Libérame en tierras desiertas
Solo se oye el murmullo del río, el bajo quejido del agua que avanza, que carcome y arrastra lo que le es ofrecido y lo que está dispuesta a tomar con sus lánguidos y húmedos dedos. Los segundos se extienden de manera irremediable ante el silencio. Se suceden con la lentitud de quien no espera ni esperará jamás, sin trastocar la inmutabilidad que perfora el paraíso. Infinita es esta por lo que parece ser una eternidad que, de forma inesperada, acaba. La quietud de alrededor se rompe en un millar de colores salpicados en un remolino de rocío y los murmullos se transforman en un grito cuando un cuerpo choca contra la corriente.
Muerto. Ya está muerto y arrastrándose al olvido.
Ya no escucha voces ni su sangre borbotea al ritmo nervioso de sus miedos. Ya no siente el hielo recorriendo su espina cada vez que ella está presente. Cada vez que ella se va. Ya es un cuerpo inerte, y no más, hundiéndose en el remolino que su caída ha causado.
Y ella aguarda. Bajo el agua y un millar de memorias que los han consumido, sus ojos se abren de nuevo. Son testigos de la muerte de quien solía ser su amado y del renacimiento del ser que debería haber perecido con él. Sus brazos se agitan en un intento por atravesar el torrente que la retiene prisionera y le impide resurgir a la superficie, donde una vida que no le pertenece la espera. Respira, respira, respira todo el oxígeno que sus pulmones son capaces de contener. Y lo sostiene a él, porque no puede dejarlo ir. Aunque haya tratado de destruirla, no puede dejarlo escapar. No puede darle aquello que quería.
Después de todo, ¿no había ido a aquel río para limpiar sus pecados y enterrar sus penas? Curioso es que hubiese encontrado su fin, cuando había intentado ponerle fin a ella.
Tira del peso de ambos hasta llegar a la orilla y allí se queda, exhausta. Él la mira fijamente, con los ojos de quienes ya han partido. Ella no puede devolverle la mirada esta vez. Se niega a observar la desdicha y la desgracia plantada en su rostro. Pero no se niega a aprovecharse de ello. Nunca lo hizo. Nunca lo hará. Es su fuerza, su fuente de energía, su único modo de supervivencia. Es una Enirah, una criatura que se alimenta de despojos. Se regocija en el dolor que le causa a otros, en aquello que les arrebata a base de ilusiones y esperanzas que brillan casi tanto como el sol que en ese entonces se niega a salir.
Él no se dio cuenta. Ella no le dio pista alguna. Dejó que pensara que estaba delirando. Que las voces que oía y que la ansiedad que sentía no tenían nada que ver con ella. Dejó que se creyese loco, loco y tonto, loco y perdido. Dejó que el destino trastocado hiciera lo suyo, como lo había hecho antes con tanta asiduidad. Con los años, la Enirah había tenido que jugar con esos hilos y manipularlos a su antojo con mayor frecuencia. No tenía otra opción si quería seguir viviendo. Si quería resucitar y resucitar y resucitar en un ciclo sin cierre. Morir y vivir. Vivir y morir. Se repetía sin descanso mientras dejaba restos a su paso.
Él no es más que un individuo que agregar a su colección de figurillas de carne y hueso. Él no debería ser más que aquello, pero —en el fondo— ella sabe que lo es. No lo ama. Ni siquiera podía decir que lo quería, o que se preocupase por él. No siente por ese humano lo que habría de ser normal para otros. No siente lo que él había creído sentir por ella. Y, aun así, sus entrañas se encogen al pensar en lo que debe hacer a continuación. Es una rutina más, luego de siglos de amarga existencia y repetición constante. Demasiado tiempo, si se le permitía pensarlo. ¿Por qué no acaba con ello? La Enirah no tiene respuesta. Quizás fuera parte de ella: seguir andando por la tierra de los hombres, porque para ello había sido creada. Su único objetivo es quitar lo que no le pertenece y convertirlo en suyo. Apropiarse de lo ajeno es su tarea principal, su propósito y finalidad absolutos. Así lo sería por siempre. Así está escrito.
Parece que la lluvia no se detendría aquel día. Lo ahogaría todo, vivos y muertos y lo que fuera que se interpusiera entre ella y su rumbo. Si la Enirah tuviese algo de suerte, ahogaría también su rebeldía recién descubierta y los interrogantes que han despertado con ella, de los que no se ha desprendido al abandonar su tumba.
El universo llora y es como si su llanto no fuera a acabar. El cielo ha abierto sus compuertas para lamentarse por todos aquellos que tocan el suelo miserable que les ha sido heredado por generaciones pasadas. Desde la noche anterior no se detiene más que por un instante o dos, una pausa efímera para reunir sus fuerzas y retomar el derramamiento de lágrimas. El viento aúlla y los árboles se sacuden a su ritmo, sus ramas raquíticas y retorcidas arañando el aire y aferrándose a las ráfagas. La Enirah se une a sus cánticos al ponerse de pie. Sus ropas se abrazan a su figura, pasan a ser una piel alternativa. La suya, entretanto, se despedaza y partes de ella caen con cada paso que da. Fragmentos de algo fino y translúcido como el papiro se desprenden de ella, trazando una estela desprolija por el terreno a medida que acelera su marcha. Es un recordatorio.
Es una amenaza.
Debe terminar lo que ha comenzado antes de que sea demasiado tarde. No demorará mucho en perder trozos más grandes por el lodazal. Uno o dos dedos para empezar, su preciosa cabellera, las uñas que suele pintarse de los tonos que las mujeres de su círculo —ridículamente escandalizadas por botellitas de cristal— suelen evitar. Todo, perdería todo, si no hacía uso de su sacrificio.
Así que toma el cadáver entre sus brazos, estrujándolo con una fuerza terrible y desconcertante, innecesaria pero reconfortante. Carga con él, tarareando una canción de tiempos que los humanos ya no recuerdan, tiempos que han decidido ignorar y relegar a un pasado que ha ardido hasta sus cimientos. La Enirah camina a través del barrizal, pasa junto a la casa que habían rentado hace unos cuantos meses y se detiene por un intervalo entre la añoranza y el odio. Observa la ventana por la que solía asomarse cada día, escondida detrás de una vaporosa cortina que la cubría casi por completo. Su entrecejo se frunce y sus labios se apretujan en un amasijo de pellejos que se desperdigan y flotan en torno a ella. Se aferra con un agarre de acero a su amante y retoma su camino, andando con presteza. A pesar de verse delicada —demacrada para el ojo divino—, puede acarrear con su alma y quinientas más. Lleva consigo tanto que es de sorprender que no se haya desmoronado aún.
Llega a un cuartucho que se encuentra en el fondo de la propiedad, una construcción glorificada de madera destartalada que rechina y se comba con extrema facilidad. La tormenta ruge en todo su esplendor, la lluvia convirtiéndose en flechas y armas arrojadizas que tratan de enviarla directo junto a su creador. Pero ella no posee un alma. Por mucho que se atiborre de la carne y el espíritu de quienes la han adorado, ella no es más que un ser de pesadilla. Para ella no hay ni Edén, ni Purgatorio, ni Infierno. No hay dioses ni santos. No hay pecadores ni inocentes abnegados. Solo hay personas lo bastante ingenuas como para creer en sus promesas y, quizás, un puñado de demonios desplazados que ya no pueden hacer daño. No como ella, criatura indómita, nacida de la desventura. Su mundo se divide en dos sencillas facciones: quienes han muerto por ella y quienes lo harían con toda certeza. Al menos, así lo era. Sin embargo, el revoltijo de vocecillas y la madeja de pensamientos enredados que es su mente se empeña en renegar de aquella clasificación que ha regido su existencia.
Sin cuidado alguno, deja a su querido a un costado. Palpa sus bolsillos por si acaso, confirmando sus sospechas, y procede a retirar la llave oxidada que descansa en el centro de su tórax. Allí, la sangre borroneada que corrompe la tela de su camisa, otrora impoluta, la obliga a enfrentarse con una realidad para la que no está lista: él fue el primero.
Cientos de amores había dejado atrás y él ha sido el primero que se atrevió a desafiarla. No había sucedido jamás. Nadie había intentado causarle mal ni resistirse a ella. No es que pudieran haberlo hecho, realmente, pero siempre quedaba la esperanza de tener ese poder, esa capacidad de llevar la contraria y huir de un designio atroz. Cómo había sido capaz de lograrlo queda fuera del alcance de sus conocimientos. De algún modo, él no había permitido que sus artimañas lo convencieran de mantenerla en su altar, ensalzada y adorada sin mesura. Ella no se lo perdona. Pero lo entiende. Lo entiende y le duele y le quema ese pecho destrozado que supura sangre y regaños. ¿No se lo merecía? Ella ha sido, es y seguiría siendo un monstruo hasta el fin de sus días.
Eso es todo lo que conoce.
Es lo que habían programado para ella al darle el aliento que la trajo a este mundo oscuro y confuso.
Es lo que la gente teme en sus más oscuros devaneos oníricos.
Es lo que esa misma gente desea en su triste realidad.
Bella como pocas, supo desde sus inicios decir las palabras exactas, endulzar los oídos indicados. Es encantadora con quienes se deslumbran con facilidad y difícil de alcanzar para quienes gustan de la caza. Es un millar de mujeres: inocentes, castas y puras; atrevidas, traviesas y alocadas. Es todas ellas y no es ninguna.
Es. Era. Era muchas cosas y ninguna de ellas fue real. ¿Sería por ello que debe alimentarse de quienes tragan a mordiscos grotescos las historias que fabrica? ¿Sería para que adquirieran cierto toque de verdad? ¿Sería por ello que se está convirtiendo en polvo? La mentira no puede subsistir sin materia, sin una pizca de verdad.
Coloca la llave en la cerradura y abre la puerta, sus dedos resquebrajándose en el proceso. Los rayos parecen tatuarse en su macilenta piel mientras truenos resuenan en la distancia, su eco acaparándolo todo. El agua sigue cayendo con la misma rabia que ella siente, avivada con cada latido de su corazón maltrecho. Deja escapar un gruñido antes de arrastrar a su muerto dentro del cuarto y vuelve a cerrar la puerta tras de sí, apenas aislándose del fragor de la tempestad. Se apoya contra ella. Suspira. Respira entrecortadamente.
Y lo sabe entonces.
Sabe que está fallando. Sabe que sus órganos se arrugan, se craquelan, se apagan. Sabe que no tiene excusas, ni tiempo, ni más respuestas.
Una mesa de madera, cubierta con lo que parece ser un mantel de plástico raído, espera en el rincón más alejado. A su izquierda y a su derecha hay escaparates y armarios, muebles de otros tiempos, arrancados de su morada anterior. El resto de la estancia está atiborrada de cajones y arcones que contienen todos sus tesoros.
Piel y huesos. Piel y huesos y recuerdos. Recuerdos en tarros, en tazones, en cajas. Hay decenas de ellas, un ejército dispuesto en estanterías empolvadas. Decenas de pedazos que encierran un último retazo de vida, de energía. El resto ya se ha ido. Ya lo ha consumido con el correr de los años, para mantenerse viva. Y solo eso queda: piel y huesos y recuerdos de amores tan malditos como ella.
Esa es la herencia de su reino.
Le toca a él sumarse a la colección. Ubica su cuerpo en la mesa, con un cuidado y una paciencia casi maternales. Retira las capas de tela y las aparta para que no interfieran con su minucioso trabajo. De allí en adelante, sus manos se mueven con rapidez. Con una ligereza y celeridad impropia de quien se sabe moribundo. Revisa baúles y retira piezas necesarias: bisturíes, cuchillos, sierras... Tintinean en una grata sinfonía mientras revuelve y selecciona las adecuadas.
Finalmente, realiza el primer corte.
Y otro.
Y otro.
Corta y corta y corta.
Fuera cáscara. Fuera cabellos. Fuera lo indeseable, lo impuro, lo que ella no pueda comer. Guarda un mechón de pelo en una pequeña bolsa de terciopelo. Guarda un trocito de piel en una bolsa de plástico transparente. Toma especial recaudo a la hora de guardar esas piezas y sigue cortando hasta llegar al esqueleto. La sierra se abre paso a través de él, hasta que músculos, tejidos y médula se vuelven uno. Relame sus labios y relame sus dedos. Relame la hoja de su arma de preferencia.
No es suficiente.
El rojo se derrama por los costados y mancha el suelo. Gotas salpican sus pies descalzos, mezclándose con el barro y la tierra seca. Trabaja con más ahínco, sin darse cuenta de que está llorando.
Otra primera vez para la Enirah. Desafiada y, ahora, desahuciada. ¡Después de todo lo que había hecho! Ella es infinita, como el mal y la tragedia. ¿Lo es? ¿Realmente lo es? Niega. Sacude la cabeza como alguien que está a punto de perderla y niega de nuevo. Su precisión quirúrgica se agota. Esa parte de ella que quiere sobrevivir al tiempo mismo secciona el cadáver de modo desprolijo y tosco. Lo rompe con crueldad, tironeando y desgarrando. La Enirah se abalanza sobre el líquido que mana desde cada herida e ingiere todo lo que puede. Sangre, carne, esquirlas de hueso. Incluso mastica y se atraganta con sus pellejos. Y llora.
Llora mientras se alimenta.
Llora mientras desposta a ese hombre como si no fuera más que un cerdo.
Llora y luego ríe.
Ríe porque lo ha hecho. Otra vez.
Pero no siente diferencia alguna en su interior. Solo nota el sabor ferroso que ha quedado impregnado en su lengua y la pesadez que se asienta en su estómago. No siente el despertar de sus venas. No siente que su cuerpo se regenere. ¿No era acaso infinita?
¿No lo era?
No lo es.
La furia la asalta y explota en sus poros. Empuja lo que queda de aquella cosa, dejando que caiga al piso y que se deshaga en tiras y en partes irreconocibles. Poco después, se lanza sobre ellas y las devora también, desesperada como nunca lo ha estado. No tiene más que hacer. Con ello debería bastar. Debería ser suficiente. Debería ser incluso más.
No lo es.
Los engranajes no vuelven a funcionar como deberían. No se recomponen como lo han hecho en decenas de ocasiones. Siglos funcionando como una maquinaria perfecta e inimaginable, fuera de los parámetros de la creación humana. Siglos siendo la única criatura de su especie vagando por la Tierra. Siglos y siglos que no servirían para salvarla ahora. Es una muñequita rota, de labios carmesí partidos, de cabello rubio que no cesa de ralear, de manos con huesos rotos. Como papel ajado, las arrugas la cubren por completo, perforando la belleza de la que solía estar tan segura.
¿Es ese su final?
La presencia que se abre paso entre el polvo y la miseria puede que sea la respuesta. Una figura alta, de porte ostentoso, hombros anchos y rostro enjuto se acerca a su refugio. Ha surgido de la nada, pero ella no se alarma al verlo a través de la puerta que, de un golpe certero dado por su propio hado, se abre de par en par. Su rostro se ladea, analizando con indudable atención al intruso, y algo dentro de sí susurra un conocimiento que, hasta ese día, descansaba oculto en su mente. Sabe quién es. Sabe lo que es. Y sabe por qué está allí, en ese cuartillo inmundo apartado de la sociedad.
Es el Cosechador.
La viva imagen de la muerte.
La muerte misma.
La Enirah no puede dejar de mirarlo. Desmadejada como está, sumida en lo que pronto no será más que podredumbre, da una imagen que la habría avergonzado si no se sintiera arrobada por la expectativa y dejos de anhelos tan irresistibles como su hambre. Es aquel lado suyo que había permanecido resguardado el que se agita y estremece esperando por su condena. Quiere partir. Quiere desligarse de sus ataduras, de las obligaciones que su mera concepción le ha asignado, aquellas que le han dado el respiro que hoy desesperada busca. Porque ya ha tenido más de lo que puede soportar. Ya ha quitado más de lo que merece. Ya ha dado más de lo que tiene. Después de todo, no es más que una mujer vacía. Hueca. Moribunda. Perdida.
¡Pero es la única! La única que puede hacerlo. La única creada para tal propósito. No puede dejar de existir solo porque un lado necio y reticente de sí misma ha sido influenciado por la moralidad y la conciencia de una raza que no es la suya. Demasiados años la han vuelto frágil y endeble. Le han robado parte de su esencia, mezclada en la herencia de cientos de hombres que se hicieron uno con ella. ¿Qué ha sido de la Enirah original? De aquella primigenia, perfecta.
—Es tu hora —dice el ser en una voz anodina. Monótona. No transmite sentimiento alguno y así es como debe ser. Así es como debería ser ella.
—No —niega en un susurro. La bestia se despierta y la llama de la rabia y el deseo brilla en sus ojos. Negros, negros como el abismo del que proviene—. No —repite con fervor, escupiendo una sustancia rojiza y espesa que es la viva imagen del odio violento que la invade.
Las voces en su mente se encienden. Bailan y giran y cuentan historias que no quiere escuchar. Ya no sabe dónde empieza y dónde termina. Ya no sabe quién es ella. Qué es ella. Qué es lo que será.
Sí lo sabe.
Lo sabe. Pero no está dispuesta a reconocerlo.
El Cosechador, impasible, le devuelve la mirada. No se inmuta ante su reacción. Él lo ha visto todo, por lo que no hay manera de sorprenderlo ya. Se cruza de brazos, adquiriendo uno de los tantos gestos humanos de los que la Enirah reniega en secreto. Se ve tan normal y es precisamente eso lo que lo hace aterrador: el semejar una presa cuando, en realidad, es el cazador.
—Mi hora no ha llegado ni llegará. —Insiste, irreverente. No pasa de una niña caprichosa con la apariencia de una vieja que ha vivido más de lo que le corresponde. Las palabras escapan entre dientes partidos y labios ajados, filosas como las cuchillas que ha estado utilizando para destrozar a su amado.
—Te sabes eterna, Enirah. Pero ningún ser lo es. ¿Crees que no hubo otras antes de ti? ¿Crees que no vendrán otras después, cuando tu oscuridad se transforme en cenizas? —inquiere con el fantasma de una sonrisa curvando sus labios. Deja ver unos incisivos afilados, listos para degustarla a ella. ¿Qué se sentiría estar en ese lugar? Estar en el lado opuesto, en el equivocado, en el que recibe la mayor cuota de dolor. Nunca se había encontrado en tal situación.
Mentiras.
Su amante le había disparado luego de entregarle flores y prometer quedarse con ella. Lo último lo había cumplido, revolviéndose en sus entrañas, dándole un suspiro de fuerza ya casi marchito. Y su afrenta le había dado una probada del veneno que ella repartía como el licor más puro y divino. Solo un trago ínfimo, eso debería haber sido.
Pero ahí está, frente a ella, la prueba de que eso no ha sido más que el inicio. Ahí está, sonriéndole, aguardando tomarla y acabar con su regencia de muerte y decadencia.
El horror comienza a reptar por cada pliegue y a abrir heridas supurantes. Puede que sus chances se hayan acabado. Puede que su infinito sea igual que las ilusiones que vende a quien esté dispuesto a pagar el precio. Falso. Falso como todo lo que ha conocido y ha dicho. Falso como cada personalidad que ha tomado prestada por un par de días o un par de años. Falso como lo ha sido Emmanuelle. Falso como lo ha sido Isabel. Falso como todas esas jovencitas que ha ideado y gestado para contentar a los hombres que había arrastrado a su perdición.
Ahora había encontrado la suya.
—¿Por qué? —pregunta, cerrando sus manos en puños apretados. Se oye el leve rumor de tejidos rompiéndose y su vista baja de inmediato. Con un espanto que es incapaz de disimular, observa que no solamente el cadáver de su amante se deshace entre sus dedos. Son sus dedos los que se están desfigurando. Se quiebran como ramas resecas. Crujen como hojas en otoño. En una inhalación entrecortada, se transforman en un amasijo de pulpa casi bordó con relieves azulados. De esa masa amorfa, irreconocible, se desprende un aroma desagradable que punza sus fosas nasales. Es la hora. La hora sí ha llegado.
—¿Acaso no es evidente? —Su voz grave recorre cada esquina, cada recoveco. Las implicaciones de sus dichos campan a sus anchas en un espacio minado de errores y misterios.
¿Cuántas familias había dividido y ultimado?
¿Cuántos crímenes había perpetrado?
¿Cuánta aflicción había traído consigo y desperdigado a su paso?
Cientos de ánimas la rodean. Se apiñan contra ella, mostrando sus rostros enturbiados por una pátina de olvido y desarraigo. Son retratos del desenfreno. Son hijos y hermanos. Son titulares en diarios, revistas, noticiarios. Son casos que se han archivado. Son su calvario.
Grita. Grita con las fuerzas que le quedan. Grita y resuella mientras sus pulmones colapsan. Tose estrepitosamente y queda de rodillas, postrada como alguien que implora perdón. Mas ella no implora perdón alguno. No lo requiere o no le interesa. No hay perdón para una criatura de su calaña. No lo habría.
El Cosechador sigue sonriendo.
Los espíritus no callan.
Su mente se contorsiona, tratando de comprender lo que está sucediendo.
Su cuerpo se transfigura y deja de verse como la belleza de piernas largas y curvas pronunciadas que solía ser. Los estertores la consumen, carcomen sus músculos a dentelladas. Lo siente. Lo siente en lo profundo de su seno y en sus venas.
Está lista para reclamar un lugar en una de las estanterías.
Está lista para huir.
Y huye.
Sus músculos la ponen de pie con la dificultad de los años y las penurias sufridas. Es demasiado lenta, como si avanzara bajo el agua, pero el Cosechador no intenta alcanzarla. No tiene que hacerlo, porque sabe a ciencia cierta que ella no logrará escapar. Su destino está sellado, igual que lo había estado el de cada una de sus víctimas pasadas. Así que no hace más que acercarse al vano de la puerta y se arrellana con comodidad. La observa mientras trata de correr, tropezando, cayendo y volviéndose a levantar. Admira su resistencia, pero detesta su obstinación. ¿Cuál es el punto? Por mucho que lo niegue, incluso ella sabe lo que pasará. Debe saberlo ya, aun si se afana en tratar de ignorarlo.
¿No es lo que quería?
Libertad. Apesta a codicia y ansiedad por poseer un fragmento de libertad.
¿Por qué no se deja ir?
La Enirah que la ha precedido había partido de una manera pacífica. Solo lo había decidido una mañana de primavera. Y, como la flor del cerezo, se dejó llevar por la brisa, sin marchitarse jamás. ¿Por qué ella no puede aceptar que su reinado ha tocado fondo? Ya no es reina de nada.
Mas todavía sostiene su corona de rosas envueltas en espinas, acomodándola a conveniencia. Se retuerce cada que sus pies —o lo que queda de ellos, que no pasa de unos muñones que supuran un líquido oscuro— rozan la hierba húmeda y resbaladiza. El vendaval apenas ha amainado, las ráfagas deteniéndose por un instante para espiar sus movimientos y restallar en carcajadas ante su fracaso. El agua sigue cayendo con igual intensidad, arremolinándose entre los escasos cabellos que todavía cubren su cráneo, arrancándolos sin miramientos.
Cae ella también, de rodillas y escupiendo maldiciones y rezos.
Se reincorpora, aunque su voluntad yace quebrada. Partes de ella se despedazan. Otras se reacomodan. Una joroba se forma en su espalda, donde se asienta el peso del universo.
Corre.
Corre a través del barro y de la hierba.
Corre porque no concibe otra alternativa.
Corre porque es el fin de su existencia.
Corre a buscar un nuevo amor, que seguro la espera en una esquina.
Cae y cae y cae y es todo un espectáculo para la vista. Su ropa, hasta hace unas horas gris, se engalana de rojo. Toda ella es un fulgor rojizo que se prende y quema, ardiendo como una tea a medianoche. Es arrebatadora. Inclusive en su final, logra arrancar suspiros.
Sus huesos se astillan. Su carne se gangrena. Despojos de ella se desmoronan, se derrumban sobre sus hombros afilados, recorren los huecos y ángulos exagerados de su figura. Desde su punto privilegiado, el Cosechador es capaz de distinguir el tono crema de sus omóplatos y apreciar el ritmo desfasado de sus caderas. Permite que se vaya. Que vaya tan lejos como pueda.
Ella se arrastra por unos metros más, arañando y boqueando por una mísera brizna de oxígeno. Un gorgoteo húmedo escapa de su garganta abierta, una de sus manos tratando de cubrir el agujero que se expande sobre su cuello. Se deshace, estropeada como las muñecas de porcelana que en una época lejana tendía a coleccionar. Manchada, ultrajada y humillada, como tantas otras mujeres en una historia de violencia y dolor. Y ya no hay boca ni cuerdas vocales que expulsen sus lamentos, ni ojos que capten el último resquicio de color. Pero todavía puede escuchar. Oye el rumor del río, tan cerca.
Ese río donde él le había confesado su amor.
Ese río donde él la había descartado.
Ese mismo río, maldito desde que había hecho presencia en este pueblillo de mala muerte, sería su tumba.
Los gorgoteos se suceden. No hay voces que clamen por su atención, ni pensamientos que la acongojen, ni presencias que la perturben. Solo está ella y el sonido del agua encrespada escasos centímetros más abajo, siguiendo la suave curva del terreno. Deja que su morada terrenal descanse, porque ya ha cumplido con su función. Ha hecho lo que debía. Lo que podía. Apoya su mejilla contra el lodo y aspira. Débil. Está tan débil. Pero no duele.
¿Le habría dolido a su antecesora?
¿Le habría dolido a él, su amor entre cientos?
¿Le habría dolido a los tantos que habían venido antes que él?
Se funde con la tierra y deja que las pasturas la acunen. El arrullo del viento pone cadenas al engendro que desea seguir existiendo en este plano. El ruido del caudal la tranquiliza. La soledad la acompaña en sus últimos jadeos agónicos.
El Cosechador ha desaparecido sin dejar rastro, como si nunca hubiera existido. Los delirios de la Enirah acaban, por fin, al desvanecerse el último retazo de ella. Sobre la tierra húmeda quedan sus ropas, aparentemente pulcras y sin daño visible, tendidas en la orilla. Una inspección más cercana puede dar cuenta del orificio deshilachado en la pechera de su camisa. Pero no hay nadie allí, no más.
A kilómetros en la redonda, solo hay lluvia, huesos en estanterías polvorientas y una casa apartada del mundo abandonada a su suerte.
El amanecer se entrevé en el pálido horizonte. Dedos rosados toquetean los bordes de las nubes, tironeando de ellas, apartándolas lo suficiente para que un débil haz de luz penetre las tinieblas. En el pueblo más cercano, un sollozo lastimero es la primera señal del naciente día.
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