Capítulo 1.
«En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre».
-Friedrich Nietzsche.
~*~
SIV AUBRIOT.
Llamar a Francia siempre es algo complicado, sobre todo si vives en una ciudad como Los Ángeles y tu familia en Europa.
Y no por gusto propio, qué va, todo por culpa de un error humano del que, para mi desgracia, no me arrepentía y por ello mismo había tenido que salir corriendo en el primer avión dirección cualquier lugar y ese había acabado siendo California.
Podríamos decir que ese error humano había sido un escándalo a nivel mundial, pero entonces sería darme una importancia y un reconocimiento a mí misma que no merecía, ni siquiera había trascendido al viejo continente.
A nivel nacional, sí.
Tampoco iba a negar que mi cara había salido en algunos periódicos y algún que otro noticiero. No era de algo de lo que me sentía orgullosa, pero es que, en realidad, no me sentía del todo mal por lo que había hecho.
Tal vez un poquito.
Por suerte, no se había divulgado fuera de las fronteras y los medios internacionales no se habían hecho eco de la noticia.
Si eso fuera así, estaría jodida.
Más de lo que ya estaba.
Y no era poco el lío en el que estaba metida.
Eran las siete y media de la mañana en Los Ángeles, una ciudad que nunca dejaba de tener vida, vivían en una rave eterna y les daba igual si era de noche o de día, la magia en esta ciudad recaía en que nunca parecía descansar.
No llevaba ni un año en California y aún seguía viviendo a través de un jet lag personalizado.
Eso o es que me gustaba mucho dormir.
Y eso era una putada, porque dormía poco.
Me levanto de la cama cinco minutos antes de que el despertador suene y me desperezo antes de colocarme la bata de seda roja y las zapatillas de Balenciaga.
Debía reconocer que, para algunas cosas, me gustaba demasiado el lujo, por muy excéntrico o cutre que fuera, si tenía un toque bohemio o romántico, lo quería.
Eran pequeños trazos del pasado que aún quedaban impregnados en mi forma de ser. Había hecho todo lo posible por cambiarlo, pero no podía, no en cuanto a eso.
Bostezo y enciendo la máquina de café que me traje desde Francia. No soportaba el olor a café barato y su sabor acuoso por el que tanto orgullo sentían los estadounidenses.
Sentía hasta pena por ellos, aunque debía controlar en ese aspecto mi temperamento, supuestamente debía ser agradecida porque me hubieran acogido en su país.
Y decía supuestamente porque una parte de la población de este país pecaba de ser descendiente de europeos, nativos o de cualquier parte del mundo y te miraban por encima del hombro creyendo estar arriba de cualquiera.
¿Acaso no era eso la definición de hipocresía? O quizás, si nos ponemos un poco déspotas, podemos acuñarlos como «ignorantes», algo que, por lo que fuera, no les suele sentar muy bien. Hieres su mal llamado «orgullo americano» o algo así.
Coloco la taza bajo el chorro de la máquina de café y desbloqueo la pantalla de mi Mac, conectando con el habitual sonido de videollamada a mi madre.
Era una buena hora para ellos, sería un poco más temprano que las cinco de la tarde. Doy un pequeño sorbo al café sin ponerle ni un poco de azúcar. Adoraba el sabor intenso de un buen café oscuro por la mañana, no era sólo una gran fuente de energía, sino que el amargo regustillo que me dejaba durante horas me volvía loca.
En cuanto Juliette —también conocida como «mamá» tanto para mi hermano pequeño como para mí— atiende, noto todas las buenas vibras que desprendía.
Éramos diferentes, muchísimo.
Ella tenía un corazón humilde y bondadoso y a mí, me faltaban escrúpulos.
Claro estaba que no era lo mismo ser una maestra de infantil que una mujer de negocios: en la primera te sobraba belleza en el corazón y en la segunda te faltaban valores.
Y no es que no los tuviera, tener los tenía y estaba muy orgullosa de ellos, pero los escondía, porque en realidad, ser mujer en un mundo capitalista y ser mujer en un sector dominado por hombres, corazón no era lo que hacía falta. Al contrario, se necesitaban muchas agallas para no lanzarles el caro tacón de la última pasarela de Christian Louboutin a la cara por interrumpirte y hablar por encima de ti.
Era una necesidad.
—Hola, mamá.
Me gustaba ser la primera en saludar para que escuchara mi voz al menos por un momento carente de emoción, si había una persona capaz de ablandarme esa era Juliette Chevrier.
—¿Qué tal estás, mi vida?
A mis padres eran a los únicos a los que les permitía que usaran apelativos cariñosos, sobre todo a mi madre porque para mí, era imposible hablarle con dureza.
Físicamente teníamos cierto parecido: ambas éramos de constitución delgada y ágil, como si hubiéramos pertenecido a una familia dedicada al mundo del ballet, aunque ninguna de las dos dominara el llamado sexto arte: la danza.
Y mira que yo lo había intentado en mi adolescencia, pero no era lo mío. Eso sí, la flexibilidad la seguía manteniendo y estaba eternamente agradecida con ello.
Ambas solíamos caminar rectas y con la espalda bien enderezada, mirando por donde pisábamos y sin permitir ningún tipo de malentendido corporal.
Lo que nos diferenciaba era, sobre todo, los ojos con los que mirábamos al mundo y eso, que cada persona que nos había visto al lado de la otra sabía que éramos familia por los ojos tan iguales que teníamos: grises, de forma almendrada y con mucha presencia.
Los suyos solían mostrar amor y en los míos no podías descubrir nada que no te quisiera enseñar.
Sus labios estaban perfilados y los míos eran un poco más mullidos, sin embargo, el labio superior de las dos tenía forma de corazón.
Nadie podía negar que éramos madre e hija, ni siquiera cuando mi cabello era negro, liso y caía en un corte recto por encima de los hombros y dejando mi cuello completamente a la vista, escondiendo la naturaleza rubia que había heredado de ella.
—Algo cansada —reconozco, respondiendo a su pregunta—, pero bien. ¿Y tú?, ¿qué tal estáis por allí?
Había conseguido enterrar justo a tiempo mi secreto, lo suficientemente rápido para ser la única damnificada. O al menos, no salpicar a mi familia.
—¡Ay, mi niña! —Jamás lo admitiría en voz alta porque nunca diría nada que pudiera dañar los sentimientos de mi madre, pero cuanto más mayor se iba haciendo, más hipersensible se volvía—. ¿Cuántas veces te he dicho que no te despiertes tan temprano?, ¿qué te acuestes antes?, ¿por qué no delegas más trabajo de la librería a alguna compañera de trabajo? —Juliette seguía siendo mi madre y por tanto sabía perfectamente mis manías y mis costumbres—. Nosotros estamos bien, Siv, tu padre sigue indignado con nuestra Francia por obligarte a irte y tu hermano está estudiando como un loco la carrera para defenderte el día de mañana.
Doy un largo suspiro.
Mi vida escondía demasiados pasos en falso y, aunque con ellos nunca había mentido acerca de lo que había ocurrido, tampoco les había dicho la verdad.
—Este año se gradúa, ¿no?
Matthieu Doucet se había vuelto todo un hombre del que sentirse orgullosa. Llevaba el apellido familiar con orgullo.
Éramos los Doucet-Chevrier de París, Francia. Y eran una familia feliz.
Y digo eran, porque yo ya no era parte de esa heráldica porque así lo había decidido yo misma.
Yo era una Aubriot, el apellido que mi abuela había perdido y que yo había decidido adoptar como identidad para darme una nueva vida.
Era algo que sí me gustaba de Estados Unidos: si querías construir una nueva vida sin que nadie supiera de ti, podías hacerlo.
—¡Sí! —Amaba la pasión con la que mi madre decía las cosas. Era francesa, pero como ella misma decía, de las del sur, con alma y corazón, como ella misma decía—. ¿Vendrás? Tenemos muchas ganas de verte, Siv...
—Y yo a vosotros...
Sabía que iba a intentar convencerme y a veces me tenía que recordar a mí misma por qué no podía volver.
—De aquí a un año, todo se habrá relajado, confía en nosotros, Doudou [1]. Sabes que siempre me fío de mis instintos y que deberías fiarte de mi corazón.
Mamá era un poco mística y sus creencias, aunque también estaban a disposición de Dios, se basaban más en las palpitaciones y sensaciones.
—Lo iré viendo, si no, espero verle por videollamada.
Era otra opción para tener en cuenta, la más viable si no querían ver a su hija esposada y metida en un calabozo.
—Por cierto —La risa nerviosa de Juliette me hace saber que le habían hecho una pregunta algo incómoda y que se sentía forzada a responder—, la abuela Madeleine quiere saber si ya has encontrado a un buen hombre.
Doy una fuerte y sonora carcajada al ver cómo se aprecia incluso a través de una pantalla cómo mi madre se pone colorada.
«Si tú supieras mami querida del alma que a mí lo que me gusta es disfrutar de los que se portan mal y me castigan, que me encantan los juguetes y de vez en cuando me encanta sentirme completa con dos hombres a la vez...»
—Dile a la abuela que aún no hay ninguno en mi vida y que tampoco lo quiero —Ambas reímos ante la complicidad de estar unidas incluso con 9080 kilómetros de distancia—, pero oye, que, si me busca uno bueno, responsable y con las ideas claras, no me voy a negar.
«Mentirosa. Con lo mucho que te gusta tenerlos para ti solita y que intenten dominarte como tú los doblegas fuera del dormitorio».
No me consideraba polígama, de hecho, mi corazón sólo podía pertenecer a un hombre (o tal vez a una mujer, no se había dado el caso, sin embargo, no me negaba a ello), pero mi cuerpo podía pertenecerle a todo aquel al que le diera consentimiento.
Algo que, mi madre, no tenía porqué saber.
Escucho murmullos y algún quejido y me ilusiono al ver al cascarrabias de mi padre queriendo entrar en la conversación.
—Bueno, Doudou, tu padre quiere saludarte y yo tengo que seguir escribiendo mi libro.
—Algún día lo venderé con orgullo en mi librería, te lo prometo.
Confiaba en el arte que mi madre creaba a través del teclado de un ordenador. Ella era pureza y, aunque adoraba ser maestra de infantil especializada en pedagogía, su gran pasatiempo era la escritura.
Sobre todo, la escritura educativa en la que llevaba trabajando y estudiando casi toda su vida.
Ella quería enseñarle al mundo cómo educar a los niños que sufrían TDAH [2] sin caer en discriminación, sin la que mi hermano se había visto envuelto.
Cuando decía que Juliette Chevrier tenía un corazón lleno de amor, no era en vano. Era la realidad.
Me despido de mi madre y espero a que mi padre se coloque el auricular.
Pierre Doucet había trabajado toda su vida en la construcción, tenía sus manos llenas de callos y sus ojos cobrizos destacaban antes su blanquecino cabello y su frondosa barba del mismo color.
Tenía una cara dulce y parecía un hombre de los de antaño, bohemio y romántico. Y así era, pero sumándole la vena rockera que había hecho temblar a muchas mujeres (y tal vez hombres) de su época, su voz era grave y su belleza caucásica era tan normal que atraía a simple vista.
Además, tenía un carácter arisco y distante con las personas a las que no conocía. Y yo amaba tener parte de esa personalidad porque debatíamos por cualquier cosa, enseñándome desde bien pequeña a cómo defender incluso argumentos que yo jamás creería.
Era un hombre del París revolucionario y con ganas de bajar de la élite a los que siempre habían disfrutado de ella. Era un hombre que en sus tiempos libres había leído a autores como Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Simone de Beauvoir, pero también había leído a dictadores y conquistadores porque quería conocer ambas caras de la moneda.
Le gustaba ser autodidacta porque él decía que, si la élite no le dejaba ser brillante, él demostraría que sin estudios y leyendo mucho, también podría serlo.
—¿Cómo te ha ido, my princess?
Su acento francés era precioso, pero su manera de intentar hablar en inglés a mi me encogía el corazón. No sabía cómo pronunciarlo y, aun así, siempre hacía su mejor esfuerzo para conseguirlo.
—Estoy estresada —Con él podía hablar de ciertas cosas que con Juliette o mi hermano, no me sentía capaz—. Están cerrando todos los negocios que no se venden y los que se venden, pasan a ser asociados de los peces gordos del puto capitalismo.
Siempre me había considerado una mujer de negocios, pero desde que había conocido el mundo financiero en su máxima expresión, estaba empezando a odiarlo. Incluso quería entrar dentro de ese mundillo dominado por hombres para acabar con él.
Era un sueño retorcido, pero era mi sueño, si es que se le podía llamar como tal.
—¿Tú tienes en venta la librería? —pregunta con tranquilidad, sin alzar la voz porque no lo necesitaba para hacerse escuchar—. Porque hasta donde a mí me contaste, no había un precio a pagar por lo que habías luchado tanto para mantener en pie.
—Es algo feroz, papá —Cojo el taburete de la esquina y me siento con la espalda enderezada por completo—. Es ceder o morir.
—¿Quién te ha dicho eso? —Lleva su mano a la barbilla, quedándose pensativo e inclinando hacia un lado la cabeza—. ¿Tú misma o algún empresario de pacotilla que cree que puede hacer frente a una Doucet-Chevriet?
—Aubriot, soy una Aubriot.
—Pues una Aubriot, Siv, me da igual el apellido con el que te presentes; tu corazón es lo que vale y lo que jamás debería tener un precio. ¿O es que ahora lo tiene?
—¡Por supuesto que no!
Amaba cuando me daba lecciones llenas de filosofía. Mi amor por los libros había nacido a raíz de él.
—¿Vas a aceptar escuchar sus propuestas?
—Sí —Me levanto y lleno un vaso de agua mientras continúo hablando—, tú siempre me has enseñado que escuchar no hace mal a nadie, al contrario, te ayuda.
—Exactamente —Se enciende un cigarro, no había manera de que dejara de fumar incluso siendo un superviviente de una enfermedad tan dañina—. Escúchalos y con esa sonrisa tan petulante que tienes, rechaza sus ofertas.
—¿Acaso sabes lo que significa petulante?
Río porque echaba mucho de menos oír sus lecciones incluyendo palabras que le habían gustado y cuyo significado no sabía.
Era un hombre campechano, de ciudad, pero de los suburbios de la capital.
—Sé mucho más que la hipocresía que manejan —Coloca bien sus gafas y da otra calada a su cigarro antes de apagarlo sin haberse consumido apenas—. Siv, eres una mujer con dos dedos de frente, has cometido errores que te han llevado hasta una nueva oportunidad en la vida, no permitas que hombres trajeados y más preocupados por el reloj que llevan que el valor que tiene el tiempo puedan contigo.
—Papá...
Yo había sido en algún momento como esas personas y ahora estaba pagando el precio.
—No te dejes engatusar por un gañán que por no saber no sabría ni hacerte un buen café. No te vendas, porque tú eres lo más valioso que vas a poseer en la vida.
—Me da mucho miedo perder lo que estoy logrando. Apenas subsisto con lo que gano y los ahorros se están empezando a convertir en un sueldo.
—Entonces, my princess, la culpa de eso es tuya por no saber llevar bien los gastos y gestionar el dinero. Nunca tendrás que dormir en la calle, porque aquí está tu padre para ayudarte, pero hija mía, no voy a darte ni un euro para que sigas llevando tacones de más de cien euros y llenes la cartera de los que abusan de niños de Bangladesh.
—Dólares —Le corrijo con la boca pequeña y algo avergonzada—, aquí se usan los dólares.
—¿Y vas a venderte por dólares y alguna marca explotadora?
Pierre odiaba eso de mí. Mis caprichos para él eran parte de un sistema explotador. Y tenía razón, no lo negaba, pero tampoco creía que fuera tan extremista como él decía.
Si así lo era, entonces el mundo estaba más jodido de lo que podía llegar a creer.
—¡No! —Estoy frustrada y así se lo hago saber—. ¡Por supuesto que no!
—Te has hecho un hueco en el barrio, seguirán yendo a tu librería.
—Ellos tienen dinero y labia.
—Bueno —Se encoge de hombros, como si eso no le importara lo más mínimo—, y tú eres una francesa preciosa.
—¿Y eso de qué me sirve?
—Friedrich Nietzsche dijo una vez «en la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre».
—A ti ni siquiera te gusta Nietzsche...
—Que no me guste no significa que no pueda estar de acuerdo con él en algunas cosas y si algo dijo con sabiduría es que la mujer es más bárbara que el hombre.
—¿Y de qué me sirve si yo no quiero ni venganza ni buscar amor? ¡Quiero paz mental!
—Pues lucha por encontrar la paz y no te vendas.
Suena una alarma indicándome que es la hora de que me duche y me prepare para ir a trabajar.
—Tengo que colgar...
—Vale, Siv —Vuelve a encender el cigarro que no había terminado y la pantalla se llena momentáneamente de humo—. Tengo una conversación pendiente contigo, ¿de acuerdo?
—No me digas que el bicho ha vuelto...
No me perdonaría que eso ocurriera y no ser valiente para estar a su lado.
—¡No, mujer! —Se lleva la mano al corazón—. Es sobre un tal Marc Handler en Facebook, es que te comenta muchas fotos.
—¡Mon dieu, papá! es un amigo.
Y era cierto, yo no follaba con amigos.
El placer, la amistad y el trabajo, en mi opinión siempre debían ir por separado.
—¿Es gay?
—No, hasta donde yo sé, no.
—¿Está casado?
Veintiséis años y aún tenía que soportar los interrogatorios paternalistas y cómo me gustaba tenerlos porque sabía que el día que Pierre faltara lo echaría de menos.
—Tampoco.
Pongo los ojos en blanco y él me reprende por un gesto tan insolente.
—¿Tiene pareja? —insiste.
—No, papá. Es un buen amigo y deja de interrogarme tengo que ir a prepararme.
—No me gusta ese chico.
Apaga el cigarro una segunda vez y se cruza de brazos.
—Papá, te quiero, pero eres exasperante.
—¡Oye! —Su tono gruñón con la voz tan grave que tenía asustaba a muchas personas, pero a mí no, a mí conseguía ponerme blandita y algo melancólica—. Eso suena a que vas a colgar.
—Es justo lo que voy a hacer —gruñe y yo río—. Le das muchos besitos a todos de mi parte.
—¡Siv!
Cuelgo con una sonrisa en la cara.
Amaba hacer estas videollamadas con ellos y me despertaba siempre horas antes para alegrarme el día.
Eran la fuente de energía que mi corazón necesitaba y más cuando llevaba prácticamente un año sola.
No porque no tuviera amistades, de hecho, había entablado buena relación con algunas personas. Pero no era lo mismo, recibir el abrazo de una madre, un padre o incluso de tu hermano pequeño, no tenía ni punto de comparación.
Mi familia era lo que me daba vida y yo, por desgracia, les había quitado parte de ella.
INFORMACIÓN:
Doudou: apodo cariñoso en francés.
TDAH: Trastorno de déficit de atención e hiperactividad.
¡Hola!
Aquí os dejo el primer capítulo. ¿Qué os ha parecido?, ¿qué vibes os da Siv?, ¿os llama la atención?
¡Estoy deseando conocer vuestras primeras impresiones!
Espero que este primer capítulo os haya gustado mucho, jo.
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