𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟹𝟽
Merchant, 02 de enero de 1889
Antes mismo de salir de su casa, el señor Gauvain recibió una noticia que lo dejó desorientado por el resto del día.
Así como los otros directores de diarios más importante del país, él formaba parte del comité de prensa de Las Oficinas —la sede del gobierno en la capital— y recibía comunicados urgentes de la Casa de Gobierno así que algún evento importante para la nación ocurría. En otras palabras, él sabía de cualquier tragedia o milagro antes mismo que este fuera divulgado al público general a través del Diario Oficial. Ver entre su correo una carta con el sello morado del gobierno no era inusual. Abrirla y descubrir, a través de un corto telegrama, que el ministro de justicia había sufrido un accidente de tránsito grave y se encontraba entre la vida y la muerte, sí fue algo sorprendente.
—Me tengoph que irph —dijo con la boca llena, terminando su pastelillo con apuro y levantándose con un salto.
—¿A dónde? ¿Qué pasó?
—A laph imprentaph —aclaró antes de tragar—. Tengo noticias de última hora para hoy. El ministro Chassier está hospitalizado.
—¿Qué? —Helen bajó su vaso de jugo, anonadada.
—Su carruaje chocó contra la muralla de una casa abandonada en la noche de año nuevo. Se destrozó la pierna y nadie sabe si vivirá.
—Pobre hombre. Es tan joven...
—Y guapo —Eleonor añadió en voz baja.
—¿Crees que su esposa esté relacionada con ese accidente?
—¿La señorita Carrezio? No, no...
—Es Chassier ahora, y ¿seguro? ¿De veras no crees que es muy raro que esto pase justo después del escándalo que Chassier tuvo con su secretaria?
—Debe ser una coincidencia. Dudo que la señorita Carre... Chassier, sea la culpable.
—Papá, lo siento, pero creo que estoy de acuerdo con mamá... esto no huele bien. Es demasiado sospechoso.
—Bueno, lo sabremos en su debido tiempo —Theodore besó la cabeza de su esposa, de sus hijos, y luego la de su hija—. Ahora debo irme. El tiempo corre en contra mío.
—Suerte.
La respuesta de Helen fue lo último que escuchó, antes de salir disparado del comedor, agarrar su bolso, abrigo y sombrero, correr a la calle y subirse a un tranvía. Normalmente, hubiera pagado por los servicios de uno de los cocheros del establo comunal o se hubiera marchado al edificio de la Gaceta a pie, pero aquella mañana su rapidez era crucial y el trencillo —pese a su limitado espacio y sobrecarga de pasajeros— era la mejor opción para priorizarla.
Al llegar a la imprenta, pocos funcionarios lo recibieron. Como aún era bastante temprano, tan solo los linotipistas —que preferían organizar su espacio de trabajo en la quietud del alba— ya estaban por ahí. Les dijo buenos días con brevedad, trotó a su despacho y se puso a escribir, con caligrafía tosca y vocabulario elegante. Como la noticia que compartía era urgente, decidió que el titular de aquel día sería traspasado para el día siguiente. Hablaría con su equipo de redacción así que llegaran y les avisaría sobre el cambio, pero, por el momento, se limitó a entregarle el texto por él elaborado a los pajarillos madrugueros que movían los lingotes de los linotipos, silbando mientras trabajaban. Ellos eran, al final de cuentas, los responsables de organizar las letras y líneas que saldrían impresas en los ejemplares de su diario. Ellos eran los que debían enterarse de todo primero.
No mucho tiempo pasó y más funcionarios comenzaron a llegar. Entre ellos, su mensajero favorito, Henry.
—Necesito que me hagas un favor —le dijo, entregándole una nota al chico—. ¿Conoces la imprenta Onasina que está en Estex?
—Sí, sí. Usted ya me mandó allá un par de veces.
—Pues necesito que vayas de nuevo, ahora mismo. Tienes que entregarle esto al director. Diles que es un mensaje mío y te dejarán entrar.
—Sí señor.
—Toma, tu paga —le dio unas monedas, para incentivar su apuro—. Ahora ve.
Theodore sabía que los nativos, por ser completamente contrarios al gobierno, no eran incluidos en comité de prensa. Sabía también que no tenía el poder para incluirlos en el grupo, pero nada lo detenía de ayudarlos por sus propios medios, y eso hizo. Ellos debían enterarse del accidente del ministro también.
Luego de verificar la salida de Henry, volvió a concentrar su atención en sus demás funcionarios.
Generalmente, cada reportaje y artículo de la Gaceta era pensado, discutido y planeado con al menos tres días de anticipación. Cuando cosas graves ocurrían y un cambio de portada era necesario, el ciclo de maquetación a producción a venta era interrumpido, causando un alboroto tremendo en la imprenta. El señor Gauvain, en los momentos que prosiguieron el anuncio del cambio de titular, se sintió como el director de una escuela de simios salvajes; tal era el griterío.
No mentiría, le gustaba ser el regente absoluto del caos. Pero también se sentía sobrecargado por tantas preguntas, por tener que dar tantas órdenes, y tomar tantas decisiones importantes sin pensarlo con calma primero.
Cuándo el primer tiraje del día llegó a los quioscos de prensa del puerto, él soltó un suspiro aliviado y se encerró en su despacho, a tomar un descanso. La producción se había retrasado dos horas por culpa del repentino cambio de portada, pero lograron compartir las urgentes noticias del gobierno en el mismo día que fueron informados sobre ella y esto era lo más importante.
El resto de la tarde pasó con una lentitud insoportable. Estuvo tan ocupado trabajando que ni siquiera percibió que no había almorzado. Le pidió un favor más a uno de sus nuevos repartidores; que le llevara una nota a su esposa. En ella, le dijo a Helen que estaría preso ahí hasta las diez.
Esto no era totalmente cierto. A pesar de que sí, terminó saliendo de la Gaceta más tarde de lo habitual, mintió sobre la hora de su regreso para poder pasar un rato junto a Jane. Su presencia le traía paz y justo aquello era lo que necesitaba aquel día.
Llegó a su residencia en un momento oportuno; la actriz acababa de preparar la cena. Se sentó a comer junto a ella y Caroline, desapareciendo el contenido de su plato en un mero pestañeo. Ambas lo miraron con cierta preocupación, antes de preguntarle si se sentía bien.
—Excelente, ¿por?
—Tus manos —Jane las señaló—. Están temblando.
Él las miró, sorprendido.
—Bebí mucho café hoy... de seguro es por eso.
—¿Almorzaste?
No alcanzó a escuchar la pregunta.
—¿Qué?
—¿Comiste algo?
—Desayuné... pero después de eso no tuve tiempo de...
—Theodore, son casi las ocho.
—Lo sé.
Ella le sirvió más sopa y se levantó a buscar un trozo de pan.
—Come —exigió con una voz austera.
Ante su reproche él no pudo evitar retorcer su rostro en una mueca aprensiva, haciendo con que Caroline se riera de su temor.
—Supongo que es mejor hacerle caso, ¿no? —bromeó, metiendo su cuchara en la boca.
La chica amplió su sonrisa por un instante, pero terminó escondiéndola por completo con el regreso de su madre. El periodista le agradeció por alimentarlo, con timidez. Luego, cambió el asunto para evitar ser aún más criticado, prosiguiendo con la conversación con evidente charlatanismo.
Jane no se dejó impresionar por su estrategia y lo confrontó así que Caroline se excusó de la mesa, yendo a su habitación a estudiar. Si de veras lo hizo por ser responsable o porque simplemente quería huir de aquella incomoda tensión, ninguno de los dos adultos logró determinar.
—Tienes que cuidarte más.
—Yo me cuido.
—No comiste nada desde el desayuno, Theo.
—Ya te lo dije, no tuve tiempo. Pasé todo el día caminando de un lado a otro, solucionando problema tras problema...
—Podrías haber tomado un descanso de cinco minutos, ido afuera y comprado algo para comer. Tus funcionarios lo hubieran entendido.
—Estaba ocupado —insistió, comenzando a frustrarse—. La línea de producción se retrasó dos horas, nuestros diarios llegaron a los quioscos tarde, más encima uno de nuestros linotipos se averió y tuvimos que arreglarlo ahí mismo... fue un día agotador, en todos los sentidos... y agradecería bastante si no empeoraras con una puta pelea innecesaria.
—No estoy peleando contigo —ella contestó, con la misma frialdad por él expresada—. Solo estoy preocupada. Lo siento si eso te molesta —removió los platos de la mesa y los llevó a la cocina.
Theodore respiró hondo, recogió lo que faltaba de la loza y la siguió, cojeando.
—Jane... —ni un minuto se pasó y ya se sentía culpable por su crudeza—. Perdón. No quería... —dejó los objetos a un lado del lavabo—. No quería ofenderte, de verdad. Solo estoy estresado... Pero sé que no tienes culpa por eso y que no tienes por qué tolerar mi mal humor, mucho menos en tu casa. Discúlpame.
—Solo quiero que te cuides.
—Lo sé... —la abrazó por la espalda, mientras ella comenzaba a enjuagar todo—. Y supongo que debería agradecerte por eso, no irritarme.
—¿Supones?
Él volvió a inhalar una bocanada de aire y apoyó su mentón sobre su hombro.
—Sé que debería hacerlo —murmuró—. Y ahora que lo pienso, ni siquiera te deseé feliz año nuevo cuando llegué... así que perdón. De nuevo.
La actriz sacudió la cabeza y dejó que la esponja que sostenía se escapara de sus manos. Devolvió el plato que limpiaba al lavabo y se giró hacia el periodista, llevando sus dedos mojados hacia su cuello y jalándolo a un beso inesperado.
—Tu trabajo no es más importante que tu salud —murmuró, al despegarse de su boca—. ¿Crees que no noté que estás cojeando también?
—Es mi rodilla...
—Lo sé. A meses te escucho reclamar de ella, pero no te veo ir a un médico. Y tienes el dinero para hacerlo, lo que me enfurece aún más.
—Pero no quiero... sabes que detesto a los hospitales y no pienso tener a un extraño examinándome en mi casa.
—Excusas, excusas —lo soltó.
—¿Si fuera a un doctor, dejarías te estar tan molesta conmigo?
—Ya te dije que no estoy molesta, estoy preocupada —lo miró a los ojos e inclinó la cabeza, agravando su seriedad—. Todas las veces que te veo sufrir me duele. Porque te amo y verte así de débil y exhausto es una tortura. ¿Cómo te sentirías tú, si me vieras hacer una mueca con cada paso que doy? ¿Si me vieras con ojeras profundas, la postura encorvada y las manos temblorosas? ¿Si me vieras parar de comer?...
—Me preocuparía.
—Exacto.
Él estiró sus labios en una línea recta y bajó la mirada, pensando en alguna manera de escapar del enfrentamiento. Era incapaz de mentirle para recobrar su paz, por lo que decirle que buscaría un médico cuando en realidad los evitaría como la plaga no era una opción. No podía ser rudo y negarse a recibir atención médica tampoco, porque ahí sí que ella perdería el control sobre su paciencia y lo echaría de su casa.
—¿Me acompañarías entonces? —volvió a conectar sus ojos—. Suena patético y cobarde cuando lo digo en voz alta, pero no quiero ir solo. La última vez que pisé en un hospital casi pierdo a Helen... Sin hablar de lo mucho que ese tipo de lugar me recuerda a mi hermano...
—Iré contigo —lo cortó—. Si así te logro convencer, lo haré.
Él asintió, pese a su inquietud.
—Mañana visitaré al Centro Clínico Edward Jenner y pediré una hora para el viernes, si es que la tienen. Iría al Marcel Meyer, porque está más cerca, pero ahí me conocen y conocen a mi esposa, así que prefiero evitar cualquier escándalo... ¿Estarás ocupada ese día?
—Reorganizaré mis horarios si es que debo —ella aseguró, sin calentarse la cabeza—. Solo mándame una nota y avísame a qué horas nos juntamos para ir allá.
—Haré que Henry venga a verte así que tenga todos los datos.
Los dos se miraron en silencio por unos segundos, terminando su conversación por pensamiento. El brillo acuoso en los ojos del periodista y la ligera curva en las cejas de la actriz evidenciaron todos los sentimientos que no podían vocalizar.
De pronto, él cerró la distancia entre ambos. La volvió a abrazar, ahora dejando que el peso de su figura cayera sobre ella. Algunas lágrimas descendieron por su rostro, pero no eran por su tristeza, sino por su estrés. Entre cuidar a Helen, sus hijos, mantener un ojo sobre Bernard, gestionar su negocio, temer constantemente por su seguridad, ayudar a todos sus conocidos e importarse por el bienestar de sus amigos más queridos, casi no tenía tiempo para pensar en sí mismo. Solo al lado de Jane podía deshacerse de su armadura y ser el hombre frágil, emotivo e imperfecto que era. Solo con ella, lograba ser tan genuino al punto de parecer cruel.
—Lo siento... no quise venir aquí para discutir contigo —repitió, plantándole un beso en la clavícula.
—Lo sé —ella contestó, corriendo sus dedos por su cabellera.
Ambos terminaron encerrándose en la habitación de la dama minutos después, a descansar sobre su colchón. Caroline continuó en su cuarto, leyendo y escribiendo en su cómoda soledad, mientras ellos intercambiaban caricias inocentes en completo silencio. A veces, la mejor respuesta para una pelea conyugal es aceptar la quietud y dejar que su intimidad sane cualquier herida residual. No necesitaban largas declaraciones de amor y de lealtad, o promesas falsas dichas apenas para apaciguar los ánimos. Tan solo tener la presencia uno del otro ya era suficiente reafirmación de que todo terminaría bien.
Cuando fue hora de regresar a su hogar, Theodore le dio cuerda a la caja de música que le había regalado a su amada, la besó una última vez y le informó que regresaría el día siguiente, cuando estuviera menos volátil y dolorido, a recuperar el tiempo perdido.
—Te estaré esperando —ella le sonrió, con dulzura.
Él replicó el gesto, pero no con la misma liviandad. Tal vez mañaña, aquello sería posible. Tendría que esperar y ver.
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