Capítulo 6.


«El hombre tiene en el amor sus alas y en el deseo su yugo».

-Víctor Hugo.

~*~

GIAN MCMAHON.

Me había abotonado los gemelos y ajustado bien la corbata, intentando hacerme el mismo nudo que la Señorita Aubriot me había colocado, fallando estrepitosamente en ello.

Era increíble la capacidad que tenía esa mujer con las manos y no lo había dicho únicamente yo.

Mi hermana Dulcie había quedado completamente ensimismada con el nudo cruzado que llevaba, un nudo que estaba en desuso por la complejidad de este.

Y ella, Siv Aubriot, una francesita arrogante que parecía odiar vivir en mi país, no había tardado ni medio minuto en hacerlo.

Y Dulcie estaba encantada con ello, incluso me había preguntado si era una mujer soltera. Y mi respuesta había sido un simple «de momento».

Quiero decir, amaba a Dulcie al igual que amaba a mi otra hermana pequeña Ophelia, las quería con todo mi corazón, pero a diferencia de la menor de los McMahon, quien tenía una independencia envidiable a sus veinte años, Dulcie tenía una especie de obsesión con las mujeres que me gustaban físicamente.

Ella creía en esa hermandad de «tú primero y luego voy yo».

Para todo.

No soportaba ese aspecto de ella, pero era buena poniendo excusas y su favorita era que mi gusto con las mujeres era exquisito.

Y tenía razón.

—Señor McMahon —Mi secretaria Rachelle Stringer consigue que quite la vista del ordenador—. El Señor Bradsley le espera en la sala de juntas.

—¿Ha llegado mi abogado? —pregunto sin mucho entusiasmo.

Dayton Hyland no sólo era mi abogado dentro de las fronteras estadounidenses, sino que también le había otorgado la fortuna —o la desgracia, según se viera— de ser mi mejor amigo.

En Europa, en cambio, tenía a uno de los abogados más reputados y hábiles que había conocido nunca: Jhon Schrödez, un alemán al que le confiaría hasta las llaves de mi casa porque sabía que, con él, estarían incluso más a salvo que conmigo.

—Sí, se encuentra con el Señor Bradsley y su abogado.

Rachelle era eficiente, brillante y sabía dominar en un lugar lleno de hombres sin sentirse superior y, sobre todo, era la persona más organizada que había conocido en la vida.

Por eso la había contratado, porque no temía mirar a los ojos o alzar la voz cuando el personal se volvía algo holgazán u olvidadizo.

Me había llegado incluso a sentir mal de culparla frente a la francesa teñida por el error de mi agenda cuando, la realidad, es que yo mismo había solapado ambas citas sin darme cuenta.

Me consolaba saber que le pagaba demasiado bien como para que me perdonara si llegaba a enterarse alguna vez de mi pequeña mentira.

Salgo acompañado de mi trabajadora y cierro con llave el despacho, enderezo la espalda, mostrando mi altura y grandeza frente a los trabajadores que estaban en la oficina.

—McMahon —Saluda con una sonrisa Dayton—. Hoy no llevas la corbata con el nudo ese raro. —Mi mejor amigo se llevaba muy bien con mi familia y estaba seguro de que Dulcie no había sido capaz de cerrar esa boca suya.

Mi secretaria vuelve a su puesto de trabajo y le doy un cariñoso apretón de manos a mi amigo.

—Cállate, Hyland y ocúpate de esos pelos surferos tuyos, eres abogado, no surfista o modelo —Frunzo el ceño y muestro una escueta sonrisa—. ¿Tan mal te pago para que me lleves ese pelo tan desordenado?

—Amigo, no es incompatible ser ambas —Sonríe, mostrando una perfecta dentadura que cualquier dentista querría usar como ejemplo—. Que, por cierto, ya va siendo temporada de surf. —Me dice a modo de indirecta.

—Primero nos centraremos en el estafador que para algo te pago, Dayton.

Me encantaba entrar en el mar y surfear entre las olas. Algunas personas temían al océano, yo creía que, respetando los límites que la naturaleza nos daba, podíamos llevarnos bien.

Me mira como si estuviera a punto de reñirme, desde pequeños, cuando nuestras casas estaban una frente a la otra e íbamos creciendo juntos, se había tomado esas confianzas.

Sabía que no era correcto denominar así a una persona, pero no soportaba que alguien intentara reírse de mi trabajo, mi dinero y mi tiempo.

Y menos si la opinión pública me criticaba por estar asociado con inútiles.

—Guarda las formas, la reunión será grabada a petición de Bradsley.

Asiento.

Dayton Hyland no sólo era mi abogado y mejor amigo, también era mi salvador. Al menos cuando necesitaba relajarme por culpa de la inutilidad de algunas personas.

—Buenos días, Cody —Me gustaba tutear a las personas porque me hacía sentir cierto control en lo que a ellos respectaba—. Supongo que sabes por qué te he hecho venir.

Se ajusta bien la corbata y se quita la chaqueta, mostrando cómo la zona de las axilas de su camisa está empapada por el sudor.

Me resulta estúpido su nerviosismo y, me hace engrandecerme.

—¡Es culpa suya! —exclama con tanta inquietud que parece que en cualquier momento vaya a estallar—. ¡Me había prometido una buena campaña publicitaria para mi editorial y sólo me ha dado a los peores!

—Cálmese, Cody —exijo mientras subo una pierna encima de la otra y me acomodo en mi asiento—. ¿Sabe cuál es el problema? Que no sabe llevar una empresa y mucho menos una editorial. Cree que la importancia recae en la cantidad y no la calidad, cuando la realidad es que, sin calidad no tendrá cantidad y no pienso permitir que Luana Creative quede manchada por su culpa.

—¡Eso son injurias! —Amenaza con su dedo mientras su abogado le pide que se calme—. ¡Retírelo!, ¡he conseguido el mejor contrato editorial para la novela del año!

—Ni yo mismo entiendo cómo engañó a esa escritora —respondo con sinceridad y algo de aburrimiento—. No se preocupe que ya nos encargaremos de que el libro de Onda Gorbold encuentre su sitio, para su tranquilidad, he de decirle que ya estamos en contacto con ella.

—¡Traidor! —Me señala con el dedo y echa su silla hacia atrás—. ¡Sólo quiere robarme a mi estrella! Por eso me dio a los mayores inútiles del país.

—No me falte al respeto ni me alce la voz —Una cínica sonrisa nace de mis labios—. Le di a dos de mis mejores correctores para el que iba a ser el gran lanzamiento literario del año, le di la opción de elegir entre todos mis portadistas y maquetadores. Si usted está llamando inútiles a mis trabajadores, déjeme decirle que me está llamando inútil a mí —Sus ojos muestran entre ira y miedo ante mi tono autoritario y calmado—. Además, fue usted quien los escogió..., no hace falta que señale la conclusión lógica a la que llegamos siguiendo ese razonamiento, ¿cierto?

—Pero...

—Exacto, Cody: es usted un inútil y puedo afirmar sin miedo alguno, que más de uno está de acuerdo con mis palabras.

Le doy un sorbo a la botella de agua que tenía a mi lado de la mesa.

—¡No saben captar la esencia que yo buscaba! —balbucea, buscando excusas y la mirada de su abogado para encontrar cualquier razón o alternativa a su pésima coartada.

Le pido a mi abogado el ejemplar y se lo muestro desde lejos.

—Esto es exactamente lo que pidió: una portada manipulada de una foto sin calidad que usted obligó a usar, un libro sin solapas y un tipo de letra ilegible. Me consta que se le recomendó cambiar y que no le dio la gana porque pensaba que su idea era la correcta, según tengo entendido ni la mismísima Onda Gorbold le dio su aprobación y a usted le dio igual —Noto cómo se tensa—. Es más, usted dio su beneplácito única y exclusivamente a su desastre y rechazó doce propuestas. ¡Doce! ¿Quiere que le muestre las doce genialidades que usted mismo descartó?

—¡Estoy perdiendo en ventas cuando el lanzamiento fue un éxito!

—Le dije que sólo publicitaría el libro si yo estaba conforme con el resultado y nuestros abogados pueden dar constancia de esa conversación —Apoyo los codos en la mesa—. Pero déjeme decirle otra cosa, Cody, ni siquiera vamos a imprimir más libros, no voy a permitir que el sello de Luana Creative forme parte de su editorial y mucho menos meter anuncios en todas las televisiones, locutoras de radio o pantallas del país bajo mi sello publicitario.

—¡¿Qué?!

—Le di unos presupuestos, unas cláusulas y le puse a su disposición a los mejores profesionales de la materia. Vamos a revocar el contrato y usted debe pagar la cláusula que indica que, llegado a producirme pérdidas, debe abonar al menos el 30% de cada venta hasta agotar existencias.

—¡No pienso pagar un centavo, McMahon!

—Lo hará o tendremos que vernos en los tribunales; decida usted qué alternativa prefiere, ahora mismo me siento generoso y le puedo alargar la oferta durante 5 minutos.

Leo en los labios de Dayton un «Se lo merece, pero eres un cabrón» mientras intenta ocultar una sonrisa de orgullo hacia mí.

—¡Tengo bocas que alimentar! ¡Deme otra oportunidad!

Suena desesperado y veo cómo su abogado se lleva la mano a la cara, tapándose de la vergüenza.

—Y yo tengo un dinero que mantener y una reputación que no puedo perder.

Abandono la reunión sintiéndome satisfecho conmigo mismo y cómo había comenzado el día.

Haber confiado en Cody Bradsley había sido un error que cometíamos de vez en cuando los empresarios.

Un grave error, debía reconocer.

No obstante, no era nada que no tuviera solución.

Camino hacia mi despacho cuando una de las recepcionistas viene de frente hacia mí, corriendo como si le fuera la vida en ello.

—¿Todo bien, Señorita Underhill? —Alzo ambas cejas permitiéndole tomarse un respiro.

Sabía los nombres y apellidos de cada persona que pasaba por Luana Creative porque consideraba importante tener el control absoluto de todo lo que atañía a mi empresa, sobre todo cuando era mi orgullo personal.

No me costaba reconocer que tenía una pequeña obsesión con tener el control de todo en lo que me viera involucrado, fuera profesional o personal.

Necesitaba todo.

—Señor McMahon, le pido disculpas porque no he podido hacer nada para evitarlo...

—Vaya al grano.

Tenía dos reuniones con posibles clientes: una reedición de un famoso libro y otra acerca de un libro escolar.

—La Señorita Siv Aubriot le espera en la puerta de su despacho, de verdad que he intentado evitar que pasara a la zona privada, pero está dispuesta a que seguridad vaya a por ella.

—¿Ha dicho Aubriot? —pregunto anonadado.

—Sí...

«Bienvenida a mi zona de confort, francesita».

—Dile a mi secretaria que posponga todas las reuniones de hoy, envíe mis disculpas y avise a los afectados que es por temas personales. La visita amerita... toda mi atención... —Asiente rápidamente y da media vuelta, sin cuestionar mi orden—. Por cierto, no quiero que nadie moleste mientras ella esté en mi despacho a excepción de una urgencia.

—Pero tiene una comida a la una y media...

Cierto. Y no podía posponerla.

—Avíseme a esa hora, es la única interrupción que permito a no ser que se esté quemando el edificio o requieran mi presencia en un funeral, ¿de acuerdo?

—Sí, jefe.

∗⋅✧⋅∗ ──── ∗⋅✧⋅∗ ──── ∗⋅✧⋅

Mira con curiosidad la tranquilidad que se respira en mi despacho. Era un lugar impoluto, sin una mota de polvo y con grandes ventanales tintados que me permitían observar todo lo que ocurría fuera de las paredes, pero sin que nadie pudiera saber qué ocurría dentro.

Sus grisáceos ojos muestran una seguridad que no sabía distinguir entre sincera o falsa.

Me preocupaba que pudiera sentirse cohibida ante los caros muebles que había dentro de la estancia, incluso tenía un sofá de microfibra negro para ponerme más cómodo en caso de sentir mi espalda sobrecargada.

A diferencia de la señorita Aubriot, yo me tenía que forzar a rectificar la posición de mi columna y hombros.

Ella no, ella parecía una bailarina clásica preparada en la primera posición mientras esperaba a que el telón se abriera y comenzara la función.

Contrariamente a sus rasgos marcados y su nariz algo perfilada, su cuerpo parecía gritar «¡Cuidado! Material frágil».

Ella tenía dinero, al menos lo había tenido durante un tiempo, era evidente que se podía permitir ciertos lujos por la zona de Los Ángeles en la que vivía: Wilshire.

Pero no había que ser una persona astuta para saber que, una librería en los tiempos que corrían y siendo una empresa independiente, generaba más gastos que beneficios. Y, la mirada de sorpresa que me había dado cuando se lo comenté, me había confirmado lo que ya sabía: que estaba a punto de declararse en bancarrota.

—¿Quieres algo de beber? —Intento tutearla, me sentía más cómodo cuando las personas me guardaban un respeto, pero con ella quería tener esa cercanía.

—No, gracias —Sonríe mientras juguetea con la boina que lleva en sus manos—. Y hábleme de usted, por favor, no somos amigos.

«Mierda».

—¿Se ha olvidado de peinarse, Señorita Aubriot?

Camino hasta posicionarme con las manos apoyadas en mi escritorio y manteniendo una pequeña distancia entre ambos.

Quería demostrarle lo que hasta ella misma ya intuía, que fuera de la librería, el jefe era yo, hubiera un contrato de por medio o no.

Me observa con los ojos medio cerrados, ahora entendía cuando decían que la mirada de las mujeres podía ser de gacela. Es que era envidiable su determinación y ferocidad.

Trata de mantenerse calmada y serena.

Tanto Siv como yo sabíamos que se encontraba fuera de su rincón de seguridad y que eso me daba una gran ventaja sobre ella.

Se aproxima, dejándome oír el repiqueteo de sus tacones contra el suelo, demostrando que, aunque estuviera nerviosa, su apariencia seguiría siendo la de una mujer valiente y sin miedo.

Si pudiera escuchar los latidos de su corazón, apostaría al mejor postor que estaban acelerados.

—Es por la boina —aclara sin aminorarse por mucho que su postura corporal llegara a delatarla—. Sus recepcionistas me pidieron amablemente que me la quitara, pero si tanto le molestan mis rubias raíces, no será un problema volver a ponérmela.

Se sorprende al escuchar mi ronca risa.

Había sido por su culpa, era ingeniosa y ácida.

Una sorpresa para el mundo de dulce apariencia en el que me movía.

—No se preocupe, me encantan sus rubias raíces.

—Mi peluquero celebrará saber eso —Se cruza de brazos y lleva dos de sus dedos a una de sus mejillas, como si estuviera posando para un retrato—. ¿Le pillo en un mal momento?

Niego con la cabeza y me permito un instante para analizarla.

Llevaba una camisa blanca de popelina con cuello mao y plastrón en la parte delantera que me resultaba entre hortera y preciosa.

Si otra mujer se atreviera a llevar algo tan horrendo parecería posiblemente una especie de payaso. En su caso le daba elegancia a la prenda de ropa.

Siv Aubriot ya era elegante de por sí, no sabía si por su actitud o por su belleza europea. Pero lo era.

Sus pantalones negros de talle alto se ajustaban a su figura y a su cintura, haciéndola parecer una perfecta muñeca de porcelana y permitiéndome imaginar las curvas tan simétricas que se escondían debajo de la ropa.

—¿A qué debo su visita? —Me parecía asombrosa su capacidad para mirarme a los ojos, sin miedo y sin la sumisión a la que estaba acostumbrado por parte del resto del mundo—. Tome asiento si quiere. —Indico, señalando la silla frente a mí y después el sofá.

«Elige, Siv; dime dónde vamos a jugar».

—¿Por qué yo? —pregunta relajando su cuerpo y caminando hacia el sofá, pero sin llegar a sentarse, simplemente dejando su caro bolso junto a su boina en un rincón del diván. Esos pantalones le hacían muy buen culo—. ¿A qué se debe este juego entre millonarios?

Se da la vuelta, cruzándose de brazos y manteniendo recta la espalda.

—¿Qué?

—Primero usted —Me señala, moviéndose de un lado a otro por la habitación, juraría que nerviosa—. Y luego Isaac Fitz. ¿Soy una clase de premio por una disputa entre ambos o qué está pasando aquí?

—¿Qué estás diciendo, Siv?

—Aubriot para usted. —recalca.

—Déjate de gilipolleces —Me estresa su falta de astucia ante el peligro y rodeo la mesa para quedar cerca de ella—. ¿Puedes explicarte, por favor?

Enculé, McMahon —No le ha gustado mi respuesta y decide aplicar su ventaja lingüística insultándome en francés—. Da igual, sólo quiero que me dejen en paz.

«Que te den, McMahon».

—Siéntate, Siv —Señalo el sofá sin darle opción y me encanta cuando me obedece de manera automática, si fuera consciente de mi orden, nunca la habría ejecutado—. Habla.

—Isaac Fitz vino a verme al trabajo un día antes de la reunión —Cruza sus piernas y me permito observar la longitud de estas. Era una mujer realmente estilizada—. Usted llegó tarde y él se adelantó...

—¿Y qué?

No estaba interesado en perder el tiempo.

—¿No se sienta a mi lado? —Dudo que intente sonar seductora, pero por alguna razón a mí me provoca por completo—. ¿Le intimido, McMahon?

—Si te soy sincero, lo describiría más como «seducción».

Temo hacerla sentir incómoda, pero Siv Aubriot es una caja de sorpresas y así me lo demuestra cuando sus labios se curvan hacia arriba y se levanta, colocándose a mi lado.

Con esos tacones rojos estaba casi a mi altura a excepción de un par de centímetros.

—Ah, séduction —Lo pronuncia en francés y juro que escucharla hablar en su lengua materna me acaba de trastocar la cabeza, ¿cómo se podía transmitir tanto erotismo en una sola palabra? —. Los estadounidenses siempre piensan que las europeas jugamos el arte de la seducción cuando simplemente somos seguras de nosotras mismas.

Necesito pensar con claridad.

Necesito saber qué trama Isaac Fitz.

Tengo que concentrarme.

—¿Qué quería Fitz?

—Que trabaje para él... —Se ríe, recordando alguna cosa y consiguiendo que me ponga algo tenso—. Quiere destruirle, ¿lo sabe?

—Lo sé, lleva años intentándolo.

Realmente Isaac Fitz tenía un complejo de inferioridad y muchísima suerte. Era torpe, impaciente, desperdiciaba su dinero y se conformaba con la mediocridad.

Cuando estaba a punto de cerrar un contrato de gran importancia, era incapaz de callarse la parte de la confidencialidad y lo gritaba por todos lados —incluso llegaba a tuitearlo— y eso le suponía que muchos compañeros del sector mejoraran sus ofertas y muy pocos se atrevieran a intentarlo con él.

Era un incauto.

Pero era un hombre con una suerte que cualquiera desearía. Cuando cerraba un contrato importante, siempre acababa saliéndole bien, consiguiendo que se recuperara de la deuda que generaba año tras año.

—¿Y por qué se ha fijado en mí?

—No tengo la respuesta para todo, Siv —Doy un paso hacia delante y le ofrezco mi mano. La toma y se acerca a mí por decisión propia—. Si la tuviera, ahora mismo seríamos uno de esos «depende».

Se estremece al recordar nuestra conversación, lo noto por cómo su respiración cambia levemente.

Mon dieu... —Respira algo agitada y menea la cabeza un par de veces antes de recomponerse—. Usted es... bastante seductor y convincente. Incluso me apena mi propia norma.

—¿Aún la recuerdas?

—No junto trabajo con placer ni placer con trabajo —Lleva su mano a mi corbata, deshaciendo el nudo clásico y transformándolo en uno cruzado con demasiada maestría bajo mi atenta mirada y sintiendo la necesidad de explicarse—. Aprendí a cruzar corbatas cuando mi padre estaba enfermo y quería verse guapo, me pedía que le vistiera con el traje de su boda y le pusiera la corbata con el nudo favorito de mi madre para así sorprenderla cada vez que ella volviera a casa de trabajar por si era el último día que se veían.

—Lo siento muchísimo —digo con total sinceridad—. Supongo que teníais esa complicidad...

—Sigue vivo, ¿por qué se disculpa?

—Me alegro por los Aubriot, entonces —Se ríe, como si yo le hubiera contado un chiste interno del que no formaba parte—. ¿Trabajarás para mí, Siv? —insisto.

—No puedo —Alza su mano, acariciando mi barbilla—, quiero ser mi propia jefa.

—¿Por qué?

Perd la liberté n'est pas une option...

«Perder la libertad no es una opción».

—Siv... —Entrecierra los ojos ante mi demandante voz—. Je ne parle pas français.

«No hablo francés».

Era lo único que sabía decir en su idioma, que no hablaba francés.

Echa la cabeza hacia atrás, permitiéndome escuchar su suave risa en contraste con su dureza a la hora de hablar inglés.

Riéndose y dejándome observar lo distendida y agradable que sonaba el sonido más puro que una persona podía mostrar: el sonido de una carcajada sincera.

—Espero que nunca diga que mi acento en inglés es feo porque usted acaba de matar a la lengua de Víctor Hugo y Jules Verne en solo una frase.

—Puedes hablarme de «tú», Siv —propongo—. Puedes llamarme por mi nombre.

—Prefiero que no, es usted un problema y a mí los problemas me gusta tratarlos con su debido respeto. —confiesa.

—¿A qué has venido, francesita?

—¿Me ha puesto un apodo?

—Te estoy describiendo —manifiesto—, podría llamarte «rubia» o tal vez «hortera» por tu ropa y eso —Le guiño un ojo cuando abre la boca con cierta estupefacción—, pero creo que te sientes más cómoda si te recuerdo de dónde eres.

—Necesito pedirle un favor —Aclara su garganta y se separa un poco de mí, haciendo que la magia en la que nos habíamos visto envueltos desaparezca—. Hable con el Señor Fitz, déjenme en paz.

—¿Eso es todo?

Me frustraba el autocontrol que ella tenía. Había química bastante evidente entre los dos y quería descubrir más sobre ella.

Era una mujer que me intrigaba y que físicamente me atraía muchísimo.

La sentía como un desafío y una mujer por la que no me costaría ponerme de rodillas para complacerla si me lo pidiera con su arrogante boquita.

—Sí.

Mira hacia otro lado, respirando con tranquilidad y quedándose satisfecha.

Me siento utilizado y enfurecido. Ella estaba intentando manipularme para que la ayudara sin que yo recibiera nada a cambio.

—¿Trabajarás para mí? —Vuelvo a entrar en su campo de visión, estirándome y mostrando la seguridad en mí mismo que me caracteriza—. Sabes que serías una gran correctora para Luana Creative y que podrías encargarte con total libertad de los anuncios publicitarios, sabes cómo vender al público lector porque conoces bien el sector.

—¿Y qué pasaría con Liberté? —Cierra las manos formando dos puños y habla con cierta frustración—. ¡No quiero dejar mi negocio!

La entendía, era su orgullo y algo en lo que había invertido no sólo dinero, también parte de su corazón.

—Continúa con la librería, encontraremos a las personas ideales para que trabajen para ti cuando estés inmersa en un proyecto de Luana Creative —propongo—. Necesitas el dinero, lo sabes tan bien como yo.

—Yo... —Se queda pensativa, sopesando las opciones—. Quiero independencia...

Algo le preocupaba. Suponía que era demasiado francesa como para aceptar la mejor propuesta.

—Puedo darte seguridad frente a Fitz, dinero para que mantengas tu vida llena de lujos en Wilshire y el trabajo que toda persona desearía.

—¿Dónde está la trampa?

—No hay trampa.

—¿No buscará seducirme?

Era extremadamente inteligente.

—Sólo si tú no te niegas.

—Entonces no puedo —decreta, caminando hacia el sofá donde están sus cosas y se cuelga el bolso de un hombro y coloca la boina—. No junto placer con negocios.

—Piénsalo. —insisto.

—Está meditado —admite mientras revisa su móvil y lo guarda—. Me voy, tengo una cita.

—¿Negocios o placer?

Me cruzo de brazos, sintiéndome desplazado de algo que deseo: su cuerpo.

—Placer.

—Suerte con Isaac Fitz —Camino hacia la puerta de mi despacho—. Dígame una cosa —Vuelvo a hablarle de usted—, si usted y yo no trabajamos juntos, ¿también me priva del placer?

—Gáneselo.

—Lo tendré en cuenta —Pongo la mano en el pomo y me giro para echarle un último vistazo—. No voy a permitir que su cerebro esté en manos de otra persona que no sea yo.

—Entonces olvide la parte del placer.

—Soy más de los «depende».

Aguarda con paciencia a que le abra la puerta y en vez de eso tengo el impulso de acercarla a mí y levantar con mis dedos su mentón.

Sus labios son voluptuosos y parecen esponjosos.

Acerco mi boca a la suya y me sorprende notar cómo su mano me agarra de la nuca, incitándome a juntar nuestros labios.

«Maldita provocadora».

La tomo por la cintura y me hago con el control de la situación, mordisqueando su labio inferior y poniendo en primera línea de la batalla mi codiciosa lengua.

Exploro su boca, primero con suavidad y luego dejándome llevar. Es exigente y ahora entiendo por qué el beso francés se llama así: ellos mandaban y te hacían sentir un novato con su maestría.

Es una experta y temo que mis años de experiencia se vean destronados por una europea.

Luchamos por el control de la situación y me doy cuenta de que su elegante y estilizado cuerpo encaja a la perfección con mi altura y mis grandes músculos y, también me percato de que cederle el control por momentos no es algo que me cause un problema, sino que me encanta porque así podré recuperarlo cuando me dé la gana.

La separo de la puerta con miedo a que cambie de opinión y la hago retroceder hacia atrás hasta que la levanto y siento encima de mi escritorio, colocándome entre sus piernas y separando mi boca de la suya únicamente para poder respirar.

Me coge la mano y la lleva hasta su cuello, pidiéndome que le dé algo más y con gusto lo hago.

Sus gustos y los míos podían ser más parecidos de lo que en un principio pudiéramos imaginar.

Y me encanta.

—Trabajarás para mí y te follaré —digo con la respiración algo agitada, pero sin soltar su cuello—. Y cuando estés a punto de correrte con mi polla dentro te recordaré que tú no juntabas el trabajo con el placer y como castigo me pedirás que te folle la boca y que me corra ahí, ¿he sido lo suficientemente claro?

—¿Es un reto?

Está afectada por mis palabras y lo noto cuando aprieta con disimulo sus piernas y, aun así, tiene fuerzas para responderme con cierta obstinación.

Su rebeldía me volvía loco y me la ponía más dura de lo que ya estaba.

—Es una promesa.

Nos miramos a los ojos, retándonos y aceptando las palabras. Miro a su boca y ella mira a la mía.

Necesito besarla de nuevo.

Y no puedo.

Los nudillos de alguien tocando a la puerta de mi despacho nos cohíbe de ello.

Voy a despedir a quien se haya atrevido a molestarme.

¡Hola! ¿Qué os ha parecido?

¡No te olvides de dejar un votito y un comentario si te ha gustado!

Como veis la mayoría de los capítulos están narrados por Siv, ella es la narradora principal, pero de vez en cuando se nos cuela este estadounidense de por medio JAJAJAJA.

¿Os gusta?, ¿qué os ha parecido verlo desde la perspectiva (algunas escenas) por parte de Gian?, ¿y a quién creéis que quiere despedir? JAJAJAJAJAJA. 

¡Se aceptan teorías!👀

Decidme que las que habéis leído Narciso os ha hecho la misma ilusión que a mí la mención a nuestro abogado alemán - géminis favorito de confianza: Jhon Schrödez.👉👈

(Podéis mentir si os ha dado igual, yo os sigo queriendo, eh)♥

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