Capítulo 12

—Informe.

Desde un extremo de la mesa rectangular, Anderson hacía frente a la hegemonía del FBI. El Subdirector Thomas Chabeler ocupaba el ala opuesta. A su derecha, el Director Adjunto Phillip Ashton esgrimía sobre él un escamoso escrutinio. Aquel hombre de ojos prietos y labios notablemente delgados era el encargado de dirigir y supervisar su trabajo, y pese a que su tez hacía gala de una contracción inalterable desde antaño, aquella mañana parecía aún más corrosiva.

Frente a Ashton, uno de los dos agentes especiales al mando, responsable de la actuación y eficacia de las misiones a su cargo, anudaba las manos con visible tirantez. Su habitual tic en el ojo izquierdo había acrecentado el ritmo, y se empeñaba en encubrir aquel desagradable espasmo involuntario con un pestañeo recurrente.

Anderson dobló una fugaz ojeada al ventanal. La mujer que observaba de modo continente la colorida arboleda vestía el uniforme azul oscuro del Cuerpo de Marines. Se había abstenido de participar, pero su oído estaba varado en la conversación, a la espera de que los ánimos encolerizados y las acusaciones indiscriminadas le ofrecieran la oportunidad de incorporarse a la reunión. Sostenía bajo el brazo derecho una gorra de visera blanca. En el costado de la chaqueta de punto se entreveían los contornos de varias cintas en conmemoración a sus servicios. No hizo falta que se girara para confirmar a Anderson la existencia de una secuencia aún mayor de medallas en la zona izquierda del traje.

«Un hueso duro de roer», se dijo para sí, levemente mosqueado.

Aparentando firmeza, depositó encima de la mesa un archivo similar al que sus superiores tenían abierto.

—Han leído el dosier.

—¿Estos papeles? —Phillip Ashton revisó el compendio en un rápido arrebato contra el dorso de las hojas—. Formalidades y burocracia —le quitó valor—. Lo que nosotros queremos es un informe verbal suyo.

Anderson trató de serenarse. El fallo de un equipo de cinco agentes había precipitado su regreso a Quantico.

—Las muertes —pidió Chabeler que explicara.

Las muertes... El único adjetivo que se le ocurría para describir las muertes era el de brutalidad. En sus años de inmersión había sido espectador de la perversidad humana que exponían los cadáveres infestados de moscas. Decapitaciones, fusilamientos, ajuste de cuentas. A menudo, aquellas imágenes recurrían a su cabeza como una película incontrolable. Pero lo que se estaba desatando en Nueva York era de un matiz diferente.

—No parece un caso complicado —infirió Phillip—. ¿Qué más quiere? Muestras biológicas por toda la habitación. El asesino no tenía muchas luces. Prefirió disfrutar sin pensar que nos estaba facilitando el trabajo. Es un regalo de Dios —se mofó del semblante circunspecto de Anderson.

—Ese hombre no es un vulgar asesino.

La mirada aquilina de Phillip se sumó a la del subdirector.

—A la policía no le habría hecho falta pedir nuestra colaboración con unas evidencias como las que detallan los informes —prosiguió Anderson—. En ellos están indicados los análisis realizados a las pruebas halladas en los escenarios de los crímenes. —Viajó de superior en superior, captando por un breve segundo a la mujer de la ventana—: Las pruebas biológicas aportan un resultado inquietante. Puede que sorprendente.

—¿Está esperando que le aplaudamos? —inquirió ofuscado Phillip.

Anderson tomó aire, sorteando el humor dilapidario del director adjunto.

—Las pruebas concluyen que ese hombre no existe.

El silencio reinó en la sala como un sexto miembro de la reunión. Los tres hombres cargaron la confusión de sus facciones en Anderson.

—¿Qué quiere decir con que no existe?

—No hemos logrado obtener datos de dicho individuo. Ni en las huellas dactilares obtenidas en los escenarios ni en las muestras de cabello desprendido en un posible forcejeo. Tampoco hay hallazgos conclusivos en el ADN de los fluidos corporales. Hemos cotejado los datos en ViCAP y NCIC. Nada. Las pruebas han determinado que el asesino es un desconocido para nosotros. No hay semejanzas entre otros casos y los distintos perfiles criminales archivados.

—¿Ni en los cadáveres?

—Los patólogos forenses que examinaron los tejidos corporales de las víctimas han podido precisar la causa de la muerte, el momento del fallecimiento y las identidades. Pero nada que identifique al perpetrador.

—¿Insinúa que ha ido cambiando de identidad con los años? —interpretó Chabeler, cuya voz había escalado en formalidad.

—En absoluto. Sostenemos que ese hombre ha empezado a matar recientemente, pero elaboró por anticipado el borrado de su información personal —explicó Anderson—. O él mismo hackeó los ficheros informatizados con sus datos o contrató a un profesional para que eliminara lo que hubiera sobre él en la red.

—Si su modus operandi estaba preparado de antemano, también ha de haber elegido a sus víctimas con anticipación. No habrá dejado nada al azar, al momento de la consumación del acto. Ha tenido que investigarlas. Sabía a quiénes cazar. ¿Cómo han llegado a la conclusión de que es el mismo hombre en los tres crímenes? —cuestionó.

—Por lo que las víctimas tenían en común. —Anderson hizo un inciso, alargando la cuestión principal—: LovPer.

—¿Qué es LovPer?

—Está incluido en el dosier que les he entregado. LovPer es una aplicación de citas por Internet. Las tres víctimas estaban inscritas a la web. Dos de ellas, las dos mujeres, fueron asesinadas el mismo día de la cita. El hombre duró un poco más, en la aplicación consta que tuvo una cita con uno de los usuarios tres días antes. Sospechamos que mantuvieron varios encuentros antes de ser asesinado.

—¿Una web de citas es el método de actuación del asesino? —remarcó Phillip con una jactanciosa carcajada—. ¿Y cuál es el problema entonces? Los perfiles de esas páginas publican información de los clientes. El asesino está entre ellos.

—Ahí es donde entra en juego otra complicación. —Anderson inclinó la cabeza—. Las tres víctimas quedaron con tres hombres completamente distintos.

—¿A qué cojones se refiere?

—Esa web de citas tiene su propio modelo de selección de parejas. Verán, utiliza un algoritmo basado en un cuestionario de personalidad. El resultado es un total de dieciséis personalidades. A partir de un listado de preguntas, la aplicación escoge a la pareja ideal en función de gustos afines en rasgos.

—Y se hizo pasar por tres modelos de rasgos diferentes —interpretó Chabeler la actuación del asesino.

—Por ahora. Ese hombre volverá a atacar. Tres asesinatos consumados con éxito son un patrón. No tardará en buscar una cuarta. Perdonen mi temeridad, pero no entiendo por qué han pedido mi comparecencia cuando mi dispositivo continúa en Nueva York.

—¿Qué puede concluir de todo esto, agente Anderson? —el subdirector ignoró su pregunta.

Anderson inspiró antes de hablar. La serenidad de la mujer a espaldas del grupo le estaba inquietando.

—Que estamos ante un asesino con una capacidad intelectual excepcional —respondió—. Hombre, de entre veinticinco y cuarenta años. Perfeccionista, metódico. No se deja llevar por el impulso. Esa necesidad de acabar con la vida de otra persona fue concibiéndose poco a poco en su cabeza. Y ha previsto punto por punto el modo de satisfacer su deseo sin ningún error de cálculo. Ha hallado la forma de escabullirse. Ha borrado su vida de la nube. Para nosotros, es un interrogante. Y eso le excita. Tiene rasgos narcisistas, antisociales. Probablemente una psicopatía primaria. Buenas habilidades sociales. Atrae a la gente sin mucha dificultad. Estudia su entorno para aprender formas de actuación distintas. Por lo que ha hecho con los cuerpos, podemos deducir que tiene tendencias parafílicas. Sadismo sexual. —Apoyó los puños sobre la mesa—: Lo más peligroso de su perfil no es la violencia que exhiben los cadáveres. El problema es que ese hombre es invisible.

Una débil carcajada desvió los ojos de Anderson hacia la mujer. Se había decantado por aquel instante, en el punto culmen de la disputa, para revelar el motivo de su intromisión.

—¿Algo que desee comentar? —opuso directamente contra ella.

—Anderson —la inflexión de Chabeler se acrecentó en gravedad—, le presento a la Jefa de Operaciones Navales, la almirante Abigail Chelbruck.

—¿Qué pinta la Marina de los Estados Unidos aquí?

Fustigó con la mirada a la mujer que se aproximaba a la mesa. Sus galones irradiaban un aura de potestad absoluta.

—La Armada está interesada en nuestro experimento. Desean ver por sí mismos la evolución de los sujetos seleccionados.

—¿Quieren colaborar?

—Cooperar —tomó el turno de palabra la almirante Chelbruck—. No planteamos una reciprocidad. Más bien, un previsible cambio de mandos.

Anderson se fijó en los rasgos asiáticos de la mujer que se había adueñado de la reunión. Del acento americano rezumaba la fortaleza de su origen japonés. El rostro alargado, el hueso del pómulo excesivamente marcado. Los ojos hundidos, sutilmente inclinados y entrecerrados, de un color tierra oscuro. La barbilla puntiaguda, delineada por llanuras nítidas que le proveían unos años de más. Su fisionomía reforzaba un carácter impositivo.

—La Marina se ha tomado la libertad de asumir cierta carga del proyecto.

—¿Y eso que supone para nosotros?

—Órdenes —intercedió Abigail.

—La almirante Chelbruck lidera la eficiencia operativa de las fuerzas de la Armada donde sea que el Secretario de Defensa le asigne.

—Me está diciendo que...

—En efecto —asintió el subdirector—. En la Casa Blanca están al día de nuestra iniciativa... —Su expresión despuntaba animosidad. La invasión de la operación que estaban desarrollado no era de su agrado—. El actual director del Departamento de Defensa ha creído conveniente la implicación de la Armada.

—Estoy al corriente del grupo que está a escasos días de servir por la patria —intervino Abigail.

Aquellos rasgos de plástico eran incapaces de trazar una sonrisa sin agrietar las cutículas de su dueña.

—¿Y bien? —inquirió Anderson con aspereza. Su estatus en esa sala rozaba el subsuelo. No era nadie en aquella escalera de autoridades—. ¿Por eso he abandonado a mi equipo? Podían haberme informado sin necesidad de que me ausentara de mi puesto.

—La almirante Chelbruck nos ha convencido. —Vertió su indignación en el término empleado—. Daremos luz verde al proyecto. En lo que respecta a los agentes a su disposición, vamos a incluir unos cuantos efectivos más en la unidad.

—¿Cómo? —Anderson se mostró desconcertado. La ampliación de su equipo, pese a que suponía comenzar de cero, era un problema secundario—. ¿Ya? Están a un mes de finalizar la instrucción, pero aún no tienen experiencia de campo.

—Los informes que nos han ido entregando son favorables. Salvo determinadas desviaciones de conducta de fácil contención, no existe ningún inconveniente —intercedió Ashton.

—Van a enviar a esos hombres a la muerte —rebatió, clavando la punta del dedo en la mesa—. No están preparados.

—Esos hombres ya están muertos. —Abigail recibió los ojos de la atmósfera masculina de la reunión—. No debe apiadarse de ellos. Aquí son meros objetos, bombas humanas a nuestro servicio.

Anderson apretó los dientes en lugar de contestar. Esa mujer se estaba apropiando de la iniciativa confeccionada por el FBI. Se giró hacia el subdirector, dispuesto a plantarle cara.

—¿Está de acuerdo con esto? —discutió—. Si actuamos de ese modo, su querido programa está destino a la ruina.

—Esos diez hombres son solo el inicio, agente Anderson —habló con calma—. El primer prototipo de lo que está por llegar. Este estudio piloto es un ensayo preliminar orientado a evaluar la viabilidad, las posibles adversidades y las mejoras de un proyecto a gran escala.

—Nosotros también queremos observar los resultados de estos meses de adiestramiento —indicó Ashton—. Hágase a la idea. Su opinión no cuenta. El proyecto ha dado comienzo.

—El sujeto que ha adiestrado es perfecto —se aunó Chabeler al veredicto.

Anderson achicó los ojos. Había descifrado lo que escondía aquella inofensiva frase.

—¿Me está pidiendo que introduzca a uno de esos hombres en la misión?

—No a uno cualquiera.

—A su animal de compañía —pronunció hilarante Ashton.

Anderson vagó la mirada entre los tres hombres. Evitó centrarla en la almirante. Esos diminutos ojos estaban pendientes de su siguiente movimiento. Era un simple ratón en una caja de Skinner debidamente condicionada.

—Oliver Lauder se unirá a su escuadrón —concluyó el subdirector—. Lo pondrá al día del caso, de los aspectos que nos ha presentado y, en especial, de su rol.

—¿Su rol?

Los tres hombres cruzaron miradas. Fue Chabeler quien habló:

—Infórmenos más detalladamente acerca de LovPer.

Anderson se olió la encerrona. La almirante arrastró una de las sillas, sumándose a la conversación. Lo tenían todo previsto. Su orden de regreso para un reporte de las operaciones de su equipo estaba acordada desde el principio.

La imagen del hombre de ojos grises ocupó un breve lapsus mental. No esperaba sentir piedad por él, tampoco entendía el motivo de querer ahorrarle sufrimiento a un hombre que carecía de la capacidad para que las desgracias ajenas le afectaran. Sin embargo, tenía claro que todos sus esfuerzos serían en vano. En esa habitación encarnaba el mismo puesto de chucho que el hombre sin emociones al que estaban a punto de arrojar a los leones.

«Mierda, Oliver —se lamentó Anderson—, estás metido hasta el cuello en una trampa».

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