𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟼
Merchant, 08 de junio de 1888
Por algún desconocido milagro, las amenazas de Helen habían cesado, Albert no había reaparecido a reclamar la custodia de su hija, Charles y Eleonor continuaban juntos y nada de muy horrible había pasado aún. Las hojas del calendario caían rápido y ningún evento memorable las había teñido de rojo hasta ahora. Aunque Theodore ya se estaba preparando para lo peor, por adelantado. Porque si bien la hostilidad en la residencia Gauvain había disminuido considerablemente, la tensión que prosiguió la gran pelea entre él y su hija permanecía allí, firme y fuerte. Y no los atormentaba apenas a ellos dos, como también a los demás miembros de la familia Gauvain, que nada tenían que ver con su conflicto.
En cada desayuno, almuerzo y cena, sus conversaciones eran superficiales e desinteresadas. Cada interacción que tenían entre dichas comidas, recelosa y apurada. Todos temían hacer algo mal o decir algo mal. Era sumamente inquietante y con toda sinceridad, él ya no soportaba aquel ambiente cargado de incertidumbre. Así que se aprovechó de su necesidad de viajar a Brookmount a buscar a Caroline para huir de su hogar lo más rápido posible.
Le dijo a Helen que se iría de la ciudad a visitar su hermano Bernard, cuyos hijos y esposa habían caído enfermos con fiebre escarlata —lo que no era mentira, ya que de verdad lo haría— y que le escribiría la fecha de su regreso una vez llegara a su casa. Ella se mostró preocupada con la posibilidad de que se contagiara, pero Theodore —ya habiendo sobrevivido a la enfermedad cuando pequeño— estaba seguro de que no lo haría, e insistió que estaría bien.
Junto a la escarlatina, el periodista también había tenido varicela y viruela, dos graves infecciones que le habían dejado una amplia variedad de cicatrices e irregularidades en el cuerpo. Gran parte de sus amigos de infancia habían muerto en aquellas epidemias y él no tenía buenos recuerdos de la época, evitando hablar sobre ella lo máximo que podía. Ni siquiera Helen, su propia esposa de años, conocía la amplitud de su pesar. Tamaño era su nivel de rechazo hacia esos días.
—Bueno, si debes ir... Ve —su esposa le dijo, levantándose del asiento de su tocador—. Mándale mis saludos a Bernard y diles a Régine y a los niños que estaré rezando por su mejora.
—Lo haré —él respondió, guardando sus ropas en su baúl de viaje.
—Despídete de Eleonor antes de que te vayas.
—Lo haré —se repitió, cerrando su equipaje. Luego, recogió su abrigo y se vistió, levantando la mirada hacia Helen. Al percibir cierta ansiedad en sus ojos respiró hondo, se le acercó y la abrazó por un instante—. Volveré en breve. Lo juro.
—Que no se te olvide escribirme.
—Te mandaré una carta así que llegue.
—Bien —Ella le dio un apretón antes de dejarlo ir—. Cuídate.
Theodore abrió la boca, pensando en algo amable que decirle antes de marcharse, pero las palabras no le surgieron. Se resignó entonces a darle una sonrisa agridulce antes de salir al pasillo y cerrar la puerta de sus aposentos. Helen le respondió con una expresión igual de desabrida y se volteó hacia su cama, dándole la espalda mientras se iba.
Con un exhalo cansado, él dejó sus pertenencias cerca de las escaleras y se movió hacia la puerta de la habitación de Lawrence.
Su hijo estaba acostado en su cama, fingiendo estar dormido. Encariñado por su pésima actuación, el señor Gauvain se sentó en un costado del colchón y puso una mano sobre sus piernas.
—Sé que estás despierto —intentó mantener bajo el tono de su voz, para no asustar al chico—. No te voy a regañar.
—Pero mamá sí.
—No lo hará, ya se quedó dormida —Theodore mintió y se rio, sacudiendo la cabeza. Ante su afirmación, Lawrence abrió un ojo y lo miró de arriba abajo—. Me vine a despedir.
Sorprendido, él se sentó con rapidez.
—¿Te vas? ¿Adónde? ¿Cuándo volverás?
—A Brookmount, a visitar a tu tío. Volveré dentro de la próxima semana.
—¿De verdad te tienes que ir?
—Me temo que sí. Pero no te pongas triste, te traeré regalos. ¿Qué prefieres, juguetes o dulces?
—Los dos.
—No, solo puedes escoger uno —Theodore se volvió a reír—. ¿Quieres que te traiga unos bombones?
—¡Sí! —exclamó, entusiasmado—. ¿Pueden ser esos que compraste aquella vez? ¿Cuándo fuiste a la capital?
—¿Los de Ganache? —El niño inclinó su cabeza, confundido—. ¿Los de chocolate? —Aclaró y de inmediato lo vio asentir, interesado—. No sé si los venderán en Brookmount, pero si los encuentros te los traeré.
—¿Lo prometes?
—Sí... Lo prometo —El hombre sonrió, sacudiendo cabellera de su hijo con su mano—. Ahora ven aquí y dame un abrazo bien grande, porque te voy a extrañar —El periodista se le acercó, juguetón, y Lawrence intentó apartarse de su agarre, en vano. Cuando ambos se separaron, carcajeando, Theodore se levantó y caminó de vuelta a la puerta—. Cuídate... y cuida a tu madre y hermana por mí, ¿okay? Mientras yo no esté, eres el hombrecito de la casa. Compórtate.
—Lo haré —él juró, volviendo a esconderse bajo las sábanas—. No te olvides de los bombones...
—Los traeré. Tranquilo.
El señor Gauvain cerró la puerta con un suspiro, sabiendo que la parte fácil de la despedida había finalizado. Ahora vendría el verdadero desafío, decirle adiós a su hija mayor.
No queriendo invadir su privacidad, se detuvo frente a la entrada de su cuarto y golpeó la puerta, en vez de abrirla sin anunciar su llegada.
No obtuvo ninguna respuesta de su parte. Golpeó de nuevo, preocupado, y apoyó ambas manos en su cintura. Antes que pudiera alzar su puño otra vez, su piel fue acariciada por una veloz ráfaga de viento.
—¿Qué pasó? —Eleonor, con sus cabellos sueltos y cuerpo envuelto en una bata de dormir, le preguntó, sobresaltada.
Por su agitación, él supo que la había despertado de su sueño.
—Nada, solo... Vine a despedirme.
—¿Despedirte?
Theodore asintió.
—Me voy a Brookmount, a visitar a tu tío. Su esposa y sus hijos tienen escarlatina y él está solo...
—¿El tío Bernie se enfermó? —Ella se le acercó, frunciendo el ceño.
—No, no... él no. Pero Régine y los niños, sí.
—Pobrecitos... ¿sabes cómo están?
—Por lo que me escribió, se sienten mal, pero... nada que no puedan aguantar —Suspiró—. Les llevaré algunos vegetales y frutas, y les haré una sopa que tu abuela me hacía cuando me enfermaba... Eso debería ayudarlos a recuperar un poco de su vigor.
—¿Y por acaso sabes cocinar?
—Mejor de lo que crees —Theodore se rio frente a su incredulidad—. Tuve que aprender a hacerlo, porque tu abuela y tus tíos trabajaban durante el día. Y como yo estaba en el colegio en esa época, era el que llegaba más temprano a casa... —Su mirada se ofuscó por un instante—. Fui el único de ellos que pudo estudiar. Fue una bendición, poder ir a clases, pero... también pasé mucho tiempo solo.
Presintiendo que su discurso no terminaría en breve, su hija se apartó de la puerta, dejando que entrara a la habitación, y prendió una vela antes de sentarse en su cama.
—Pero el tío Bernie sabe leer... —Lo incentivó a que continuara, sabiendo cuán raro era oírlo hablar de su pasado.
—Ah, pero eso es porque yo le enseñé. A él y a casi todos mis parientes, he hecho. Y cuando tenía tu edad, también le di clases de lectura y redacción a mis vecinos, y a amigos de amigos... Fue así que conocí a tu madre. Yo fui profesor de su hermano, Joel, así que llegué a Merchant.
—¿El tío Joe fue tu alumno? — Eleonor no fue capaz de disimular su asombro.
—Sí... fue el primero que tuve aquí. Y su caligrafía era terrible —bromeó—. Pero fue gracias a él pude fundar la Gaceta. Tu abuelo pagaba por las clases y siempre me daba un dinero extra al final de cada una. Fue con ese capital que logré comprar mi primera prensa rotativa —Cruzó los brazos—. Él también me prestó dinero para arrendar un cobertizo en las afueras de la ciudad y construir una pequeña imprenta ahí... Al inicio solo tenía a un ayudante. No tenía plata para más. Pero a medida que los ejemplares se fueron vendiendo y la demanda aumentando, fui expandiendo mi negocio y logré comprar el actual edificio de la imprenta, en la calle Huron. Eventualmente le pagué todo lo que le debía a él, pero... hasta hoy me siento endeudado. Me ayudó mucho.
—¿Y qué hay de mi otro abuelo? —ella preguntó, con cierta cautela.
—¿Mi padre? —Theodore se sentó a su lado—. Supongo que no hay mucho por contar. Solo lo vi algunas veces y... todas fueron desagradables.
—Lo lamento... —Ella tragó en seco—. Me imagino que debió ser difícil para ustedes, vivir sin su protección.
—Lo fue... —No diluyó su sinceridad—. Pero tu abuela jamás nos dejó faltar nada. Éramos pobres, sí... pero jamás estuvimos en la absoluta miseria —Tampoco ocultó su voz acuosa—. Y sí todos tenemos una educación, una casa y una carrera ahora... es gracias a ella.
Eleonor lo miró a los ojos, sonriendo.
—Creo que la visitaré... si algún día voy a Carcosa. Le dejaré unas flores en su túmulo.
—Llévale crisantemos. Le encantaban... y se sentiría honrada si le dejaras algunos.
—Lo tendré en mente —ella murmuró, antes de abrazarlo. Tomado por sorpresa, Theodore se demoró en responder a su afecto—. Lo siento... por lo que pasó el otro día.
—Yo también.
—No, no... el error fue mío, papá —Se apartó y lo tomó de la mano—. No voy a mentir, aún estoy triste por tu decisión de no darnos tu bendición. Porque amo a Charles y eso no cambiará... —Él le dio un apretón a su palma, aprensivo—. Pero entiendo por qué lo hiciste. Él y yo conversamos al respecto y efectivamente... tienes razón. Tenemos que pasar más tiempo juntos antes de celebrar una unión así de importante.
—No te quise herir...
—Lo sé —ella reafirmó, sorprendida al ver lágrimas en sus ojos—. Tú nunca quieres herir a nadie. Nunca lo harías a propósito y es una de las cosas que más aprecio y respeto sobre ti.
—Yo solo quiero que seas feliz. He visto muchos matrimonios que no han resultado... Muchas personas que han sufrido por él, en vez de disfrutarlo. Muchas personas que se abandonaron a mitad de camino. No quiero que eso les pase a los dos.
—Lo sé. E insisto, nos amamos, pero... entiendo por qué dijiste lo que dijiste. Y saber que le diste el reloj de mi abuelo me tranquiliza. Sé que confías en él.
—Lo hago, es un buen chico —Asintió, intentando recomponerse—. Mucho mejor que John Tubbs.
—Por favor, cualquier homúnculo es mejor que John Tubbs —Eleonor se rio junto a su padre por un instante, antes de regresar a su seriedad—. Pero eso era lo que te quería decir durante todos estos días y por orgullo no pude... perdón. Por todo.
—Perdonada estás —Él la atrapó en otro abrazo, más largo y fuerte que el anterior—. Pero ahora me tengo que ir, me temo. Mi tren sale de la estación a las once.
—Ten cuidado... y mándale todo mi cariño al tío Bernie y su familia —lo vio levantarse y caminar hacia la puerta.
—Ah, sí... —Se volteó—. ¿Quieres que te traiga algo de Brookmount? Le traeré unos bombones de Ganache Lawrence.
—Si Laurie gana bombones, yo también lo hago. Es la regla.
—Te traeré una caja entonces... ¿A Charles le gustan los dulces?
—No mucho —Hizo una mueca decepcionada—. Le gusta el regaliz negro.
Su padre compartió su disgusto.
—¿Y aun así te quieres casar con él?
Apenas conteniendo su risa, ella respondió:
—Un alma enamorada hace y perdona todo por el amor.
Carcajeando, él sacudió la cabeza y llevó una mano a la manija de la puerta.
—Te veo en breve, Lenny... cuídate.
—Tú igual —La muchacha se acomodó en su cama—. Escríbenos cuando llegues.
—Claro que lo haré... Buenas noches, corazón.
—Buenas noches, papá.
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Theodore y Jane habían concordado en encontrarse en el parque central a las diez y media. Él, habiendo llegado ocho minutos antes, se sentó en una banca cercana a la escultura del mayor mártir nacional, el general Maximilian Chassier —ubicada en el centro del terreno—, a esperar por su amada. Aprovechó el momento para sacar su libreta y terminar de calcular las cuentas que debía pagar, anotar todo lo que compraría en Brookmount y apuntar todos los problemas de familia que debía resolver. También volvió a leer los detalles de la mudanza de Caroline, especialmente lo que concernía a gastos en transporte y hospedaje. Estaba seguro de tener todo el dinero necesario para efectuarla sin problemas, pero no le dolía revisar.
—Buenas noches —Se despertó de sus pensamientos al escuchar la voz de Jane—. ¿Llego tarde?
—No, no... —Guardó su libreta, recogió su equipaje y se levantó de la banca—. Yo fui el que se apresuró en exceso y llegó antes de lo que debía —Miró alrededor, certificándose que estaban a solas, antes de besarla—. ¿Preparada para el viaje?
—Sí... Lo único que quiero es ver a mi hija —Sonrió—. Me muero por abrazarla.
—Ahora podrás hacerlo siempre que te plazca —Le ofreció su brazo y ella lo tomó.
—Theodore... No te puedo agradecer lo suficiente por todo.
—No necesitas hacerlo. Yo la quiero aquí en Merchant tanto como tú. Ella merece crecer cerca de su madre.
—Gracias —Apoyó su cabeza en su hombro por un instante, mientras seguían caminando.
Pasaron algunos minutos en silencio, apenas moviéndose por el parque. Al salir de él y llegar a la calle Cochrane, comenzaron a oír un alarmante bullicio en la lejanía. Disparos, vidrios rotos, gritos; indicios claro de que algo no andaba bien. Se movieron hacia la estación de Redwood con pasos rápidos y los oídos atentos, decididos en evitar cualquier altercado cercano.
Cuando llegaron a su destino vieron a un grupo de policías apoyados contra la fachada del edificio, con posturas perezosas, ojeando el horizonte. Y mientras subían las escaleras a la boletería, ambos cedieron a su curiosidad, mirando hacia la misma dirección que los guardias.
Se sorprendieron al ver que, al final de la avenida que cruzaba la estación, una enorme barricada se había erguido e incendiado. En el otro lado de la pared de fuego, existía una horda de manifestantes, con sus rostros protegidos por pañuelos rojos, sujetando armas improvisadas y revólveres de segunda mano. Ya al frente de los muebles carbonizados, un pequeño grupo de gendarmes, que al no tener suficiente contingente se mantenían escondidos detrás de algunos edificios, postes de luz y carruajes, a duras penas evitando los disparos de sus enemigos.
Theodore, al pasar por los guardias de la estación, no pudo evitar escuchar parte de su charla:
—¿Ya sabes si llamaron a los bomberos? Creo que ese conventillo de ahí se va a quemar.
—No podemos. Morsen dio órdenes al sargento Williams de no llamarlos. Si se quema algo cerca de la barricada, le ponemos la culpa a los manifestantes.
—¿Por qué? ¿quiere desviar la prensa negativa?
—Supongo... No le hice preguntas al jefe.
—¿No deberíamos ir allá? Y, no sé, ¿hacer algo?
—No. Quedémonos aquí y cuidemos la estación. Acuérdense de lo que pasó después de que St. Joachim se quemó.
—El sargento se puso furioso.
—Exacto —El más gordo del grupo de uniformados sacó un cigarrillo del bolsillo de su abrigo y usó una de las farolas cercanas estación para encenderlo—. Ese edificio no es propiedad del estado, la estación sí. Poco importa si se quema o no. Esto es lo que tenemos que proteger, así que de aquí no salimos.
A medida que el periodista se fue alejando, las palabras del cuarteto se volvieron más y más difusas, hasta ser imposibles de entender. Pero apenas con aquel extracto, el señor Gauvain fue capaz de imaginarse un nuevo titular para la Gaceta. Uno más mordaz y furioso de lo común. Uno que terminaría de enterrar la carrera del alcalde en el cementerio del desprecio.
Aquel hijo de perra...
—¿Estás bien? —Jane le preguntó, al tiempo que llegaban a los andenes, con los boletos ya en mano.
—Claro que lo estoy. ¿Por qué?
—Tu tez... la tienes arrugada.
Él intentó disimular su estrés al relajar sus facciones, pero a los cinco segundos, ya se habían enrigidecido de nuevo.
—Estaba pensando sobre el trabajo... nada de muy importante por ahora.
—Por tu cara, es importante. ¿Qué pasó?
El periodista respiró hondo.
—¿Oíste lo que dijeron esos policías? Tienen órdenes de no interceder si algún edificio se quema... Tienen órdenes de dejar que personas se mueran.
—¿Te sorprende?
—Quisiera decir que no, pero... ¡son guardias! ¡Juraron defender esta nación y a sus habitantes! ¡Pero solo están defendiendo a la propiedad del Estado! ¡Al dinero invertido por los magnates y dueños de empresas!... ¡No les importa los ciudadanos pobres, sus vidas!
—Jamás lo han hecho, Theo... y ni siquiera puedo culparlos del todo; como ellos mismo dijeron, solo están siguiendo órdenes.
—¡Maldito sea Morsen! —él reclamó, intentando mantener su volumen lo más bajo que podía—. Me pregunto qué estarán esperando esos cerdos de Las Oficinas, que no lo remueven de su puesto... ¡¿Acaso no ven que cada reelección que gana lo hace con fraudes?! ¡¿Con la ayuda de mercenarios?!...
—Claro que lo ven, pero no hacen nada porque no les conviene. Si sacan a Morsen y las elecciones son limpias, lo más probable es que el alcalde de Merchant se vuelva algún sindicalista de izquierda. Y sabes que casi todos los ministros en algún punto trabajaron en la Casa de Gobierno. ¿Te imaginas a un radical de izquierda sentado en alguna reunión del gabinete ministerial? Porque yo no —A su lado Theodore sacudió la cabeza, molesto—. Chassier fue lo más cercano que llegamos a que algo así pase y ya desperdició su oportunidad. Además, solo fue electo porque es un burgués amarillo, que no se decide por ideales de izquierda o derecha. Dudo que hubiera llegado tan lejos si su padre fuera un obrero común y su línea de pensamiento fuera más progresista de lo que ya es.
—Odio tener que darte la razón en esto, pero la tienes... ojalá todo lo que dices no fuera cierto.
—Merchant sería un lugar mucho mejor —ella concordó—. Pero no todo está acabado, aún hay personas fuera de Las Oficinas que lo pueden sacar de su puesto.
—¿Cómo quiénes?
—¿Frankie Laguna?
—¿El criminal?
—¡Es dueño de la mitad de la ciudad! —Jane argumentó, al percibir su incredulidad—. ¡Incluyendo mi vecindario!... Y de hecho, si te soy sincera, prefiero pagarle un impuesto mensual a su "organización" y vivir mi vida tranquila, que intentar sobrevivir sola a la gestión de Morsen. Desde que los Ladrones han estado patrullando las cercanías de mi casa, no he oído ningún disparo, no he visto a ningún negro siendo asesinado en un rally*, o me enterado de cualquier mujer violada en plena luz del día. Lo que sí he visto son los cuerpos de abusadores, asesinos, asaltantes y policías corruptos colgados de postes, ahorcados y humillados por sus crímenes. Créeme que prefiero mucho más ver algo así de sanguinario, que presenciar la crueldad civil, de la que las autoridades deberían protegernos y no lo hacen. Prefiero la muerte pública de un criminal uniformado que el sufrimiento interminable de las masas.
—¡Pero es un asesino!¡Un torturador! —Theodore reclamó—. ¡Y como bien dijiste, le debes pagar impuestos!...
—¡A la casa de gobierno también! La única diferencia es que los Ladrones hacen bien su trabajo y cumplen sus promesas. Dime, ¿qué hacen el alcalde y sus oficiales para mantener el orden público?
El señor Gauvain hizo una mueca molesta.
—Nada.
—Exacto —la señora Durand respondió, viendo el tren arribar a la estación—. Es lamentable que la ciudadanía prefiera confiar en la palabra de los Ladrones que en la de funcionarios de la república. Pero es la realidad —Caminaron hacia la puerta de entrada, entregándole sus boletos al supervisor del tren. Entraron a la locomotora y se dirigieron a los compartimientos más caros del último vagón, apresurándose en cerrar la puerta del suyo, queriendo privacidad—. Sabes... —Jane se desplomó sobre su asiento, luego de guardar su equipaje—. Creo que un día de estos deberías hacerle una entrevista a Frankie Laguna.
—¿Qué?
—Piénsalo... Él es un sujeto popular, al que casi todos los Merchanters adoran e idolatran. A mucha gente le interesaría saber quién realmente es, cuáles son sus propósitos, por qué hace lo que hace, por qué sus hombres se bautizaron a sí mismos como "Ladrones" ... —Vio a su acompañante sentarse—. Además, por lo que tengo entendido, nadie hasta ahora lo ha entrevistado.
—En eso tienes razón. Nadie sabe quién realmente es en su intimidad —Él se quitó su abrigo, dejándolo doblado sobre sus piernas—. Pero ¿cómo lograría llegar a él?
—Uno de sus hombres viene al edificio donde vivo todos los meses, a recolectar dinero. Podría hablarle, conseguirte su contacto...
—No. No te dejaré meterte con ellos, es demasiado peligroso.
—Ya lo invité a tomar un té, no creo que me mate.
—¿Qué?
—Era un día frío, el muchacho estaba a punto de congelarse y dejé que entrara por un momento a recalentarse. Estaba tomando el té con la señora McKay, mi vecina... él se unió.
—¡¿Estás loca?! —Theodore entró en pánico—. ¡Te podría haber matado!
—Tenía dieciséis años el pobre...
—¡Edad no equivale a inocencia! ¡Sigue siendo un criminal!
—Me trajo pastelillos cuando reapareció el mes siguiente. Dudo que sea tan cruel si se tomó el tiempo de hacer eso.
Él sacudió la cabeza.
—No deberías convivir con ese tipo de gente.
—No seas un hipócrita, Theodore —Ahora fue Jane quien no logró contener su molestia—. Vives diciendo en tus artículos que "ese tipo de gente" entró a la vida del crimen por la falta de oportunidades, educación, y por la opresión sistemática del gobierno. Tú más que nadie deberías ser empático a su situación. Deberías tener claro que no existe un "nosotros" y "ellos", y que menospreciar su existencia y tratarlos como si fueran el "enemigo" solo fortalecerá a los verdaderos opresores. Los Ladrones, las Asesinas, los Piratas, o cualquier otra asociación criminal que exista en este país, no son la causa del problema, son el efecto. Así que no los trates como si fueran demonios, son seres humanos...
—¡Pero son peligrosos!
—¡Solo si haces algo para merecer su desprecio!
El periodista, siguiendo su costumbre de no alimentar peleas, decidió quedarse callado a partir de entonces y ocultó sus opiniones con un suspiro profundo. La idea de conversar y entrevistar a Frankie Laguna realmente era interesante, pero demostrar el mismo nivel de casualidad que Jane les demostraba a sus subordinados le parecía una locura. Jamás estaría de acuerdo con ella.
—Cambiando de asunto —Se tragó su preocupación, dejando la discusión para otro día—. Hice las paces con Eleonor.
—Hm.
—Ella entendió por qué me negué en darle mi bendición a Charles. Y me pidió disculpas por haberme gritado.
—Me alegra.
Theodore la encaró con una mirada cortante.
—¿De verdad estás enojada conmigo?
—Sí —Jane contestó—. Pero no lo menciones, o me enojaré más.
Él giró los ojos, cansado de tantos conflictos. Se había convencido a salir de casa para evitarlos, pero ellos lo seguían, a todos lados.
—Lo siento, ¿ya?... pero me deja angustiado saber que tienes contactos frecuentes con criminales...
—¡Siempre lo he tenido! ¡Sabes muy bien cómo era mi vida antes de volverme actriz! ¡Fui de ser una mujer casada, a indigente, a meretriz en meses!... ¡¿Crees que durante ese tiempo no conviví entre la "escoria" que tú y los de tu clase tanto desprecian?!
—¿Los de "mi clase"?
—¡Ricos! ¡Burgueses! ¡Gente que no sabe lo que es vivir una vida sin privilegios!
—¿Crees que no sé lo que es vivir una vida sin privilegios? —No elevó la voz, pero apenas por su expresión, era obvio cuán enojado se encontraba—. Mi padre me abandonó a mí y a mis hermanos cuando tenía seis y solo nos hizo visitas esporádicas a partir de entonces. Viví en una choza a dos cuadras de un vertedero y al borde del río Rojo hasta los diez. Mi madre se mató en una fábrica para que no nos faltara nada a nosotros, pero había días en los que teníamos que elegir entre almorzar o cenar. Raoul y Bernard limpiaron chimeneas desde sus ocho años hasta sus veintitrés y yo estudié lo más que pude para darles a ellos un futuro. Vine solo a Merchant. Dormí en plazas hasta conseguir un trabajo como profesor. Trabajé como un condenado para conseguir fundar la Gaceta. Todo lo que tengo, lo tengo por el sudor de mi tez y por los callos en mis manos. Mis riquezas no las gané por providencia divina, sino por esfuerzo propio. Así que jamás vuelvas a decir que mi vida fue una de comodidad y privilegio, porque no lo fue.
Al terminar de hablar, volteó la vista hacia la ventana y tensó los músculos de su mandíbula. Jane, boquiabierta por su emotiva verborrea, sintió una culpa profunda por sus acusaciones.
—Theo, yo... no tenía idea...
—Pues ahora tienes —la interrumpió—. No eres la única que tuvo un pasado difícil.
El tren se sacudió y comenzó a andar. Ambos se mantuvieron callados, escuchando el movimiento de las ruedas. Últimamente, las discusiones entre los dos eran raras. Pero cuando ocurrían, la gélida energía que ocasionaban era insoportable.
En su casa, el periodista estaba acostumbrado a los gritos, portazos, amenazas y llanto. Pero con la actriz, la situación era contraria. A su lado, apenas había quietud. No sabía cuál de los dos escenarios era peor.
—Lo siento —ella murmuró, genuinamente arrepentida.
Él no respondió nada de inmediato, pues no tenía mucho más que decir. Apenas le ofreció su mano, aún sin mirarla. Por suerte, su amada entendió el gesto y la tomó, dándole un apretón. Siguieron mirando el paisaje que dejaban atrás en la serenidad imperturbable de su compartimiento, sin abrir la boca, sin emitir un solo sonido. En determinado momento, Jane apoyó su cabeza en su hombro, acercándose a su cuerpo. Él, incapaz de permanecer irritado con ella por mucho tiempo, giró su rostro hacia su dirección y besó su tez. Se miraron, por un instante crucial, antes de acomodarse sobre el asiento y darse uno de los besos lentos, pasionales, que se imaginaban en el día a día y se regalaban apenas en la oscuridad de la noche.
—¿Por qué no me cuentas sobre tu pasado? —La actriz puso una mano sobre su pecho, apartándose de él por pocos centímetros—. Conoces toda mi historia... y yo apenas fragmentos de la tuya.
—Nunca he hablado sobre ella con nadie —Le intentó robar otro beso, pero fue detenido.
—¿Confías en mí?
—...Claro —Dudó por un instante, no por estar mintiendo, sino por hallarse confundido con la naturaleza indagación. Creía que esto ya era evidente.
—Entonces déjame ser la primera que conoce todo sobre ti —Jane lo empujó en contra del asiento y con un rápido movimiento de sus piernas, se sentó sobre su regazo. Ya conociendo todas sus debilidades, luego años de exploración, entendimiento y alabanza de su cuerpo, llevó su mano derecha a su mandíbula y besó el lado izquierdo de su cuello. Cualquier idea que el hombre tenía de mantenerse impasible se disolvió de inmediato—. Podré haberme enamorado de ti por la sensualidad de tus palabras y el erotismo de tu actitud, pero te amo por la confianza que te tengo —él, intentando controlar sus impulsos y escucharla, se mantuvo quieto, apreciando su escultórica belleza de cerca, sin tocarla—. Nunca me sentí así con ningún otro hombre, Theodore... eres el único —acarició su mejilla, mirándolo a los ojos—. No puedo pedir ser la única mujer en tu vida, pero... déjame ser la única persona que conoce todo sobre ti. Déjame ser la única alma en la que piensas cuando todo va bien y cuando todo va mal... la única en la que confías de verdad.
—No necesitas pedirme eso, porque ya lo eres —él aseguró, curvando sus cejas—. Pero sí confieso que hay tantas cosas que te quiero contar... tantas cosas que no sabes sobre mí.
—Entonces dímelas. Cuéntame todo.
—Lo haré... —Theodore prometió, viéndola quitarse el broche de su cabello, dejándolo caer libre sobre su espalda.
Con delicadeza, él se permitió levantar sus dedos a sus mechones, empuñándolos sin herirla, atrayéndola sin jalarla. Probar el sabor de sus labios era algo de lo que jamás se cansaría. Constatar una y otra vez que la amaba, era algo que haría hasta su último aliento.
No volvieron a hablar por horas. Con la puerta cerrada, los otros pasajeros durmiendo y sus cuerpos semidesnudos cubiertos por la cálida, suave luz de la lámpara, dejaron que el placer los consumiera, saciando sus hambrientos deseos con un festín de obscenidades, deleitándose con cada toque, gemido, temblor, sin miedo a quererse, a adorarse, y a maravillarse con la belleza imperfecta del otro.
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"Rally": "Manifestación" o "protesta" en inglés. En el universo del libro, también hace mención a un acto de persecución racial.
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Theodore con sus hijos (cuando ambos eran pequeños):
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