𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟹𝟶
Merchant, 06 de diciembre de 1888
Los últimos meses pasaron en una inusual tranquilidad. El señor Gauvain dejó su vida pública para cuidar de la privada, trabajando a solas en la discreta comodidad de su hogar.
Dejó que su hermano Bernard se encargara de dirigir la Gaceta mientras él cuidaba de su esposa, y esperaba por el nacimiento de su hijo más nuevo. Dejó que su equipo de redacción se encargara de los nuevos titulares, artículos y columnas de opinión del diario, dándoles tiempo de sobra para brillar por cuenta propia, así como la libertad para hacerlo. Y se permitió ignorar los problemas e injusticias de su ciudad, al menos por un puñado de semanas. Helen se volvió su prioridad.
Pero es importante destacar que si bien no publicó nada en aquel periodo de descanso, Theodore jamás dejó de escribir. Y su nuevo proyecto en cuestión —desconocido por todos sus parientes cercanos— fue una novela de ficción, en la criticaba las condiciones de vida en la capital, específicamente en el lugar dónde había crecido, el barrio inglés. Para escribirla y editarla, contó con la ayuda esencial de Jane. Y remarcaba que había sido esencial, porque ella, pese a jamás haber visitado el área, sí sabía por experiencia propia lo que significaba vivir en tugurios y casuchas similares, sin comodidades, recursos y esperanza. Entendía el tipo de sufrimiento y de dificultades que él había superado. Por ello, fue capaz de auxiliarlo en su meta de mezclar sus vivencias con su imaginación, tejiendo una narrativa ficticia, pero verosímil y coherente. Ella lo había ayudado a capturar todos los conceptos abstractos que flotaban por su mente y les había dado forma, de la exacta manera en la que él quería. Y —conforme lo demandando por su esposa— el periodista determinó que su amante debía recibir el crédito debido, así que el libro —llamado "En el Margen del Mundo"— fuera publicado.
En un inicio, Jane se negó en aceptar cualquier mención. Pero él insistió tanto en el tema que al final, ella se vio sin otra opción a no ser concordar con su demanda. Como seudónimo, escogió el nombre de la madre de Theodore, Leónie. Y su apellido vino de su propio tío —quien la había acogido y adoptado cuando niña—, Grant. Aquella identidad sería la que usaría por el resto de su vida, cuando trabajando junto a él: Leónie Grant, su editora.
Esta aproximación hizo con que de a poco las noches de amor que a años compartían se transformasen en madrugadas de intensa lectura y de debate, de revisión de texto y de reestructuración de párrafos. Ninguno de los dos se molestó por el cambio, ni se inclinaron a cuestionarlo; el cariño entre ambos seguía presente, así como el placer por lo que hacían. A veces se entregaban a besos y caricias, pero la pasión había sido puesta de lado por el profesionalismo. Querían compartir aquella historia con todos y querían que fuera bien escrita. Podían retomar el carácter sexual de su relación después, esta obra era más importante que un simple orgasmo.
Helen, por su parte, desconfiaba de que su esposo estaba tramando algo, pero no tenía suficiente evidencia para acusarlo de nada, ni la motivación para hacerlo. Lo veía escribir durante el día con una velocidad energética, salir de su casa por la noche con una bolsa de cuero repleta de hojas, y volver por la mañana física y mentalmente agotado, a dormir en su cama por un par de horas antes de levantarse y repetir dicho proceso, una y otra vez. Al menos cuatro de los siete días de la semana, este era su ritmo de trabajo. Los otros tres, sin embargo, él los pasaba a su lado, conversando y riéndose junto a ella, en un intento de reparar de a poco la relación que ambos habían destruido.
Su cambio de actitud respecto a su matrimonio, o mejor dicho, respecto a la amistad que existía detrás de dicho matrimonio, era notorio. Había comenzado a realizar gestos y decir cosas que encariñaron, tanto como confundieron, a la señora Gauvain. En las pocas veces que dejó su casa para visitar la Gaceta, él le trajo dulces de su confitería favorita. Luego de oírla reclamar del dolor e inflamación en sus talones, comenzó a masajearle los pies cada noche. Volvió a sostener su brazo en paseos familiares. Volvió a charlar cómodamente con ella, con la misma genuinidad y franqueza expresada en su juventud. Claro que ya no era un enamorado irreprochable —y dudaba que volviera a serlo, después de todo lo que habían atravesado juntos—, pero se convirtió de nuevo en su compañero, y eso para Helen le era más que suficiente.
Gracias a dicho cambio de comportamiento, ella también había comenzado a transformarse. Prefería pasar más horas en casa, con su familia, que tomando el té con sus amigas. Disfrutaba el convivir más con sus hijos. Se reía de los chistes de sus empleadas y con frecuencia dejaba de lado la máscara de matriarca ruda e insensible que se había acostumbrado a usar frente a ellas, y a todos sus conocidos. Hasta su característica falta de compasión por los menos privilegiados la había comenzado a abandonar —lo que fue una sorpresa hasta para sí misma—.
Theodore solo lo descubrió un par de semanas más tarde, pero ella había donado una suma significativa a la Iglesia de Saint Walburga y a la de Saint Martin. Cuándo cuestionada por qué lo hizo, le contestó:
—Con la ausencia del señor Laguna, toda la ciudad necesita de nuestra ayuda. ¿Qué tipo de cristianos somos si cruzamos los brazos y dejamos a esa pobre gente morir de hambre?
El periodista reconoció que su argumento era justo y sus motivos, desinteresados. Sus palabras, entretanto, le recordaron la pésima noticia que había recibido a finales de noviembre; Frankie Laguna había sido detenido por la policía y llevado a su juicio, junto a sus aliados más cercanos. Los detalles de su encierro eran escasos, pero todos suponían que había sido enviado a Isla Negra, la peor prisión de todo el país. Y mientras no saliera —porque en algún momento lo haría—, el hijo mayor de su consejero, un muchacho llamado Jonas, se había convertido en el comandante interino de la Hermandad de los Ladrones.
La violencia en las calles de Merchant había escalado a niveles asustadores desde su encierro; crimínales del más bajo talón, queriendo escalar la pirámide del poder y asentarse en su puesto vacante, comenzado a disputar una guerra sanguinaria, más costosa para el ciudadano común que para ellos.
La racha de mala suerte no acabó ahí, sin embargo. Thomas Morsen, protegido por su mandato y su autoridad, había nuevamente aumentado el precio de la harina y subido los impuestos generales. Debido a los cambios varios funcionarios de la casa de gobierno renunciaron a sus cargos, indispuestos a seguir colaborando con su desorden y con el sufrimiento regional.
En palabras simples, esto significaba que la ciudad estaba un caos y que nadie podía hacer nada para controlarla. Algunos lectores de la Gaceta —acostumbrados a los discursos volátiles de Theodore— demandaban que el director se pronunciara al respecto, que diera una declaración sobre el creciente descontento social, pero él no se hallaba en condiciones de hacerlo. Quería, pero no podía, porque Helen necesitaba paz en el último mes de su embarazo y no era capaz de comprometer su serenidad. Además, ambos al fin habían vuelto a ser amigos. No quería perder su apoyo otra vez.
Si bien la decisión de mantenerse alejado del drama le trajo cierto descontento a su público, el periodista supo, cuando el momento del parto llegó, que había sido la correcta. Porque Helen lo necesitaba mucho más que su trabajo.
Por su edad y por su condición física, el proceso fue más peligroso de lo que cualquier doctor, matrona o enfermera pudiera haber supuesto. Ni la paciente en sí pensó que sufriría tanto, ya habiendo sido madre dos veces y experimentado recuperaciones rápidas, poco problemáticas. Pero el destino es como un niño pícaro; le encanta las sorpresas y las travesuras.
Luego del parto, Helen sufrió una hemorragia severa, producto de una atonía uterina. El doctor familiar, Louis Tucker, hizo lo posible para contener el sangrado; masajes, un taponamiento doloroso, ordenó que ingiriera un bezoar de cabra, puso un ergot bajo su lengua, le dio semillas de anís a las que mascar, pero ninguno de sus métodos funcionó. Decidió entonces que lo más sabio sería llevarla al quirófano del hospital más cercano. Si la hemorragia no se detenía, la única manera de salvarla sería extirpándole el útero y él no poseía las herramientas para realizar una cirugía tan invasiva estando en aquella casa.
Quitándose el delantal y limpiándose las manos, le dijo a una de las empleadas que lo auxiliaban que fuera a buscar los caballos de la familia al establo comunal y que les preparara el carruaje. Luego, con un exhalo preocupado, salió de la habitación a explicarle a Theodore lo que había sucedido. Lamentablemente, no logró terminar su discurso; al oír el llanto agónico de su esposa el periodista lo empujó a un lado y corrió adentro, perdiendo todo color al ver el pavoroso estado de su mujer, así como el de sus sábanas, teñidas por un repugnante tono rojo carmesí.
Con tres nudos estrujando la garganta, el corazón paralizado por su miedo y el rostro en blanco, atónito por lo que observaba, el señor Gauvain se sentó a su lado y la abrazó, intentando tranquilizarla y tranquilizarse.
—Me... d-duele... —Ella sollozó, hundiendo su rostro en su pecho.
—Lo sé, mi amor... lo sé... — Besó su tez—. Pero el dolor pasará en breve... lo hará —Miró a una de sus mucamas, que sujetaba el bebé recién nacido, y le hizo un gesto para que se lo entregara.
Con un brazo ocupado amparando a su esposa, él usó el otro para cargar a su hijo. Le sonrió al niño, pese a su irremediable aprensión. Luego, lo acercó a su exhausta madre, que apenas era capaz de respirar, menos aún moverse para cargarlo.
—Necesito... que me hagas u-una promesa... —ella murmuró, jadeante—. Si me m-muero...
—Helen.
—Debes c-cuidar bien de él... por m-mí...
—No morirás —el señor Gauvain le aseguró con una convicción envidiable—. Ambos lo cuidaremos con todo el amor del mundo, ambos lo veremos crecer y ser un hombre digno, así como estaremos ahí para él, hasta el final de nuestros días...
—Ted... —Al momento en que ella lo llamó por su antiguo apodo, él detuvo su comentario. El desespero en su voz lo forzó a hacerlo—. Prométeme.
—Lo prometo —respondió luego de un tiempo callado—. No le faltará nada, nunca. Ni a Lenny, o a Laurie. Estaré aquí para todo —La miró a los ojos, llorando—, y tú también lo harás. Vas a mejorar... lo verás —Ignorando sus reclamos, él besó al bebé, lo devolvió a la empleada y tomó a la desfallecida en sus brazos, usando toda su fuerza para alzarla de la cama, pese a sus gruñidos y protestas—. Delphine, por favor, ayúdame a cubrirla con una manta limpia. No quiero que los niños la vean así.
La vestimenta de Helen estaba tan sucia como el colchón dónde había estado reposando. Si él —un hombre adulto— se sentía enfermo al verla, no dudaba que sus hijos también lo harían. Con paciencia, esperó a que la mucama extendiera la frazada sobre el cuerpo de su esposa, murmurándole palabras consoladoras en el entretanto. Luego, salió puerta fuera, descendiendo las escaleras con apuro. Cómo tuvo tanto vigor para cargarla con una rodilla lesionada, tanta agilidad para correr por los peldaños sin caerse, o el nervio para no entrar en pánico, no pudo explicar.
Eleonor —quien había estado sentada en la sala junto a Lawrence, esperando noticias— lo siguió afuera, pese a su insistencia a que ambos quedaran adentro de la casa.
—¿Qué está pasando?
—Todo estará bien, lo juro —él comentó, subiendo a la señora Gauvain al carruaje, mientras su mucama regresaba corriendo del establo junto al señor Wyatt y a los caballos de la familia.
—¡Papá! —su hija exclamó, exasperada—. ¿Qué está pasando?
—No tengo tiempo de explicarlo ahora, pero debo llevar a tu madre al hospital de Casterbury —Él intentó mantener su calma—. Quiero que vayas a la casa de tu tío Bernie y le pidas que venga aquí, a cuidarte a ti y a Laurie... Cuando pueda, les enviaré más información desde el hospital. Por mientras, no entres a mi habitación, ni dejes que tu hermano lo haga. Delphine bajará con tu hermano, Nicholas, en breve. Cuídalo por mí.
—Papá...
—Debo irme —insistió, terminando de acomodar a Helen en su asiento—. Por tu bien, hazme caso —Y con eso se subió al pescante, a conducir por cuenta propia.
Su desespero era tanto, que ni le agradeció a Wyatt por haber enganchado los corceles al vehículo. Lo condujo por la calle a su máxima velocidad, sabiendo que no podía perder su tiempo.
Eleonor lo observó marcharse entre frustrada y amedrentada. Le dijo gracias al maestro de postas en su lugar y lo dispensó de sus servicios, regresando a los interiores de su hogar. Una vez allí, decidió acatar a las órdenes de su padre, aunque no al pie de la letra.
Le explicó a Lawrence con palabras simples lo que estaba ocurriendo, y aunque el chico se vio preocupado por el destino de su madre, no logró comprender del todo la real gravedad de su situación. Esto resultó ser algo positivo, pues no entró en pánico y fue capaz de seguir las órdenes de su hermana mayor con precisión, que eran: ir a la casa de su tío Bernard, repasarle la información y demandar su ayuda.
Al despachar al niño, Eleonor subió al segundo piso y le dijo al médico familiar que se fuera de inmediato al mismo hospital que sus padres. Mientras él se marchaba, pudo observar la habitación de los mismos de cerca, y averiguar por cuenta propia qué exactamente le había pasado a su madre.
Decir que se quedó horrorizada al ver la condición del recinto sería amenizar su espanto. Desde el pasillo pudo analizar el nauseante cuadro con suficiente claridad; toda la cama estaba teñida de sangre. Pañuelos, gasas y algodones rojizos rodeaban un nido de herramientas quirúrgicas barbáricas e intimidantes. Una masa gelatinosa, circular, arrugada y brillante, descansaba a su lado, y estaba siendo removida del colchón por las mucamas. (A la joven le tomó un par de segundos darse cuenta de que era la placenta y no un órgano aleatorio que se había desprendido de su madre durante el parto, pero, aun así, la imagen fue traumática).
Profundamente perturbada por aquella visión del infierno, Eleonor dio unos pasos hacia atrás y miró al suelo, corta de aliento. Este fue otro error, peor que desobedecer a su padre y dejar que su curiosidad la dominara. Gotas y charcos escarlatas se apreciaban por todo el pasillo y los peldaños de las escaleras. Ver el camino de sangre le sacó un jadeo nervioso de su pecho.
Llevando una mano a la boca, dejó que las primeras lágrimas cayeran. Si ya no le era evidente antes, ahora sí; las probabilidades de que su madre muriera eran muy altas.
—Señorita Eleonor —la mucama que sujetaba al recién nacido la llamó, al percibir su pavor—. Venga conmigo al baño, por favor.
—Pero...
—Sígame y ayúdeme a asear a su hermano.
Para distraer su mente de los terribles pensamientos que la cruzaban, la chica terminó asintiendo.
Entre las dos, lavaron al bebé y protegieron el muñón de su cordón umbilical con gasas, antes de vestirlo y agasajarlo. Pese a su llanto y sus lamentos, se veía adorable.
—¿Sabe usted cómo mis padres lo nombraron? Tengo el vago recuerdo de papá diciendo algo al respecto, pero el detalle se me escapó, en medio a esta confusión...
—Nicholas —la empleada respondió, sonriéndole al niño—. Según lo que pude oír, ese era el segundo nombre de su tío, el señor Raoul. La señora Gauvain lo escogió para homenajearlo.
—Es un lindo gesto... y un lindo nombre —La muchacha llevó una de sus manos a la cabeza del infante y la acarició—. Nicholas Gauvain... suena fuerte.
—Encaja con él, sin duda... Es un pequeño luchador.
—Lo es —Ella soltó un gimoteo, antes de comenzar a sollozar.
Amaba a su hermano, pero no quería que su madre muriera. No quería que su vida comenzara con una tragedia, ni que los próximos años fueran marcados por la ausencia de una figura importante, tan querida, en su familia.
En el hospital, su padre copiaba su actitud melancólica, severa. Mientras su esposa era anestesiada y operada por el mejor equipo médico que podrían encontrar en aquellos lados de Merchant, él lloraba como si el mundo estuviera a meros segundos de acabar; como si el fin del tiempo y del espacio hubiera llegado. El ruido pulmonar, húmedo, de sus lamentos, hizo que algunas enfermeras le tomaran piedad y le trajeran un vaso de agua, al que bebió mientras ellas le hablaban, intentando calmarlo.
Cuando logró levantarse del piso —al que se había derrumbado de rodillas, demasiado exhausto como para seguir de pie— salió del edificio y buscó al quiosco de prensa más cercano. Allí, encontró a uno de sus nuevos repartidores, Jacob, a quien le dio una misión muy importante: volver a su casa, ubicar a Bernard, y decirle que se viniera al hospital junto a Eleonor.
Luego de esta interacción Theodore volvió a la sala de espera, a aguardar noticias sobre su esposa. Para cuando el cirujano reapareció a su frente, el otro señor Gauvain y su hija ya lo acompañaban en su vigilia.
—¿Y?
—No tuvimos opción, nos vimos obligados a extirparle el útero.
—¿Pero está viva?
—Sí, y con la Gracia de Dios, estará bien —el médico respondió, con un tono cansado—. Pasará algunas semanas en observación y si no tiene mayores complicaciones, luego podrá irse a casa. Pero no podrá hacer esfuerzo físico alguno y deberá descansar lo máximo posible, al menos por los próximos meses —Se inclinó adelante—. También le recomendaría iniciar el traslado de la señora al hospital Marcel Meyer. Allí siguen el mismo modelo del hospital privado de Carcosa y cada paciente tiene su propia habitación. Aquí su cama estaría al lado de varias otras y eso podría ser peligroso para su salud, considerando la cantidad de mujeres infectadas que recibimos.
El sujeto no necesitó elaborar su comentario para que Theodore lo entendiera; el lugar estaba colapsando con pacientes gravemente enfermos, que incluía desde tuberculosos a portadores de sífilis. No era difícil comprobar su afirmación, ya que en la distancia era común oír la tos quejumbrosa de los más afectados, que anunciaba la llegada de una muerte cruel.
—¿Debo rellenar algún papel para hacer su traslado? —el periodista indagó.
—Sí. Hay un par de permisos de viaje que deberá firmar.
—Yo me encargo de ello —Bernard, quién había estado prestando atención a toda la conversación, dijo en lugar de su hermano—. Tú ve a hacerle compañía a Helen por mientras.
—Hablando de ella, ¿en dónde está ahora?
—Las enfermeras aún están haciéndole las debidas curaciones, pero será llevada al ala oeste en unos minutos. Si no me equivoco, su cama será la cinco.
—De acuerdo. Gracias, doctor.
—Suerte —El hombre asintió y regresó al pasillo del que había salido.
—Eleonor, ¿me acompañas? ¿O quieres quedarte con Bernie?
—Voy contigo —Ella lo tomó del brazo—. Necesito verla.
Theodore asintió y entregándole a su hermano una sonrisa agradecida, corrió al ala oeste del hospital junto a su hija.
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