchón. Él se había arrodillado. Sus manos atraparon mi espalda y me obligaron a posicionarme a su altura. Se lamió los labios, hambriento. Pude leer en sus ojos la lujuria que lo corroía.
Retrocedí.
—Soy yo quien quiere probar algo.
—¿Tú? —menoscabó mi capacidad—. ¿Ahora pretendes imitarme?
—¿No era ese tu propósito? —repliqué—. ¿No me estabas convirtiendo en ti?
Nuestras miradas se desafiaron por el control de la situación. Luego Adam me soltó. Se acomodó en sus marcados cuádriceps y me deleitó con una suculenta sonrisa.
—Adelante.
Tomé el mismo pañuelo que Adam había utilizado conmigo para taparle los ojos.
—¿Quieres follar a oscuras? —conjeturó entre risas.
No le contesté. Lo dejé arrodillado mientras accedía al baño del dormitorio. En uno de los paseos nocturnos por los intersticios de la mansión, tuve el honor de conocer la cocina. Perdí unos cuantos segundos eligiendo el cuchillo que mejor seccionaría la carne de Adam, y di con el adecuado, aquel que me proveería agilidad sin restar diversión.
Lo había escondido en el baño, entre los cientos de toallas del armario. Percibí el filoso ruido de la hoja al salir de su escondite. No pude evitar que mis latidos se precipitaran. Me aproximaba a mi tercera víctima, un iluso con aires de grandeza que forzaba a su chucho favorito.
—Siéntate en posición de loto.
Adam rio. Le entretenía mi imitación barata de sí mismo. Pero aceptó mi petición. Con el cuchillo escondido tras la espalda, me senté a horcajadas sobre él. Su piel caliente aderezaba la mía. Advertí que su excitación crecía.
—Extiende los brazos hacia atrás y apoya las manos en la cama.
Qué fácil me lo estaba poniendo todo.
—Inclina la cabeza.
Los gruesos músculos de su garganta se tensaron. Mis pupilas titilaron al entrever las venas palpitando con la sangre que deseaba ver manar.
—¿A qué esperas, perrito? —inquirió—. ¿Qué estás tramando?
Planté el cuchillo entre Adam y yo. Todo mi cuerpo se estremeció. Estaba ahí. Era la señal. Me mojé los labios.
—Te aseguro que esto no lo has probado nunca.
Mi voz vistió una incisiva satisfacción. Apreté los muslos de Adam entre mis piernas. Él elevó el torso.
Y mi sombra tomó mi ser.
—¿Qué es...?
La raja que dividía la carne de la garganta silenció a Adam. En su expresión no vi dolor. Incredulidad, desconcierto. Todo su cuerpo comenzó a vibrar. Liberaba tensión, el placer de lo prohibido, de lo negado. Todas sus fibras nerviosas trabajan al unísono, desperdigaban su energía, emanaban su grandeza. Era indescriptible. Quería sentirlo, hacerlo mío, introyectarlo.
Trató de llevarse las manos a la garganta para contener la hemorragia, pero yo se lo impedí seccionando los músculos de su abdomen. Un manantial de sangre se desperdigó por las sábanas. Mi piel se teñía del mismo rojo oscuro que la de Adam.
Sus manos viajaron hacia el cuchillo y se aferraron a las mías. No se lo negué, no tenía fuerzas para sacar el cuchillo de su interior, aunque sí para seguir con vida unos minutos más.
Deslicé uno de los extremos del pañuelo. Sus ojos me apresaron. Habían perdido ese brillo de cazador. Unas líneas rojizas aderezaban sus escleróticas. No era capaz de formular una palabra. Pero su mirada lo decía todo. Me vio sonreír, y su gesto se volvió burdo, falto de consonancia.
Convulsionó levemente cuando extraje la hoja de su estómago. Sus ojos resbalaron de mi cuerpo desnudo al suyo. No halló separación alguna. Yo estaba en él, todo era sangre. Nada nos diferenciaba.
Salvo que él estaba a punto de dar su último aliento.
*
Robé una manzana del frutero y abandoné aquel hogar del Distrito Financiero en el personaje de Chase Campbell. La fructífera puesta en escena en la ducha de hidromasaje de Adam eliminó parte del tinte que enmascaraba mi verdadero cabello. Aquella personalidad me estaba dando señales de que su función había finalizado. Iba a desaparecer, a esfumarse. Aquel joven empresario dejaría de existir.
Mientras emprendía un rodeo que evitara un tropiezo con conocidos de vuelta a mi piso, encendí el móvil de mi padre. Varias llamadas perdidas y decenas de mensajes colapsaron la bandeja de entrada. Tenía dos llamadas de Natasha. ¿Las veinte restantes? De Caroline. Los mensajes también le pertenecían. Todo lo que había escrito en ellos me rebajaba a la posición más miserable.
¡Pobre Natasha! Su cita con el bueno de Maiden Pears había sido todo un desengaño. Había recaído en ello el sábado por la noche, cuando Adam me llevaba a su dormitorio. Un breve pensamiento, siquiera un simple recordatorio. Lo ignoré tan pronto como Adam cerró la puerta.
Ahora que regresaba a la vida del afable camarero, me llovían las críticas de la malograda artista que protegía a Natasha contra todo mal en la tierra.
«¡Pensaba que tú eres diferente! Pero ya veo que eres un imbécil más», decía uno de los mensajes.
«¡Espero que sepas cómo arreglar esto! Natasha está destrozada», aseveraba otro.
Pero mi desconsideración tenía un motivo; Maiden no había faltado a su cita con la encantadora universitaria porque se hubiera olvidado de ella. Todo marchaba según lo previsto. Natasha debía creer que Maiden no era el chico bueno que ella había idealizado. Tenía que odiarlo, sentir el impulso de hacerle daño para que, cuando conociera la causa de su descuido, le desbordara la culpa.
De ese modo, la imagen de Maiden volvería a enamorarla. Ya nada podría hacer que se desenganchara de aquel joven con afán de crecimiento.
Se rebajaría a ser ella la que se disculpara.
La trampa estaba echada.
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