Cuatro.
Comenzó a anochecer y yo ya estaba cabeceando, todo me dolía resultado del coraje que me embargaba.
No faltaría mucho para que el avión aterrizara y yo ya estaba rogando porque mi transporte se estrellara con cualquier cosa y nunca llegara al aeropuerto de Edimburgo. Desgraciadamente, lo hice.
Una sacudida y la voz del piloto anunciaron la llegada al horroroso lugar. Creo que pude oler a la distancia cuantas ovejas pudieran tener ahí, qué pesadilla.
Todos comenzaron a bajar. Yo me quedé sentada en mi asiento, incluso cuando los pasajeros de al lado me gritaban insultos porque no los dejaba pasar. La aeromoza se percató de esto y, al recordar las primeras instrucciones de los zombis, llamó a seguridad para que me sacaran del avión.
Ante esa perspectiva decidí que era mejor tomar mi maleta y salir.
Traté de no mirar alrededor mientras bajaba del avión, sólo recuerdo que una fría corriente de aire me golpeó lo suficientemente fuerte como para irritarme. Caminé por el pasillo deseando que esa anciana hubiera olvidado por completo mi llegada y yo pudiera juntar lo suficiente para regresar a Nueva York y comenzar una nueva vida sola. Pero para mi desgracia, divisé a lo lejos a una anciana de ojos grises y cabello blanco que traía una enorme flor naranja colocada en su oreja derecha, usaba un horrible traje color gris y sostenía un letrero que decía: «Lindsay Parson». Era ella.
Pensé en alejarme, pero reconoció el característico color de cabello que traía y se acercó con una sonrisa verdaderamente repulsiva.
—¿Lindsay? —me preguntó sin quitar su expresión.
—¿Qué? —respondí cortante.
—¡Mi linda nieta! —expresó y acto seguido me abrazó de una manera tan exagerada que no pude evitar empujarla un poco para que se alejara—. Te ves tan hermosa, ¿no tienes frío? Edimburgo es frío, sí, pero ahora que lleguemos a Pirefough no soportarás con esa sudadera... —La anciana sacó de un enorme bolso que traía, un suéter de lana gris—. Ten cariño, lo compre ayer para ti, creí que tus padres no te mandarían bien abrigada.
—¿Que me "mandaran"? Esos idiotas me abandonaron aquí —dije apretando los dientes con toda la furia que pude.
—Cariño, el taxi nos está esperando —comentó sonriente tomando mi mano que inmediatamente fue arrebatada—, y aquí los taxis son muy caros.
Caminamos hacia una de las salidas del aeropuerto. Intentó varias veces darme el suéter, pero daba lo mismo porque yo siempre lo tiraba en algún lado y ella, como si fuera el suéter más fino del mundo, corría para sacudirlo y regresaba con esa melosa sonrisa en su rostro.
Un taxi negro de lo más horrible nos esperaba en la salida, creo que jamás extrañé tanto los taxis amarillos de Nueva York. Aileen indicó al chofer la dirección y él asintió sonriente, como si de alguna manera le alegrara ir al alejado pueblo de Pirefough.
No había más que verde por la ventana derecha del taxi, los campos se extendían más allá de lo que cualquiera pudiera ver y se notaban incluso en la oscuridad.
Para mí, eso no significaba más que la idea de que no habría ningún lugar divertido al cual ir en cuanto me pudiera librar de esa mujer.
La noche era muy fría, por un momento desee haber recibido el suéter gris, pero no era un escenario para rendirme, así que procuré no temblar ni una sola vez para que no se notara mi clara falta de calor. Cuando creí que no podíamos ir más lejos, el taxi se detuvo.
Era una vieja casa color blanco, aunque muy sucia. Las afueras estaban decoradas con varias macetas que contenían flores de colores; las ventanas tenían marcos de madera, igual que la puerta; en el techo yacía una chimenea y lo único que pude hacer ante aquella visión fue una expresión de asco.
—No es muy grande, mi pequeña Lindsay —dijo la anciana cuando terminó de pagar al taxista—, pero ambas viviremos aquí muy cómodas.
—Como sea.
—Entra, entra —comentó cuando sacó una enorme llave y, con mano temblorosa, abrió la gruesa puerta—. ¿Ya cenaste, cariño?
—No tengo hambre —respondí admirando el interior de aquella asquerosa casa.
La humedad se colaba un poco, a la derecha había un pequeño comedor de gruesa madera, una cocina con una estufa muy vieja y anaqueles con una vajilla color hueso; a la izquierda una reducida sala, constaba de tres sillones, dos de ellos dirigidos a una televisión enorme que no se comparaba en nada a la pantalla de plasma del departamento en Nueva York, ésta tenía una antena extraña sobre ella; el último sillón estaba junto a una gran ventana que dejaba admirar todo el campo verde, tenía una mesita a un lado que sostenía unos lentes, un libro y una bola de tejido. En el medio del lugar se levantaban unas escaleras estrechas que llevaban al segundo piso.
—Qué asco de lugar.
—Necesitas comer algo, mi niña —dijo ella como si no hubiera escuchado lo que yo acababa de decir—. Toma, te preparé un caldo escocés. Todavía está caliente.
De una pequeña olla que estaba sobre la estufa llenó uno de los platos color hueso para sopa y me entregó una combinación de nabos, apios y otras cosas flotando juntas en un caldo extraño.
—Ni pienses que me voy a comer eso... ¿Dónde voy a dormir?
—Claro, claro. Ven aquí, subiendo las escaleras.
La anciana caminó hasta las escaleras de madera y comenzó a subir.
Las luces parpadearon un poco antes de prenderse por completo. Había tres cuartos, dos a la derecha y uno a la izquierda.
—Éste de aquí es mi cuarto —explicó sonriente señalando el cuarto de la izquierda—. Y ese de allá es el tuyo —dijo señalando ahora la primera habitación de la derecha.
Sacó de su bolso otra llave y abrió el pequeño cuarto. Había una vieja cama en el fondo, junto a una diminuta ventana que mostraba el monótono paisaje, en el costado izquierdo había un librero, y en el derecho, un armario con unas cuantas repisas vacías.
—Espero que te guste, planché tu uniforme, está en el armario listo para el otoño.
—¿Uniforme? —pregunté precipitadamente.
—Sí, claro, en el «Instituto Sir Alexander Fleming» es obligatorio el uso de uniforme... ¿Por qué no tomas una ducha mientras acomodo tu ropa? —propuso ella rápidamente al notar mi largo y penitente silencio—. El baño está junto a tu cuarto.
Aunque no me hacía muy feliz la idea, realmente creo que tenía razón, así que subí las escaleras y caminé hacia el cuarto de baño.
No era nada del otro mundo, simplemente un lugar para ducharse, pero todo perdió normalidad cuando sentí el agua helada que salía a chorros de la regadera.
Jamás había experimentado una temperatura así recorrerme como alfileres que me atravesaban rápidamente. No pude más que apurarme a mi labor y salir corriendo del lugar, nada podía ir peor.
Cuando regresé a la habitación noté que todo estaba mucho más ordenado. Abrí un cajón y ahí estaba la mayoría de mi ropa.
Vaya que esa anciana era veloz.
Estaba dispuesta a volver a sumergirme en mi celular, el único lugar conocido, cuando de pronto abrí mi maleta y me horroricé al notar que... ¡No había cigarrillos!
Claro, era lógico, los zombis hicieron mi maleta, ¿por qué habrían de guardar mis cajetillas? Pateé la valija con fuerza y caminé furiosa a la sala.
Aileen estaba sentada en uno de los sillones frente a la televisión, tejiendo con su estambre. Veía un bloque de comedia antigua. Un hombre con una clase de boina cantaba una sosa canción mientras tocaba el piano y la vieja reía por lo bajo.
—¿Dónde hay una tienda? —pregunté y ella volteó sobresaltada.
—Hola, cariño, no te había visto... ¿Una tienda? Sólo hay una, allá en el centro de Pirefough —explicó sonriente—. ¿Necesitas algo?
—Sólo voy a comprar —respondí metiendo mis manos en las bolsas de mi sudadera y sonriendo al sentir que ahí adentro estaba mi último cigarrillo y un encendedor.
—¿Podrías traerme algunas cosas? —preguntó ella y se levantó para traer un montoncito de billetes.
—No sé cómo llegar.
—No ha de tardar Gwynaeth en traer la leche, puedes irte con ella. —La anciana retomó su lugar y siguió con su tejido.
Me sentí lo más alejada de saber quién demonios era Gwynaeth.
No pasó mucho para que me aburriera de estarla esperando en la sala, así que salí de la casucha para sentarme en la entrada y fumar mi cigarrillo, al fin.
Lo encendí y me recargué sobre las rodillas mirando al horizonte. No se escuchaba más que el frío viento que golpeaba mis orejas y se llevaba el humo del cigarrillo, de pronto, un extraño sonido como de traqueteo rompió el silencio.
No quise voltear a mirar el camino, así que esperé hasta que el traqueteo llegara a mí para levantar la vista y admirar lo más raro que había visto hasta entonces: Una chica pelirroja, probablemente de mi edad, con su cabello rojo intenso, completamente rizado y «decorado» con un broche que tenía forma de un insecto raro. Vestía una camisa a cuadros azul con rojo y jeans azules, y empujaba con sus blancas manos un carrito propio de Wal-Mart pero repleto de frascos de leche que iban separados por cartones.
La chica mostró sorpresa en sus verdes ojos, y sus pelirrojas pestañas parpadearon un par de veces antes de que la anciana abriera la puerta.
—¡Gwynaeth! —saludó y la chica sonrió.
—Señora McGruffin, ¿cómo está? —preguntó tomando uno de los frascos y entregándoselo.
—Bien, cariño, muy bien... ¿Ya conoces a mi nieta Lindsay? —dijo la anciana mirándonos una después de la otra—. Viene de Estados Unidos.
—Mucho gusto, Lindsay. Soy Gwynaeth.
—Que nombre tan raro —comenté riendo y ella sólo le sonrió a la vieja.
—Lindsay va al supermercado, ¿la acompañarías, por favor? Es nueva por aquí.
La anciana pagó unas monedas a la chica y le guiñó un ojo. Yo caminé a regañadientes junto a ella y recibí su lista de compras. Seguí fumando mi cigarrillo, francamente sorprendida de que la vieja no dijera nada sobre él.
Noté que la chica me miraba de reojo así que volteé.
—¿Qué? —pregunté al paso que comenzábamos a avanzar por el estrecho camino de concreto gris por el cual no había nadie más que la pelirroja y yo.
—No fumes aquí.
—¿Por qué no?
—Contaminas el ambiente.
—El ambiente ya está completamente contaminado —respondí soltando el humo en la cara de la chica que sólo cerró los ojos y aguantó la respiración—. ¿Cuál era tu nombre?
—Gwynaeth —repitió ella con paciencia.
—¿Cómo se supone que se escribe eso? —reí mientras preguntaba.
—Tú te llamas Lindsay, ¿no? —preguntó ella—. Antes aquí era un nombre de hombre.
Mi risa se vio extinta y fue cambiada por la sonrisa de la pelirroja.
—¿Por qué andas como idiota con un carrito de compras y frascos de leche?
Volví a soltar humo y ella hizo una mueca antes de contestarme.
—No creo ser la idiota aquí.
Fue la respuesta más estúpida que se le pudo haber ocurrido, pero bueno, qué se podía esperar de una sosa niña que repartía leche.
No podía dejar de pensar en otra cosa que no fueran ideas para escapar de Escocia, incluso cuando esa chica Gwynaeth me miraba con tanta curiosidad.
Comenzaba a incomodarme el hecho de que se impresionara tanto conmigo, ella no era precisamente lo que se denomina «una persona normal». Poco después se comenzó a observar a lo lejos un pequeño establecimiento, jamás creí emocionarme tanto al ver un mini-súper.
—Compraré un poco de despensa, ¿quieres que te ayude con la de tu abuela?
No necesité que lo dijera dos veces para que le entregara la lista de la vieja, junto con una parte de los billetes, y sintiera la alegría de verla perderse entre los estantes. Comencé a disfrutar de mi primer respiro después de haber llegado a Edimburgo.
No tenía muchas ganas de caminar por ahí, así que me dispuse a lo que venía... No estaban a la vista en la repisa principal, ni tampoco en el otro estante, busqué en las cajas de cobro... nada.
—Hey, ¿y los cigarrillos? —pregunté al cajero del lugar.
—No nos permiten exhibirlos —contestó lánguidamente
—Dame una cajetilla.
—Su identificación, por favor.
Vaya que lo había olvidado, los indómitos siempre se habían encargado de mantenerme equipada a cambio de unos buenos billetes, pero en otro continente no había nada que me respaldara.
—Su identificación.
—Sabes... podemos solucionarlo.
Saqué mi billetera y le mostré sutilmente ese oro verde que hacía relucir los ojos de cualquiera que lo viera... de cualquiera menos de ese chico.
—No me dejan cobrar en dólares, sólo libras.
—Entonces vete al diablo.
Formas de salir... bueno, supongo que había muchas pero todas ellas implicaban la inversión de capital para regresar a Estados Unidos.
Si juntaba el dinero suficiente para volar, podría comenzar una vida sola... independiente sin tener que fingir que miro los shampoos para pensar en todo esto.
—¡Lindsay! —Era Gwynaeth—. ¿Nos vamos?
Cuando la pelirroja extendió su dinero al cajero me dieron ganas de gritar «¡A ella le puedes vender un queso! ¿Cuál es la estúpida diferencia?» y sabía que no ayudaría de nada, pero gritarlo mentalmente me hacía sentir menos estúpida.
—Así que... ¿Qué haces en Edimburgo?
—¿Qué parece que hago? ¿De vacaciones? ¡Bah! ¡Estoy castigada!
—Vaya, debiste haber hecho algo muy malo —rió por lo bajo—. ¿Quieres chocolate?
—No, no me gusta.
—¿Qué tal está Nueva York?
—Normal. —Su rostro sonreía, como si comenzara a agarrarme la gracia.
—¿Quieres ir un rato a mi casa?
—No. ¿Dónde puedo tomar el autobús?
—¿No querrás huir, cierto? Le prometí a la señora McGruffin que te cuidaría y ella es casi como una abuela para mí.
—Bien, ¿no te gustaría tomar mi lugar?
Caminamos sin prisa de regreso por todo el camino que acabábamos de recorrer.
¿Y si finjo tener una enfermedad? No, en cuanto los zombis se dieran cuenta estaría completamente perdida, y podría terminar hasta en China.
No, lamentablemente decirle adiós con una mano a Gwynaeth y entrar en esa vieja casucha era mi única opción.
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-Sweethazelnut.
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