Capítulo 14.


«Nunca agaches la cabeza. Siempre tenla bien alta. Mira al mundo directamente a los ojos».

-Helen Keller.

~*~

SIV AUBRIOT.

Sonrío conforme a su respuesta y doy un sorbo al vino tras olerlo bajo su atenta mirada. Gian McMahon era de esas personas que tenían una mirada tan letal como hermosa, parecía una mirada sincera, una de las que te hacían suspirar, de las que ansiabas ver cuando estabas a punto de correrte, pero también de las que parecían perdonarte la vida fueras culpable de algún delito o no.

—¿Por qué ha elegido un restaurante francés? —Tomo la iniciativa de la conversación a un plano menos sexual. Me gustaba lo que me provocaba físicamente, pero me tenía completamente intrigada respecto a sus decisiones—. ¿Lo tenía en mente?

—Siv, tienes mucha manía a Estados Unidos y yo sólo quiero demostrarte que tenemos cosas buenas.

—¿Cosas francesas? —Ladeo la cabeza y trato de contener las ganas de sonreír, no quería acostumbrarme a que Gian tuviera ese efecto en mí—. ¿Lo bueno de su país son las sobras del mío?

—¿Son intencionados tus comentarios ofensivos o simplemente te nacen solos?

—Ambos —contesto con sinceridad y sin pensármelo—. Le toca responder: ¿lo bueno de su país son las sobras del mío?

—Oh, ¿vamos a jugar al famoso "preguntas y respuestas" que los jóvenes de hoy en día utilizan para ligar en aplicaciones como Tinder? Me apunto —Me sorprendía ser capaz de distinguir dos tipos de acentos en su inglés y me maravillaba lo bonitas que sonaban las palabras con su voz—. Te he traído aquí porque tienes esa melancolía en la mirada de quien echa de menos su hogar y aunque me encantaría que vieras Los Ángeles con los mismos ojos que ves París, sé que es imposible, pero si puedo enseñarte algún rincón de la ciudad que te haga sentir más cerca de Francia, ¿por qué no presentártelo?

—Buen punto.

—Me toca...

—¿En serio estamos jugando a algo de quinceañeros?

—Has empezado tú —apunta con tono jocoso—, la hoja de reclamaciones hacia una tal Siv Aubriot, no a mí.

—¿Está sugiriendo que me auto-reclame a mí misma?

—No se me ocurriría. —Sonríe como un niño travieso.

Era absurdo, pero a ninguno de los dos nos molestaba y nos estaba dando la oportunidad de conocernos un poco mejor.

Si alguien me preguntaba sí había participado en una mecánica tan tonta, seguiría diciendo que no. No obstante, no iba a quejarme.

Gian McMahon parecía un hombre inaccesible y a mí, por la razón que fuera y que se me hacía desconocida, me estaba dando todas las facilidades del mundo para descifrar al hombre que se escondía detrás del famoso empresario.

—Bien, pregunte.

—Así me gusta, que sepas ceder —apremia tras guiñarme un ojo—, ¿me dejarías llevarte a una cita?

No puede ocultar la amplia sonrisa que le nace y no pretende esconderla, el rastro de su barba bien recortada no hacía más que embellecer sus rasgos físicos y por primera vez me sentía afortunada de estar compartiendo tiempo fuera de la cama con un hombre que me atrajera.

Mon Dieu...

Iba a ir al infierno por rechazar a un hombre como él y eso que ya tenía el acceso garantizado.

—Gian —Decido que es momento de tutearle durante un rato—, no junto placer y trabajo, por más que me atraiga saltarme esa norma y más si es contigo, tengo que ser fiel a mí misma.

—Pero es que una cita no tiene por qué acabar en sexo.

—Pero está fuera del ámbito profesional.

—Siv, antes me has encerrado en el almacén y me has comido la boca... pues muy profesionales, cómo entenderás, no somos.

Totalmente cierto.

—Depende de dónde me llevases. —Acabo claudicando.

—Me encantaría llevarte a la playa, me encanta el surf y tomar el sol —reconoce con entusiasmo—. ¿Sabes? Siempre me ha dado mucho respeto la naturaleza y el mar abierto, también las adversidades que desconocemos del océano y creo que eso es lo que más me gusta..., sentirme pequeño en el agua cuando estoy tan acostumbrado a sentirme el más grande cuando piso tierra.

—No te imagino surfeando.

—Cuando llevo un traje de neopreno y no uno de dos piezas y mi único objetivo es ser capaz de mantenerme en pie y no desorientarme con las olas, me crezco. Me hace sentir libre..., es una sensación inexplicable, cuando estoy tumbado en la arena, cuando mis pies están cerca de la orilla, cuando estoy dentro del agua o incluso cuando mi piel se queda pegajosa por la salinidad, es cuando siento que soy realmente feliz.

—¿Y el dinero no te aporta esa felicidad?

—Me da tranquilidad financiera, satisface mi necesidad de controlar y me asegura poder consentirme ciertos caprichos que de otro modo no podría.

Asimilo sus palabras y me doy cuenta de lo diferentes que somos en ciertos aspectos.

—¿Eres californiano?

—Me mudé a Los Ángeles con 2 años, mis hermanas nacieron aquí, yo nací en Nueva York..., si lo dices por el acento..., mi padre es muy neoyorkino, es lógico que tengamos su influencia.

Gian McMahon era un neoyorkino-brasileño que había crecido en California y yo únicamente era francesa.

—Bueno, yo tengo un marcado acento francés a la hora de hablar inglés y cualquier idioma que me pidas, tú mismo lo has remarcado en varias ocasiones.

Ríe por lo bajini y me contagia su alegría por un par de segundos.

—¿Qué me dirías de esa cita, Siv?, ¿me dejarías que te mostrara lo que es para mi la libertad?

Sería un momento muy bonito el decirle que sí, de hecho, la oratoria tan perfecta que tenía me empujaba a darle una respuesta afirmativa.

Pero no podía.

No cuando vivía con un pánico atroz a todo lo relacionado con el mar.

—Me encantaría decirte que sí —Creo que es la vez con la que más sinceridad le estoy hablando, tal vez era la primera vez que me dignaba a serle honesta sin trucos de por medio—, pero no puedo.

—¿Por qué?

Ah... bon —digo con algo de nerviosismo—. ¿Prometes no reírte?

—Lo intentaré, ponme a prueba.

—Steven Spielberg —confieso con la boca casi cerrada e intentando no decirlo muy alto—. Lo siento..., me da pánico.

—No me jodas, rubia —Noto cómo lucha consigo mismo para evitar soltar una carcajada—, ¿eres una de las tantas víctimas de la película Jaws?

—Adelante, ríete.

—Perdón..., perdón...

—Y sí, le tengo un miedo atroz a los tiburones... Y California es un hábitat ideal para algunos de ellos.

—Siv —Me llama con seriedad—. En la historia de California sólo ha habido 9 muertes causadas por tiburones blancos.

—¡Genial! —exclamo con cierto sarcasmo—, ¿y sabes qué? Que yo no seré la décima.

—¿Tampoco te gusta tomar el sol?

—No me gusta el tacto de la arena... —Eso me avergonzaba un poco admitirlo porque realmente parecía más el capricho de una niñata que la molestia de una adulta—. Siempre puedes llevarme a que vea el puente de Golden Gate o algún parque natural donde estemos bien resguardados de los animales salvajes o a la piscina.

—¿Por qué le temes a la vida salvaje?

—Porque somos invasores de sus zonas —explico— y yo si fuera un animal salvaje, estaría deseando cobrarme la revancha.

—Tomo nota.

—Así me gusta —Apremio—, has mencionado que tienes dos hermanas pequeñas, ¿no?

—Sí, Dulcie tiene 27 años y Ophelia llegó de rebote en 1997.

Hago los cálculos en mi cabeza y deduzco que tiene 20 años.

—¿De rebote?

—Mi madre es parte de ese pequeño porcentaje que conforman los llamados embarazos crípticos.

—¿Qué es un embarazo críptico? —Desconocía ese término y no entendía a qué se estaba refiriendo.

—Son embarazos en los que la mujer no se da cuenta de que está embarazada, algunas se enteran cuando están de parto, por suerte mi madre se enteró a los 7 meses.

—¿Tan bien lo recuerdas?

—Desde luego, era verano, tenía 10 años y estábamos planeando ir a Disneyland Orlando, estábamos acabando nuestra visita a la familia materna de São Paulo en ese momento cuando se dio cuenta de que estaba embarazada, así que volvimos casi de inmediato a Los Ángeles.

—¡Qué tierno! —Me burlo un poco de él sin mala intención—, ¿tu trauma infantil es no haber ido a Disneyland?

—Ese es el trauma de Dulcie —Me guiña un ojo buscando desviar la atención—. ¿Y tú?, ¿tienes hermanos?

Asiento.

—Matthieu, es mi hermano pequeño.

—De alguna manera... —Se queda pensativo como si no estuviera seguro de lo que va a decir— somos los mayores.

—Eso parece, aunque tú eres más viejo que yo.

—Pero solo un poquito —Termina su plato de comida un poco antes que yo y se queda analizándome antes de hablar—. ¿Cuándo es tu cumpleaños?

—El 13 de agosto, ¿eres fan del horóscopo o qué?

—Sin más, pero entre tú y yo, sé que tengo el signo solar en tauro.

—¿Signo solar?

—Afición de Dulcie: completar cartas astrales...

—¿Y qué dice la tuya?

Se encoge de hombros.

—Nací el 24 de abril y eso se supone que es tauro. Según mi hermana tengo la luna en piscis algo que no le sorprende porque según ella soy muy maduro y cariñoso... también dice que al ser ascendente en escorpio soy curioso, impulsivo, rencoroso, ambicioso y competitivo.

—¿Y tú la crees?

—Soy empresario, no es ningún secreto que nos caracterizamos por ser así y pues sí, me considero familiar y cariñoso.

—No voy a juzgar sus creencias, aunque no las comprenda, puesto que espero que no se juzgue las mías.

Se queda mirándome a los ojos, como si intentara ver a través de ellos y finalmente añade:

—¿Y tú en qué crees? —Por el tono que emplea comprendo que piensa que estoy bromeando—. No sé, me sorprendería que siguieras algún tipo de religión, si te soy honesto. —Espera a que responda.

—Creo en Dios —Me quedo observándolo y comprendo sus reservas porque era difícil imaginarse a alguien como yo siendo religiosa, pero me alegraba saber que no me estaba juzgando, que sólo era curioso—. ¿Qué hay de ti?

—Creo, pero tengo mis reservas —admite—. Mi madre viene de una familia muy creyente y supongo que al haber crecido con una madre católica y un padre que en ese aspecto siempre se ha mantenido al margen, pues ha acabado influyendo y me atrevería a decir que sí, que creo en Dios.

—Curioso —Analizo en voz alta sus palabras—, ¿no te parece un poco triste? Crees porque te lo han inculcado, no porque te nazca por ti mismo.

Asiente.

—Puede ser, pero eso nos pasa al gran porcentaje de la sociedad —Se encoge de hombros sin querer seguir dándole vueltas a su fe—. ¿Cuál es tu razón?

—Soy creyente, no practicante —puntualizo porque para mí era algo importante—. Creo en Dios, pero rechazo por completo la Iglesia, es difícil verme en una misa porque no creo en los valores que ellos procesan. Una mezcla entre mi padre y mi madre; papá es ateo y mamá es muy creyente, va a misa al menos dos veces al mes.

—¿Has tenido una educación católica?

Ne pas. —Niego en mi lengua materna.

—¿Y de dónde nace tu fe? No es que parezcas muy religiosa, si me permites decirlo.

—Y no lo soy. Ser creyente no implica ser perfecta; hay cosas en las que estoy en contra de la religión y las critico abiertamente, también me permito pecar y caer en la hipocresía más humana, pero al final del día, cuando las esperanzas se agotan, me encuentro rezando a Dios por un poquito de ayuda.

—¿Hay algo que la fe te haya dado?

Gian era un hombre escéptico y lo acababa de descubrir.

Me gustaba hablar con él desde posturas completamente diferentes porque sentía que nos estábamos enriqueciendo mutuamente, no era una conversación forzada ni una búsqueda de hacer cambiar de opinión al otro, era una forma de conocernos y abrazar nuestras discrepancias.

Ambos nos atraíamos lo suficiente física y mentalmente como para querer indagar en los pensamientos del otro.

—De momento, Dios no me ha fallado, al contrario que muchas personas que decían que podía confiar en ellas o creer en sus buenas intenciones.

—Es decir, interpretas a tu manera las palabras que supuestamente Dios ha dictado.

—Por supuesto —Accedo y confirmo su suposición—. Me parece un error garrafal dejar que otros nos dicten cómo debemos creer, en qué sentido y en quién. Debemos ser nosotros mismos los que tomemos esa decisión, los que interpretemos nuestra vida y nuestra forma de vivirla, con religión de por medio o no..., nos guste o no, los seres humanos necesitamos creer en algo o en alguien; todos creemos ya sea en una religión, en una ciencia o en nosotros mismos.

—Es una muy buena reflexión.

—Tu hermana por ejemplo cree en la astrología y no me llama la atención, pero lo respeto.

—Más que creer diría que es un pasatiempo para ella.

—Bueno, sería divertido saber a qué hipótesis llega analizando mi fecha de nacimiento.

—Le diré a Dulcie que te saque la carta astral para ver si somos compatibles —Pongo los ojos en blanco y se ríe haciéndome entender que estaba bromeando—. ¿Has pensado en un seudónimo?

Volvíamos al ámbito más profesional.

Euh... Todo lo que pienso se relaciona conmigo y yo quiero privacidad...

Se queda pensativo y yo le observo con curiosidad.

—Ashley Smith —propone—, es un nombre que podrían llevar miles de mujeres en Estados Unidos, se aleja de lo que eres tú.

—¿Y cómo soy yo?, ¿especial?, ¿diferente?, ¿única? —Niega aguantado las ganas de reír—. ¿Con qué palabra cliché del romanticismo más tóxico me definirías?

—Como francesa, te definiría como francesa.

—Es un halago.

—Tómalo como quieras.

Cuando voy a contestar, la pantalla de mi móvil se ilumina dejando ver «mère» y el número de mi madre en una llamada entrante.

Juliette nunca me llamaba porque era un gasto elevado, siempre esperaba al día siguiente para darme la noticia que fuera necesaria.

Excepto si había algún problema.

Gian me mira con ambas cejas alzadas y me observa con curiosidad.

—Es mi madre, tengo que responder.

—Sin problema.

Echo la mesa hacia atrás y llevo mi bolso conmigo, nunca lo dejaba abandonado, no era precisamente una persona confiada y era partidaria de que el bolso de una mujer escondía secretos, sólo había que prestar atención y querer descubrirlos.

Descuelgo la llamada y lo llevo a mi oreja mientras pregunto dónde está el baño y me quedo apoyada en la pared de al lado del lavabo.

—¿Todo bien, mamá?

Juliette Chevrier decía que era igual que ella físicamente por mucho que yo me opusiera a aceptarlo puesto que admiraba su corazón y su bondad y yo estaba un poco rota por dentro.

En cambio, siempre decía que en personalidad era exactamente contraria a mi padre, un análisis que nunca había llegado a comprender del todo bien, pero que cada día que pasaba me daba cuenta de que tenía razón.

Pierre Doucet era un hombre del París melancólico de las revoluciones, un hombre que se había curtido a sí mismo en los descansos de la obra mientras leía a los filósofos de la época o correspondientes a las guerras mundiales y protestaba contra las colonias que el país aún mantenía con solo 17 años. Nunca había dejado de condenar como sindicalista y gritaba hasta quedarse afónico por la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Por el contrario, yo aun teniendo los mismos intereses que él, era una persona minúscula, altiva y caprichosa.

Si tenía corazón era porque había tenido de padres a dos personas como Juliette y Pierre.

—¿Puedes hablar? —La voz de mi madre siempre era delicada y suave, si no la veías no podías descifrar el tono en el que hablaba excepto cuando su tono sonaba algo tembloroso—. Necesito contarte algo, Doudou.

Juliette sabía cómo manejar la información y era experta en comunicar tanto las malas como las buenas noticias por el tacto que empleaba.

A mí me ponía de los nervios cuando lo hacía a través del teléfono y no podía adivinar qué intenciones tenía, si buenas o malas; si se trataba de una urgencia o una llamada para hablar.

—Sí, claro.

—¿Estás segura de que puedes hablar, Siv?

Eran malas noticias.

Y ella sabía que yo lo intuía.

—Mamá, ¿qué pasa?

—Es sobre tu padre.

Un escalofrío me recorre el cuerpo y sé por qué me ha llamado: las pruebas han determinado que el bicho ha vuelto.

—¿Cuándo?

No necesitaba preguntar nada más. Sabía a qué se debía la llamada.

—Siv...

—¿Cuándo volvió? —Empiezo a mover la pierna nerviosa y mis dientes empiezan a tiritar del frío que me ha entrado en el corazón—. ¿Desde cuándo lo sabéis con seguridad?

—Siv, mi vida... —Escuchar esas dos palabras es mi incentivo para no gritarle, seguía siendo mi madre y perder los nervios y atacarla a ella no era algo que quería que volviera a suceder—. Está todo controlado.

—¿Vuelven a ponerle quimio?, ¿cuándo empieza?, ¿es operable?

—Hoy.

Camino hacia la puerta del baño y apoyo la espalda en ella como si pudiera usarme a mí misma de bloqueo por si alguien quería entrar.

—¿Por qué... por qué no me dijisteis nada?

—Porque tu padre ha querido esperar a ver cómo le sentaba y...

—¿Está contigo ahora mismo?

—Sí, Doudou; antes me ha dicho que te dijera que te quiere muchísimo y que te echa de menos.

Típico de los Doucet-Chevrier (y en mi caso Aubriot): que Juliette nos sacara de los problemas cuando éramos incapaces de solucionarlos por cuenta propia. Lo había hecho yo durante toda mi vida, lo había asumido mi hermano, era una costumbre habitual en mi tía Andréanne y en mi tío Didier y desde luego que era una tradición que Pierre había asumido sin miedo al fracaso.

—Dile que yo también le quiero mucho —Tiro la cabeza hacia atrás e ignoro el daño del golpe—, mamá, ¿voy a Francia?

Me hubiera gustado afirmarlo, pero en realidad, simplemente lo había formulado como una pregunta.

—No —responde tajante—. Mi hija no va a pisar una cárcel siendo inocente, así que hasta que no se solucione...

«Me tienes demasiada fe, mamá; no soy inocente».

—¿Es por eso por lo que no me lo habéis dicho? —Corto su discurso porque que ellos pensaran que yo era inocente era la mentira más grande que le había hecho creer a alguien alguna vez—. ¿Por qué?

—Porque te conocemos y sabemos que vendrías en uno de tus arrebatos.

—Yo..., ¿puedo hablar con papá?

—Sí, claro —El silencio reina por un momento y escucho cómo llama a mi padre—. Se ha quedado dormido..., está cansado...

—¿Qué tipo de quimio le están dando?

—Es una bastante fuerte, cielo, es su cuarta recaída y están buscando eliminarlo por completo.

—¿Por qué no le operan?

—La semana pasada le hicieron una citorreducción.

—¿Y eso qué significa?

Mi corazón se acelera al escuchar un término desconocido para mí y me tengo que forzar a preguntarle una vez más.

—¿Eso qué significa, mamá?

—Cuando el... bicho no puede ser eliminado por completo porque corre peligro de que se dañe gravemente el órgano afectado, se extirpa todo lo que se puede y así se consigue que la quimio o la radiación sea más eficaz.

—¿Tú... cómo lo ves?

—Cansado, Doudou, cada recaída le cansa más y le afecta mentalmente aún peor, pero tenemos esperanzas, está deseando que sea la graduación de Matthieu para que vengas a vernos y le hagas ese nudo cruzado que tanto me gusta que lleve...

—¿Tanta confianza tenéis de que pueda ir?

—Es mi intuición y cada día le rezo a Dios, Siv, yo confío en que uno de los dos caminos te permita volver a casa.

—Ojalá tengas razón y ese Dios en el que tanto creemos nos ayude, sobre todo a papá.

—¿Estás ahorrando verdad?

No.

—Sí, claro que sí, ya te dije que iba a incluso a ayudar con el tratamiento y...

—Queremos que ahorres, Siv, no que pagues las medicinas ni nada de eso, por favor.

—Mamá, me habéis dado todo en la vida, ahora es mi turno.

—Estoy contigo, Doudou, te pienso cada día.

—Te quiero, mamá.

—Y yo a ti... hablamos mañana.

Suspiro y voy hacia la jofaina para evaluar mi rostro: un desastre.

Ni siquiera me había dado cuenta de las lágrimas silenciosas que habían hecho presencia en mi cara.

No podía volver así, no podía.

Salgo del baño y una chica que llevaba esperando seguramente un buen rato se me queda mirando.

—¿Sabes si hay una salida trasera?

—Sí, cerca de la cocina. ¿Me dejas pasar ya o qué?

—Adelante.

Pongo los ojos en blanco cuando se hace paso dándome un pequeño empujón malintencionado.

Encuentro sin problema la salida y le escribo a Gian un mensaje porque en mi opinión, era lo más justo al darle un plantón.

Siv: Señor McMahon, ha surgido un problema, lamento dejarle sin mi compañía. Espero que lo comprenda.

McMahon: ¿???

Siv estás bien???

Sigues en el baño??

Leo el mensaje por encima —dejándolo sin contestar— y pido un taxi hacia Liberté, necesitaba evadirme.

Siv: Lauren, cierra la tienda, voy ya y necesito privacidad.

Lauren Reed: Descuida, jefa.

Estaba jodida y estaba hundida.

∗⋅✧⋅∗ ──── ∗⋅✧⋅∗ ──── ∗⋅✧⋅

Desconocía cuántas veces había rellenado la copa de vino casi en la penumbra de la librería. También me sentía mal por el arrebato que había tenido ante la ansiedad que me había nacido y que me había llevado a comprar un par de zapatos de nueva temporada que me habían costado un pastizal y que, durante cinco minutos de mi vida, me habían hecho sentir mejor.

La próxima compra sería una máscara de pestañas waterproof.

Tarareo en voz alta mientras me deshago en lágrimas y miro el salvapantallas del ordenador: Matthieu, papá, mamá, la abuela Madeleine, mi tío paterno Ferdinand, su mujer y sus dos hijos y yo celebrando el cumpleaños número 74 de Madeleine Doucet.

On me dit que le destin se moque bien de nous

Qu'il ne nous donne rien et qu'il nous promet tout

Parais qu'le bonheur est à portée de main,

Alors on tend la main et on se retrouve fou

Pourtant quelqu'un m'a dit...

Que tu m'aimais encore,

C'est quelqu'un qui m'a dit que tu m'aimais encore.

Serais ce possible alors?

Carla Bruni era una de mis musas. Su delicada voz me llegaba hasta lo más profundo del corazón y junto con Angèle, Béatrice Martin, Zaz, Édith Piaf y Mylène Farmer eran las Diosas a las que yo le rezaba.

Por supuesto que me encantaban otras grandes artistas de habla francesa como Florina, Claire Laffut, Kate Ryan o Ingrid Alberini y también amaba otros géneros e idiomas musicales.

Pero nadie me entendía como ellas, nadie me hacía brillar como Carla Bruni cuando le cantaba a la desesperación, a Zaz cuando se ponía revolucionaria, a Angèle cuando le daba ritmo a mi vida y un largo etcétera.

—¿Quién canta? —Levanto la vista y me encuentro con Gian McMahon casi de frente antes de acercarse a la puerta de entrada y colocar—. Tiene una voz... melodiosa, bastante sexy, es como si estuviera susurrando las palabras y tratando de cautivarte.

—¿El sexo lo es todo para usted? —Busco sus ojos llevando el último sorbo de vino a mis labios—. Es Carla Bruni.

Subo el volumen y le hago los coros a mi manera fijando mi vista al suelo.

On me dit que nos vies ne valent pas grand chose,

Elles passent en un instant comme fanent les roses

On me dit que le temps qui glisse est un salaud...

—¿Esa no es la mujer de vuestro expresidente? —Apoya los codos en el mostrador y baja un poco el volumen de la música para facilitar la comunicación entre los dos—. Sarkozy, ¿no?

—¿Ha dicho esa?

Necesitaba volver a poner distancia entre los dos.

—Pues sí...

—Es la cantante Carla Bruni —Corrijo sin dejar que se justifique—, exmodelo, intérprete, compositora... —Intento echarme más vino y él trata de impedirlo. Para su fortuna y mi desgracia: la botella está vacía—. McMahon, Carla Bruni no es la mujer de, tiene un nombre y un apellido lo suficientemente famoso como para ser reconocida por su talento.

—De acuerdo, pues hablaremos a partir de ahora llamándola por su nombre y dándole el reconocimiento que merece.

Merci.

—¿Tienes alguna musa que no sea francesa? —Se interesa acercándose a mí con sigilo y cuidado, con miedo de no asustarme.

O esa era la sensación que me daba a mí.

—Taylor Swift.

—¿Una musa estadounidense? —Sonríe y aparta la copa de mis manos y con la otra quita de mi vista la botella de cristal—. Eso es algo que no me esperaba.

—Soy una caja de sorpresas.

«Y una borracha que ahoga las penas en alcohol».

—De eso ya me he percatado. ¿Dónde está el baño?

—Al fondo —Indico señalando el cuchitril pequeño y sin ventanas—. Está un poco sucio.

—No te muevas —ordena con atrevimiento e ignora mi advertencia—, ahora vuelvo.

¿De verdad iba a volver? Quería preguntárselo, pero no me sentía capaz, no quería mostrarle esa debilidad.

¿No iba a abandonarme?

No me atrevía a abrirme de ese modo por muy borracha que estuviera. Sabía cuál era mi miedo y el por qué mi respuesta siempre era la huida.

Podía haber aceptado el linchamiento público y haber intentado empezar de cero, asumir un tiempo en una cárcel francesa y luego buscar la forma de pagar una fianza.

Podía haber decidido empezar de cero sin huir y entregarme como la persona que había malversado fondos y estafado a una de las editoriales francófonas más importantes del país y, en cambio, había decidido huir con el dinero y abandonar a Olivier Gagnon como él me había desamparado cuando lo necesité a mi lado.

Podía haber tomado muchas decisiones y haberme imaginado mil cosas, pero nunca que un empresario me hiciera caer por él.

Y si podía, lo evitaría a toda costa.

Tu es encore là...

«Sigues aquí...».

No puedo evitar sonreír cuando veo de nuevo su figura y su serio rostro caminando hacia mí.

—¿Qué? —No me había entendido.

—Te ofrecería vino por educación —Apoyo los codos en la madera y descanso mi cabeza en las palmas de mis manos—, pero como verás, no esperaba visita y me lo he tomado todo yo.

Gira la cara y sé que está sonriendo, aunque no sea su intención. De hecho, creo que reír es lo último que le apetece y lo comprendo.

—¿Te duele cabeza? —Se interesa rodeando el mostrador y se pone frente a mí.

—No..., ¿por qué?

—¿Te apetece bailar?

—No sé bailar samba...

—Dicen que el vals es originario de Francia, ¿sabes bailarlo?

Muevo la cabeza de arriba hacia abajo.

Asintiendo.

Plus ou moins.

«Más o menos».

Si había un baile con el que me sintiera cómoda era el vals. Tal vez no era una persona especialmente rítmica, pero sabía los movimientos a la perfección y había aprendido a no pisar a mi compañero de danza.

—Demuéstramelo. —ordena con tanta suavidad que me entran ganas de abrazarlo.

—Nosotros bailamos el valse musette, aunque cada vez es más un atractivo turístico que algo propio de nuestro Folklore —Aclaro con rapidez porque sé que le interesa lo que le cuento—. El vals como tal procede de Austria y del sur de Alemania.

—¿Me permites ser un atractivo turístico americanizado?

Llevo mi mano a su mejilla y acaricio su barbilla, topándome con una incipiente barba bien cuidada y recortada.

Todo en él estaba medido al dedillo. No dejaba nada al azar.

Busco a Yvette Horner y su famosa pieza llamada Rêve D'Accordéoniste antes de acercar mi cara a la suya.

Quería besarlo.

Y él, por el contrario, lo acababa de impedir colocando sus manos en mi cintura y negando con un movimiento de cabeza.

—La Señorita Aubriot que conozco no me besaría con dulzura —Empezamos a bailar con torpeza y nos inventamos los pasos mientras creamos un ritmo propio que nada tiene que ver con el que está sonando—, ella es más de encerrarme en sitios pequeños y reclamar mi boca como suya.

—La Señorita Aubriot que conoces no se prestaría a bailar contigo —Apoyo mi cabeza en su pecho tras mi confesión.

—¿Por qué?

—Porque sólo bailo musette con mi padre, McMahon.

Y recordar a mi padre es lo que me hace volver a llorar y por consiguiente que se quede quieto antes de abrazarme con fuerza y tratar de desenredar mi cabello con delicadeza mientras me ofrece su calor como si quisiera protegerme de algo que ni él mismo sabe, que desconoce y que, aun así, no se convierte en alguna especie de impedimento.


¡Hola! ¿Qué os ha parecido?

Os dejo en multimedia la canción que canta Siv cuando aparece Gian

Amo que estos dos puedan hablar de todo, con posiciones diferentes y respetándose.

Ay que se nos ha puesto borracha la francesita.

¿Qué creeis que pasará en el próximo capítulo?

¡Os leo!

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