𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟹𝟻
Merchant, 24 de diciembre de 1888
A diferencia de los países e imperios europeos que habían colonizado, esclavizado y saqueado a las Islas de Gainsboro, en navidad las temperaturas del archipiélago eran infernales.
La imprenta no abría en días festivos como aquel, por lo que Theodore había sido condenado a pasar la fecha en su hirviente y mal ventilada casa, dónde todo sentido de etiqueta y modestia había sido olvidado gracias a la ola de calor.
Eleonor y su mejor amiga, Emma, se habían abierto los primeros botones de la camisa, doblado las mangas hasta los codos y sacado los zapatos, en un intento de refrescarse. Ambas estaban sentadas en la mesa del patio, charlando en la sombra del gazebo, mientras Lawrence y sus amigos corrían alrededor, declarándose la guerra con algunas botellas de vidrio, llenas de agua. Los pilluelos se habían desvestido de la cintura hacia arriba. Sudaban tanto al jugar, que aquella había sido la opción más sabia para no estropear sus ropas. Helen, en otros tiempos, hubiera reclamado de su falta de pudor, pero en ese momento se sentía tan sofocada por el clima que contemplaba seriamente unírseles.
—La próxima navidad la deberíamos pasar en el norte. Dios sabe que detesto hablar Galagne y francés, pero haré lo que sea para escapar de este calor.
—Levon sería un buen lugar para visitar, porque el viento es frío y corre todo el día... Ya Carcosa es peor que aquí. Un horno —Theodore se secó la frente—. Me siento más cocido que el pavo que comeremos en la cena.
Con una cara pensativa, la señora Gauvain llevó una mano al rostro del bebé que sostenía y levantó los ojos hacia su otro hijo.
—¡Laurie!
—¿Sí?
—¡Refréscanos un poco! —exclamó antes de sonreír.
—¿Segura?
Ella asintió y el niño sacudió su botella por el aire, mojándolos a todos. Eleonor, sorprendida por la súbita lluvia, dio un salto atrás y lo miró con irritación.
—¡LAWRENCE!
—¡Fue una orden de mamá! —Se encogió de hombros y corrió, mientras los demás se reían.
El señor Gauvain soltó una carcajada áspera, pulmonar, al ver la cara indignada y traicionada de su hija mayor. Y durante el resto del día, no pudo contener su sonrisa cada vez que se acordaba de aquella interacción.
—Deberíamos tomar una siesta ahora. De lo contrario pasaremos toda la noche con sueño —Helen lo despertó de sus contemplaciones con su sugerencia, mientras dejaban a Nicholas en su cuna, bajo el cuidado de una de sus mucamas.
A aquel punto, ya era de tarde.
—¿Quiénes vendrán a la cena?
—Tu hermano, Régine, los niños, los Hampton, los Fouché...
—¿Los invitaste a todos?... Sí, definitivamente tenemos que descansar —Theodore hizo una seña hacia el pasillo.
Los dos entraron a sus aposentos, se recostaron y se quedaron dormidos en pocos minutos. Cuidar a un bebé, a su edad, era una tarea agotadora. Cualquier oportunidad de plegar un ojo era bienvenida y aprovechada.
Pero lamentablemente, la cabeza del señor Gauvain no logró serenar. Tuvo una pesadilla horrenda, que lo hizo despertarse con la garganta estrecha y el corazón galopando. Las escenas que su imaginación había conjurado eran bárbaras, inexplicables.
Se vio a sí mismo fuera de su cuerpo —como si fuera apenas un testigo de sus propias acciones y no el propulsor de ellas—, parado cerca del lago Colburgue. Estaba rodeado por una muchedumbre de soldados, civiles y prisioneros —cuyas ropas anticuadas dejaban a entender que no existían en su actual siglo, sino en el anterior—. Con voz augusta, imponente, su yo del pasado les ordenó a los oficiales que lanzaran dichos reos al oleaje a su frente, y que los dejaran ahogarse en las profundidades del lago, sin tenerles piedad alguna.
Entre el grupo de condenados vio a dos rostros familiares; Eleonor y Charles, quienes miraban al agua con ojos asustados, tomados de las manos. Uno de los soldados los intentó separar a la fuerza, pero la pareja protestó y se negó a hacerlo, queriendo morir juntos. La conmoción hizo al reflejo del señor Gauvain acercarse al dúo, con los brazos cruzados y el rostro esculpido por una sonrisa macabra.
—¡Pero que linda pareja tenemos aquí! —su aire fanfarrón fue remojado de maldad.
—¡Es mi marido, señor! —ella rogó—. ¡Por favor, déjeme estar a su lado hasta el fin!
Theodore los ojeó de arriba abajo, poco impresionado por su angustia.
—¿Es ese su último deseo?
—¡Por favor!
Se volteó entonces a su edecán.
—Que se cumpla, entonces. ¡Tiren a esos rebeldes al agua! ¡Ahora! —les dio la espalda—. ¡Y que empiece la boda republicana!
En el sueño, él había ignorado los gritos desesperados de la pareja y caminado hacia un suboficial, a indagarle algo sobre los prisioneros capturados. No se había importado por la agonía de ambos en lo absoluto, ni se había quedado a ver cómo se ahogaban; cómo su juventud era intercambiada por burbujas diminutas y sus voces, tragadas por el rugir del viento. Se apartó de la brutal escena sin demostrar el mínimo arrepentimiento por sus acciones.
Percibir su propia indiferencia lo hirió al punto de despertarlo. Jadeante, se sentó en el eje de su cama e intentó recobrar su serenidad.
Se sentía enfermizo y mareado. Culpable, por un crimen que ni había cometido. Confundido, por haber tenido una pesadilla tan inusual y cruel.
—Joder... —con manos temblorosas se sirvió un vaso de agua, por poco botando la jarra al piso.
Pasó un tiempo mirando al vacío, apenas tratando de controlar su angustia. Pero luego de refrescar sus pensamientos salió de la habitación, a revisar si sus hijos seguían sanos y salvos.
Nicholas aún dormía arriba, con una calma envidiable. Lawrence continuaba abajo, divirtiéndose, pero sus amigos se habían ido con la llegada de sus primos, y ahora los tres jugaban a las canicas en el porche. Ya Eleonor estaba en el sofá, sentada junto a Emma, charlando para pasar el rato. Nada fuera de lo ordinario había ocurrido. Todo estaba normal, todo estaba como siempre.
—Papá, ¿estás bien? —la chica se levantó de su asiento, al verlo llegar—. Te ves un poco... Desajustado.
—Estaba durmiendo —se explicó, corriendo una mano por su cabello despeinado—. Perdón, señorita Hampton, por aparecerme por aquí abajo en semejante estado... No estaba pensando con claridad cuando me desperté.
—No se preocupe, señor. Pero, ¿de veras se siente bien?
—Sí, no se preocupe. Solo tuve una pesadilla algo extraña... no es nada demasiado preocupante. —cruzó los brazos y bajó la mirada—. Perdón por interrumpir su conversación, no era mi intención hacerlo. Solo vine aquí a certificarme de que todos estaban bien. Y ahora que lo he hecho, ehm... —apuntó a las escaleras. — Me retiro. Con su permiso.
Su despedida fue rara y su desespero por escaparse de la sala aún más. Eleonor, al verlo huir, intercambió una mirada preocupada con Emma y no necesitó decirle nada antes de salir disparada del sofá a seguirlo, logrando alcanzarlo en la cima de las escaleras.
—Papá...
—¿Hm?
—¿En serio estás bien?
Él tragó en seco. Ver al rostro de su hija de cerca le recordó a la expresión de terror que ella había portado en su pesadilla y trajo de vuelta su horrendo malestar. Corriendo una mano por su sudorosa frente, él respiró hondo y le dijo, con un tono cansado:
—No te preocupes por mí. Como dije... solo tuve una pesadilla molesta, pero todo está bien.
—¿Seguro?
—Agradezco tu preocupación, pero sí. Ahora vuelve abajo a conversar con la señorita Hampton, que no es apropiado dejar a las visitas sin acompañamiento en nuestra propia casa.
—Ella viene aquí a tantos años que ya ni cuenta como visita, es parte de la familia. Y estaba tan preocupada por ti como yo, debo resaltar.
—Pues asegúrale que su recelo no es necesario. Me siento bien.
Aquella afirmación era bastante lejana a la realidad, pues se sentía pésimo, pero no quería admitirlo en voz alta y mucho menos tener que explicarle a Eleonor todo lo que se había imaginado aquella tarde. Dichos recuerdos eran demasiado macabros para ser compartidos en voz alta.
—Está bien... fingiré que te creo —para su alivio ella desistió de interrogarlo, volviendo a bajar por los peldaños con una sacudida decepcionada de su cabeza.
Él —ignorando la culpa que sintió al mentirle— regresó a sus aposentos con apuro, a recoger la ropa que vestiría durante la noche. Tenía que ir a asearse ahora para darle tiempo a su mujer de hacer lo mismo.
Dejando a Helen dormir un poco más, agarró sus pertenencias y corrió al baño, a hundir su ansiedad y arrepentimiento bajo la espuma del jabón y del agua de la tina.
Se limpió el cuerpo y el alma, trató de calmarse y se emperifolló. Al mirarse al espejo nuevamente, suspiró al percibir que había recuperado parte de su compostura. Ya no se veía como un vago cualquiera, cubierto de saliva, con el cabello sacudido y la camisa arrugada. Ahora sí parecía un jefe de familia decente.
Más arreglado y limpio, él volvió a la sala.
—¿Se siente mejor, señor? —Emma preguntó, al verlo llegar.
—Bastante —su respuesta fue concisa, pero educada—. ¿Sus padres a qué horas vendrán?
—A las ocho, como la señora Helen lo indicó.
—¿Y qué horas son?
—Las seis.
—De acuerdo... Aún tengo bastante tiempo que gastar. Con su permiso —se fue entonces a la puerta que daba al porche, queriendo darles a las jóvenes su debida privacidad—. Buenas tardes, caballeros.
Sus sobrinos y su hijo subieron la vista.
—¡Tío Theo!
—Hola, hola —sonrió—. ¿Dónde están sus padres, eh?
—Dijeron que llegarían a las ocho.
—¿Y entonces qué hacen ustedes aquí?
—Yo los fui a buscar —Lawrence, el mayor del grupo, los defendió—. No quería quedarme solo aquí en la casa. Perdón por no avisar.
—Ninguna disculpa es necesaria. Me alegra que los tres pasen tiempo juntos —Theodore cruzó los brazos—. Pero tú deberías ir a arreglarte. Mira lo bien que Harry y Herb están vestidos.
—Se están muriendo de calor —su hijo argumentó—. Pronto se convertirán en una poza de agua.
—¿Hagamos un acuerdo entonces? —el periodista tuvo una idea para convencerlo—. Si te vas a poner una camisa y corbatín ahora, dejaré que todos pasen la noche sin su chaqueta.
Su hijo entrecerró los ojos.
—Eso los beneficiaría más a ellos que a mí.
—Sí, pero lamentablemente no tienes otra opción a no ser aceptar lo que yo digo —Theodore contestó con un aire soberano, sonriendo.
—Ugh. De acuerdo —el niño se levantó, y así que pasó corriendo por su padre, sus primos reposicionaron las canicas para que el juego estuviera a su favor.
El señor Gauvain no les dijo nada, apenas se rio y volvió al segundo piso, a despertar a su esposa. Helen, más somnolienta por naturaleza que él mismo, se giró sobre el colchón y le pidió que la dejara dormir por cinco minutos más.
—Voy a prepararte un baño, entonces —respondió, ya acostumbrado a su flojera.
Llenó la tina con agua caliente y con lociones. Aromatizó el líquido con unas gotas de perfume de lavanda, sabiendo que a ella le gustaba el olor. Separó una toalla y un jabón nuevo. Regresó a su habitación e intentó despertarla nuevamente.
—¿Qué horas son?
—Casi las siete. La mesa ya está armada y la cena casi lista. Yo, Eleonor, Lawrence y Nicholas ya estamos vestidos, solo falta tú.
—Ugh... —ella se sentó y llevó una mano a la cabeza.
—¿Estás bien?
—Creo que tendré una migraña.
—¿Quieres que te haga un té de sauce? Generalmente ayuda.
—Por favor —Helen se levantó, apoyándose en él para mantener el equilibrio.
—¿Al menos lograste descansar un poco?
—No tanto como desearía —se rio—. Por mí, me quedaría durmiendo por el resto del día. No me siento muy bien.
—Si quieres, puedes hacerlo.
—Pff, claro.
—Hablo en serio. Yo me puedo encargar de los invitados y explicarles que te sientes indispuesta.
—Es una cena navideña, Ted. Sería una desdicha si yo no apareciera para al menos saludarlos.
—Pues prefiero ofenderlos a verte desmayar de dolor.
—Estaré bien —ella finalizó el tema—. Ahora ve abajo y espérame... Pronto los acompañaré.
—Como prefieras —el periodista se dio por vencido—. Pero si te sientes mal en cualquier momento...
—Te avisaré.
Theodore, pese a su aprensión, se obligó a asentir y a dejarla a solas. Sentía que algo la incomodaba y que su dolor no se debía apenas a algo físico. Había visto en sus ojos una tristeza incompatible con su humor de la mañana. Probablemente había tenido alguna pesadilla, tal como él. Y aunque no lo supiera, su teoría era correcta; Helen había recordado, vívidamente, el día en que se enteró del colapso mental de Raoul.
Se sintió pésima durante el sueño, pero despertarse y saber que él ya no vivía apenas empeoró su decepción. Lamentaba no haber podido detener su caída. Se remordía por haber ignorado su existencia en los años siguientes. Le había escrito, claro, pero la montaña de tinteros que había secado en palabras simples no reemplazaría jamás las conversaciones que podrían haber tenido, frente a frente. Él permaneció encerrado en las blancas paredes del hospital y ella, escondida tras los coloridos tapices de su casa. Esto no podía ser cambiado, apenas aceptado.
Limpiándose las lágrimas, la mujer empujó su melancolía a un lado y se levantó. Agarró las ropas que había separado para la cena en la mañana y se dirigió al baño. Sonrió, al ver que su marido ya le había preparado la tina. Cerró la puerta, dejó las prendas a un lado, se desvistió y entró al agua.
Luego de asearse, permaneció algunos minutos reposando contra la bañera, con la cabeza volteada al techo y los ojos cerrados. Queriendo borrar de su mente la memoria de aquel terrible día, se acordó de otro, más valioso y cálido. Una de las últimas veces que había visto a Raoul en persona.
Ella y Theodore habían viajado a Carcosa, a anunciar su nuevo embarazo al resto de la familia Gauvain. El evento había coincido con el cumpleaños de su marido; en ese entonces tenía treinta.
—¡No necesitaban traerme regalos! —Raoul les sonrió al abrir la puerta de su hogar, pero aceptó los obsequios de igual manera.
La época de su visita había sido la última realmente positiva en la vida de aquel hombre. Para ese entonces, ya había logrado dejar su trabajo de deshollinador por el de escribano y ofrecía sus servicios a un prestamista adinerado de la capital, que tenía estrechos contactos con el Banco Central. Su sueldo había triplicado y —luego de años de dura batalla— había conseguido comprarse una casa lejos del empobrecido barrio inglés.
—¡Debemos celebrar tus logros! ¡No es todos los días que te mudas al elegante distrito de Biévres! —Theodore bromeó, dándole unas palmaditas al hombro.
—Y es por ello que también trajimos champaña —Helen le sonrió, feliz de verlo nuevamente.
Pese a ser el hermano de su marido, Raoul le escribía con más frecuencia a ella que al anterior. Ambos tenían un carácter parecido, opiniones con el mismo filo y compartían las mismas preocupaciones. Incluso se podía decir que se llevaban mejor entre ellos, que con él.
—¿Es un "Mirac Brut"? —Raoul leyó la inscripción, sorprendido—. ¡Pero estos son carísimos!
—Sabes que a mí me gustan las cosas caras.
—Para la decepción de Theo. Este tacaño ahorraría hasta en su propio funeral si fuera posible.
—¡Hey!
—¡Es verdad! —el más viejo del trío se rio, antes de llevar a mirada a Helen—. Gracias —dejó todas las ofrendas sobre un mueble cercano y le abrió sus brazos, cariñoso. Ella, aunque girando los ojos, lo aceptó—. Es bueno verte... Te he extrañado.
En realidad, él no había dicho aquella última parte, pero a la señora Gauvain le resultaba agradable imaginar que sí. Con un sabor agridulce en la boca, se encogió en la bañera y volvió a llorar. No sabía si de veras él la había extrañado en ese entonces, pero ella sí lo hacía ahora. El hueco que su ausencia había dejado en su corazón jamás podría ser reparado del todo. Nunca dejaría de sufrir por su partida. Y la cena de la noche lo comprobó. Fue repleta de risas y de bromas, pero ella no logró reírse tan fuerte como quería, ni comportarse con el mismo carisma que últimamente demostraba.
Theodore rellenó su falta de entusiasmo con su propio buen humor, entreteniendo a los invitados en su lugar. Helen apreció el gesto. Porque lo único que quería en aquel momento era poder regresar a su cama y dormir para olvidar.
Después de comer los presentes se fueron a la sala, a seguir conversando hasta la medianoche. Como de costumbre, tendrían una oración a las doce y los invitados se marcharían un poco antes de las una de la mañana. Como todos vivían en el mismo vecindario, podían tomar semejante riesgo sin temer a robos o secuestros.
—Parece que tienen sueño —el señor Gauvain le murmuró a su esposa, señalando con discreción a Lawrence, sus sobrinos, y la hija menor de los Hampton—. Deberíamos llevarlos arriba, a que descansen un poco.
—Que los niños se queden en nuestra habitación y Judith en la de Laurie. No sería bueno que todos compartieran la misma cama.
—Helen, ella tiene doce.
—Aun así, es una señorita —le dijo con cierto aire de reproche—. Si fuera Eleonor, no dejarías que durmiera al lado de tres muchachos.
—Buen punto —dejó su copa de vino sobre una mesita cercana—. Le pediré ayuda a Bernie para cargarlos. En unos minutos más vuelvo.
Para su alivio, su hermano no fue el único que le terminó prestando una mano extra. El señor Hampton y el señor Fouché también. Así, pudieron hacer un único viaje al segundo piso con los niños, y regresar abajo sin demora. Theodore, al pasar por su propia habitación, decidió usar la oportunidad para recoger uno de los regalos que le había preparado a su esposa, al que creyó ayudaría a subirle los ánimos.
—Helen, ¿me acompañas a la cocina?
—¿Para?
Él no le contestó. Por su rostro apenas, ella entendió el porqué; quería conversar a solas. Dejó a Nicholas con Régine —quien se había encariñado bastante de su nuevo sobrino— y le extendió su mano a su marido, dejándose ser llevada lejos del público.
—Quiero darte algo, pero necesitaba privacidad para que lo recibieras —el periodista se explicó, al salir de la casa. No fueron a la cocina en lo absoluto, aquello apenas había sido una coartada. Prefirieron la oscuridad discreta del porche—. Es algo que traje de mi último viaje a Carcosa... —le estiró un paquete rectangular, atado con cordeles de yute, que había estado sosteniendo—. Los del hospital me entregaron una caja con algunas pertenencias de Raoul... Cosas que ellos le permitían tener dentro de su habitación. Yo la había dejado cerrada y sin tocar, en mi equipaje, por meses, porque simplemente no podía mirarla... pero esta última semana tuve el coraje de hacerlo. Y encontré esto.
—Ted...
—Es un cuaderno de dibujos —continuó hablando—. Aparentemente, uno de los tratamientos que el hospital proponía era el estudio de las artes y él tomó algunas clases de ilustración, antes de... ya sabes... perder su sanidad —tragó en seco—. Te compré otro regalo y está en la sala, pero... Sentí que esto debía ser tuyo primero. Que es importante que lo tengas contigo. Al final, Raoul era mi hermano, pero también era tu mejor amigo. Y sé que perderlo te afectó, mucho... A lo mejor esto te pueda ayudar a superar su pérdida, o al menos, aceptarla.
—Soñé con él hoy —ella confesó, ya conmocionada—. Y no he parado de pensar en él en todo el día. Es la primera navidad que pasamos sabiendo que él... —se detuvo—. Es la primera navidad en la que él ya no está.
Al oír el temblor en su voz, el señor Gauvain hizo una mueca.
—Este debe ser el peor momento que elegí para mostrarte esto, ¿no?
—No —lo interrumpió—. Es el mejor.
Y como si quisiera demostrarle su sinceridad, Helen abrió el regalo. Adentro encontró lo prometido; una libreta de cuero pequeña, llena de papeles sueltos, rayada en todo espacio disponible. Lo que más la sorprendió no obstante no fue el incuestionable talento de Raoul, sino que el primer boceto por él realizado —o al menos, el que había decidido exponer en la primera de las 150 hojas del cuaderno— usaba como modelo a ella misma.
Soltó algunos gimoteos suaves para no sollozar con todo su pulmón, y llevó una mano a la boca para silenciarse lo máximo posible. El señor Gauvain, comprendiendo su reacción, la jaló a un abrazo apretado, que duró lo suficiente para que ella se pudiera recomponer.
—Gracias... —Helen le dijo, al apartarse—. Esto significa mucho para mí.
—Lo sé. Y es por eso que puedes quedarte por aquí para ojear sus dibujos, por el tiempo que quieras.
—Pero los invitados...
—Me encargaré de ellos —el periodista le sonrió—. Cálmate, respira un poco, revisa los dibujos y vuelve a la sala cuando estés lista.
—Gracias —repitió, ahora espejando su sonrisa.
Theodore se marchó, pero su presencia quedó marcada en el recinto, flotando en el aire junto al olor amaderado de su perfume. Helen, tomada de sorpresa por su súbita amabilidad, sostuvo las centenas de hojas rayadas entre sus manos con una expresión incierta, atascada entre profundo dolor e inexplicable admiración.
Lo que él acababa de hacer iba más allá de dar un obsequio cualquiera, más allá de un pedido de disculpas superficial o un intento de tregua que no duraría más que algunos días. Había sido bondadoso por libre y espontánea voluntad, sin pedir nada a cambio o esperar cualquier tipo de retribución. Había sido gentil con genuinidad. Y por ello, por primera vez en mucho tiempo, ella logró afirmar que lo amaba.
Esta revelación obviamente la asustó. No podía creer que tal sentimiento hubiera regresado luego de tantos conflictos y dificultades, mucho menos gracias a una conversación tan corta y simple. Pero, aunque las palabras hubieran sido escasas la importancia del gesto fue conmovedora. Se volvió el principal motivo del renacer de su cariño.
Sabía que, si hubiera estado en la posición de su marido, no hubiera sido capaz de entregarle una posesión tan preciada de Raoul. Sus manos no podrían haberse despegado de aquella sagrada libreta, no por deseo propio. Que él lo hubiera hecho, con tanta calma y compresión, también despertó en ella algo más que su olvidada pasión; su deseo de ser una mejor persona.
Si era sincera, ella nunca había sido capaz de comprender el interés de Theodore por la vida de los demás, ni su necesidad de velar por el bienestar ajeno. Durante años intentó cambiar estas cualidades y moldearlo a sus gustos, transformándolo en un hombre distante, flemático y altanero —un ser bastante distinto al muchacho del que se había enamorado—.
Ver que él no se había echado a perder luego de ser envenenado una y otra vez por su propia soberbia, la dejó orgullosa de él. A la vez, la hizo contemplar si él realmente debía seguir a su lado.
Lo amaba, pero lo había maltratado como marido. Lo amaba, pero no con la misma incondicionalidad que él le demostraba. Lo amaba, pero sus personalidades no eran compatibles. Lo amaba, pero no sabía cómo demostrarle aquel amor después de equivocarse tantas veces.
Con los ojos acuosos y los labios temblando por su melancolía, miró a las ilustraciones que sostenía con cariño. Estaba feliz por haber recuperado al menos una parte de su mejor amigo. Triste, por saber que él era otro espíritu más al que su podrido carácter había perjudicado.
—Lo cuidaré por ti —ella le murmuró a la libreta, como si le estuviera hablando directamente a su dueño—. Amabas a Teddy más que a tu propia vida. Hiciste de todo para que él tuviera la comodidad que tú no tuviste... Perdiste tu sanidad para que él mantuviera la suya —pestañeó, afirmando su agarre en el cuaderno—. Pero ahora puedes estar en paz, Raoul... Yo lo protegeré. Le daré todo el amor que no le pude entregar durante todos estos años... Seré la esposa que él merece tener. Lo juro —besó una de las hojas—. Ahora descansa, cariño... Tu trabajo ya está hecho.
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