Dos.


Mi cumpleaños diecisiete acababa de pasar hacía apenas dos semanas, creo que las cosas comenzaban a tomar sentido para mí.

Nada era más importante que conservar el estatus que tanto trabajo me había costado obtener. Mi vida iba corriendo cada vez más rápido. Las imágenes ahora se ven tan borrosas e imprecisas como cuando pasas por un túnel a gran velocidad, era un evento tras otro que subía un poco más en intensidad, y claro, todo se volvía mucho más interesante.

Jamás quise que las cosas cambiaran, no. Pero aquel viernes en la noche fue que realmente sucedió.

Los zombis no estaban en casa, habían sido invitados a la reunión de unos amigos. Seguramente para charlar sobre sus grandiosas vidas de las cuales ellos estaban muy orgullosos, esa era la palabra clave: «ellos», porque yo no estaba nada conforme con la monótona dirección en la que querían llevarme.

Ya eran las ocho de la noche cuando cambiaba compulsivamente los canales de televisión. Hace años que ya no encontraba un canal que tuviera algo que valiera la pena.

Al cabo de un rato solté el control y en la televisión se quedó «The ring», una de mis películas favoritas, que iba justo a la mitad.

Caminé hacia la cocina en busca de algo de comida, como encontré un contenedor con comida china, lo puse en el aparato y me quedé mirando la pantalla negra que yacía sobre la puertita del mismo.

Fue entonces cuando, sin querer, desenfoqué la comida china y vi mi propio reflejo, recordé mi cara de serpiente, aún no se iba, ni siquiera con mis puntas rojas y mi delineador.

Presioné el botón de encendido en el microondas con todas mis fuerzas. Me alejé enojada y salí por la puerta principal determinada a terminar de una vez por todas con eso.

Llegué al supermercado más cercano y me dirigí hacia los tintes. El lugar estaba casi completamente vacío, se sentía la fría corriente de aire que entraba por el pasillo de «carnes», y se escuchaban unos débiles sonidos de conversaciones entre los empleados.

¿Rojo? No. ¿Rubio? Para nada.... ¿Qué color podría ser?

Movía cajas y cajas sin parar. Una mujer que metía un shampoo en su ruidoso carrito me miró con recelo al notar que el suelo estaba lleno de cajas de tinte. Le hice una seña que le provocó salir corriendo ofendida y solté una risa al tiempo que mi brazo tiró un empaque plateado cuyo tono se anunciaba como «guinda».

Lo tomé satisfecha y salí de la tienda con las manos en las bolsas y una sonrisa en mi rostro. Definitivamente no pagaría por cambiar una apariencia que yo no pedí.

No es como si me encantara pasar los viernes caminando sola sobre la acera, pero me daba curiosidad la idea de tener tiempo para pensar. Siempre sucedía, cuando intentaba tener un pensamiento mucho más profundo de lo habitual algo me interrumpía y aquella noche no fue la excepción.

Andaba tranquilamente cuando un motor de Ford Fiesta se escuchó cada vez más fuerte hasta llegar a mi lado, detenerse y bajar la ventanilla eléctrica.

—¡Lindsey! —se escuchó desde dentro del carro y me detuve en seco. Era uno de los indómitos que venía en el asiento del conductor—. Hay fiesta.... ¿Qué traes ahí?

—Me voy a pintar el cabello—le contesté acercándome a su Fiesta para recargarme en el marco de la ventana.

—Ven. Mi prima hace eso, va a estar allá —dijo él pisando el acelerador sin quitar el freno para que se escuchara el envolvente sonido de su motor rugiendo.

No dudé ni un segundo en subirme al auto del indómito y dejarme llevar hasta la calle más extraña a la que pudiéramos llegar.

El camino fue silencioso en teoría, él se limitó a poner su música a todo volumen, y yo, a encogerme sobre mi asiento observando aburrida el camino y sintiendo el viento que entraba salvajemente por la ventana. Ese viento que realmente no movía nada, nada.

Al tiempo que llegamos a la calle iluminada con una peculiar luz color púrpura, la estridente música hizo zumbar todo alrededor. El indómito bajó y comenzó a acercarse a una inmensa casa, yo caminé tras de él azotando la puerta del Fiesta, a lo cual él reaccionó enviándome una mirada asesina.

—Al fin —dijo una chica abriendo la puerta, tenía la mitad de la cabeza rapada—. Te tardaste mucho.

—Sí, me encontré a Lindsey —contestó él y entró a la casa jalándome del brazo.

Sonaba a todo volumen una canción de los Rolling Stones, la luz dentro de la casa era muy tenue y lucía casi roja, muy diferente a la púrpura que alumbraba la calle. Voltee y ahí estaban todos los indómitos, se acercaron como lobos hambrientos al chico con el que venía, y se fueron hacia otro lugar de la casa.

Me quedé sola en un instante. El humo de los cigarrillos formaba un velo blanquizco que me dificultaba la vista clara del lugar. Caminé, un poco confundida, buscando un sitio en el cual estar, y cuando menos lo esperaba, sentí un jalón en el cabello.

—¿Querías pintarte el pelo, verdad? —preguntó el indómito que había regresado.

—¿Y tu prima? —respondí sobándome la cabeza al mismo tiempo que retomaba la postura.

—Vamos.

Me tomó del brazo para conducirme hasta lo que parecía la cochera de la casa.

Realmente no podía ser una cochera, principalmente porque no había ningún auto, pero lo más sobresaliente era que había una silla de barbero instalada firmemente sobre el suelo con gruesos tornillos. El indómito me sentó ahí y de la nada llegó otra chica.

Recuerdo que era extremadamente delgada y su cabello era color azul, sus brazos estaban repletos de tatuajes que se entrelazaban unos con otros haciendo una maraña inentendible.

La chica me miró y extendió su mano, sin pensarlo le entregué la caja de tinte guinda que había traído, y ella comenzó a abrirlo.

El indómito se fue y me dejó sola.

—¿Quieres un cigarrillo? —preguntó ella con una voz muy ronca.

—Sí —respondí firme para recibir un rollo que después fue encendido por la chica.

—Pon tu cabeza aquí —indicó colocándose unos guantes y trayendo un tazón profundo que puso bajo mi cabeza.

También trajo una botella con agua y comenzó a mojar mi cabello.

Al tiempo que se consumía mi cigarrillo, el olor de los químicos se volvía más penetrante. Cuando estaba de lo más relajada mi celular comenzó a sonar. Lo tomé y miré que era la zombi. Solté una suave risa y apagué el teléfono.

No quería hablar con nadie.

Tardó mucho, pero cuando la chica me mostró un espejo viejo y manchado, y pude ver mi nuevo color, no pude evitar sentir que realmente había valido la pena. Guardó sus cosas mientras que yo salía de la cochera y volvía a entrar a la casa. Ahora el humo era más denso, pero ya no me molestaba. No era tabaco lo que circulaba en el aire. Cerca de una mesa había varias botellas de colores, tenían un brillo especial que me llamaba, como un hechizo que caía sobre mí.

Y, por supuesto, yo no era la única, porque no tardó medio segundo en aparecerse uno de los indómitos para abrir una de ellas y mirarme.

—Apuesto a que no te la acabas entera —dijo él dándome un empujón mientras tomaba un vaso... típico.

—Sírvelo —indiqué sonriente y él, gustoso, no tardó en llenarlo.

No tengo idea de cuánto tiempo me tardé, pero realmente me acabé toda la botella. La fiesta dio un giro total, y de un miedo terrible a que algo malo me aguardara en esa casa extraña todo pasó a esa adrenalina corriéndome por las venas. Me reía con todas mis fuerzas por cualquier cosa que dijeran, la risa se sentía espeluznante y no sonaba para mí. Saltaba al ritmo de la música y hablé con todos lo que estuvieron ahí ese día, nuevamente era la reina del lugar.

La chica que me tiñó el cabello regresó borrosa un par de veces, ambas para retornar a la silla y sentir un agudo dolor en mi brazo derecho. No puedo decir precisamente lo que hice aquella noche, pero sólo sé que me divertí como nunca me había divertido.

Pasó mucho tiempo para que el indómito regresara y me subiera a su auto.

El viento soplaba tan fuerte como el motor del Fiesta que me invitaba una y otra vez a abrir más mis sentidos. El indómito deslizó el quemacocos y yo me levanté para salir por él y agitar mi botella de ron lo más fuerte que pude. En una vuelta la solté sin querer y cayó muy cerca de una señora que planeaba cruzar la calle. La señalé triunfante y regresé a mi asiento.

Justo en ese momento comencé a sentirme algo extraña, el estómago se revolvió en un instante y me dolía mucho la cabeza, como si todo dentro de mí fuera a explotar. No me sorprendió porque esa noche tomé de todo, probé de todo y no me arrepentía. Miré al frente y lo que único que podía distinguir eran luces borrosas como relámpagos en la noche.

—Oye, baja la velocidad —dije muy seria al notar que íbamos demasiado rápido.

—¡Cállate, estúpida! —me contestó bruscamente y, de nuevo, me jaló el cabello.

No volví a decir nada hasta que sentí un remolino extraño en mi estómago y otro retortijón, no estoy segura dónde, y le imploré que se detuviera. Otra vez no me hizo caso y recibí otro jalón de cabello. Todo se repitió varias veces, pero por cada vez que le decía lo mismo, más intensa era mi súplica, más intensa era su respuesta y más intenso era el jalón.

Ya no soportaba la cabeza, me dolía demasiado, un tanto por todo lo que había sucedido en la fiesta, y otro tanto por los tirones de cabello del indómito. Todo iba tan rápido que no podía pensar bien y ya ni siquiera hablaba, sólo miraba el rostro del indómito reírse mientras aceleraba aún más, pero para mí todo iba más lento y más lento.

Los párpados comenzaron a pesarme, y justo cuando me rendí ante ellos y dejé que se cerraran, una luz me los traspasó y comenzamos a dar vueltas.


Parecía todo tan tranquilo, por un momento había tanta paz que me resultaba extraño, hasta un poco incómodo.

Abrí los ojos y una luz blanca me iluminaba muy tenuemente, traté de moverme pero mi cuerpo tenía esos horribles tubos envolviéndome como serpientes. Respiré hondo y mi pecho me dolió, todo era tan intenso que cerré los ojos una vez más.

Se escuchaban voces muy suaves, así que levanté un poco mi cabeza para descubrir de dónde provenían, y justo en ese momento me di cuenta de que estaba en un hospital.

Por un instante sentí una pequeña angustia, pero se vio extinta cuando comprendí todo lo que había pasado. Qué tontería. Con lo mucho que me había divertido la noche anterior.

Intenté levantarme de nuevo, mi esfuerzo volvió a ser inútil, el dolor me tiró de vuelta a la cama en la que estaba.

¡Odiaba sentirme así!

De pronto, la puerta que daba de frente a mi cama se abrió y admiré la cara de los zombis. 

Perfecto, justo a las personas que quería ver. 

Noté que lograban una expresión extraña, algo así como miedo combinado con furia y preocupación. Pero, honestamente, a mí me daba lo mismo. No comprendía de qué manera podían venir después de que mi noche se había arruinado y ellos, tan descaradamente, se largaron para tener su velada perfecta.

—Lindsay —dijo la zombi con el mismo tono extraño que se reflejaba en sus rostros—, ¿cómo estás, cariño?

Hice un tercer intento por levantarme y ésta vez lo logré, recargué mi espalda sobre la almohada y la miré.

—Cariño, tuviste un accidente, tú...

—¿Dónde está...? —me interrumpí cuando me di cuenta de la expresión que se dibujaba en sus caras, comprendí que el indómito estaba muerto—. Me quiero ir.

—Sí, Lindsay, te darán de alta pronto. Por suerte tú casi no saliste lastimada —contestó la zombi que se acercó a mí.

—¡No! Yo quiero irme a casa, ¡ya! —expresé enfurecida levantándome de la cama temblando.

—Amor —dijo el zombi sosteniéndome para que no cayera al suelo, y me colocó de vuelta en mi lugar—, vas a regresar, pero...

—Pero, ¿qué? —dije sin comprender lo que obviamente se traían entre manos—. ¿Qué pasa?

La zombi se acercó llena de lágrimas y me abrazó.

—¡Déjame! —grité aventándola con toda la fuerza que encontré—. ¿Qué pasa?

—Lindsay... Cuando te saliste de la casa, el microondas hizo un falso contacto —intentó explicar ella sin romper en un ridículo llanto—. Hubo un incendio en la casa, se quemó toda la cocina y la sala; además, nos llamaron ayer de tu escuela. Ya no van a admitirte en duodécimo.

—¿Qué? —pregunté sorprendida, mucho más por el incendio que por la otra noticia.

—Ya no tenemos dinero suficiente para continuar. Tendremos que vender algunas cosas para pagar el hospital, los daños del incendio y....

—¡Díganlo de una vez!

—Lindsay, esta decisión es la mejor para ti. —Ambos se estremecieron, claramente, por el furor de mi mirada—. En cuanto te recuperes, irás a vivir con tu abuela.

—¡¿Qué?!

Mi voz resonó por toda la habitación de la sala, pero no sonó tan fuerte como dentro de mí. Cerré los ojos y me jalé los cabellos que ya estaban maltratados. Apenas tenía vagos recuerdos de esa anciana decrépita que me traía caramelos asquerosos. No podía ser verdad.

—Lindsay...

—¡Ni siquiera la conozco! ¡Y no quiero mudarme de vecindario! —Mi reclamo los alteró mucho más, porque se sentaron temblorosos a los lados de mi cama y se miraron.

—Cariño... tu abuela Aileen no es de por aquí —explicó la zombi acariciando mi cabello al tiempo que yo le quitaba la mano bruscamente.

—No quiero irme de Nueva York, estoy bien en este estado —dije con los dientes muy apretados.

—Mi vida.... Ella vive en Europa —comentó el zombi y yo solté un golpe en la cama.

—Encontramos una escuela muy bonita en Edimburgo, cerca del pueblo de tu abuela...

—¿Pueblo?

—Cariño...

—¿Cómo tuvieron tanto tiempo para pensarlo? —cuestioné rápidamente—. ¿Cómo?

—Lindsay, lo habíamos estado considerando desde hacía un tiempo, hablamos con tu abuela y nos va a apoyar con tu educación. Hasta podrías intentar entrar a la Universidad de...

—¡Largo! ¡LÁRGUENSE DE AQUÍ! —grité agitando mis brazos, sin importarme lo mucho que doliera.

—Lindsay...

—¡LARGO! ¡NO QUIERO VERLOS! ¡FUERA!

—Señores... —interrumpió un doctor que acababa de entrar—. No es prudente alterar a la paciente, por favor.

No les quedó otra alternativa más que salir del cuarto y perderse de mi vista. Me quedé un instante mirando la puerta con furia.

Un pueblo cerca de Edimburgo. ¿Dónde diablos estaba Edimburgo? ¿Y qué haría yo en un pueblo de todos modos? Esos estúpidos zombis habían encontrado la excusa perfecta para deshacerse de mí, una que implicaba enviarme con una completa extraña.

Pronto la fiesta, el accidente y todo lo que había vivido hasta ahora empezaron a ser aplastados por la idea del viaje. Estaba tan enojada que sentí aún más intenso el dolor de mi cuerpo.

Y nunca me sentí tan sola como en ese momento, en el hospital, a punto de ser expulsada de la escuela y de mi casa.

No quería, simplemente no quería.

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-Sweethazelnut.

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