𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟺𝟺
Merchant, 02 de febrero de 1892
La mayoría de los días, Theodore no se consideraba un hombre débil. Tenía sus momentos de melancolía y angustia, sus semanas de desánimo y cansancio, pero siempre se forzaba a seguir adelante y luchar por un futuro mejor. Poseía la virtud de la resiliencia y sabía cómo usarla a su favor.
Pero desde el secuestro de Caroline y la golpiza recibida por Jane, él se sentía emocionalmente comprometido. Tenía pesadillas todas las noches. Se asustaba y estresaba por el menor de los inconvenientes. Había vuelto a pensar en exceso sobre los errores de su pasado, ungiéndose con el nocivo óleo de sus arrepentimientos, incendiándose con la llama inextinguible de su rencor.
Debería haberse encargado de Albert antes. Debía haber exigido que Frankie, Linda Stix, o cualquier otro criminal que conocía lo exterminara, antes de que pudiera ocasionar más destrozos a la vida de su amante y de su ahijada. Pero, por haber seguido su moral, serle fiel a la Ley y actuar como un ser humano decente, él había dejado que aquel monstruo volviera a conducir a ambas a la ruina.
Deseaba tener la misma falta de piedad de su padre. Deseaba tener el mismo descaro de August. Deseaba ser tan sanguinario como el capitán Garter. Tal vez, si fuera igual a sus enemigos más grandes, podría tener al menos una posibilidad de derrotarlos.
Pero por su humanidad, se sentía débil. Por su empatía, se sentía un tonto. Por toda buena característica, se reprochaba. Sabía que hacerlo era inútil, no cambiaría nada. Pero deseaba que así fuera.
Una vez, a muchos años, él había sido un hombre malo, sin necesidad. ¿Por qué ahora que su maldad era necesaria, él se negaba en ceder a sus instintos más bajos?
Amor, esa era la respuesta.
Su amor por Caroline lo había obligado a bajar sus puños y no asesinar a Albert con sus propias manos. Su amor por Helen lo había detenido de volarle los sesos al Señor Tubbs. Su amor por sus hijos y el temor de que ellos lo percibieran como un verdugo bárbaro lo impidió de hablar con Frankfurt y demandar la ejecución de Garter. Él había dejado de ser tan frío, insensible y calculista por el cariño que todos sus seres queridos le habían entregado.
Por un lado, estaba orgullo y contento de tener su apoyo. Por el otro, cuestionaba si su transformación realmente había sido positiva. Merchant no era una ciudad amable. El sur del país en general estaba entregue a los bandidos más perversos, políticos más corruptos, y alimañas más grotescas de la faz de la tierra. Era una región de estafadores, pordioseros, bandoleros y timadores. Nada de bueno salía de ahí. Ser un caballero con intenciones honestas, buen carácter y morales intactas no era ventajoso. Más bien, lo convertía en una diana ambulante. Un objetivo fácil para estas almas repugnantes. ¿Debía entonces seguir siendo uno? ¿Valía la pena en lo absoluto?
Esta duda existencial lo estaba incomodando más allá de lo sano. Con frecuencia se imaginaba golpeando a personas que lo irritaban en el día a día, rompiendo cosas solo para deshacerse de su ira, o simplemente perdiendo el control y asesinando a alguien por gusto. La idea no lo atraía en lo más mínimo. Todas las veces que estos pensamientos cruzaban por su mente, se sentía asqueado por su propia psique y se juraba que jamás haría algo así estando en total control de su consciencia. Pero ahí estaba el gran problema; casi lo había hecho, varias veces. Se había detenido a última hora, como antes explicado, pero la intención había estado allí.
Desesperado para escapar de su propia rabia y decepción, él comenzó a trabajar como periodista de campo nuevamente. Quería distraerse de sus pensamientos y deseos de venganza más crueles haciendo algo de bueno por la sociedad; reportar noticias.
En los últimos años, raras eran las veces que decidía salir de la imprenta para investigar algo, ya acostumbrado a que sus funcionarios de la sala de redacción lo hicieran por cuenta propia. Por su edad, había comenzado a quedarse más tiempo en su escritorio, menos tiempo en las calles. Pero aquel día, esta rutina cambió. Con apuro recogió su bolso, su libreta, y dejó su negocio a recorrer las avenidas del puerto, a solas.
Un ingeniero civil, contratado por la Casa de Gobierno para renovar las cloacas de la ciudad, lo había invitado a conocer los nuevos túneles subterráneos que sus hombres habían comenzado a construir, algunas semanas atrás. El ingeniero en cuestión se llamaba Alexander Newlands y era un amigo personal de Alonse Archambeau —el artista que había conocido junto a Jane en Hurepoix—.
¿El motivo de dicha obra? El antiguo sistema de alcantarillas y cloacas de Merchant estaba colapsando. Lo que significaba que, además de las epidemias de tuberculosis, sífilis, escarlatina, varicela, viruela, y otros padecimientos que en el momento no él podía recordar, ahora la población del puerto también estaba siendo avasallada por el cólera. Los hospitales ya no soportaban la cantidad de enfermos que se desplomaban al cruzar sus puertas, y algunas escuelas tuvieron que ser reutilizadas como centros de atención improvisados. Los muertos eran cargados como troncos de maderas encima de carruajes supervisados por el gobierno, y sus cuerpos eran enterrados en las afueras de la ciudad. Esto, o los policías los lanzaban al mar. Nadie sabía con certeza. Lo único claro era que, si el cadáver no era reconocido o clamado en veinticuatro horas, este desaparecería para siempre.
El escenario era tétrico, asqueroso, y digno de ser lamentado. Pero llorar no resolvería esta crisis sanitaria; algo debía ser hecho. Por ello, Thomas Morsen —al fin actuando como un alcalde responsable, que sabía lo que hacía— contrató a Newlands, con la idea fija de expandir el sistema de cloacas, limpiar el agua de los pozos —que, por el momento, se hallaban contaminados— y así terminar de una vez por todas con los brotes de cólera en el sur.
Newlands detestaba a Morsen con todo su ser, pero aceptó la propuesta con una condición; toda decisión relacionada a la compra de materiales, costo operacional, y manejo de funcionarios estaría a cargo de él. Quería que su legado fuera uno de calidad, resistente al paso del tiempo, y no comprometería sus ideales para complacer al alcalde. Él sabía que Morsen intentaría desviar parte del dinero enviado desde Las Oficinas para la Casa de Gobierno hacia su propio bolsillo. No dejaría que esto ocurriera.
Y Theodore admiraba su valentía. Laborar para Morsen pese a ser uno de sus enemigos públicos más reconocidos requería un nivel de coraje absurdo. Newlands, por su parte, admiraba los escritos del periodista y su brillante trayectoria profesional. Además de ser amigo de Archambeau, también era primo de Larry Knightley —quien se había vuelto el primer fotógrafo contratado para trabajar en la Gaceta— y conocía bastante bien al círculo social del señor Gauvain. O sea que tenía una opinión bastante bien fundamentada sobre quién era Theodore, como se comportaba, y cuál era su inclinación política. Podía ser un nuevo aliado. Y por esto lo invitó a conocer el nuevo sistema de alcantarillado.
—¡Usted llegó temprano! —el ingeniero le estiró la mano, ya sonriendo.
—No tenemos tiempo a perder —el periodista a cambio la sacudió, de buen humor.
Ambos se habían escrito un par de veces, para coordinar un encuentro entre los dos, por lo que ya se conocían. Decidieron que la reunión ocurriría en la nueva planta de tratamiento de agua —inaugurada el año anterior— y que de ahí los dos explorarían los túneles subterráneos juntos.
Aquel día, el señor Gauvain gastaría toda su energía aprendiendo sobre el funcionamiento de las nuevas cloacas, los cambios realizados a las cañerías de la ciudad, y los nuevos productos químicos desarrollados por la Universidad de Merchant para limpiar el agua de la urbe. En el día siguiente, Larry Knightley vendría a fotografiar el escenario, para que sus imágenes fueran usadas como ilustraciones para la Gaceta. La idea era que el artículo respecto a la nueva red de alcantarillado saliera la próxima semana.
—Entonces, por lo usted me dice, ¿estos nuevos túneles que estamos recorriendo pasarán incluso por debajo de la imprenta? – Theodore indagó, mientras ambos caminaban por los corredores subterráneos de ladrillo a tizón, oscuros y malolientes.
—Exactamente. Serán similares a los que existen en Carcosa. El conducto colector cruzará la ciudad de punta a punta.
—¿Y cuántos meses estima usted que esta construcción demorará?
—¿Si tenemos suerte? Siete. Si Morsen nos dificulta la labor, dos años —Newlands se rio, mientras los dos se detenían en una bifurcación—. Este corredor a la izquierda llevará al vecindario donde está ubicada su imprenta. El de la derecha sigue hacia la plaza central y la Casa de Gobierno —enseguida, levantó la linterna que sostenía en la mano y la aproximó a la pared, mostrándole a Theodore una placa que, en la oscuridad, no había logrado ver—. Decidimos poner indicadores con los nombres de las calles por dónde estos túneles pasan a cada quince metros. Ahora mismo estamos en la calle Swift.
—¿Y cómo hacemos para salir de aquí? ¿Debemos volver a la planta?
—No. Venga conmigo, le mostraré el camino —ambos entraron al túnel que cruzaba la tierra en dirección a la Gaceta—. La construcción de esta sección en específico aún no está finalizada; como puede ver más adelante, el túnel sigue, pero los ladrillos aún no han sido dispuestos. Sin embargo... —Newlands se detuvo otra vez y miró nuevamente a la pared—. Estas escaleras sí —delante del dúo, había un pozo redondeado, donde unos peldaños de metal habían sido instalados. Llevaban a la superficie—. ¿Quiere subir?
—¿Podemos?
—¡Claro! —el ingeniero concordó, dejándolo salir del subterráneo primero.
La escalada fue corta —ya que la red de alcantarillado no era demasiada profunda—, lo que Theodore apreció enormemente. Con los años, el dolor que sentía en su pierna solo había empeorado. Moviendo la tapa de registro sobre su cabeza a un lado, el periodista emergió en una calle paralela a la de su imprenta. Resulta que el túnel no cruzaba por debajo del edificio literalmente, como Newlands había dejado a entender, sino que pasaba bastante cerca de él, bajo la acera.
—¿Lo ayudo? —le extendió una mano al ingeniero y recogió la linterna que él cargaba, para que pudiera trepar por los demás peldaños sin mayores dificultades.
Una vez ambos estaban sobre la superficie, respirando el aire grisáceo de la urbe, continuaron con su conversación.
—Como puede usted ver, este nuevo sistema de alcantarillado conectará a todos los vecindarios de esta ciudad. Nuestra meta es que todos los Merchanters tengamos acceso a agua potable y que podamos eliminar nuestros desechos de manera adecuada. Lucharemos por la limpieza y la salubridad hasta el fin.
—Pues están haciendo un trabajo excelente, por lo que pude ver. Esta obra tendrá un gran impacto en nuestra ciudad.
Y sus palabras eran sinceras, porque, mientras charlaban, vieron a uno de los carruajes del gobierno atravesar la esquina, cargando una pila de muertos envueltos en sábanas. Por su numerosa cantidad, habían sucumbido por el cólera.
Theodore tuvo que sujetar una arcada y usar toda su fuerza mental para no vomitar. Escenas como aquella le recordaban demasiado a la Guerra de Independencia y a las cosas que había visto durante el conflicto; enfermedad, hambre, muerte. Lo afectaban, más de lo que demostraba.
Hablando de ello, aquel mismo día, al llegar en casa luego de caminar por horas junto a Newlands, Lawrence lo sorprendió con una pregunta insólita:
—Papá, ¿cómo fue la guerra?
El chico estaba sentado en el suelo de la sala de estar, sujetando un cuaderno de tareas y un lápiz. Helen yacía a su lado, practicando crochet. Nicholas dibujaba con unos crayones en el otro lado del piso, bajo la custodia de Eleonor, quién por aburrimiento también se había unido a las actividades artísticas de su hermanito.
—Se dice buenas tardes, primero —Theodore se quitó su sombrero y lo dejó junto a su abrigo sobre el perchero, antes de aproximarse a sus familiares—. Pero, ¿por qué preguntas?
—Tengo que hacer una investigación sobre la Guerra de Independencia para el colegio. Mi profesor quiere que entrevistemos a al menos una persona que haya vivido durante esa época.
—Huh... —él tragó en seco y respiró hondo, tomado de sorpresa.
Helen percibió lo mucho que la mención del tema lo había afectado y por un minuto pensó en reprochar a Lawrence por abordar algo tan delicado con semejante casualidad, pero no pudo hacerlo. Su esposo comenzó a hablar antes:
—Pues... para empezar, debo decir que ese momento de mi vida fue horrible. No mentiré sobre ello —se acercó aún más a su familia, deshaciendo el apretado nudo de su corbata y desabrochando los dos primeros botones de su camisa. Adentro hacia bastante calor y él estaba empapado de sudor; necesitaba refrescarse o empezaría a sentirse indispuesto—. Concuerdo que la guerra fue un evento necesario para el avance de nuestra sociedad y que sin ella no tendríamos al país que tenemos hoy, dónde la libertad es un derecho, así como la opinión... Pero eso no le quita lo repugnante y lo bárbaro. ¿Fue justificable? Sí... ¿Debería repetirse? No.
—¿Y qué hay de la batalla del río rojo? —el chico escribió algo en su libreta con apuro y volvió a mirarlo—. ¿Vivías en Carcosa en esa época, cierto? ¿Te acuerdas de algo?
¿Algo?
Theodore se acordaba de todo.
—¿Cuántos años tenías, en 1862? —Eleonor indagó a seguir, despertándolo de su shock.
—Catorce.
—¡La misma edad que yo! —Lawrence exclamó, entusiasmado por la revelación.
—Sí... era muy joven —el periodista tragó en seco y ojeó a su hijo menor, Nicholas. Luego, a una de sus mucamas, la señorita Delphine. No necesitó decir nada para que ella recogiera al niño y lo llevara a otro rincón de la casa; todos los adultos presentes sabían que la conversación que estaban a punto de tener no era apta para un ser tan pequeño e inocente como él—. Pero me recuerdo de todo con nitidez. Como si hubiera ocurrido ayer.
—Ted, no tienes que decir nada si no te sientes cómodo...
—No... estoy bien, Helen —él tranquilizó a su esposa, mientras se sentaba en el sillón a su derecha—. Además, esto es importante para Laurie. Es parte de su educación. Necesita saber la verdad de los hechos.
—Si eso dices.
Por curiosidad, Eleonor también se acercó más al grupo. Que su padre estuviera dispuesto a hablar sobre su pasado era una raridad. Sabía que semejantes momentos de sinceridad y vulnerabilidad debían ser respetados y apreciados.
—Pues bien... la guerra. ¿Necesitas que te haga un repaso general de cómo todo empezó, o solo cuento mi punto de vista de los hechos?
—¿Los dos? Aunque tu punto de vista es lo más importante —Lawrence respondió, mordiendo un extremo de su lápiz.
—De acuerdo —Theodore aclaró la garganta—. Bueno... cuando todo comenzó yo, mis hermanos, mamá, y mis vecinos, pensamos que solo se trataría de una revolución más. De una disputa pequeña, que no pasaría del mes y que no llevaría a nada. Nadie hablaba de guerra en 1861. Nadie creía que el conflicto llegaría a un tamaño tan grande.
—¿Ustedes sabían que algo estaba pasando en el norte?
—Sí, pero no era nada confirmado. Había varios rumores de que el general Maximilian Chassier había iniciado una resistencia armada contra los franceses... Pero para nosotros, esa noticia no pasaba de eso, un rumor. Por meses, nada más supimos al respecto. Así que asumimos que solo era una invención del pueblo, un sueño que jamás llegaría a ser realidad. Eso hasta que, en enero de 1862, el cotilleo comenzó de nuevo. Algunos soldados franceses que habían cruzado el río afirmaron que el ejército de Chassier estaba ganando la guerra contra el Reino de Francia, y ahí todos los enteramos de la verdad. Efectivamente, había una guerra. No era tan solo un rumor. Levon había sido liberada, Saint-Lauren estaba a punto de serlo, y Carcosa pronto también. El mundo se estaba poniendo de patas arriba... Y como si no bastara, uno de esos soldados también nos dijo que los revolucionarios querían hacer una alianza con los independentistas del sur, para expulsar a los colonos ingleses de las Islas y clamar la libertad definitiva de toda la nación. Pero eso sí que nos resultó imposible de creer. ¿Libertad? ¿En el archipiélago? Impensable —Theodore sacudió la cabeza, soltó una risa amarga y continuó:— Pronto, descubrimos que nos habíamos equivocado de nuevo. Su narrativa era cierta y el conflicto se volvió indiscutible... Chassier se alió con el general Adrien Pettra para aumentar su control sobre el territorio al sur del río rojo y de pronto Carcosa se volvió el centro de la guerra.
—La campaña por la independencia de las Islas había comenzado.
—Exacto —él concordó con Eleonor—. Al mes de esa unión, ambos generales ya habían muerto. Pero la disputa siguió, para nuestra sorpresa. Sus hijos tomaron el control de sus batallones y ahí aparecieron los grandes cuatro padres de la patria que conocemos hoy; el teniente coronel Peter Chassier, el mayor Aurelio Carrezio, el teniente Marcus Pettra y el capitán de fragata Muriel Frankfurt. Todos descendientes de grandes generales y almirantes fallecidos, todos con entrenamiento militar calificado, pero muy poca experiencia en campo. Y su ejército no era el más funcional, estratégico, ni organizado del mundo, de lejos... Sus hombres eran una mezcla de cadetes ingenuos y criminales que solo querían dinero fácil. Sujetos sin educación, sin moral, sin piedad. Si soy honesto hasta hoy no puedo decir qué tipo de soldado era peor; el inglés autoritario o el revolucionario truhan —se rio, más por rencor que por gusto—. Supongo que tengo más memorias de los ingleses, así que solo hablaré de ellos... Como ya saben, sus tíos trabajaban como deshollinadores cuando jóvenes. En ese entonces, Raoul y Bernie eran funcionarios del comodoro Arthur Hugo. Por ello, fueron librados de la conscripción obligatoria que el ejército británico impuso sobre nosotros, sus "súbditos" ... Como prestaban sus servicios a un miembro de las fuerzas armadas, tenían una excusa para permanecer lejos del campo de batalla. Pero ellos veían a muchos soldados a diario, por trabajar para él... Y eran humillados por ellos con frecuencia. Raoul intentaba proteger a Bernie lo más que podía, recibiendo toda ofensa y agresión con calma, resignación... Aguantó muchas situaciones repugnantes para que él no sufriera —respiró hondo y se tomó unos segundos para tranquilizarse. Aquellas memorias lo perturbaban—. Los casacas rojas eran unos desgraciados.
—Perdón, ¿los qué? —Lawrence hizo una mueca confundida.
—Los soldados. En Carcosa los llamábamos pardessus rouge, o casacas rojas, por el color de su uniforme. En Merchant tenían otro término...
—Tory —Helen concordó.
—Ese mismo... —Theodore suspiró—. Los detesto, a todos.
—¿Hasta hoy? —Eleonor preguntó a seguir.
—Hasta hoy —él concordó—. Sabes, en esa época, yo era muy joven... Y con mis amigos, aún estábamos estudiando. Pero también tuvimos nuestros contactos con ellos. Los veíamos marchar por nuestra calle hacia el río rojo casi todos los días. Y cuando lo hacían, ya sabíamos que por la tarde habría una tremenda balacera... y que habría cuerpos tirados por doquier.
—¿Tú vivías en el barrio inglés de hoy, cierto? —su esposa no logró ocultar su curiosidad tampoco.
—Sí... en la periferia de él, si soy más preciso. ¿Sabes dónde queda la calle Violet?
—Sí, sí... a unas pocas cuadras de las márgenes del río.
—Exacto. Lo podía ver desde mi ventana, de hecho. Hoy en día es un área deplorable, pero solía ser bastante peor... En aquel entonces no existían los cabarés, clubs nocturnos, burdeles y bares que hay ahora, solo casuchas de madera y mimbre, un camino de barro y una infinidad de gente pobre y seres miserables —Theodore tragó en seco y miró al suelo—. Pero los ingleses no se importaban por nuestra humildad y nuestra carencia. Mientras pasaban por ahí, aprovechaban la oportunidad para invadir nuestras casas y hacer lo que mejor hacen los uniformados; robar provisiones, objetos de valor... abusar mujeres, niños... asesinar y torturar gente solo por gusto —frunció el ceño—. Pero su pillería nunca duraba mucho. Porque al llegar a las márgenes del río, los revolucionarios les disparaban desde el otro lado sin parar... y ellos caían como las hojas de un árbol seco, apilándose sobre el lodo. Casi todos los días, por la tarde, un nuevo escuadrón sufría el mismo destino. Marchaban hacia su muerte —cruzó sus brazos—. Y para cuando la batalla final de la guerra llegó, ese tipo de fusilamiento ya era costumbre. Ya no sorprendía a nadie. La violencia de esas escenas era tan común que pensamos que nada podría ser peor... Pero claro, como siempre, estábamos todos equivocados. Porque la batalla del río rojo fue... Mil veces más horrible que un simple tiroteo —subió la mirada por un minuto, pero la volvió a bajar al ver el espanto de sus familiares—. En vez de sentirnos contentos por la muerte de esos desgraciados, que nos humillaban y apaleaban, nosotros le llegamos a tener pena... porque murieron de manera inhumana —arrugó aún más los pliegues de su rostro—. No hay cómo describir esa matanza en palabras... Solo puedo decir que el sonido de los disparos, de la metralla, fue ensordecedor. Que la nube de humo, de tierra volando por los aires, no podía ocultar la montaña de cadáveres que crecía y crecía alrededor y dentro del río. Que sus aguas de verdad se volvieron rojas, eso no es una leyenda popular. Y que los alaridos de dolor de los heridos en la distancia... fueron horripilantes. Y hasta hoy los recuerdo muy bien. Como si aún estuvieran gritando ahora... Pero no podíamos hacer nada. Ni yo, ni Raoul, ni Bernie, ni mamá, nuestros vecinos, nadie. Teníamos las manos atadas. Solo nos quedamos sentados en el suelo de nuestra casa, tomados de la mano, rogándole a Dios que nos salvara. De vez en cuando mirábamos a través de la ventana al horizonte, para intentar saber quién estaba ganando la guerra, si es que había un ganador... pero era imposible saberlo. Tantos eran los muertos que contar casualidades era inútil. Solo nos enteramos del fin de la batalla cuando alguien clamó la victoria de los revolucionarios.
—¿Y qué hay de mi abuelo? —Lawrence preguntó, después de anotar unas líneas en su libreta—. Él era un soldado, ¿no? ¿Luchó en el río rojo?
Helen volvió a abrir la boca para reprocharlo por su curiosidad, pero su marido siguió hablando:
—Lo era... —su tono pasó de triste a resentido—. Y sí. Lo hizo... Murió ahí.
—¿Qué? —la señora Gauvain no ocultó su sorpresa.
Theodore siempre le había dicho que no sabía cómo su padre había fallecido, apenas que lo había hecho. Había mentido, claro. Tenía pleno conocimiento de cómo el desgraciado había muerto.
—Cuando la batalla por fin terminó, los revolucionarios cruzaron el río y nos desalojaron de nuestros hogares por un par de horas. Fuimos obligados a declararle lealtad a la nueva república y a servir en nombre de ella. Mamá fue escoltada junto a otras vecinas para trabajar como enfermera en el hospital de campaña que ellos habían construido al otro lado del río. Yo, mis hermanos, y todos los niños y hombres capaces de trabajar, fuimos llevados a recoger los cadáveres del agua y a rescatar a todos los heridos que pudiéramos salvar... —él sintió la mirada de su esposa sobre sí, pero no se atrevió a encontrar sus ojos; siguió mirando a la nada—. Fuimos instruidos por los propios revolucionarios a robar todo lo que quisiéramos de los muertos. Anillos, cadenas, joyas, lo que fuera. Era su manera de "pagarnos" por nuestro servicio. Yo recogí algunas cosas mientras arrastraba los cadáveres a la orilla, sabiendo que mis hermanos no me juzgarían por seguir órdenes... y no me sentí mal al respecto tampoco. Esos soldados habían hecho lo mismo con nosotros mientras seguían vivos. Aquello era una venganza justa. Solo paré de hacerlo cuando, mientras revisaba el cuerpo de un oficial, encontré un reloj que me resultó muy familiar... y que, por los materiales, la leontina de oro y su calidad, reconocí como el de mi padre —respiró hondo, para no caer en llanto ahí mismo—. Cuando miré a su rostro, no lo reconocí. Una bola de cañón le había destrozado la cara. No tenía nariz, ni ojos, dientes... solo un hueco, donde todo era rojo, húmedo... —miró hacia arriba al sentir una mano apretar su hombro. Era Eleonor, al borde de lágrimas, de pie a su lado. Lo estaba reconfortando para que pudiera seguir hablando—. Por alguna razón, no reaccioné... No grité, ni sollocé. No hice nada fuera de lo común. Observé su mano derecha, porque sabía que él tenía una cicatriz en su dedo medio y confirmé otra vez lo que ya sabía... aquel soldado desfigurado era él.
—Dios... —Helen llevó una mano a su boca abierta, pasmada por la historia.
—Le quité el reloj, su anillo de matrimonio y lo hice pasar como un artillero anónimo más. Le entregué el anillo a mi madre, horas después, pero no le dije que yo había encontrado el cuerpo. Ni mis hermanos se enteraron de ello —al fin logró encarar al resto de su familia—. Nadie lo hizo, hasta hoy.
—Entonces... ese reloj que le diste a Charles... —su hija unió los puntos.
—Es el mismo, sí.
Silencio. Todos se miraron, perplejos y preocupados.
—Joder... ¡Y yo solo quería aprender historia!
—¡Lenguaje, Lawrence!
Theodore se rio de la irritabilidad de su esposa y del descaro de su hijo. Helen no le halló gracia a su reacción y frunció el ceño.
—¿Por qué nunca me contaste sobre esto antes?
—No quería hablar al respecto.
—Y ¿qué te hizo cambiar de idea?
El periodista volvió a ponerse serio.
—La verdad siempre debe reinar por sobre todas las cosas. Si Laurie hará un trabajo sobre la guerra, no sería justo darle apenas detalles vagos sobre lo que ocurrió. Él y sus colegas tienen que conocer la realidad de lo que pasó... o toda la lucha habrá sido por nada. Además, es importante que sepan también cuál es el precio de la libertad. Solo así la valorarán como se debe —removió la mano de su hija de su hombro, la besó, y se levantó—. Me iré a bañar ahora. Cuando regrese, puedo contestar más preguntas. ¿De acuerdo?
Lawrence asintió, entre resignado y frustrado. El relato de su padre le serviría bastante para su tarea, pero sentía que aún había muchas anécdotas y cuentos que le faltaban compartir, y él se sentía curioso. Eleonor lo vio marcharse a las escaleras con un pesar en el alma, y —así como su hermano— un millón de dudas en la cabeza. ¿Por qué su madre no conocía aquella parte de su pasado? ¿Por qué él había decidido mantener la muerte de su abuelo un secreto? ¿Y por qué había decidido compartir dicha información ahora?
Helen, como su esposa, fue más directa. Se levantó del sofá y lo siguió al segundo piso. Ya en su habitación, cerró la puerta y lo confrontó:
—¿Qué diablos fue eso ahí abajo?
—Ya te lo dije, Laurie necesita saber la verdad.
—No... hay algo incomodándote y se nota, Theodore —ella cruzó los brazos y lo observó con atención, mientras él buscaba su cambio de ropa en el armario—. Tienes pesadillas sobre la guerra y lo sé. Te escucho por la noche.
—Helen.
—Y cuando no puedes dormir, caminas de un lado a otro sin hacer nada, en plena madrugada. También me enteré, gracias al señor Hampton, que has vuelto a hacer investigaciones en terreno, algo que no hacías a años. Sin hablar de los moretones misteriosos que vi en tus manos y en tu torso hace unos días... Algo te sucede. Y quiero saber qué.
Al oír la demanda, él paró de moverse. Volteó la cabeza hacia su mujer, soltó un exhalo largo y consideró si compartirle la razón de su desasosiego valía o no la pena. Luego, recordó que le había prometido su honestidad eterna, y debía hacerlo.
Por ello, cruzó los brazos, bajó el mentón y se dedicó a explicarle todo lo que había ocurrido entre él, Albert y Caroline. Cuando terminó, percibió que la preocupación y pasmo de su esposa había triplicado. Su rostro no lograba disimular su terror.
—Y ese maldito... —ella se sentó en la cama—. ¿Estás seguro de que está muerto?
Theodore asintió.
—Vi su cuerpo, antes de que la policía lograra sacarlo de las rejas. Murió.
Helen, con la mirada perdida, abrió la boca para decir algo, pero no pudo hablar de inmediato. Toda la información que había recibido la dejó desorientada.
—Y... ¿cómo está la niña? ¿Caroline?
—Pésima —él se sentó a su lado—. No sale de la cama, ni de casa; teme hacerlo. Ya no me abraza, ni me toca... Tolera mi presencia y confía en ella, pero mantiene su distancia, y eso me duele...
—Tienes que ser paciente con ella. Acaba de sobrevivir a algo terrible.
—Lo sé. Y lo intento ser. Pero como ya dije, me duele —su postura se encorvó y él apoyó los brazos en los muslos de su pierna—. Y... ver el rostro de ese maldito, muerto, me recordó demasiado al de mi padre. Había tanta sangre... ambos eran prácticamente irreconocibles —sintió a Helen masajear su espalda y algunas lágrimas se asomaron en sus ojos, amenazando con caer—. Yo no quería que todo terminara así. Yo no quería que ella creciera con las mismas pésimas memorias que yo, quería salvarla de eso. Pero no pude. Le fallé... Albert la hirió, le hizo cosas horribles y yo llegué muy tarde para salvarla. Ella tuvo un padre de mierda, al igual que yo y no pude evitar que mi historia se repitiera...
—Theodore, esto no es culpa tuya —su esposa lo detuvo. Podía ver reflejado en su semblante todo su arrepentimiento, odio, frustración y desprecio, y detestaba saber exactamente a quién se dirigía; no tan solo hacia el artista fallecido, como también a sí mismo—. Hiciste lo que pudiste por esa niña y por su madre.
—No fue suficiente... —él reclamó—. Debí haber estado allí.
—Theo.
—Ese día, yo debería haber llegado a su casa a las seis cuarenta —la cortó, ya llorando—. Pero llegué a las siente quince. Llegué t-tarde y por eso... por e-eso las dos fueron atacadas... si h-hubiera estado a-ahí... ¡Si no hubiera e-estado trabajando!...
Helen sabía que nada de lo que pudiera decir lograría cambiar el parecer de su terco, emocionalmente comprometido marido. Así que, en vez de intentar disuadirlo con palabras fútiles, lo jaló hacia su regazo, abrazándolo de lado. Dejó que sollozara cuanto quisiera, que se quejara cuanto quisiera, apoyándolo apenas con su presencia y su calor. Nada más que eso era necesario por el momento. Nada más sería útil.
Él reconocía el cariño que existía por detrás del gesto y por ello, lloró con el doble de fuerza, agarrándose a la tela del vestido de su mujer con desespero. Necesitaba prueba física de que ella realmente estaba allí, a su lado. A veces le costaba aceptar momentos así como parte de su realidad, porque la evolución de Helen aún era difícil de entender.
Desde el nacimiento de Nicholas, ambos habían logrado restaurar su relación al punto de volver a considerarse amigos cercanos. Él había pasado a ser más honesto y abierto; ella, más gentil y paciente. Ya no existía una tensión permanente entre ambos, ni la antigua desconfianza que los había separado en primer lugar.
Luego de años de total antipatía, aquel cambio les resultaba extraño.
—No sé cómo debo comportarme cerca de Caroline —él murmuró, luego de lograr detener sus lágrimas—. ¿Cómo puedo recuperar su cariño?
Helen contempló su pregunta con calma.
—No creo que exista una respuesta exacta. Pero, ¿si fuera tú? La trataría con el mismo amor y dulzura de siempre, e intentaría no mencionar lo que le pasó en lo absoluto.
—¿Debo ignorarlo entonces?
—No. Pero deja que ella decida qué decir al respecto y cuando decirlo. No le hagas preguntas innecesarias. Así como no te gusta hablar sobre su pasado, dudo que a ella le guste hacerlo también.
—Tienes razón —él le concedió, apartándose de su regazo—. Y... perdón por todo esto...
—No te disculpes —su esposa lo interrumpió—. Llorar es bueno para purificar el alma. Y la tuya claramente necesitaba una limpieza —Theodore se rio. Ella corrió una mano por su cabello sacudido—. Sé que en el pasado dije muchas veces lo contrario, pero eres un buen hombre, Ted. Y nada de esto es tu culpa. El único culpable ya está muerto.
—Quisiera poder creerlo.
—Salvaste a esa niña —Helen insistió—. Si no la hubieras encontrado, cosas mucho peores podrían haber pasado.
—Fue abusada. No hay nada peor que eso.
—Podría haber muerto —ella clarificó—. Y puede que yo no sea la mujer más empática del mundo, pero no quiero ni imaginar cómo tu amante se pondría si su única hija fuera encontrada muerta en un callejón cualquiera, luego de ser violada por ese maldito...
—No digas eso —el periodista frunció el ceño—. No pongas esa imagen en mi cabeza...
—Debo hacerlo, porque es lo que podría haber pasado. Es lo que les pasa a muchas mujeres ahí afuera. Tú evitaste que una tragedia bastante peor tomara lugar —ella tomó su mano y la apretó—. Así que no te odies por no haber podido hacer más. Con salvarle la vida, ya hiciste lo suficiente.
—Dudo que ella piense así.
—Pues el tiempo lo dirá.
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Creo que la canción del header no tan solo se aplica a Caroline, sino a Jane y Theodore también... Así que decidí ponerla. :c
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