Bajo aquel arco de piedra, 

escondida entre el moho, 

entre la densa maleza,

entre las rocas ancianas,

entre el rocío y las telarañas,

vive a solas una bruja,

una famosa ermitaña.

Con su cabello rizado

y sus ojos brillantes,

que parecen encantados,

te invitará a entrar

a las infames ruinas

del castillo quemado.

Te sonreirá con sus dientes perlados,

te hará un gesto con la mano,

y tú, siendo un débil humano,

seguirás ciegamente su comando.

La seguirás a las tinieblas,

al hogar de esa vieja;

la naturaleza inmensa,

poderosa y siniestra.

Pasarás por el arco, 

arrastrado por su hechizo,

y cada uno de tus pasos,

te llevará más y más cerca,

de tu inminente destino. 

Entre las rocas tu cuerpo será hallado,

drenado de vida, mutilado,

y mil cuentos serán fabricados

sobre tu extraño y místico asesinato. 

Todo por haber confiado en la bruja

que vive en las ruinas 

de esa fortaleza inmunda.

Y ella volverá a matar,

volverá a seducir,

a enamorar a jóvenes doncellas,

a inocentes caballeros,

y a toda alma esbelta,

queriendo secarlos a todos de energía,

de pasión, de fervor, de vida.

Ella seguirá viviendo en su oscuridad,

protegida por la leyenda de su nombre,

por el miedo que instiga. 

 Nunca morirá, porque su odio es inmortal,

y su deseo de seguir marchitando 

a cada flor de cada campo

es exactamente igual. 

Nunca acaba, nunca cesa,

nunca será saciado.

Su hambre por poder es inmensa.

Su fin jamás será sentenciado.