𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟻𝟼
Merchant, 30 de julio de 1892
Theodore solo volvió a casa al sentirse completamente seguro de que Jane estaría bien sola y que su tristeza, aunque constante, no la llevaría a despreciar el valor de su propia vida y cometer alguna idiotez.
Temía que su amada sufriera el mismo destino que su hermano, Raoul. Morir por sus propias manos, atormentada por su soledad y su congoja. Por eso no quería abandonar su lado, dejarla sin apoyo. Ahora que Caroline ya no estaba, no había nadie que la distrajera de sus problemas y pensamientos oscuros. Además, había perdido su empleo en el teatro, lo que significaba el aumento de su tiempo libre, de su ocio, de su aburrimiento. De espacio vacío en su rutina que podría rellenar con sollozos y con gritos.
—¿Estás segura de que estarás bien aquí? —le preguntó, de pie en la entrada de su hogar, listo para partir.
—Sí —Jane respondió con una sonrisa triste—. Estaré ocupada separando las ropas de... de Carol —respiró hondo—. Quiero donar algunas para el orfanato. Es lo que ella hubiera querido.
—Si quieres me puedo quedar aquí unos días más...
—No. Tienes que irte con tu familia. Ellos también te necesitan y te extrañan —lo reprochó—. Estaré bien. Lo juro. Hasta tocaré la caja de música que me regalaste.
—¿Aún funciona?
—Sí... y bastante bien. A Carol le gustaba escucharla cuando tú no estabas por aquí. Decía que la tranquilizaba. Tal vez su música hará lo mismo por mí.
La expresión recelosa de Theodore se suavizó. Él se inclinó adelante, le dio un beso en los labios, otro en la tez, y dijo:
—Volveré a la medianoche.
—No, quédate en tu casa...
—No podré dormir sin saber cómo te sientes.
—Me siento... mejor. No necesitas preocuparte tanto.
—Pero lo hago —insistió—. Por favor. No tengo que quedarme aquí, solo quiero venir a ver cómo estás.
Jane suspiró. Sabía que no podría cambiar su opinión.
—Si vienes, te quedarás aquí. Te conozco, Theo.
—Entonces me quedo. Si es que me aceptas.
—¿Y cuándo te he renegado? —volvió a sonreír—. Pero está bien. Si quieres tanto venir... hazlo. Pero insisto en que deberías pasar más tiempo con tu familia.
—Me tendrán toda la tarde.
—Tu esposa te necesita.
—Helen debe estar contenta de que no estoy roncando y babeando a su lado, lo detesta. Y sé que tú también, pero al menos no me despiertas para que pare.
—¡No lo detesto!... me divierte. Pareces un mastín cuando duermes.
—¿Perdón? —él se rio.
—¡No digo ninguna mentira! —ella lo siguió—. E insisto, no me molesta.
—Perfecto, entonces estaré aquí —se puso su sombrero.
—Theo...
—Te veo más tarde —abrió la puerta y salió a la calle—. ¡Espérame!
Jane sacudió la cabeza y se apoyó en el marco de madera.
—Lo haré.
Él le echó una última mirada antes de comenzar a caminar. Pese a sus bromas, la melancolía entre ambos aún era palpable. La podían ver reflejada en sus ojos llorosos y en sus expresiones lúgubres. En sus hombros caídos y en sus líneas de expresión, a cada día más rígidas. Pero ambos estaban dando su mejor para seguir adelante, a su manera. Era extremadamente difícil, pero lo estaban intentando. Tenían que seguir viviendo, porque esto era precisamente lo que Caroline les había exigido. Por ella, y nada más, debían seguir soportando el tormento constante que era existir.
Desde la distancia, la señora Durand le moduló un "cuídate" a Theodore, y él le hizo una mueca incómoda, desabrida, como respuesta. Pero ella entendió por qué, por suerte.
Regresar a su residencia luego de desaparecer por semanas sería difícil, pero ¿hacerlo luego de perder a una hija? ¿Siendo incapaz de contarles a todos cuál era el real motivo de su ausencia y de su actual desconsuelo? Sería una tarea ardua. Lacerante. Desgarradora.
Nadie allí podía enterarse de lo que había pasado y él debía comportarse como si todo estuviera increíblemente bien, pese a que nada lo estaba. Por el bien de su amante, de la relación que compartían, y por la estabilidad mental de sus hijos y esposa, él no podía mencionar ni el menor y más insignificante de los detalles sobre esta horrible situación. Ningún dato podía salir a la luz. Él tendría que mantenerlo todo adentro, en secreto, como siempre lo hacía. Pero tragarse su duelo se sentía igual de doloroso a tragarse un puñado de tachuelas y clavos, y de esta vez, él supo que mentir sería casi imposible. No estaba del todo seguro si lograría mantenerse quieto o no. Porque estaba sangrando por dentro, y nada de lo que hiciera o pensara era capaz de detener esa hemorragia.
Al llegar a su calle, detuvo sus pasos para concentrarse en su respiración. Sintió su pecho contraerse y por un instante, creyó semejante rigidez y dolor podría ser el inicio de un síncope. Pero no, apenas era apenas su angustia, quitándole el aliento y haciéndolo pensar de pronto en todas las falacias que tendría que contar en las próximas horas, semanas, años y décadas...
Y fue entonces cuando la realidad lo golpeó con el doble de fuerza. Tendría que fingir que nada había ocurrido no tan solo ahora, sino para siempre. Tendría que ignorar la pérdida de Caroline día tras días, noche tras noche, aun cuando todo lo que él quería era recordarla.
Tendría que ignorar su propio padecimiento y resignarse al hecho de que nadie jamás lo reconocería como algo real, fatídico. Él anhelaba que alguien le pidiera perdón por su triste destino, que lo abrazara y lo reconfortara con palabras cariñosas... pero semejante apoyo es algo que jamás experimentaría. Por su situación, la verdad jamás saldría a la luz y su luto, sería eternamente despreciado.
Limpiándose sus lágrimas, sacudió su cabeza y miró a su casa. Al enorme cedro que crecía en su jardín. Respiró hondo. Recordó que desesperarse no le serviría de nada ahora. Y lentamente, pese a su disgusto y su rabia, él se convenció de que si había logrado superar la muerte de Lucien podría hacer lo mismo con la de su ahijada. Podría amarlos para siempre y mantener su memoria viva dentro de sí, hasta el fin de sus días, sin jamás tener que mencionar sus nombres. No era lo ideal y tampoco se sentía correcto, pero por no tener otra opción, era lo que haría. Por más doloroso e injusto que fuera.
Su labio inferior podría estar temblando, pero su mentón seguiría en alto. Sus pulmones podrían estar rogando por más aire, pero él no descansaría; seguiría caminando. Cada paso que tomaba era menos firme que el otro, pero seguía siendo un paso. Tenía que volver a su hogar. Janeth tenía razón; su familia lo necesitaba. O al menos eso pensó, hasta llegar a la entrada de su propiedad.
A meros metros de la puerta, podía escuchar música alta viniendo desde sus interiores. Risas, conversaciones triviales y una multitud de voces de diferentes tonos y acentos. ¿Por qué había tanta gente allí? ¿En la mañana de un sábado? Oía francés y Galagne entre el inglés cargado de Merchant. ¿Norteños? ¡Pero si él no conocía a ninguno! ¿Quiénes eran todos esos individuos? ¿Quién los había invitado y con qué propósito?
Asustado, irritado, y bastante confundido, él tocó la puerta. Una de sus empleadas le abrió.
—¿Señor Gauvain?
—¿Qué está pasando aquí? —le entregó su equipaje y se quitó el sombrero, dejándolo en el perchero.
—¿Usted no sabe?
—¿Qué? —se quitó el abrigo.
—Hoy fue la boda de su hija.
Él dejó la prenda caer al suelo. Pestañeó, perplejo, antes de reír. Pero no necesitó preguntar si aquello era una broma. El rostro de la mujer a su frente permanecía inalterado. Lo que ella decía era verdad.
Lentamente, se agachó y recogió su abrigo. Lo dejó al lado de su sombrero. Más herido que airado, despreciado que ofendido, él perdió las ganas de hablar. Caminó hacia la sala, llena de gente alegre y pintoresca, y se quedó de pie entre la jubilosa multitud hasta que todos los ojos se pegaran a él.
—Ted... —Helen fue la primera persona en hablarle, perdiendo la sonrisa carismática que llevaba en el rostro al levantarse del sillón—. Dijiste que volverías en dos semanas más.
—Pues regresé antes —él respondió, buscando a su hija entre las borrosas siluetas a su alrededor, mientras intentaba con todas sus fuerzas no llorar—. ¿Q-Qué es todo esto?
—Hablemos en la cocina...
El señor Gauvain quería gritarle, pero no tenía suficiente energía para ello. Se sentía agotado, traicionado, y ultrajado, de la peor manera. Observó a los parientes de Charles con disgusto y repugna, hasta que sus ojos se fijaran en los padres del mismo. El señor Fouché le murmuró un "lo siento" genuino, pero cobarde. Su esposa, en la otra mano, tomó un sorbo de su champaña y lo ignoró por completo, con evidente desdén.
Theodore escuchó entonces algunas voces familiares a su derecha. Llegando del jardín, entraron a la sala de estar su yerno, el abuelo del dicho —Jedidiah— y su hija.
—Eleonor —él no pudo contener la amargura, el resentimiento y decepción que sentía hacia la joven; se reflejó en su inflexión, en su postura, rostro, todo.
No necesitó reprocharla tampoco. No necesitó alzar el volumen de su voz, su mano, o agredirla de cualquier forma, fuera física o verbalmente. La muchacha sintió su mirada fría apuñalar su consciencia, así como ella había apuñalado su confianza.
—P-Puedo explicarme...
Él levantó un dedo al aire, callándola de inmediato. Abrió la boca, pensando en algo que decir. No encontró nada. Sabiendo que su llanto comenzaría pronto, sacudió la cabeza y se marchó a la cocina, pateando el suelo con sus pasos.
Helen lo siguió, expulsando a todas las criadas de ahí antes de cerrar la puerta.
—Jedidiah está enfermo, por eso la boda se tuvo que...
—Caroline está muerta —Theodore la detuvo. Su rostro se deformó y toda la serenidad que había logrado aparentar hasta el momento desvaneció. Que se jodiera el prospecto de no decirle a nadie la verdad. Ahora tenía ganas de hacerlo apenas para ver al mundo arder—. Lo doctores no pudieron hacer nada. Sus pulmones se llenaron de líquido y colapsaron. Murió ahogada, mientras dormía.
Su esposa, al oír las noticias, bajó la mirada. Sus ojos lagrimearon, pero a diferencia del periodista, no lloró.
—Lo siento.
—¿Lo sientes? ¿De veras? — él corrió su lengua por su labio inferior, frunciendo el ceño—. ¿Entonces por qué me hiciste esto?
—Ted... —dio un paso adelante, pero un rugido la hizo retroceder al instante:
—¡TÚ SABÍAS PORQUÉ ME FUI! —él golpeó un escurridor de lozas, lanzándolo al suelo.
El estruendo de la porcelana rompiéndose la asustó menos que la voz histriónica, colérica de su marido. Todo el agotamiento que ralentizaba sus movimientos y su actitud fue abandonado, de un segundo a otro. Su indignación fue la chispa que incendió el fuego de su rabia, y dicha combustión lo hizo explotar, al fin.
—Tengo una explicación...
—¡NO ME BASTA! ¡NO PUDE ESTAR AHÍ PARA MI HIJA EN EL DÍA MÁS IMPORTANTE DE SU VIDA! ¡USTEDES ME NEGARON ESO! ¡YA NO ME BASTA PERDER A...! —corrió una mano por su faz, sollozando—. ¡Ya no me b-basta perder a Carol!... ¡Ahora la p-perdí a ella también! ¡PERDÍ A LENNY TAMBIÉN!
—Lo lamento tanto, yo no creí que la situación de esa niña era tan mala...
—¡MURIÓ!
—Lo sé, ahora... ahora lo sé. Y lo siento —Helen intentó acercársele otra vez, al verlo llevar una mano a su pecho y encorvar su espalda, apoyándose en la encimera más cercana—. ¿Ted? ¿Qué te pasa?
Su inusual posición la preocupó, pero no fue hasta ver el rojizo color de su piel que ella sintió una ola de pánico tragarla por completo. Su marido no podía respirar. Sus muslos no se movían, su garganta se había cerrado. Pronto, la fuerza en sus rodillas desapareció. Cayó al suelo con un estruendo, aterrizando sobre la loza triturada y pedazos afilados de vidrio.
—¡THEODORE!
Helen lo jaló de su camisa y lo sentó, moviéndolo como si fuera un títere. Tan fuera de sí él estaba, que no logró registrar el dolor causado por su duro aterrizaje, o de los pedazos de porcelana incrustados en su ropa y sus manos.
—C-Carol... —murmuró—, me r-rogó que... que c-cuidara a J-Jane... e-estaba muriendo... y s-solo pensaba en s-su m-madre... —sorbió la nariz, pero la líquida mucosidad de su llanto se deslizó a su bigote de todas formas—. Me llamó de p-papá... después de t-todo... me llamó...
La señora Gauvain no supo decir porqué, pero su primer instinto fue abrazarlo. El segundo, fue explicarle lo que había ocurrido.
—Jedidiah está enfermo. Tiene cáncer. Quería demasiado ver la boda de su nieto antes de morir. Así que le hicimos una ceremonia pequeña en la iglesia de Saint Martin e invitamos a algunos parientes lejanos de Charles para que vinieran...
—Pero n-no me dejaron v-volver... —la apartó—. ¡No me d-dejaron llevar a mi p-propia hija al altar!
—Ted... tú tendrás todo el tiempo del mundo para estar junto a ella y ver los momentos más importantes de su vida. Jedidiah se está muriendo.
El periodista sacudió la cabeza y escondió su rostro entre sus manos.
—V-Vete de aquí.
—¿Qué?
—¡DÉJAME EN PAZ, CARAJO!
Helen se espantó por su agresividad. Una señal clara de que realmente había metido la pata.
—No me iré. No estás en condiciones...
—¡Pues entonces yo me voy!
—¡Mal puedes respirar, Theodore!
—¡¿Y POR QUÉ SERÁ?! —la encaró otra vez—. ¡CUANDO PENSÉ QUE DEJARÍAS DE TRAICIONARME! ¡QUE PODRÍA CONFIAR EN TI! ¡ME HACES ESTO!
—¿Yo? ¿Yo soy la culpable?
—¡CLARO QUE LO ERES! — él usó la encimera para alzarse otra vez, intercambiando su pánico por furia—. ¡SABÍAS POR QUÉ ME FUI! ¡SABÍAS QUE TENÍA UN BUEN MOTIVO PARA ESTAR LEJOS! ¡Y DEJASTE QUE TODO ESTO PASARA!
La señora Gauvain, ofendida por sus palabras, también se levantó, perdiendo la poca empatía que había logrado demostrarle hasta el momento.
—¡¿Pues qué crees que debería decir?!... "Lo lamento, señor y señora Fouché, pero mi esposo está fuera de la ciudad cuidando a la hija de su amante y no me contesta mis cartas, ¡¿podemos aplazar esta decisión que necesita ser tomada ahora?!"
—¡Baja tu puta voz!
—¡No me grites entonces!
—¡Podrías haberles dicho cualquier cosa! ¡Que estaba en un viaje de trabajo! ¡Que fui a visitar un pariente enfermo! ¡Literalmente cualquier cosa!...
—¡Esto no es tan simple, Theodore!
—¡¿CÓMO?! ¡Explícame! ¡¿Cómo no es simple?! ¡No logro entenderlo!
—Mamá.
Los dos dejaron de vociferar como bárbaros y voltearon sus cabezas hacia la entrada de la cocina, donde Eleonor estaba de pie, observándolos con una mirada crítica.
Helen no había cerrado bien la puerta. Ella había entrado después de la caída de su padre y había oído todo.
—Lenny...
—No me llames así —ella respondió, para el desespero de Theodore—. ¿Tienes una amante?
—Mi amor...
Ni la voz de su madre logró llamar su atención. La joven seguía mirando a su progenitor, esperando un contraargumento que él jamás podría dar en aquel momento.
Herido, enfadado, queriendo vengarse por la humillación que ambas mujeres le habían impuesto, el periodista se negó en sentirse avergonzado por su comportamiento. Su confianza en su familia había sido destrozada. Su corazón, ennegrecido y corroído por el luto. No tenía nada más que perder, ya todo estaba arruinado.
—Sí, tengo una amante. La he tenido desde 1883, de hecho... ¡Lo acepto! —sonrió con indescriptible tristeza, levantando sus brazos con una actitud irónica—. ¡Soy infiel! ¡Un canalla! ¡Un detrimento a la vida de tu madre! ¡Y al parecer a tuya también!... ¡Y ya que me detestan TANTO, me voy de aquí!
—Theodore...
—¡ESTOY HARTO, HELEN!
—¿No tienes vergüenza? —Eleonor lo interrumpió, asqueada por su mera presencia.
—La tendría si lo que sintiera no fuera verdadero. Si de verdad no amara a... a Jane —decir su nombre fue doloroso, pero libertador. Ya no le quedaba nada que ocultar.
Pero su hija no comprendió su alivio. No vio su expresión cansada y contenta como algo positivo.
Para ella, él era el único pecador sucio, mentiroso experto, ser hipócrita de aquella relación en decadencia. No sabía que su madre era tan culpable como su padre de ser infiel. Y él, por más irritado y descontrolado que se volviera, jamás se atrevería a arruinar la reputación de su esposa. La decisión de compartir o no la verdad sobre sus errores era de Helen; él no la acusaría de nada, si usaría su traición como un arma para herirla, o dañar su vínculo con sus hijos.
—¿Están todos bien? —Charles al fin apareció, cargando en su mano una copa de champaña.
Una mirada entre él y su suegro fue todo lo que necesitó para entender lo que había sucedido en su ausencia. Su novia —no, esposa— se había enterado del caso de Theodore con la señora Durand.
El juramento que le había hecho le vino a la mente; Eleonor no podría jamás saber que la infidelidad de Helen había ocurrido primero. Por más que compadeciera al pobre señor Gauvain, tenía claro que debía mantenerse callado sobre todo lo que sabía.
—¿No lo sé, papá? ¿Está todo bien?
—Tengo una amante —le repitió a Charles y se encogió de hombros—. Y si debo ir al infierno por amarla, iré con gusto. Porque no hay tierra o mar que no cruzaría para estar a su lado. No hay distancia que no correría para estar junto a ella. Es dueña de toda mi alma, corazón, cuerpo, todo... ¡todo! —confesó, emocionado—. ¡Y al contrario de todos ustedes, ella nunca me ha defraudado!... ¡Nunca!... ¡Soy yo el que la ha hecho sufrir, una y otra vez, por mi orgullo y por mi miedo! ¡Soy yo el que tiene que ignorarla en público, que tiene que reprimir todo sentimiento genuino y toda atracción involuntaria para que no sea condenada, para que no sufra el escrutinio de gente que ni la conoce!... ¡Soy yo el que nunca será bueno lo suficiente para ella! —volteó la cabeza hacia Helen—. Y tú sabes lo que digo. Sabes lo que quiero decir. Te amo... pero entiendes que ese amor no llega ni a los pies de lo que yo siento por ella.
La señora Gauvain, llorando, asintió. Contra hechos no había argumentos. Eleonor entonces sacudió la cabeza, negándose en creer que aquel escándalo estaba ocurriendo, que todo lo que su padre decía era real.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Al frente de tu propia esposa?
—¿Por qué crees que frené tu matrimonio cuando eras menor? —él habló sobre la voz de su hija—. ¿Por qué crees que negué mi bendición? Charles... —miró al muchacho—. Tú siempre has sido un excelente partido. Educado, gentil, amable, bien adinerado, culto. Un caballero. Un hombre de clase. Pero yo no quería... no podía dejar que mi historia con Helen se repitiera contigo, con ustedes. No quería que los dos se vieran atrapados en una unión inescapable, con hijos a los que criar, imágenes a las que mantener y todo un público al que entretener —gesticuló hacia la sala—. ¡No quería que tuvieran que lidiar con esto! ¡Con tener que actuar, que fingir que todo está bien! ¡Cuando no lo está!
—Siempre nos amamos.
—Y yo amé a tu madre —él insistió—. La amé... pero ese amor se perdió con el paso de los años. No es el mismo al del ayer.
—Tiene razón —Helen lo respaldó—. Nuestra amistad permaneció, pero... la pasión que nos juntó ya no existe. A mucho tiempo.
—¿Entonces tú también estás de acuerdo con esta locura? —Eleonor se rio, incrédula—. ¿Quiénes son ustedes? No los reconozco... —dio un paso atrás—. Creo que voy a vomitar.
Sin darles más atención, la joven salió corriendo de la cocina, siendo seguida de cerca por su esposo. Theodore apoyó ambas manos en su cintura y relajó su postura. No correría atrás de ella. No intentaría defenderse, o comprar su confianza de vuelta con palabras vacías y poco sinceras.
Se arrepentía de muchas cosas en la vida, pero no de amar a Jane y no se disculparía por ello.
—¿Estás satisfecho?
—Sí, de hecho. ¡Me siento de maravillas!
—Acabas de arruinarlo todo...
—Ella merecía oír la verdad. Y yo necesitaba sacarla de mi pecho, o me moriría de disgusto y frustración —caminó hacia la salida, pero fue detenido una última vez por su mujer.
—¿Por qué no le dijiste todo, entonces? ¿Para qué ocultar mi caso con August?
—Porque Lenny ya ha perdido su respeto hacia mí como su padre —volteó su rostro para verla sobre su hombro—. No necesita despreciar a su madre también.
—Ted...
—Si quieres contarle tu lado de la historia, hazlo. Pero yo ya dije todo lo que tenía que decir. Mi parte está hecha. Me voy.
—¿Adónde?
—A los brazos de la única persona que aún no me ha desilusionado.
Ignorando las voces de sus conocidos, queriendo entablar conversación con él mientras cruzaba la sala, Theodore se limpió los ojos y caminó a la puerta. Sacó sus pertenencias del perchero y sin maletas, equipaje, suficiente dinero o fuerzas para saber qué hacer a seguir, volvió a salir a la calle, desesperado por huir de ahí. Hizo entonces lo único que su mente le sugirió en ese momento; regresó a la residencia Durand.
Quería escapar de su realidad tormentosa y aquel era el único lugar seguro al que conocía para tomar refugio en la tempestad. Quería amor de verdad y sabía que solo allí podría sentirlo. Quería apoyo y un hombro en donde descansar; solo una mujer podría ofrecérselo.
—Jane...
—¿Qué haces aquí tan temprano? —ella había estado llorando durante su corta ausencia, a juzgar por su voz áspera y su rostro rojizo.
—Nunca me debí haber ido —confesó, sacudiendo la cabeza—. Nunca te debí dejar...
—Theo...
Él se lanzó adelante. La recogió entre sus brazos, la levantó del suelo y la besó, como cualquier mujer desearía ser besada en la vida. Con fervor, deseo, entusiasmo, cariño, añoranza. Como si el sabor de su boca fuera el antídoto para el veneno que era su vida familiar. Como si el perfume que cubría su piel fuera tan fragante como las flores de los campos elíseos. Como si el único paraíso conocido por su alma yaciera tras el resquicio de su boca y de su entrepierna.
—Hazme olvidar de todo —repitió las mismas palabras que ella le había dicho, algunos días atrás—. Hazme olvidar que el señor Gauvain existe.
—Aquí solo veo a Theodore —ella le dijo, besándolo otra vez, mientras era cargada hacia su habitación.
La puerta de sus aposentos se cerró.
El mundo desapareció para los dos.
FIN DEL PRIMER TOMO.
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Si alguien lo leyó hasta el final, ¡gracias!
Espero que hayan disfrutado este primer tomo y que el próximo (ya publicado!!!) les guste aún más. Si sufrir es lo suyo, ¡bienvenidos! jajajaj...
En fin, puse una canción de Novo Amor arriba para darle sazón al capítulo. La escuché varias veces mientras editaba y casi me pongo a llorar... Pinche historia triste :c
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Gracias por el premio ^^ editorialsol2022
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